La Tentación de Elminster (18 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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—Yo buscaba un bola de fuego de triple explosión retardada que un bocazas llamado Olbert afirmaba haber creado al combinar hechizos más primitivos de Lhabbartan, Iliymbrim Sharnult, y... y... ¡ah! ahora no recuerdo el nombre. —Alzó la mirada—. Dime, pues: ¿qué experimentos con sangre de dragón? ¿Mezclar esa cosa con pociones? ¿Bebérsela? ¿Quemarla?

—Introducirla en la propia sangre con la esperanza de que concediera a un hechicero humano longevidad, renovadas energías, la misma inmunidad a ciertos riesgos de que disfrutan algunos dragones, o incluso poderes draconianos totalmente desarrollados —respondió Tabarast—. Varios magos de la época afirmaban haber tenido éxito en todas esas áreas. Aunque ninguno sobrevivió ni dejó pruebas posteriores de ello que hayamos encontrado de momento, para corroborar tales afirmaciones. —Suspiró—. Hemos de entrar en el alcázar de la Candela.

Beldrune se golpeó la frente y manifestó:

—¿Otra vez eso? Barast, estoy de acuerdo, de todo corazón y con cada fragmento de mi mente. Desde luego que debemos conseguir consultar los volúmenes del alcázar de la Candela; pero hemos de hacerlo con total libertad, cada vez que nuestros pensamientos nos conduzcan allí, no en una única visita o a escondidas. No sé por qué, pero dudo que nos acepten como custodios del alcázar si entramos allí y exigimos tal acceso.

—Cierto, cierto —suspiró Tabarast, a quien llegó ahora el turno de fruncir el entrecejo—. Por lo tanto, hemos de sacar todo el provecho posible de estos fragmentos y cosillas olvidadas que se han podido rescatar.

»Sin importar lo falsos e incompletos que puedan ser —finalizó, con un nuevo suspiro.

Señaló un pergamino amarillento con un casi acusador dedo índice, y añadió:

—Este meritorio demandante presume de haberse comido todo un dragón, fuente a fuente. Tardó toda una estación, dice, y contrató a los mejores cocineros de la época para que lo convirtieran en una comida sabrosa a cambio de entregarles los huesos y las escamas. Empecé a dudar de sus palabras cuando afirmó que era el tercer dragón que devoraba, y que prefería la carne de dragón rojo a la de los dragones azules.

—Ah, Barast —exclamó Beldrune con una sonrisa—. ¿Acaso todavía te aferras a esta romántica ilusión de que las personas que se toman la molestia de escribir son de una clase superior que siempre ponen por escrito la verdad? Te aseguro que hay gentes que mienten incluso en sus propios diarios.

Señaló con la mano el techo y las paredes que los rodeaban y continuó:

—Cuando todo esto era nuevo, ¿crees que los netheritas que residían o trabajaban aquí eran los espléndidos dechados de virtudes que algunos sabios afirman que eran: más inteligentes que nosotros, más poderosos en todos los aspectos que las gentes de hoy en día, y capaces de realizar cualquier acto mágico con sólo chasquear los dedos? ¡En absoluto! Eran como nosotros: unas pocas mentes brillantes, una gran cantidad de perezosos, y unos cuantos estafadores malintencionados que ejercían su influencia sobre los que los rodeaban para conseguir que otros obedecieran todos sus deseos. ¿Te resulta familiar?

Su colega levantó una cabeza de halcón esculpida en una esmeralda del tamaño de la palma de la mano y acarició distraídamente su curvo pico.

—Admito que tienes razón, Drun; sin embargo, me pregunto a mí mismo: ¿ahora qué? ¿Estamos condenados a bracear entre distorsiones y falsedades a medida que transcurren los años, sin haber conseguido más que diecisiete hechizos, sólo diecisiete?

—Eso son diecisiete hechizos más de los que algunos magos pueden crear en toda una vida de trabajar para el Arte —recordó Beldrune en tono afable a su colega, al tiempo que extendía las manos—. Y compartimos una tarea que ambos amamos... y, además, de cuando en cuando Ella nos concede una recompensa personal, ¿recuerdas?

—¿Cómo sabemos que es Ella quien envía esos sueños visión? —inquirió el otro en voz baja—. ¿Cómo podemos estar seguros?

La torre Moonshorn se estremeció a su alrededor por un brevísimo instante, con un profundo retumbo; en alguna parte un montón de libros cayó al suelo con gran estrépito.

—Eso es más que suficiente para mí —indicó Beldrune con una sonrisa maliciosa—. ¿Qué quieres que Ella haga, Barast? ¿Repartir un hechizo por noche, escrito en nuestros cerebros con letras de fuego eterno?

—No hay necesidad de ser ridículo, Drun —bufó Tabarast; luego sonrió casi melancólico, y añadió—: Letras de fuego serían algo bonito, no obstante, sólo por una vez.

—Viejo cínico —respondió el mago más joven con un semblante de ofendida pomposidad—. Jamás soy ridículo. Me limito a proporcionar cierto grado de jovialidad que nunca ha dejado de complacer a públicos más perspicaces que tú... o debería decir especialmente a públicos más perspicaces que tú.

Tabarast masculló algo y luego añadió en voz más alta:

—Éste es el motivo por el que conseguimos tan poco, mientras las horas y los días transcurren sin que nos demos cuenta. Palabras ingeniosas, palabras ingeniosas que atrapamos y nos arrojamos como criaturas que juegan a pasarse una calavera, y el trabajo casi no avanza.

—En ese caso toma otro trozo nuevo, y empecemos —lo desafió su compañero, señalando la mesa—. Hoy trabajaremos juntos en lugar de seguir fines distintos y veremos si la Señora nos sonríe. Empieza, viejo amigo, y yo me ocuparé de que no nos desviemos del asunto que nos ocupa. En esto mi vigilancia será inquebrantable, pero sin afectar mi iracundia.

—¿No te referirás a «ira», querido muchacho? —preguntó el mago de más edad, alargando la mano de nuevo hacia la mesa.

—Criaturas menores, mi muy considerado y querido mago, pueden entregarse a la ira. En mi caso es iracundia —respondió Beldrune con altivez, y añadió con un gruñido—: ¡Ahora coge un papel, y pongámonos a trabajar!

El mago parpadeó atónito y levantó un papel, en el que leyó:

—«Aquello sobrepasó de tal modo todos los míos anteriores... otros magos censuran tal... Sin embargo yo triunfaré, al ser la verdad mi guía y guardián.» Me parece, me parece, me parece, um.... Alguien que escribía en el sur, antes de Myth Drannor pero probablemente no mucho antes, sobre un hechizo para introducir la inteligencia de un mago y todo lo demás en el cuerpo de una bestia, para hacerla merodear a voluntad durante una noche, o para permanecer en ella más tiempo, incluso para siempre en el caso de que su cuerpo se viera amenazado o desapareciera.

—Bien, bien —contestó Beldrune—. ¿Podría ser Alavaernith, en los primeros tiempos de su trabajo sobre el hechizo de los Tres Gatos? ¿O resulta demasiado efusivo para eso?

—Sospecho que es alguien distinto de Alavaernith —respondió su colega—. El jamás se mostró tan franco con respecto a sus secretos como lo es éste...

Ninguno de ellos observó cómo un hombre de ojos enrojecidos y nariz aguileña aparecía en el umbral y se apoyaba unos instantes contra el quicio de la puerta con aire agotado, mirándolo todo al tiempo que los escuchaba.

—¿Y cuenta algo de utilidad? —inquirió Beldrune—. ¿O podemos tirarlo al montón del barril?

Tabarast examinó con atención la hoja, le dio la vuelta para asegurarse de que el dorso estaba en blanco, la alzó a la luz en busca de singularidades (o cosas escondidas debajo) en la escritura, y por fin se la entregó a su colega con un sonido que era en parte un suspiro y en parte un bufido.

—Nada de utilidad, aparte de contarnos que alguien trabajaba en ello en aquellos tiempos...

El hombre de la nariz ganchuda se adelantó para mirar con fijeza los lomos impresos con letras doradas de los volúmenes encajados fuertemente en la librería más cercana; luego dirigió la mirada a la mesa y con sumo cuidado dio la vuelta a una jaula deformada de metal forjado que con toda probabilidad en una época había tenido forma de esfera. Tras examinarla con atención, el desconocido volvió a dejarla en su sitio sin hacer ruido y contempló los escritos situados debajo.

—Este otro, en cambio —dijo Tabarast despacio, encorvado sobre el otro lado de la mesa—, resulta algo más interesante. No, éste no lo tiraremos tan rápidamente al barril. —Lo alzó hasta colocarlo bajo su nariz mientras se erguía; se detuvo cuando la bota de Elminster hizo un ruidito, inquirió:

«¿Cómo va todo, Mardasper? ¿Manteniendo el ojo avizor, como de costumbre, eh?

Al no oír una respuesta, Tabarast se volvió, y los dos magos se quedaron mirando fijamente al recién llegado desde el otro extremo de la habitación; el desconocido les dedicó un educado cabeceo y una sonrisa, echó una veloz ojeada a un rollo de papel muy viejo y de aspecto frágil que estaba sobre la mesa, y se apartó a un lado, en busca de escritos más interesantes.

Tabarast y Beldrune contemplaron al desconocido con expresión ceñuda; luego le dieron la espalda, se apretaron el uno contra el otro, y prosiguieron sus investigaciones entre cuchicheos.

Tras dedicar una sonrisa irónica y cansada a sus elocuentes espaldas, El se encogió de hombros y examinó otro documento. Explicaba cómo modificar un ataúd de tortura tachonado de estacas para que las personas encerradas en su interior fueran teletransportadas a otra parte en lugar de resultar empaladas, y estaba escrito con aquella caligrafía cuadrada que indicaba como su punto de origen la orilla sur del mar de las Estrellas Fugaces. El metal de las tintas con que estaba escrito centelleó ante sus ojos; la página había alcanzado aquel suave tono castaño que aparece justo antes de que se inicie la desintegración del papel. El se dijo que era tan viejo como él, o talvez más, y miró la página siguiente, deslizando a una lente un ocular netherita para hacerlo.

Dedicó una segunda ojeada al hermoso objeto. Los hechizos para fijarlo sobre el ojo de su portador habían desaparecido; pero, por lo que parecía, la gema seguía proporcionando visión calorífica, e incluso a través de madera o piedra que tuvieran un grosor de un palmo o menos. Rodeado por una ensortijada filigrana, parecía una lágrima gigantesca y elegante diseñada para brillar eternamente en a mejilla de una dama.

Cuánto trabajo. Una elaboración que superaba con creces la utilidad buscada, realizada por el puro placer de dominar el Arte y crear algo que durara. Y sin duda existían millares de tales objetos, desperdigados por todo un mundo tan rico en magia natural que todos ellos podían considerarse frivolidades.

Y, en realidad, ¿no era Elminster Aumar también otra frivolidad?

Tal vez, y era posible que estuviera destinado a dejar tras de sí poco más que interminables pedazos de pergamino polvoriento como aquéllos, ideas confusas e incompletas de siglos. Aunque, no obstante aquel caudal de errores, esfuerzos vanos, triunfos casuales y desastres destructivos, era el Arte, y Mystra era la guardiana del Tejido del que todo salía y al que todo regresaba.

Ya era suficiente. Se encontraba en una estancia cubierta de pergaminos en la torre Moonshorn, y el fluir de la magia o la naturaleza misma del Arte eran similares en su irrelevancia. Su mundo era un lugar donde reinaba el hambre, la sed, el sentir calor o frío... o sentirse tan infernalmente cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos ni un instante más.

¡Un momento! Ahí: él había visto aquella escritura antes. La elegante y fluida mano de Elenshaer, tan experto en la creación de protecciones nuevas e insólitas en Myth Drannor; hasta que fue hecho pedazos por un phaerimm al que, muy a la ligera, había aprisionado con unos hechizos demasiado débiles para realizar ciertos experimentos de poca importancia. Una víctima, dirían algunos, de aquella arrogante presunción sobre la superioridad elfa y el derecho moral a transformar, mutilar o manosear «seres inferiores» —aun cuan realmente no lo sean— que aflige a tantos miembros de su raza. Un instante desgraciado en el que confluyeron un error de juicio y un momento de descuido, lo definirían otros. ¿Y quién podía decir qué punto de vista era el correcto o si cualquiera de ellos importaba en realidad? Recordó al delgado elfo riendo y gesticulando, una copa aflautada en la mano, en una terraza que ya no existía, entre gentes que ya no vivían, y apartó a un lado otros escritos para dejar al descubierto toda la misiva de Elenshaer.

Se trataba de una especie de hechizo. O, más bien, los inicios de un «gancho» mágico que permitiría añadir un poder adicional a una protección existente, mediante la introducción de otro hechizo en el interior del gancho, que entonces arrastraría tal hechizo al interior del tejido del conjuro protector y concedería al conjurador el poder de controlar y adaptar sus efectos. Elminster leyó el conjuro rápidamente y en silencio; pero, cuando éste se encontraba próximo a su fin, la narración se detuvo.

Elenshaer había seguido una práctica común entre los magos elfos: había anotado la parte que coronaba el conjuro en otro papel, que guardó en otra parte. Su alojamiento sin duda había contenido miles de tales papeles, y la memoria de Elenshaer era el único nexo para saber qué escrito acompañaba a cuál. Incluso había existido un mago bandido en la Ciudad del Canto, Twillist, que había buscado acumular poder mediante el hurto de tales «finales» de conjuros, que entregaba a jóvenes aprendices y a otros que estuvieran ávidos de conocimientos y poder, a cambio de hechizos menores pero completos.

El final perdido resultaba casi evidente a un mago que había participado en la creación de Mythals y estudiado con los elfos de Cormanthor. Una adición o un puente de enlace —sin duda
Tanaethaert shurruna rae
—, un gesto modelador —así— proyectado al instante e incorporado en el conjuro con la palabra «Rahrada», y luego la declaración que haría retroceder el gancho al interior del tejido del hechizo protector y concedería al mago el control sobre los efectos del conjuro que llevaba consigo:
«Dannaras ouuhilim rabreivra, tonneth ootaha la, tabras torren ouliirym torrin, dalarabban yultah».
Un movimiento para finalizarlo —así— y ya estaría.

Había pronunciado las palabras en voz alta, aunque de un modo casi inaudible, y se sobresaltó cuando algo hizo su aparición en el aire en medio de un remolino, algo más allá de un palmo por encima del hechizo incompleto de Elenshaer. Una diminuta construcción refulgente flotó en el aire sobre la página: líneas de fuego que formaron un pequeño nudo que empezó a girar sobre sí mismo mientras lo contemplaba, a dar vueltas sin parar y en absoluto silencio.

Suspiró. Si existía algo llamado magia innecesaria, esto lo era. De un modo irreflexivo había violado el decreto de Mystra, después de soportar tantas incomodidades y peligros para obedecerlo. ¡Dioses!

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