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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

La sonrisa etrusca (15 page)

BOOK: La sonrisa etrusca
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Sí, le adivina. Le interpreta, se le anticipa constantemente a lo largo de la charla, mientras el rumor de la lluvia pone un fondo de fontana campesina… Hablan del país y de sus vidas… ¿Ese cuadrito?, la tierra de Hortensia, Amalfi; el pintoresco camino de subida al Convento de Capuchinos, con el mar abajo, espumeando al pie del acantilado… ¿La mandolina colgada? La tocaba muy bien su marido y ella cantaba. ¡Canciones napolitanas, claro! De joven tenía bonita voz.

—¿De joven? —comenta el viejo—. Entonces, ¡ayer mismo!

Ella agradece el piropo y sigue hablando… Esas fotografías son de su difunto marido: en una con uniforme de la Marina, en otra con redondo sombrero de paja, adornado con una cinta.

—Sí, señor, fue gondolero, el Tomasso… Y con la mandolina ¡les sacaba unas propinas a las turistas americanas…! ¡Figúrese qué mezcla: veneciano él y amalfitana yo!

«Parecía entenderse bien la pareja —piensa el viejo al oírla—, aunque la cara del hombre me resulta algo fanfarrona… Claro, gondolero es oficio de mala vida, de malavitoso… Además, ¿por qué no ha dicho ella "mi Tomasso"?… Pero no pensaré mal; por lo menos hizo la guerra en el mar, fue un compañero.»

La lluvia continúa y ella le invita a almorzar con tanta naturalidad que es imposible negarse, aparte de que el viejo ni lo piensa. De todos modos ya sería tarde, pues la mujer ha pedido el número y se apresura a telefonear que el señor Roncone no irá a almorzar. ¡Qué ama de casa más dispuesta! En un momento sirve una pasta exquisita. ¿O será que ahí se pasa el tiempo sin sentir, simplemente respirando a gusto?

—A esto, en Catanzaro, le llamamos un primo, el primer plato —comenta el viejo, elogiando el punto de cochura y la salsa al sugo.

—Pues aquí no, porque no tengo segundo —se excusa ella—. Un poco más de Grisones, si quiere, queso, frutas y café: le ofrezco lo que tengo.

El queso, de allá abajo, muy sabroso. El café, fantástico.

—Tan fuerte y tan caliente como usted.

—¿Y tan amargo? —provoca ella.

—¿Usted amarga? Usted… Bueno, y con todo respeto —se lanza el viejo—, ¿a qué esperamos para tutearnos? ¡Somos paisanos!

—¿Paisana yo de un calabrés? ¡Nos separan las montañas!

—¡Las montañas se cruzan!

«Sobre todo, si es para llegar a este nido», piensa.

Como buen calabrés, el viejo desdeña a los frívolos napolitanos, pero ella ¡es tan diferente! Después de todo, Amalfi ya está fuera del golfo.

Va amainando la lluvia sin que se den cuenta. Fuera es otro mundo. Las palabras languidecen porque en el sillón el viejo, alentado por ella, se duerme poco a poco. Una cabezadita, nada.

Su último pensamiento, antes de rendirse al sueño, es que Brunettino, acunado en sus viejos brazos, sin duda se siente tan en su nido como él ahora en el sillón de Hortensia. ¡Por eso la sonrisa feliz entre los rosados mofletes del niño!

Sentada enfrente, la mujer le contempla, sus manos sobre la falda. La cabeza ligeramente ladeada y, en los ojos, hondísima ternura derramándose hacia ese hombre. En el corazón, melancolía indecible; en los labios, un asomo de serena sonrisa.

El viejo, dormido, no puede ver ni esa mirada ni la sonrisa. Pero cuando, una hora más tarde, retorna hacia el viale Piave bajo unas nubes desvaneciéndose poco a poco en el azul grisáceo, asoma a sus ojos —sin él saberlo— la misma ternura. Y llena su corazón idéntica melancolía.

23

Se oye girar la llave de Andrea en la cerradura. Anunziata y el viejo asoman al pasillo cada uno por una puerta. Tras ella entra Renato, que la trae del aeropuerto.

Mientras saluda, Andrea les mira escrutadoramente. Se acerca ante todo al cuarto del niño, al que contempla y da un rápido beso. «La señora Hortensia le besaría de otro modo, aunque le despertase», piensa el viejo, mientras Andrea inspecciona en redondo la alcobita. El plato termo no está exactamente a la derecha sobre el muletón de la mesa y Andrea lo reinstala en su sitio; Anunziata, confusa, baja imperceptiblemente la cabeza: aquella irregularidad se le había escapado.

—¿Te quitas el abrigo? —se ofrece Renato, cariñoso.

Una Andrea condescendiente, como diciendo «ahora sí», se lo deja quitar y Renato se lo lleva a la alcoba para colgarlo.

Andrea recorre el piso, menos el cuarto del viejo, al que solamente se asoma. «Bien, bien —repite—, da gusto volver a casa». Responde a las sumisas preguntas de Anunziata:

«Sí, un viaje muy bueno. Y en Roma, en el Ministerio, excelentes impresiones. ¡Tenía papá tantos amigos! Y los de tío Daniele, además». En la cocina abre el frigorífico, inventariándolo de una ojeada. «Muy bien, Anunziata, perfecto», repite una vez más mientras cambia una mirada cómplice con la asistenta al ver media hogaza morena. El viejo, que días atrás se hubiera encrespado ante semejante inspección, ahora sonríe: después de sus cenas familiares en libertad, ya puede tolerarle a la nuera sus pequeñas manías.

Andrea llega por fin hasta su mesa de trabajo, en el estudio, tras contemplar un momento por el ventanal los dos rascacielos, sus dos modernos obeliscos. Se inmoviliza ante sus papeles y su expresión se suaviza: ha llegado a puerto.

—¿Y eso? —pregunta ella de pronto secamente señalando el rincón donde, sobre la mesita auxiliar, el viejo instaló la víspera un portalito de Belén.

—¿No lo estás viendo? —responde el abuelo con firmeza—. El pesebre del niño.

—Yo había decidido, de acuerdo con Renato, claro, poner un arbolito de Noel. Es más práctico, más racional.

El viejo no despega los labios. «¡Racional!… ¿Qué le dice un árbol de ésos a un niño, comparado con el Jesús y las figuras tan propias y el burro y el buey de verdad? Que ponga ella lo que quiera; ese belén no se mueve. Y ya se lo explicaré yo a Brunettino.»

—Es muy tarde ya para Anunziata —dice Andrea tras un silencio, y sale hacia la cocina.

El viejo la oye decir a Renato, cuando ella pasa ante la puerta del dormitorio:

—Espérame ahí. Ahora mismo vengo a vaciar la maleta.

Andrea conversa un rato con Anunziata. «Informándose de los cambios de estos días, claro», piensa el viejo. Y sonríe burlonamente porque el gran cambio, el milagro, no pueden ellas ni sospecharlo: la honda convivencia calabresa de las tres generaciones Roncone.

Al cabo Anunziata se despide y sale, mientras Andrea entra en su dormitorio, encerrándose con Renato.

Pasa un rato y el niño se despierta. El viejo acude a la alcobita y consigue volverle a dormir.

Andrea no sale de su alcoba hasta mucho después, pasando en bata a encerrarse en el cuarto de baño. Deshacer la maleta les ha llevado a los dos todo ese tiempo.

24

—Hoy está usted enfadado, no me lo niegue —afirma la señora Maddalena, con incitadora sonrisa.

El viejo lo reconoce, refunfuñando. Más bien está dolido; se siente traicionado un poco por el niño, a quien le atrae más el árbol de Noel que el pesebre.

—Es natural —intenta consolarle la tarentina—. Es demasiado pequeño para apreciar el portal.

—¿Pequeño? ¡Si se lo expliqué y lo entiende todo! Y ni siquiera ha mirado el buey ni el burro, que están tan propios. ¡De dos mil liras cada uno, pero con buenos cuernos y hermosas orejas!… Lo que pasa —explota— es que la Andrea no juega limpio. Ha colgado del árbol unas bombillitas de colores que se encienden y se apagan solas. Claro, el chiquillo acude como alondra al espejuelo. ¿Y sabe usted lo peor? Que después de engatusar así al chiquillo ella se vuelve a sus papeles y ni caso. ¡No lo hace por darle gusto al niño y disfrutar con él, señora Maddalena; es para fastidiarme a mí!

Una idea repentina cambia el humor del viejo y le hace sonreír.

—De todos modos, ¡está tan gracioso delante del árbol! ¡Cómo ríe, qué palmitas!… —el ceño del viejo vuelve a nublarse—. Pero tenía que gustarle más el pesebre, ¡es lo nuestro!

—Oiga, y ¿por qué no le lleva otra cosa que le llame la atención? Mire todo lo que tenemos aquí para la Navidad.

El viejo admira una vez más a esa mujer con recursos para todo. Se comprende que se busque buenos apaños para animarse la vida, porque con ese tío que les escucha como un bobalicón y se llama Marino… ¡Marinello, le llama ella!

Así es como, de regreso a casa, no sólo lleva vituallas para su despensa secreta, sino también un envoltorio que presenta solemnemente al niño en cuanto éste se despierta de su siesta: una pequeña pandereta. Rojo el aro de madera, tirante el parche, relucientes como plata las sonajas. El viejo las agita y el niño, conquistado, ríe y tiende entusiasmado las manitas.

Pero precisamente las sonajas provocan la objeción de Andrea.

—Eso no es para niños. Puede morderlas y cortarse —sentencia la voz tajante a espaldas del abuelo.

—No las morderá. ¡Ni que Brunettino fuera tonto! —replica el viejo sin volverse, y piensa: «De modo que tú puedes traerte el truco de las bombillitas y yo no tengo derecho al pandero de la verdadera Navidad, porque en Belén no había luz eléctrica… Si te pica, ráscate».

El niño da el triunfo al viejo. Se lleva las sonajas a la boca, sí, pero no insiste. Las huele, incluso, pero no pasa de ahí. En cambio le entusiasma golpear el parche, sacudir el instrumento, escuchar su tintineo. Agita el pandero ante el pesebre con frenesí, dando la espalda a las bombillitas. Y cuando Andrea quiere aprovechar una pausa para retirarle el peligroso juguete, el niño lo aferra con fuerza y lanza penetrantes chillidos hasta que la madre se retira derrotada a la cocina, a preparar la cena.

«Preparar es un decir —piensa el viejo—. Mucho papel de plata y mucho plástico, para cobrar caro, pero a saber lo que meten dentro. Química, como en el mal vino… ¿Y eso es una cena de Navidad?»

En la mesa se confirman sus temores: hasta la menestra parece aguada. Por eso, mientras al final brindan con espumante —pero ¿por qué tan serios?, ¿dónde está la alegría?— se acoge a sus recuerdos de la Nochebuena: la fogata en el hogar, los vahos olorosos de cazuelas y asados, la áspera caricia del vino en la jarra besada por turno, el alboroto de gente entrando y saliendo, el embutido casero y cecina bien curada, el bullicio al coger las pellizas y los mantos para ir a misa de Mezzanotte, gozando en la calle el frío latigazo del aire sobre las mejillas acaloradas… Y, a la vuelta, jugar a la tumbula en torno al vrascero con ascuas cogidas en el hogar, cantar los púmeros por sus apodos regocijantes, reírse con los manejos de los pastores en torno a las mozas y acabar cantando, camino de la cama, con las ideas nubladas y el cuerpo excitado, más lleno de sangre y de vida que de vino… ¡Más de un roccaserano, bautizado nueve meses después, nació realmente en una Nochebuena!

De madrugada, en su cama, le despierta la
Rusca
removiéndose. «Claro, pobrecilla, te ha caído mal esa cena… ¡Mira que poner el vino en la nevera, aunque sea espumante!: En este Milán todo es frío; no sé por qué tendría Renato tanta prisa en irse a la cama con su milanesa.»

Mientras procura apaciguar a la bicha, se pone los pantalones, se echa encima su manta y, ya como de costumbre, avanza sigiloso por el pasillo. Llega hasta la cuna sin un ruido: por algo se encargaba en la partida de las descubiertas más difíciles. Se inclina sobre la carita: ese blanco imán que pone luna llena en todas sus noches.

«Debería yo estar enfadado, Brunettino, por fijarte más en esa tontería alemana del árbol… Pero ¡me alegraste tanto con la pandereta!, a ella no le hizo gracia y eso está bien, le diste marcha, eres un buen sinvergüenza, ¡como tu abuelo, y caiga quien caiga!… ¡A nosotros con bombillitas! Total, unos colgajos, aunque sean de colorines, ¡mientras que un buen jumento…! Ya verás, ya verás cuando montemos en el nuestro… Más seguro que un caballo.»

El viejo contempla el testarudo puñito asiendo el embozo, se conmueve ante ese cuerpecito tan tierno aún y ya capaz de viriles erecciones. Le habla de la verdadera Navidad, la Notala; no la aburrida ceremonia de esta noche. La de allá, la noche en que se siente nacer algo grande en el cuerpo y un tiempo nuevo en el mundo.

«¿Sabes, angelote mío? —piensa para el niño—, en ese día hasta se mete uno con los ricos y no pueden denunciarte a los carabineros… Porque yo empecé muy pobre, sin todo lo que tú tienes. ¡Y más que tendrás, porque no dejaré a mi yerno chuparlo todo en Roccasera!… Yo fui un niño sin zapatos que iba con otros a cantar a las ventanas de los dos ricos que había, el padre del Cantanotte y el señor Martino que, fíjate, con el tiempo acabó siendo mi suegro. ¡Por poco murió del disgusto cuando me llevé a su hija y tuvieron que casarnos! Tuvo gracia. A mí no se me atravesaba nadie, y así dio esa vuelta el mundo, que es un tiovivo y hay que saber subirse en marcha al caballo blanco, el más bonito, ya te enseñaré… Pero la boda fue mucho después, yo niño al pie de su ventana ni soñarlo podía. Le cantábamos una
strina
, copla de Navidad para pedir unas perras, y si tardaban en echarlas les insultábamos y les deseábamos mal de ojo…, ¡qué coplas!, de risa, recuerdo una:

"No seas tú como el burro que hace sordas sus orejas, si no nos das para vino, capao como el buey te veas"

Pero no era para vino, que ni pan había en nuestras casas; sólo que eso no se confiesa nunca porque te avasallan… Llevábamos panderos como el tuyo, angelote mío, y zambombas, pero tú aún no sabrías tocarla. Nosotros mismos las hacíamos con pellejos de conejo del monte y cantarillos rotos por el culo… Tenía yo un compañero muy listo para inventar coplas… Escucha ésta que te vas a reír, se la cantamos a un
crapiu pagatu e contentu
, un cornudo consentido. Ya me comprenderás cuando seas mayor y pongas cuernos, ¡bien sabrosos que son! Lo sabía todo el pueblo; oye, que te vas a reír:

"Tu hijo es como el bambino y tú como san José, pues tampoco eres el padre, aunque sea de tu mujer"

¿Verdad que es buena? ¿Querrás creer que el
crapiu
nos dio más perras que nadie? ¡Como tenía que tomarlo a broma…!»

«¡Qué salero tenía el dichoso Toniolo! Bravo y de buena planta; parecía que se iba a comer el mundo. Las mujeres lo devoraban con los ojos, así es que, claro, a los dieciocho años, más o menos, la marquesa se lo llevó para una finca suya, ella decía que a trabajar. ¡Ya, ya, buenas labores debía de hacerle a ella!… ¡Me dio entonces una envidia! Y, mira por donde, en aquella finca, cerca de Roma estaba, Toniolo murió en seguida, la malaria. Mientras tanto, a mí me esperaba mi buena estrella sin salir de Roccasera.»

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