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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

La sonrisa etrusca (18 page)

BOOK: La sonrisa etrusca
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De golpe lo revive todo: su sorpresa en el café al ver llegar como enlace a una muchacha y, en el acto, el olor a peligro, la escapada oportunísima, el disparo que le alcanzó en el costado y su truco para despistar a la Gestapo ocultándose en el pilón de la fuente monumental, metidos en el agua como san Cristóbal… Luego la mujer guiándole valerosamente por la ciudad desconocida, hasta ponerle a salvo en un escondite de la resistencia, donde sólo entonces ella se permitió temblar de miedo… ¿Cómo le ha costado tanto recordar la inolvidable San Silvestre que les condujo a Rímini? «Lo llevo tan adentro —se dice—, que es como el corazón: uno se olvida de él.»

Le acunan ahora los recuerdos, un oleaje melancólico de ascuas y ceniza, de pasado y presente mezclados y, junto con la acción del sedante, se queda pronto dormido, como en las noches sin lobos guardando el aprisco. En cambio es el niño quien se despierta y hasta se incorpora de golpe, quizás saliendo de un mal sueño; pero al reconocer al viejo acurrucado se forma en sus labios una sonrisa y, como un gatito satisfecho, cierra los ojos, cambia de postura y vuelve a dormirse.

Quedan sueños, sin embargo, flotando en la alcobita, conjurados acaso por lo singular de esa noche partida entre dos años, y se infiltran como visiones en el viejo dormido. Una mujer de ojos claros —tan pronto tiran a verdes como a grises— le arrastra de la mano vertiginosamente por un laberinto de callejas y es una agonía seguirla porque le falta una bota, aunque luego resulta peor, pues va sangrando, y después ya no corren: se encuentran con agua al cuello, espaldas contra una pared, frente a oscuras estatuas que, de repente, son alumbradas por focos potentísimos revelando un mofletudo rostro de angelito burlón… Luego, no sabe cómo, su pelo es muy largo y esa mujer le está peinando, lenta, muy lentamente, o quizás es otra, obligándole a estar inmóvil, y el peine sigue cuerpo abajo y le araña, se clava, le rasga el vientre mientras la extraña peinadora ríe como si el dolor fuese una broma, y le regala un pajarillo que habla, que se le posa en el hombro, que se hace muy pesado, cada vez más, y le dobla aunque se apoya en un recio cayado…, no, en el brazo de una mujer, ¿la peinadora, la otra si era otra?, no lo sabe, se inquieta…

Afortunadamente, a pesar del sedante el viejo despierta a tiempo de volver a su cuarto antes de que se levante el matrimonio. Duerme luego hasta ya muy entrado el primer día del nuevo año. Andrea, sin clase por las vacaciones, le confiesa haber empezado a asustarse.

—¡Bah!, es que he dormido bien. Quizás bebí anoche un poco de más. No recuerdo.

Andrea sí, y se extraña: justamente el viejo no probó el vino. Pero no puede aclararlo porque el niño chilla en su cuarto y el abuelo corre a gozar de las primeras gracias infantiles.

29

Andrea no se había creído las palabras del viejo, pero él salió a las cinco hacia el Club de la Tercera Edad. Por lo visto ha encontrado allí a otra gente, porque a las nueve no ha regresado.

—Mira, vamos a cenar nosotros. Ya no tardará —propone Renato.

—¿Le habrá ocurrido algo?

—¿A quién? ¿A mi padre?

Su padre es capaz de superarlo todo. Pero Andrea insiste:

—Está viejo.

«Es verdad —piensa Renato con tristeza—. Y además…» Pero se le ve siempre tan firme y satisfecho que olvidan su enfermedad. Su enfermedad mortal.

Andrea telefonea al Club, pero la directora ya se ha marchado y el conserje es incapaz, de aclarar si anda por allí un socio nuevo, el señor Roncone… No ha contestado a la llamada del micrófono, pero «esos viejos nunca oyen», aclara desdeñoso el empleado.

Andrea y Renato se miran indecisos.

En ese momento oyen la llave en la cerradura. Suenan pasos cautelosos, pensando en el niño dormido, y aparece el viejo con aire, en efecto, de haberse divertido. Se disculpa vagamente y ellos le manifiestan su inquietud.

—¿Sois tontos? —replica—. ¿Qué me puede pasar? ¿A mí?

Renato sonríe: cierto, es impensable. El viejo continúa con buen humor, quitándose la pelliza:

—Una tarde estupenda. Estupenda.

Andrea, estupefacta, pasa a la cocina para servir la cena en la mesa ya puesta. El viejo despliega un espléndido apetito y bebe un poco. Renato y su mujer intercambian miradas de asombro. Ya acostados, apagadas las luces de la casa, Andrea no puede más:

—Verdaderamente, tu padre … —suspira—. No le comprendo… No, no le comprendo. Es de otro planeta.

El planeta del viejo, aquella tarde, se había llamado ¡Feliz Año Nuevo!; título del espectáculo popular de varietés ofrecido por el Municipio en un teatro desmontable instalado en el piazzale Accursio. Hortensia le había invitado allí y se instalaron entre un público de chiquillería, soldadesca y gentes de su edad. Ahora, en su cama, el viejo vuelve a disfrutar, evocando los números. La pareja en aquellas bicicletas que se iban desarmando a pedazos —«¡qué culo tenía ella, la condenada!»—; el mago que aserraba por la mitad a su flacucha ayudante dentro de una caja y luego aparecía ella por el pasillo de butacas; el adivinador de naipes y del pensamiento (pero eso siempre tiene truco); los trapecistas con el pobrecito niño dando saltos mortales, el ballet que salía entre los números exhibiendo unos cuantos hermosos pares de muslos… Pero sobre todo Mangurrone, el famoso Mangurrone, el superestrella con sus chistes y sus breves cuadritos cómicos… «¡Mangurrone, otro! —gritaba la gente—, ¡Man-gu-rro-ne, Man-gu-rro-ne!…», y Mangurrone reaparecía con diferente caracterización para ofrecer otra propina a su querido y respetable público milanés…

El viejo sofoca una carcajada recordando aquel número en que Mangurrone convence a una corista de que él la ha convertido en vaca y se lo demuestra acariciándole un rabo imaginario, poniéndola a cuatro patas para ordeñarla —«¡el tío lo imitaba bien, se veía que entendía de ordeños!»—, cayendo a la vista del público un blanco chorro de leche en el cubo colocado bajo la chica mientras ella mugía de gusto…

«Cómo harían aquello?, porque Mangurrone hizo subir a uno de butacas y le dio de beber un vaso de auténtica leche de vaca…» Pero lo mejor fue el final: Mangurrone gritó que se sentía transformado en toro y se puso a cuatro patas tras la corista con intenciones obvias. La chica salió trotando y él detrás, en un mutis aplaudido de locura.

—¡Cómo disfrutas! ¡Qué gusto me da oírte reír así! —le dijo Hortensia.

—¡Ese tío es buenísimo!… A lo mejor agarra a la moza por ahí dentro del escenario y… ¡figúrate!

—¡Qué cosas se te ocurren!

—¡Las cosas de la vida! No se le hacen ascos a las cabras, allá arriba en la montaña. Y perdona.

Hortensia le miró bondadosa:

—Te ríes como un niño.

—Es como hay que reírse —contestó él, mirándola a los ojos y dejando poco a poco de reír al percibir en ellos tanta gozosa ternura, tanta claridad vital…

«¡Ay, qué madre para mi Brunettino! —suspira el viejo ahora en la cama—. ¡Qué brazos de madre!»

30

—¿Le gustan, papá?… Quiero decir, abuelo. ¿Le gustan?

—Se ve que son buenísimos… Gracias, Andrea.

«Santa Madonna, sólo a ella podía ocurrírsele regalarme unos guantes… ¡Si nosotros no gastamos! Son para señoritos de Milán, o para señoronas que no hacen nada con las manos… Allá en el país sólo llevaba guantes aquel chófer nuevo del marqués, cuando bajaban desde Roma con su coche para ordeñarnos nuestro poco dinero y llevárselo. Una mierda, el chófer aquel; pensaba que con su gorra y sus polainas se iba a llevar al huerto a cualquier moza… ¡Buenas son las nuestras para irse con los forasteros!; la que se dejara ya podía emigrar; nadie volvería a mirarla… El chófer tuvo que bajar a Catanzaro y meterse en casa de la Sgarrona, pagando. El día siguiente ya no presumía tanto; volvió con pinta de gallo alicaído.»

—¿De qué se ríe, abuelo? ¿No le gustan?.

—Muchísimo, ¡vaya cuero bueno!… Te habrán costado caros… Pero mira mis manos, mujer; no caben.

Andrea, asombrada porque compró precisamente la talla más grande, compara manos con guantes y se confunde en disculpas. El viejo intenta consolarla, pero la realidad es implacable. Los guantes son lo bastante largos, pero esas zarpas de oso montañés no entran.,

—Soy una tonta, lo siento… —concluye Andrea—. No se me ocurrió nada mejor para sus Reyes.

El abuelo contempla sus manos orgulloso como nunca: «¡No las hay iguales en Milán y, además de ser tan recias, abrochan botoncitos de niño!».

Por la tarde le relata el episodio a Hortensia, que le esperaba en su ático con la sorpresa de una bufanda. Ella ríe, pues por un momento pensó también en guantes, pero recordó esas manos.

—¿Qué lana es ésta? Seguro que tiene química —sospecha el viejo, al sentir tanta suavidad en torno a su cuello.

—De la mejor —explica Hortensia—. Inglesa.

—Si es inglesa, me fío… Y acaricia llevarla.

«Los ingleses fueron buenos camaradas. Demasiado papeleros y bastante aburridos, pero respondían. Aquel míster…, ¿cómo se llamaba?, le decíamos Terry, un nombre de perro, peleaba bien y se le ocurrían buenas putadas contra los tedescos… Escribía todos los detalles y nos los hacía repetir… Por eso le mataron, por cumplir la orden aunque las cosas se presentaron de otro modo… No es bueno calcular demasiado.»

El viejo acepta la buena bufanda, pero sigue reteniendo la vieja en su mano, vacilando. Como cuando los aldeanos en la consulta del abogado —piensa Hortensia— no saben qué hacer con el sombrero.

—No necesitas tirar la vieja, hombre… ¿Te la guardo yo?… A lo mejor un día te apetece llevarla.

«Otra vez me adivinó… ¡Qué gusto!»

—Le tengo cariño —reacciona el viejo, entregando su tesoro para custodia— y es de mis ovejas. Me la hizo mi hija… Por cierto, ayer me telefoneó y me van a mandar mi dinero.

Además…

Presume con la noticia: el cabrón empeora. El médico ya sólo le visita para engañarle con esperanzas. El Cantanotte llora cuando le habla el cura: las beatas dicen que se arrepiente de todo y va a morir como un santo. «¡Un santo ese tío! ¡Llora de miedo; se arruga porque no es hombre!»

Mientras tanto el viejo ofrece su regalito, sin atreverse a ponérselo él mismo.

—Esto sí que es precioso, ¡demasiado! —elogia Hortensia, prendiéndoselo en el vestido.

Por un momento pensó pedirle a él que se lo pusiera, pero no se atreve. El caso es que ya reluce en su pecho esa gondolita de plata en filigrana. Claro que sin gondolero, pues aunque las había en la tienda con ese detalle, al viejo le pareció poco respetuoso para el difunto.

—Preciosa —repite ella—. Desde que enviudé no me habían traído los Reyes nada tan bonito.

—En mi tierra no son los Reyes, sino la pefana, la bruja. Una bruja buena, que también las hay. Como las de Peña Enzutta, que espanta al lobo y apaga las malas hogueras; todo el mundo lo sabe.

—Hogueras las de Reyes en Nápoles —ríe Hortensia—. Tiramos por la ventana trastos viejos y hasta muebles, amontonamos todos los de la vecindad y les prendemos fuego. ¡Qué llamaradas! Suben las chispas hasta las ventanas…

El viejo vuelve a su casa con las botitas guardadas hasta ahora por Hortensia y, como si las acabara de sacar de su armario, las exhibe triunfalmente a la hora de acostar al niño. Sostenidas en alto por la recia mano provocan una mirada feliz de Renato a su mujer, como diciéndole:

«¿Ves cómo es papá?» Y Andrea, en efecto, se asombra del buen gusto con que ha elegido el viejo. «¡Quién lo hubiera pensado en un pueblerino!»

El único descontento es Brunettino, cuando van a probárselas. Se resiste inicialmente a la novedad y, una vez en sus piececitos, restriega uno contra otro para quitárselas, llora y patalea, primero sentado, luego de pie. Pero entonces comienza a sentir su pisada más segura y se contempla los pies con asombro. Mira luego a los mayores, da unos pasitos vacilantes y una sonrisilla asoma entre las lágrimas. Se lanza al fin a atravesar el cuarto, abrazándose a la pierna del viejo cuando ya estaba a punto de caer. ¡Esos bracitos rodeándole la rodilla, como la hiedra al olmo de la ermita! Por el muslo, entrañas arriba, anegando el corazón y oprimiendo la garganta, la felicidad sube hasta los ojos del abuelo. Antes de que se derrame por ellos, el viejo coge al niño y lo levanta hasta su hombro sentado en esa manaza, enemiga de los guantes, donde cabe todo el trascrito infantil.

Brunettino ríe y palmotea. Renato y Andrea también aplauden. El viejo se ve como el san Cristobalón en el cuadro de la capilla, pasando al niño a la orilla de otro nuevo año, hacia muchos años…

—Renato —exclama—,tienes que retratarme así.

«Y cuando tenga la foto —piensa—, le daré una copia a la Hortensia.»

31

«¿Sabes que, bien mirado, los guantes me los trajo la pefana, la bruja buena? ¡Sí, angelote mío, ella le sopló la idea a la Andrea, seguro! Aunque buen disgusto se llevó… Profesora y todo, ¡casi se echó a llorar!»

El viejo se regocija mirando al niño dormido. De nuevo el cielo está limpio, barrido por el viento de los lagos. Una blanca luna en creciente, fina como una hoz, luce glacial en el ángulo alto de la ventana.

«Entonces, dirás tú, ¿dónde están esos guantes? ¡Míralos: en mis pies! Los cambiamos por estas zapatillas… A la vejez, viruelas; nunca gasté yo zapatillas. Cuando era como tú, descalzo; luego, abarcas y botas; aquí, zapatos… Pero con ellos se me oye de noche fuera de la moqueta, en el baño y cocina, justo donde me empuja la
Rusca
, para calmarse con un bocado o para que yo le haga más sitio echando una meada, ya ves, que cuando se siente prieta no para de rebullir… Con los zapatos en las baldosas me pueden oír; con calcetines solos siento frío; ya no soy el de antes… Buena cosa, esto de las zapatillas.»

«Me oyes, ¿verdad, niño mío? Qué importa mi boca cerrada, ¡cuando piensas con alma te oyen! Apréndelo: miras bien fijo a un fulano pensando «si rechistas, te machaco» y, el tío se arruga, te lo digo yo… A lo suave, lo mismo: miras a una mujer viéndola ya en tu cama ¡y la tienes medio en el bote!… Ya ves, cada noche pensaba yo para mis ovejas por dónde las llevaría al día siguiente y casi andaban solas… ¡Hasta los animales se dan cuenta! Por eso digo que las zapatillas se le ocurrieron a la pefana. Ando con ellas tan callado como en la montaña, más escurridizo que una gineta. Y como en la guerra: con mis abarcas, el centinela enemigo era cosa hecha. Cuando se daba cuenta ya el grito de alarma no le salía por la boca, sino por la raja del degüello; un gluglú entre su sangre, un ruidito de nada. ¡Ni el Torlonio se los cargaba como yo! Y eso que el Torlonio era el Torlonio, ya lo sabes.» Incluso mejor que en la guerra, pues aquí no hay ramillas chascadizas ni cantos rodaderos… Algo bueno habían de tener estas casas; este silencio de muertas. Claro, el hormigón ahoga los ruidos, como ataja los ríos en los embalses… ¡Muertas están, sí!…

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