Caminaron un rato en silencio.
—Porter Stone tiene fama de ser muy respetuoso con los hallazgos arqueológicos —comentó Logan al fin.
—Lo sé, y es verdad, pero está paranoico por el poco tiempo del que disponemos. Los trabajos de la presa Af’ayalah están muy adelantados, y todo el Sudd podría quedar anegado bajo las aguas en cuestión de semanas y no de meses. March ha estado utilizando este argumento para convencer a Stone de que apresure los trabajos al tiempo que halaga su vanidad diciéndole que se trata del mayor hallazgo de su carrera. Ahora que los objetos están fuera de la tumba va a ser prácticamente imposible convencer a ninguno de los dos para que los devuelvan a su sitio original —concluyó, meneando la cabeza con amarga resignación.
Habían llegado a los pasillos del sector Rojo. Logan siguió a Tina hasta su despacho, y cada uno se sentó a un lado del escritorio, lleno de objetos y cuadernos.
—Tenía curiosidad por saber si habías sacado algo en claro… —dijo Logan—. Me refiero a los aspectos de la tumba que te tenían desconcertada.
—Toda la tumba es un maldito rompecabezas —gruñó Tina, ya serena pero aún de malhumor.
—Dijiste que hay inscripciones que carecen de sentido, seres extraños y objetos que no encajan con las tradiciones y con los faraones que hubo después.
Tina asintió.
—Misterios dentro del misterio.
—Me preguntaba si crees que lo que hallaremos en la tercera cámara aclarará algunos de ellos.
—Es posible. Normalmente en la última cámara de una tumba se encuentran los objetos más valiosos e importantes. Por eso nos sorprendió tanto descubrir que Narmer y sus objetos preciosos estaban en la segunda cámara. —Se encogió de hombros—. Otro misterio.
—¿Qué crees que hallaremos en la tercera cámara?
Tina reflexionó y luego miró a Logan.
—Soy una de las mejores egiptólogas del mundo. Por eso Stone me eligió. He estudiado prácticamente todas las tumbas reales, túmulos, mastabas, pirámides y templos de culto de los que hay constancia. Nadie sabe más de la materia que yo. Pues bien, ¿quieres saber una cosa, señor cazador de fantasmas? —Se inclinó hacia delante y lo traspasó con la mirada—. No tengo la más remota idea de qué vamos a encontrar cuando abramos esa tercera puerta.
C
UANDO Logan entró en la habitación, Rush estaba inclinado sobre su mujer, que yacía en la cama vestida, como en los anteriores tránsitos, con una bata de hospital.
—Será la última vez, cariño —le dijo mientras le acariciaba la mejilla.
Ella alzó la vista y sonrió brevemente, luego miró a Logan. Este se acercó a la cama, le cogió la mano y le dio un leve apretón, pero fue incapaz de leer la expresión de su rostro. ¿Aprensión? ¿Resignación? Y esa vez el contacto con su mano no le transmitió nada.
Se apartó hacia un lado mientras Rush examinaba los instrumentos y preparaba un sedante. Transcurrieron cinco, diez minutos…, el médico encendió el incienso, insertó una aguja hipodérmica y luego otra en la vía intravenosa, sacó el amuleto y la vela y realizó la hipnosis. Por fin cogió la grabadora digital y se situó a la cabecera de la cama.
—¿Con quién hablo? —preguntó.
La única respuesta fue la trabajosa respiración de Jennifer.
—¿Con quién hablo? —repitió.
No hubo contestación.
—Esto es extraño —dijo Rush—. Nunca había tenido problemas con el proceso de inducción.
Comprobó de nuevo los instrumentos, levantó con delicadeza uno de los párpados de su mujer y examinó el ojo con un oftalmoscopio.
—Aumentaré el Propofol, la sedaré más profundamente y subiré un punto la estimulación cortical.
Logan aguardó sin decir nada mientras Rush se afanaba de un lado a otro de la cama y repetía el ritual de la hipnosis. Esa vez la respiración de Jennifer se tornó más rápida y superficial.
—Relaja la mente —le dijo Rush a su esposa en tono tranquilo y arrullador—. Deja que vuele libre. Deja que tu conciencia se desprenda del cuerpo y conviértelo en una cáscara vacía.
«Una cáscara vacía». Sin saber por qué, Logan se alarmó de repente. El instinto le hizo dar un paso adelante, como si se dispusiera a interrumpir la sesión, pero logró controlarse a tiempo.
Rush volvió a poner en marcha la grabadora.
—¿Con quién hablo?
No hubo respuesta.
Rush se acercó un poco más.
—¿Con quién hablo?
—Con… el portavoz de Horus.
—¿Sabes quién soy?
—Eres el profanador. El que no cree.
—Cuéntame más acerca de lo que lleva el faraón o el sumo sacerdote en esa pintura de la pared.
—No es un sacerdote… Solo es para… el hijo de Ra.
«El hijo de Ra». El faraón. Logan frunció el entrecejo. Ese apelativo solo había sido de uso común a partir de la Cuarta o Quinta Dinastía, cientos de años después del reinado de Narmer. ¿Se trataba acaso de una prueba más de la teoría con la que Tina Romero había especulado? ¿Que a la muerte de Narmer siguió un período de amnesia colectiva en todo lo relacionado con los rituales y la religión?
Rush acercó la grabadora a los labios de Jennifer.
—Dijiste que era «lo que da la vida a los muertos y muerte a los vivos». ¿A qué te referías?
—Es… el gran secreto… El regalo de Ra… No debe ser… contaminado por… el contacto del infiel.
La respiración de Jennifer se hacía más leve y entrecortada por momentos.
—Abrevia tanto como puedas —le susurró Logan a Rush.
—¿Qué hay más allá de la tercera puerta? —preguntó Rush.
El rostro de Jennifer se tensó.
—Una muerte fulminante. El que ose cruzarla… verá sus miembros esparcidos por los confines del mundo. Hallará… la locura y la muerte…
«La maldición de Narmer», se dijo Logan.
Entonces vio con espanto que Jennifer, que seguía bajo el efecto de los sedantes, se incorporaba lentamente hasta quedar sentada en la cama. Fue un movimiento extraño, antinatural, como si una fuerza invisible hubiera tirado de ella.
De repente abrió los ojos, y eran unos ojos ciegos y sin vida.
—¡Muerte y locura! —gritó con una voz terrorífica.
Acto seguido cerró los ojos y cayó de espaldas en la cama. Los instrumentos empezaron a pitar y a parpadear.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Logan.
Rush no contestó. Comprobó los aparatos y después examinó a su esposa. Al cabo de un momento se irguió.
—Parece haber sufrido algún tipo de ataque —explicó—. No puedo decir más sin examinarla a fondo, pero ahora descansa plácidamente. Seguiré administrándole Propofol durante unos minutos más y después la despertaré.
Logan torció el gesto. Aquella sesión había ido mucho más allá de lo que consideraba tolerable.
—Esta vez ha sido la última, ¿verdad?
—Sí. No volveré a pedírselo… ni aunque Stone me lo exija.
—Me alegra oír eso, porque, después de lo que acabo de ver, tengo que decirte que someterla a estos trances es inadmisible. Y más considerando su pasado.
Rush se lo quedó mirando.
—¿A qué pasado te refieres?
—Al que descubrí en esos archivos del Centro que me diste. A su historial psicológico.
Rush seguía con la mirada clavada en él y sus facciones se endurecieron. Al ver que guardaba silencio, Logan continuó.
—Me refiero a su diagnóstico de trastorno esquizoafectivo.
—Te refieres a un diagnóstico de hace veinte años —contestó Rush a la defensiva—. Y encima a un diagnóstico equivocado. Jen no sufría un trastorno esquizoafectivo…, no fue más que un ataque de nervios de adolescente.
Logan no replicó.
—Como mucho se trató de una alteración del estado de ánimo —insistió Rush—. Intrascendente, pasajera, desapareció cuando llegó a la edad adulta.
—Aun así, ¿cómo has podido hacerla pasar por esto? ¿Cómo has podido traumatizarla de esta manera?
Rush frunció el entrecejo y se dispuso a replicar, pero se contuvo y respiró hondo.
—Era importante para Stone y era importante para mí. Pensé que sería una buena oportunidad para profundizar en las investigaciones del Centro y aplicar nuestros conocimientos en ese campo. Y, como ya te dije, creía que sería beneficioso para Jen. No esperaba que le resultara tan difícil. De haberlo sabido… Bueno, ya te he dicho que no volverá a ocurrir.
Se produjo un breve silencio. Ambos se alejaron de la cama pero sin apartar la mirada de la figura inmóvil de Jennifer.
—He estado pensando en lo que dijiste —comentó Rush en voz baja—. En que por haber estado tanto tiempo clínicamente muerta, por haber tenido una experiencia cercana a la muerte tan prolongada, pudiera haber perdido su… su alma o como quieras llamarlo.
—Eso no fue lo que dije —replicó Logan.
—Es lo que diste a entender, que Jen era como una especie de cáscara vacía y que si el espíritu de Narmer seguía intacto en este lugar podía…, bueno, digamos que podía apoderarse temporalmente de ella.
—Desde que hablamos he seguido investigando por mi cuenta. En teoría, lo que dices es posible, pero no en este caso.
—Me alegra saberlo, pero ¿cómo puedes estar seguro?
Logan seguía mirando a Jennifer.
—Por dos razones. Para empezar, puede darse el caso de que la fuerza vital de alguien que lleva tiempo muerto se apodere de un cuerpo cuya alma ha quedado dañada por alguna razón; sin embargo, un contacto tan íntimo no es nada frecuente. He estudiado los antecedentes. Son contados y están escasamente documentados. No obstante, todos coinciden en lo mismo: un espíritu no puede tomar posesión del cuerpo de alguien del sexo opuesto.
—Entonces no puede tratarse de Narmer —dijo Rush con evidente alivio.
—No si lo que estoy sugiriendo es el caso que tenemos entre manos.
Rush asintió lentamente.
—Dijiste que tenías dos razones.
—La otra ya la había mencionado. Recuerda que el propósito principal de enterrar a un faraón era facilitar su tránsito al otro mundo. Sin momia, la esencia espiritual, el
ka
, no tendría un lugar adonde ir y permanecería eternamente inquieta en la tumba. Sin embargo, con un cuerpo físico, como el que Narmer tiene en la tumba, su
ka
podría hacer el tránsito al otro mundo con su
ba
, que es la parte del alma más móvil y apta para viajar. Todo lo que hemos visto en esta tumba sirvió para preparar a Narmer, para que el viaje al otro mundo se realizara con éxito.
—Y el que hayamos encontrado su momia intacta —siguió razonando Rush— significa que su
ka
ya no está aquí.
—Así es.
—Entonces, si no se trata de Narmer, ¿con quién nos hemos estado comunicando? —se preguntó Rush.
Logan no contestó.
A
las dos de la mañana la estación dormía inquieta bajo una gran luna amarilla. En el Centro de Operaciones, unos cuantos técnicos preparaban las cosas para las tareas de la mañana siguiente: romper los últimos sellos y abrir la tercera puerta. Había centinelas en la Boca, en la plataforma del Umbilical y en la sala de comunicaciones. Aparte de eso, todo estaba en silencio.
Una figura solitaria recorría los pasillos del sector Rojo. Vestida con una bata blanca de laboratorio, era como cualquiera de los que frecuentaban los laboratorios durante el día. Solo sus movimientos resultaban diferentes. Caminaba con cautela, sigilosamente, se detenía en cada esquina y solo seguía adelante cuando se había asegurado de que no había nadie más.
Se acercó a la puerta del laboratorio de arqueología. Estaba cerrada, pero se había procurado tiempo atrás una copia de la llave y la abrió con dedos silenciosos. Miró rápidamente a ambos lados del pasillo, aguzó el oído, se deslizó dentro y cerró sin hacer ruido.
Sin encender la luz, recorrió las estancias, llenas de mesas, armarios de reliquias y equipos para su restauración, hasta que llegó a las instalaciones de almacenamiento situadas al fondo. Abrió la pesada puerta y entró en el gélido interior. Solo entonces encendió la linterna. El haz de luz barrió las superficies de la pequeña habitación y se detuvo en una pared donde había media docena de grandes cajones empotrados, como los de una morgue.
Se acercó a ellos rápidamente, los resiguió con los dedos de una mano, se detuvo en uno, tiró de la manija y lo abrió con el mayor sigilo posible. A los olores del cuarto —a polvo, moho y productos químicos— se sumó uno nuevo: el olor de la muerte.
Dentro yacía la momia del rey Narmer.
Sacó el cajón en toda su longitud e iluminó el cuerpo del faraón con la linterna. Para llevar cinco mil años enterrado se encontraba en muy buen estado. Le llamó la atención lo bien envuelta que estaba la momia. En realidad, lo sorprendente era que estuviera envuelta… Hasta el Imperio Nuevo, casi mil quinientos años después, no habría una momia así. Era increíble lo mucho que los egipcios habían olvidado y aprendido de nuevo… diez siglos y medio después de la muerte de Narmer. ¿Se debía en parte a las molestias que se había tomado el faraón para engañar a todos creando una falsa tumba y hacerse enterrar tan lejos de sus dominios?
Sin embargo, en esos momentos la figura no estaba interesada en cuestiones teóricas. Lo que le interesaban eran los vendajes de la momia y lo que estos contenían.
Los ropajes de la momia habían sido retirados y lo que quedaba a la vista eran los vendajes de hilo que la envolvían, brillantes aún por los restos de algún ungüento antiguo. Metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó varias bolsas para muestras y un gran escalpelo. Cortó sin miramientos las tiras que sujetaban a las manos los rollos de papiro que contenían las invocaciones para un tránsito seguro al mundo de los muertos y los dejó a un lado. A continuación cortó el collar de oro del que pendía el escarabajo negro del pecho —colocado sobre el corazón y grabado con sus propios encantamientos— y guardó ambos objetos en una de las bolsas. Acto seguido empezó a retirar los vendajes de los dedos de la momia, y enseguida aparecieron todo tipo de reliquias: anillos de oro, gemas y cuentas que brillaban a la luz de la linterna.
La figura rió complacida ante aquellos hallazgos y los guardó también en las bolsas.
Pasó a ocuparse de la cabeza y, trabajando aún más deprisa, soltó los vendajes exteriores de sus ataduras de resina y empezó a retirarlos. Aparecieron más objetos preciosos: un collar con cabeza de halcón hecho de oro y otro de cerámica. Al igual que el resto de las reliquias, ambos eran amuletos mágicos que debían proteger al faraón en su tránsito a la ultratumba. Los arrancó de entre los vendajes y los metió en la bolsa de pruebas. Después de tantos años seguían estando pringosos de un ungüento diferente al que protegía el envoltorio exterior de la momia. Sin duda se trataba de algún conservante primitivo que carecía del refinamiento de las preparaciones de las dinastías posteriores.