Jennifer no dijo nada. Se limitó a alzar los ojos brevemente hacia Logan y luego apartó la mirada.
—Escucha —dijo Logan en tono amable—, te pido perdón por lo que te dije el otro día. Di por hecho que para ti tus habilidades eran…, bueno, una bendición. Me temo que fue una suposición ingenua.
—No pasa nada —contestó ella por fin—. Es lo que cree todo el mundo. En el Centro todos hablan de lo mismo, de la revelación que han tenido, de lo maravillosa que ha sido, de cómo los ha hecho apreciar a Dios y ha cambiado su vida.
—Tu vida también ha cambiado, pero intuyo que de una forma distinta a la de los demás.
—Me consideran una especie de icono —dijo no sin cierta amargura—. Soy la esposa del fundador del Centro, he sufrido la experiencia cercana a la muerte más larga que se conoce y mis dotes psíquicas son superiores a las de los demás. Soy consciente de lo importante que este trabajo es para Ethan y deseo ayudarlo en todo lo posible. Es solo que…
—Temes que hablar de tus experiencias tenga un impacto negativo para el Centro.
Jennifer lo miró de nuevo, y Logan vio angustia, casi desesperación en sus ambarinos ojos.
—Ethan me ha hablado de tu… trabajo, de la clase de cosas que has hecho en el pasado. Por alguna razón pensé que lo comprenderías, que me creerías. Nunca he tenido a nadie con quien hablar. En cuanto a Ethan, no estoy segura de que quiera escucharlo, es tan contrario a todo lo que él… —Se interrumpió.
—Haré todo lo que pueda para ayudarte.
Jennifer no contestó, de modo que Logan siguió hablando.
—Sé que es difícil, pero creo que lo mejor sería que me contaras, con tanto detalle como sea posible, lo que experimentaste ese día, hace tres años.
Jennifer meneó la cabeza.
—No sé si podré.
—Compártelo conmigo. Si lo sacas fuera, seguramente perderá su capacidad de perturbarte.
—Perturbarme… —repitió ella con tristeza.
—Escucha, Jennifer, yo soy empático. Experimentaré lo mismo que tú, al menos en parte. Te acompañaré a lo largo de todo el proceso, y si las cosas se complican, lo dejaremos.
Ella lo miró.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—¿De verdad piensas que puede ser de alguna ayuda?
—Cuantas más cosas puedas encarar ahora, más fácil te será manejarlas en el futuro.
Durante unos segundos Jennifer no dijo nada. Luego asintió lentamente.
—Está bien.
Logan rebuscó en su bolsa, sacó un cronómetro y lo dejó en la mesa.
—Apagaré las luces. Échate hacia atrás en la silla y ponte cómoda.
Se levantó, cerró la puerta y apagó la luz. La habitación quedó iluminada únicamente por el resplandor de la pantalla del ordenador portátil y el cronómetro. Regresó a la silla y le cogió las manos.
—Ahora, relájate. No hay prisa. Vuelve a los recuerdos de lo que pasó durante y después del accidente de coche. Comienza cuando estés lista. Si puedes, cuéntame tus experiencias en tiempo real. Utiliza el reloj como guía.
Se sentó en el borde de la silla y guardó silencio. Durante un rato no oyó nada salvo la respiración regular de Jennifer. De hecho, transcurrió tanto tiempo que se preguntó si se había dormido. Entonces ella habló en medio de la oscuridad.
—Estaba en el coche —empezó—. Conducía por Ship Street, cerca de la Brown University, cuando de repente un todoterreno azul, con una gran barra negra en el morro, salió de la nada y se me echó encima.
Tragó saliva y respiró hondo antes de proseguir.
—El choque fue tremendo…, un gran estruendo, una punzada de dolor, un destello blanco. Después, durante un largo rato… nada.
Logan extendió la mano y puso el cronómetro en catorce minutos, el tiempo que Jennifer Rush había estado clínicamente muerta.
—Lo siguiente que recuerdo —siguió ella— fue que noté la cabeza incómodamente… llena. No sé de qué otra manera describirlo. Luego oí ese zumbido, que empezó despacio y muy bajo y fue subiendo. Me dio miedo. Pero cesó de repente y me vi deslizándome muy deprisa por un pasillo oscuro. Ni corría ni caminaba. Recuerdo que era como como si tiraran de mí. Entonces hubo otro destello blanco. Y durante un rato nada más. Y luego… estaba suspendida sobre una cama de hospital, viéndome a mí misma tendida en una camilla. Esa sensación de estar suspendida en el aire era rara. No estaba quieta, oscilaba arriba y abajo, como cuando flotas en una piscina. A mi alrededor había médicos y enfermeras. Ethan también estaba ahí. Tenía un desfibrilador en las manos. Todos hablaban a la vez.
—¿Recuerdas qué decían?
Jennifer lo pensó un momento.
—Uno de ellos dijo: «Choque hipovolémico. No hay forma de recuperarla».
—Sigue —le pidió Logan.
—Durante un momento sentí la irresistible necesidad de regresar a mi cuerpo, pero no podía hacer nada, así que me quedé observando. La necesidad de volver desapareció enseguida. Después de eso no sentí nada más, ni miedo ni dolor, nada. Luego, lentamente, mi cuerpo, los médicos, todo empezó a desvanecerse y me invadió esa inmensa sensación de paz.
—Descríbemela —dijo Logan.
—Nunca había sentido nada parecido. Era como si el bienestar invadiera todo mi ser, toda mi esencia. En ese momento supe que nada volvería a ir mal nunca más.
Logan cerró los ojos. También él lo sentía, aunque desde una distancia enorme.
—¿Como si estuvieras rodeada de amor?
—Sí, exacto. —Jennifer hizo una pausa—. Creo que estuve así durante mucho tiempo.
Calló y permaneció en silencio. Logan esperó y siguió sosteniéndole las manos mientras el tiempo pasaba. Ya habían transcurrido seis minutos, más de lo que solían durar la mayoría de las experiencias cercanas a la muerte.
—Estaba rodeada de oscuridad, pero noté que volvía a moverme. Entonces, en la distancia, vi algo. Era como una especie de barrera o de linde dorado. Al otro lado no parecía haber nada. Algo…, alguien… estaba ante él.
—¿Un ser? —apuntó Logan—. ¿Un ser de luz?
—Sí. No podía verle el rostro, al menos no con claridad, la luz era demasiado brillante. Pensé que quizá se tratara de un ángel, pero no tenía alas. De alguna manera noté que me sonreía.
—Sí —susurró Logan.
Él también lo percibía vagamente: era una visión cimbreante, espectral, de una belleza ultraterrena. Y era de ese ser de donde parecía brotar en constantes oleadas aquella sensación de paz y amor.
—Noté que me hablaba, pero no en voz alta, sino dentro de mi cabeza. Me estaba haciendo una pregunta.
—¿Podrías decirme qué te preguntó? —quiso saber Logan, aunque ya imaginaba la respuesta.
—Me preguntaba si estaba satisfecha con lo que había hecho con mi vida.
Logan asintió. Todo lo que Jennifer había mencionado hasta ese momento —la experiencia extracorpórea, el pasillo oscuro, el ser de luz, la barrera dorada, el repaso a la vida— encajaba con la mayoría de las ECM. Miró el reloj. Habían pasado más de diez minutos: más tiempo que en cualquiera de los tránsitos estudiados en el Centro.
—El ser me repitió la pregunta —prosiguió Jennifer—. Y entonces vi desfilar mi vida ante mí, desde mi infancia, cosas que no recordaba o en las que no había pensado desde hacía años. Y en ese momento… —Tragó saliva—. En ese momento empezó todo.
Logan le cogió las manos con fuerza.
—Cuéntame.
A pesar de la penumbra pudo ver cómo las hermosas facciones de Jennifer se tensaban.
—El ser dijo una sola palabra: «Insuficiente», y luego… cambió.
Jennifer empezó a respirar trabajosamente.
—Relájate —le dijo Logan—. Descríbemelo. ¿En qué sentido cambió el ser?
—Al principio fue solo una sensación. Noté que el amor que me rodeaba empezaba a desvanecerse, lo mismo que el bienestar, la calidez, la alegría. Ocurrió tan lentamente, de un modo tan sutil, que al principio no lo percibí. Pero cuando me di cuenta, de repente me sentí… expuesta. Y entonces el ser se oscureció. La brillante luz se fue apagando y pude ver su rostro.
Una imagen apareció un instante en la mente de Logan: un rostro malicioso, hirsuto, caprino.
Jennifer empezó a respirar más rápido.
—De repente —prosiguió—, la barrera que tenía delante también empezó a cambiar. Ya no era dorada, sino que oscilaba y se había vuelto líquida. Parecía una cortina de sangre. Entonces se deshizo y… —le temblaba la voz— y al otro lado…, al otro lado…
—Sigue, no te detengas —le rogó Logan.
—Al otro lado se abría una oscuridad vociferante. Intenté correr, apartarme, pero algo tiraba de mí, y no podía luchar. Era demasiado tarde. No había luz ni aire. No podía respirar. A mi alrededor había cuerpos que se apretaban contra mí, invisibles y resbaladizos. Gritaban, no dejaban de gritar. Los cuerpos me acorralaban, no podía moverme. Noté… —Su respiración se tornó jadeante—. Noté una presión terrible. Una presión dentro de mí. Como si algo estuviera sorbiéndome la esencia de mi ser… Y él se reía… Y entonces noté el borde de la…, la… ¡Oh, Dios!
De repente Logan volvió a percibirla: la presencia demoníaca y perversa, infinita en su rabia y animadversión. Era tan tangible que casi lo empujó hacia atrás en la silla.
—¡Dios! —gritó al tiempo que rompía bruscamente el contacto con Jennifer.
Ella jadeó. Durante un instante reinó el silencio en el despacho. Luego Jennifer se derrumbó entre sollozos.
Logan la abrazó con delicadeza.
—No pasa nada —le dijo—. Todo irá bien.
Pero ella siguió llorando.
R
OBERT Carmody, rodeado por el olor a polvo de la cámara número uno, enfocaba manualmente con aire aburrido su réflex digital. Junto a él, Payne Whistler, arrodillado en el suelo recién limpiado, sostenía en sus enguantadas manos una tablilla llena de inscripciones.
—Objeto A tres cuarenta y nueve —dijo Whistler acercando los labios a la grabadora de bolsillo—. Tablilla. Piedra caliza pulida. —Sacó un metro y la midió con cuidado—. Siete centímetros por nueve y medio. —Examinó las tallas—. Parece ser una invocación para que el faraón tenga un feliz viaje al otro mundo. —Añadió algunos comentarios más, dejó la tablilla en la tela blanca que tenía al lado y se volvió hacia su compañero—. Cuando quieras, Bob.
Carmody suspiró, acercó una luz, se inclinó, enfocó la tablilla con la cámara y tomó varias fotografías desde ángulos distintos. A continuación se enderezó y examinó las imágenes en la pantalla.
—Otra obra de arte —masculló.
Whistler asintió, cogió la tablilla, la etiquetó, la envolvió con esmero en una tela nueva y la depositó en el contenedor de muestras. Entretanto, Carmody anotó los números de las fotos en una libreta.
—Por Dios —dijo cerrando el cuadernillo—, llevamos aquí… ¿cuánto?, ¿tres horas?, y todavía no hemos visto una puñetera pieza interesante.
Whistler lo miró.
—¿Bromeas? Todo lo que hay aquí es interesante. Más que interesante. Son los objetos funerarios del primer faraón que unificó Egipto.
Carmody bufó.
—Deberías escucharte. Hablas como Romero.
Whistler se levantó y se sacudió el polvo del pantalón.
—Ten paciencia. Si lo que buscas es la gratificación inmediata, te has equivocado de profesión.
—¿Qué profesión? Tú eres el arqueólogo.
—Supervisor —lo corrigió Whistler.
—Pues yo soy fotógrafo. Y llevo aquí tres semanas. Sin poder llamar a casa, sin poder encargar una pizza, sin poder salir siquiera a correr un rato.
—En la cantina hay toda la pizza que quieras, y el gimnasio está lleno de cintas para correr.
—No puedo sintonizar la HBO. No puedo jugar a World of Warcraft. No puedo echar un polvo.
—Bueno, eso es tu problema. —Whistler dejó a un lado el contenedor de muestras.
—Lo que quiero decir es que no soy idiota. Cuando firmé los acuerdos de confidencialidad sabía en qué me estaba embarcando. Creía que tendría que fotografiar momias, máscaras doradas y esa clase de cosas que después quedan muy bien en un currículo. Pero resulta que ese tío ha dejado todo esto limpio, se ha llevado todo lo que era atractivo. Se ha quedado con todo lo bueno. Mira eso. —Carmody hizo un gesto hacia la parte trasera de la estancia, donde un tabique divisorio cerrado impedía el acceso a la cámara número dos.
—¿Y qué esperabas? March es el arqueólogo jefe. Deja de quejarte, te pagan bien. Te podría ir mucho peor…, podrías estar haciendo su trabajo —dijo Whistler señalando con el pulgar a un guardia de seguridad que controlaba sus trabajos en la plataforma del Umbilical.
—No firmé para ser portero de discoteca. Soy un artista. No me limito a apretar el disparador. He hecho mi trabajo en cinco expediciones diferentes.
—¿Y has vendido mucho? —preguntó Whistler con sorna.
—Esa no es la cuestión.
—Dejémoslo.
Whistler se volvió y sacó con cuidado otro objeto de la caja revestida de oro que tenía junto a él. Le dio la vuelta y lo examinó.
—Objeto A tres cincuenta. Tablilla de arenisca pulida. —La midió—. Seis por nueve centímetros. —Estudió la inscripción—. Parece ser una lista de los regalos que la esposa de Narmer, Niethotep, recibió el día de su trigésimo cumpleaños. Esto sí que es interesante —dijo para sí.
—Sí, tan interesante como mirar cómo se seca la pintura. ¿Cómo se dice «que te den» en jeroglífico?
Whistler le mostró el dedo corazón y dejó la tablilla encima del lienzo.
—Tu turno.
Carmody suspiró profundamente, levantó la cámara y tomó las fotos de rigor. Luego las anotó y contempló de mala gana cómo su compañero depositaba la tablilla en el contenedor para su posterior restauración y documentación.
—Solo quiero un poco de diversión —dijo mientras Whistler volvía a meter la mano en el arcón—. Llevo tres semanas en el culo del mundo…, voy a volverme loco.
—Ve a dar una vuelta por la marisma, luego vuelve y cuenta las picaduras de mosquito. Eso te mantendrá entretenido. —Whistler meneó la cabeza—. La última tumba en la que trabajé era un túmulo neolítico. Comparado con aquello, esto es el paraíso.
—¿Sabes qué? Tienes que salir más.
—Puede. —Whistler extrajo otra pieza de la caja y la examinó—. Objeto A tres cincuenta y uno. Tablilla de piedra caliza.
—Otra no, por favor —gruñó Carmody—. Que alguien me pegue un tiro y acabe con esto de una vez.
En la plataforma, la radio del guardia chisporroteó.
—Base de la Boca llamando a Eppers. Contesta.