La sonrisa etrusca (17 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

BOOK: La sonrisa etrusca
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Ellas unen entonces sus carcajadas a las del catarroso, que guiña aparatosamente un ojo hacia los recién llegados. Al fondo del salón se corta la Matinatta y un golpe seco de la tapa del piano al cerrarse proclama la indignación de los artistas interrumpidos. La directora acude a apaciguarles y, en el sofá, la risa del trío se interrumpe también de golpe cuando el catarroso deja caer ambas manos sobre los muslos femeninos inmediatos a él.

Súbitamente dignas y envaradas, las damas se quitan de encima tales manos con idéntico gesto de repugnancia.

—No empiece usted, don Baldassare —dice Ana Luisa. O quizás Teodora.

—No son modales, no son modales —cacarea Teodora. O quizás Ana Luisa.

—Quien no sienta el arte que no venga. Eso es, que no venga —repite al fondo el ofendido tenor, entre los cuchicheos apaciguadores de la directora que, al fin, logrado su propósito calmante, retorna junto al nuevo miembro del Club, en el instante en que es interrogado por don Baldassare.

—¿Y usted de qué quinta es, compañero?

—Yo fui inútil total… ¡Soy sordo! —grita el viejo, exasperado por aquel ojo enfrente guiñando constantemente. Enseña los dientes en un forzado intento de sonrisa y se vuelve hacia la puerta. Andrea le sigue, así como la directora, que se afana en dar explicaciones.

—El pobre don Baldassare no rige bien, pero no podemos cerrar las puertas a nadie… Esto es público, municipal, comprendan… Por lo demás, vienen personas muy agradables, muy agradables…

Andrea consigue que su suegro se resigne a visitar las restantes instalaciones, profusamente elogiadas por la directora:

—Aquí la biblioteca… Buenas tardes, doctor, no le interrumpimos… Excelentes lecturas, excelentes… Esta salita con la televisión, muy cómoda… El salón de actos: amplio, ¿verdad?, damos muchas conferencias… Interesantísimas… También cine y, a veces, representamos teatro nosotros mismos… Miren, hace un mes dimos
Vestir al desnudo
y tuvimos estimables críticas. ¿Le gusta Pirandello, señor Roncone? Permita, le llamaré don Salvatore. Aquí usamos el nombre, es más espontáneo… ¿Le gusta Pirandello?

Al fin vuelven a hallarse en el vestíbulo, allí donde una cartela mural proclama:

Casa de la Alegría. Reír es Vivir. La directora empieza a despedirse. Andrea, aunque deprimida, agradece admirada el prudente silencio de su suegro. Ignora que se debe a la paralizante intensidad del asombro. Desde que entró, el viejo se pregunta si todo aquello existe de verdad, si tales ejemplares son humanos. Ni siquiera como milaneses logra explicárselos. No ha logrado reaccionar y por eso calla. Sólo al final pregunta, vacilante:

—¿Y todos son así?

—¿Así qué? —pregunta la directora, alzando sus límpidos ojos aguamarina. Andrea se encoge interiormente, esperando el latigazo.

—Así de…, de viejos y eso.

Pero el candor de la directora es invulnerable.

—¡Qué cosas tiene este don Salvatore!… Aquí no hay viejos, querido señor; somos la tercera edad. La mejor, si se sabe vivirla. Vuelva y verá, vuelva: nosotros le enseñaremos.

Caminando acera adelante, Andrea lamenta su fracaso. Se había hecho la ilusión de que, con aquel club cerca de casa, su suegro se ausentaría más y no mimaría tanto al niño, dificultando su correcta educación. Por eso se queda estupefacta cuando, al inquirir cautelosamente, él anuncia que irá alguna vez por el club.

—A lo mejor viene de verdad otra gente —aclara el viejo con esa indescifrable mirada que a veces lanza, entrecerrando sus astutos ojillos sobre un esbozo de sonrisa.

Pues el club se le ha aparecido de pronto como el gran medio de escabullirse. Por las tardes, con Andrea cohibiéndole en casa, su único rato bueno es el baño de Brunettino.

Pero antes tendrá tiempo de visitar a Hortensia diciendo que se va al club.

«También, ¿qué necesidad tengo de disculpas? —se reprocha—. Yo hago lo que me da la gana.» Cierto, pero precisamente le da la gana de no hablar de Hortensia; es más divertido ocultárselo a la Andrea. Con esa idea tranquiliza su ánimo, convenciéndose de que nadie le controla.

27

¿Han pasado antes por este mismo sitio?

El viejo lo ignora. En la montaña nunca se perdió, pero aquí… Hoy todas las calles le parecen iguales, como de un laberinto, por donde le guía sin vacilar Hortensia. Las zapaterías se confunden en una sola, aunque en algunas preguntaron, en otras llegaron a ver botitas que rechazó su guía y en la mayoría no pasaron del escaparate, dando vueltas y vueltas de una a otra entre tantos apresurados compradores de fin de año, sorteando el tráfico.

Por fin adquieren las botitas en Mondoni, la primera de las tiendas donde entraron: es la propia Hortensia quien, triunfante, se lo hace notar al viejo.

—Ya sabía yo que ésa era la mejor. Pero, si no se mira en otra, luego se encuentra algo más barato a la vuelta de la esquina.

El viejo no está muy de acuerdo, pero ha sido feliz durante la concienzuda expedición, gozando incluso al sentirse extraviado, porque eso le ponía en manos de Hortensia. Da gusto acompañarla, además: se abriga con un bonito chaquetón de piel gris y calza unas buenas botas. Sobre todo, se le ha cogido del brazo y el viejo siente en el codo la elástica firmeza de la carne femenina. Se ufana:

—¡Cómo te miran los hombres!

—Nos miran a los dos.

—¿A mí? ¡Como no sea por mi pelliza de campo!

—Miran tu planta y tu andar.

—Eso sí; buenas piernas de montañés. Aún les ganaría yo a todos ésos, trepando cumbres arriba… Y tú, ¿no estás cansada? Porque ¡vaya tarde de trabajo que te he dado!

—¿Trabajo? A nosotras nos encanta ir de tiendas. Eso sí, te llevas lo mejor. Y barato.

¿Barato? Al viejo se le han ido en las botitas sus últimas liras de reserva. Y aún le han faltado seiscientas, aportadas por Hortensia, que no ha consentido resignarse a otras más baratas.

—Ni hablar: para el niño, lo mejor. Y es buena compra, te lo repito. Entiendo de eso; trabajé seis años de vendedora en los Almacenes Lombardía, cuando me quedé viuda con mi chiquilla… Anda, anda, ya me las devolverás. Para eso somos amigos.

—Pero tardaré. Me he quedado sin dinero.

Lo declara tan serio, casi fúnebre, que ella suelta la carcajada, más sonora aún bajo la bóveda de la Galería Vittorio Emanuelle, donde se han refugiado de una llovizna incipiente, ya al oscurecer. La gente vuelve la cabeza y él sonríe. ¿Cómo resistirse a ese rostro jovial, a esos dientes blanquísimos? Pero en el acto se enfurece:

—¡Maldita sea! Las tierras y los ganados son míos, pero el chupón de mi yerno se retrasa en mandarme dinero. Cuando telefonea le grito, pero como mi garrota no le alcanza… Y en casa de mi nuera no quiero pedir.

—No tengas prisa, hombre; no pongas esa cara: ¡va a creer la gente que nos peleamos! Y no es eso, ¿verdad?

—Es que además…

—No me lo digas, lo sé. Ahora te apetece convidarme a tomar algo. ¿A que es eso?

«Es vidente», se dice una vez más el viejo, que, en efecto, sufre por no poder invitarla como se merece. Precisamente se han detenido frente a un café de categoría.

«¡Adiviné!», piensa Hortensia, feliz con la idea de que ese hombre no pueda ocultarle nada. Es transparente para ella como un chiquillo. Y añade:

—Pues convídame, hombre; convídame. ¿Por qué no? Toma: este dinero es tan tuyo como si lo sacaras de un banco pagando luego intereses.

—Ah, con intereses, conforme —sonríe el viejo, aceptándolo.

Ella vuelve a tomar su brazo, pero ahora para dejarse llevar. Y es el hombre quien empuja la puerta giratoria y la conduce hasta una mesita bajo una luz difusa, sentándose junto a ella en el diván de terciopelo. Hortensia se esponja al observar que, una vez recobrado el mando, el viejo campesino habla al camarero sin cohibirse, con señorío, para encargarle una excelente merienda. «Basta, basta, ¿dónde vamos con todo eso?», protesta ella risueña, pero disfrutando golosamente, sobre todo de una tarta a su gusto. El tiempo se les pasa volando, acogidos a esa isla de intimidad que han creado para ellos en medio del bullicio. —¡Qué tarde es! —exclama Hortensia mirando su relojito—. ¿No te estarán esperando en tu casa?

—Se creen que me divierto en un casino de cretinos.

—¿No les has dicho que salíamos juntos?

—Las botitas son un secreto, recuérdalo… Además —añade gravemente—, no quiero oír tu nombre en boca de Andrea.

«Soy un secreto», piensa ella encantada. Y advierte:

—¿Te das cuenta de que hemos celebrado juntos la cena de San Silvestre? Porque yo ya no tomo nada en casa.

—¡Eso es lo que yo quería! ¿Estás contenta?

—Tanto, que voy a darle las gracias a san Francisco… ¿Me acompañas?

—¿A la iglesia yo? No gasto de eso.

Pero, naturalmente, se levanta con ella y la ayuda a ponerse el chaquetón. Comprende por qué lo hace así la gente fina: es como abrazar a la mujer.

Ha cesado la llovizna.

Via Manzoni arriba ella le explica que tampoco suele ir a misa, pero sí a Sant'Angelo, para ver a san Francisco, el santo que a ella le gusta, especialmente cuando sabe que no hay curas predicando, pues no cree en ellos… Caminan algo más, emparejados en silencio, cuando ella exclama:

—Y hasta puedes verle sin entrar en la iglesia: mírale.

—¿Quién?

—San Francisco.

En la plaza existe una pequeña alberca octogonal, como el pilón de una fuente, pero sin surtidor central. Acodado al pretil está un fraile contemplando a un pajarillo posado al otro lado. Ambas figuras son de bronce, pero es tan natural la actitud humana, ahí al nivel de la calle, que la sencilla concepción del artista conmueve precisamente por su humildad. La amarilla luz de un farol, al ondular vagamente sobre el agua, infunde al bronce reflejos de vida.

—Ya sabes, Bruno; hablaba a los pájaros… Siempre pienso que esa estatua le gusta a san Francisco. ¿Hablar a los pájaros? El viejo no cree que los pájaros estén en el mundo para que les hablemos. Pero se imagina a Brunettino con un gorrioncillo en sus manos: seguro que el niño le hablaría. Por eso le encanta esa fuente. Además, claro, camina al lado de Hortensia que, minutos después, le introduce en una iglesia.

Una sola nave, como en Roccasera, y casi vacía; sigue abierta aún por ser la Nochevieja. Hortensia avanza decidida hacia una capillita lateral y se sienta en un banco desde donde ve la imagen de san Francisco. En el altar de la capillita temblotean dos velas encendidas ante una Madonna. En el muro frontero, un gran cuadro bastante ennegrecido.

El viejo contempla el perfil de la mujer a su lado. Tiene la misma tierna sencillez de la fuente, con ese pelo liso recogido detrás, esa nariz tranquila, esos labios serenos. Al viejo le gusta que ella no bisbisee oraciones; le resultaría una de tantas beatas. Y ella es todo lo contrario: encarna la paz interior y la plenitud satisfecha, con las dos manos posadas sobre la falda y el lento ritmo del pecho. Ahora se le escapa la sospecha de un suspiro, más bien dichoso que atribulado. El viejo se siente turbado, como si violara una intimidad, y aparta su mirada hacia el cuadro.

Su vista, ya más acomodada a la penumbra, identifica a san Cristóbal. Hundido hasta las rodillas en el agua, apoyado en un recio bastón, el santo mira al niño sentado sobre su hombro, sujetándole con el otro brazo. Entre las ondas se adivinan sombras siniestras como fabulosos monstruos, pero el rostro del santo es puro éxtasis contemplando a Jesús.

El viejo, sin darse cuenta, reproduce esa expresión porque el niño le recuerda a Brunettino, sosteniendo el globo del mundo como una pelota.

«Pero mi Brunettino es más listo, más pícaro. Este bambino es como los pintan a todos, un bobalicón. Hasta se le ve con miedo de caerse, agarrándose al pelo del fulano… ¡Venga, Cristóforo, sujétale mejor! ¡Que no se móje el pobrecito!»

Hortensia, advertida por el susurro, se vuelve a mirar al viejo, extrañada de verle mover los labios en una oración. Pero dura poco y él vuelve a su silencio, impresionado ahora por la sensación de que debería recordar algo. ¿Qué podrá ser?

Al cerrar los ojos para evocarlo mejor —seguramente es algo de hace muchos años— le parece volver a hallarse en Roccasera, en la iglesia parroquial. Los mismos chasquidos de tablas, pasos prudentes, rechinar de puertas, chisporroteo de velas… El mismo olor a cera y humedad… Pero su memoria no por eso le devuelve el recuerdo perdido. ¿Estará sepultado en el mundo infantil de Roccasera?

El tiempo en suspenso vuelve a ponerse en marcha. Se levantan, salen a la calle y retornan hacia la cercana vía Borgospesso, que dejaron atrás en su peregrinación a Sant'Angelo. El frío arrecia, ella se arrima al hombre y caminan más de prisa…

Se despiden en el portal de Hortensia.

—Feliz Año Nuevo.

Ella ofrece su mejilla como cuando él le llevó las rosas y él se quita el sombrero y le besa en las dos. Cuando se aleja, después de verla entrar, se lleva consigo una suavidad en los labios, un roce de cabellos en su frente, un sereno perfil en su memoria.

28

La Nochevieja en casa es un suplicio para el viejo porque, después de la merienda con Hortensia, se ve forzado a probar los platos que Andrea se ha esmerado en preparar, ateniéndose escrupulosamente a las recetas de su Libro del hogar. El exceso le cae mala
Rusca
, que protesta mordisqueando en carne viva. El viejo desearía acostarse, pero su nuera ha decidido que deben esperar el Año Nuevo ante la televisión, como toda Italia.

El viejo consigue aguantar hasta medianoche gracias a que, a escondidas, toma el sedante recomendado por el profesor para los trances más agudos.

Tras las felicitaciones y los besitos se retira inmediatamente a su cuarto, cuando empieza a hablar el Papa, y despliega el sofá-cama, pero no se duerme. Sabe que la medicina le adormecerá, impidiéndole despertarse de madrugada, y por eso decide ver a Brunettino antes, en la primera hora del niño. Así, cuando cesan los ruidos en el cuarto de baño y el matrimonio se retira, el viejo coge su manta y se traslada cauteloso a la alcobita. Allí besa delicadamente al niño dormido y le desea una vida larga y colmada, inclinándose sobre él como un sauce. Luego se sienta en el suelo, se envuelve en su manta y se apoya contra la pared, para su acostumbrada guardia.

La manta es precisamente lo que desentierra el recuerdo cuya identificación le ha obsesionado desde que empezó a aletear ante el san Cristóbal. En vano hurgaba en su viejo mundo infantil, porque el recuerdo no pertenece a él, sino a otra noche de San Silvestre y a un pilón de fuente pública. El olor de la manta no es sólo el de su niñez pastoril, sino también el de sus aventuras partisanas, y ese olor desgarra el velo, surgiendo vivísima la memoria de hace justo cuarenta años: aquel San Silvestre en que conoció tan dramáticamente a Dunka.

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