La figura siguió retirando los vendajes de la cabeza y recogiendo reliquias: un escarabajo de resina y una preciosa diadema con gemas incrustadas. Ambos fueron a parar a la bolsa.
La primera bolsa de pruebas estaba llena, de modo que la cerró herméticamente y se la guardó en el bolsillo de la bata. El tiempo era crucial, y el intruso no tenía intención de entretenerse mucho más. Ya había conseguido una docena de objetos valiosos. Una docena más y habría terminado.
Centró su atención en el pecho de la momia. En sus ropajes todavía se podía ver una pintura de Osiris. Teniendo en cuenta tan anacrónico hallazgo, cabía la posibilidad de que el cetro y el cayado del faraón estuvieran ocultos entre los vendajes de lino. De ser así, sería un descubrimiento magnífico.
Cogió el escalpelo y se puso manos a la obra. Tenía los dedos pegajosos de ungüento y sus movimientos eran más lentos y toscos. Sin mostrar el menor respeto hacia el faraón muerto siglos atrás, hizo un profundo corte en los vendajes que cubrían el pecho. El olor de la muerte se hizo más intenso. Inmediatamente aparecieron objetos de oro entre los pliegues. Identificó una daga, una cadena de oro y distintos amuletos muy trabajados. Pero… ¿qué era eso apenas visible en lo más profundo de los vendajes? ¿Se trataba acaso de un gran pájaro
ba
de oro con piedras preciosas incrustadas en las alas?
Dejándose llevar por el frenesí, sus dedos escarbaron entre los vendajes y empezó a sacar objetos y a guardarlos en otra bolsa. Las reliquias estaban pringosas de un ungüento pardusco y repugnante, pero ya tendría tiempo para lavarlas. Se limpió las manos en la bata y se dispuso a cortar las últimas capas de vendas.
Un momento… Algo no iba bien. ¿Qué era esa extraña sensación de calor cosquilleante que parecía surgir de dentro? ¿Qué era ese espantoso olor a azufre o a algo peor que empezaba a llenar la habitación?
La figura dio un paso atrás, asustada. Pero era demasiado tarde. El calor se transformó en llamas y en humo. Abrió la boca para jadear, pero el jadeo se convirtió en un aullido que fue creciendo a medida que el dolor aumentaba y atenazaba al ladrón de tumbas en un torniquete de insoportable agonía.
C
UANDO Jeremy Logan descendió hasta el final del Umbilical, había tanta gente en la plataforma que apenas encontró un hueco donde ponerse. Contó a diez personas: Tina Romero, Ethan Rush, Stone, Valentino —en persona, para variar—, dos de los arqueólogos de March, dos operarios y dos guardias de seguridad. Los saludó con un gesto de la cabeza. Varios de ellos —Rush, Stone y los arqueólogos— parecían cansados y abatidos. El ambiente era grave y tenso, no quedaba nada de la emocionada expectación que había reinado en el primer descenso.
Logan sabía la razón del abatimiento de Rush —Jennifer seguía comatosa tras haber caído en una especie de trance hipnótico del que no había forma de sacarla—, pero desconocía los motivos de los demás.
—¿Dónde está el doctor March? —preguntó mirando en derredor.
Nadie contestó.
—¿Estamos listos? —preguntó Stone al cabo de un momento.
Se oyeron murmullos de asentimiento.
—Pues empecemos.
Cogió a Logan del brazo y se adelantó con él. Cuando estuvieron dentro de la primera cámara, se inclinó hacia Logan.
—March ha muerto —susurró.
Logan lo miró perplejo.
—¿Muerto?
Stone asintió. Apretaba tanto los labios que apenas eran visibles.
—Anoche entró de puntillas en el laboratorio de arqueología y profanó la momia de Narmer. Cortó los vendajes y robó las reliquias de oro que encontró entre los pliegues. Se produjo una pequeña explosión, fuego…
—¿Una explosión? —repitió Logan.
—Había dos productos químicos entre los vendajes de Narmer. Según me han explicado, por separado son inocuos, pero cuando se combinan… digamos que actúan como una versión primitiva del napalm.
—¿Una trampa para ladrones? ¿De qué productos se trataba? ¿Cómo podían seguir activos después de tantos siglos?
—Mi gente está analizándolos, pero no hay duda de que los componentes eran sumamente estables. Cierto derivado del potasio y una versión primitiva del glicol como activador. —Stone echó un rápido vistazo al resto del grupo, que se acercaba—. Escucha, Jeremy, solo unos pocos lo saben. Lo hemos ocultado para mantener la moral y… por otras razones.
—¿Tiene idea de qué pudo impulsar a March? No pudo ser la simple codicia.
—Es demasiado pronto para decirlo, pero seguramente fue algo tan sencillo y deprimente como eso. He mandado que hagan ciertas averiguaciones en Estados Unidos. Al parecer, March estaba cargado de deudas y vivía muy por encima de sus posibilidades. Es posible que estuviera al servicio de alguno de mis rivales y que se dedicara a meter miedo al personal fingiendo que se estaban cumpliendo aspectos de la maldición, pero también puede ser que simplemente deseara llenarse los bolsillos con todo el oro que pudiera robar. —Suspiró—. Tendría que haberlo investigado, como al resto del personal, pero había trabajado otras veces con él. Confiaba en él.
Logan señaló la continuación de la tumba que se extendía ante ellos.
—¿Está seguro de que no desea posponer esto?
Stone negó bruscamente con la cabeza.
—No podemos. Con la presa tan adelantada, cualquier día se presentará una delegación del gobierno para decirnos que tenemos que marcharnos. Y nuestro trabajo ha avanzado demasiado para ocultarlo. Tenemos que sacar de la tumba todos los objetos que podamos y largarnos antes de que sea demasiado tarde.
«Tenemos que sacar de la tumba todos los objetos que podamos». Logan miró a Tina. Al parecer, Stone se había contagiado de la codicia de March. Se preguntó qué opinaría la egiptóloga de eso.
Mientras los demás se les unían, Logan contempló la cámara número uno. Sus ojos se detuvieron en la cama ornamental, cuyo dosel estaba desplomado sobre el lecho. Todavía había manchas de sangre allí donde el infeliz Robert Carmody había hallado la muerte. Alguien había aflojado los gruesos pernos de oro que sostenían el dosel… Se preguntó si también habría sido obra de March con la intención de robarlos más tarde.
«La mano que se atreviere a tocar mi forma inmortal arderá con fuego inextinguible». Una vez más las palabras de Narmer. Y una vez más la profecía parecía cumplirse. Si realmente March había manipulado la situación para hacer creer que la maldición se cumplía, era irónico cómo al final las cosas se habían puesto en su contra.
El grupo se dirigió en silencio hacia la puerta del fondo, que conducía a la siguiente sala. La cámara número dos se hallaba prácticamente vacía. Lo único que quedaba eran los dos nichos, construidos en la estructura misma de la estancia, y el enorme sarcófago de granito del centro. Logan miró a Tina. Su expresión era inescrutable.
Rush se acercó, y Logan se volvió.
—¿Cómo está Jennifer? —preguntó.
El médico tenía aspecto de no haber dormido desde hacía mucho.
—La hemos trasladado a una habitación de la enfermería. Sus constantes vitales son buenas y se encuentra estable. La verdad es que no sé por qué no ha recobrado la conciencia.
—¿Crees que podría ser una reacción al estrés de la última sesión? ¿Una especie de histeria catatónica?
—Sinceramente, lo dudo. Nunca había dado muestras de nada parecido.
Logan miró alrededor.
—Supongo que has sido tú quien ha certificado la muerte de March, ¿no?
De pronto Rush pareció aún más deprimido.
—Dios mío, qué horror.
Stone se había desplazado hasta la pared dorada del fondo de la cámara número dos. Parecía idéntica a las demás salvo por los grandes sellos que había en un lado y el símbolo grabado en el oro. Logan se acercó y vio la imagen: una cara enorme, de expresión maliciosa, que parecía medio humana y medio de chacal, los miraba de frente, algo desconcertante, pues las pinturas egipcias siempre representaban el rostro de perfil. El resto del muro, según apreció Logan, estaba cubierto de pequeños jeroglíficos exquisitamente grabados en el precioso metal.
—Romero, ¿puede descifrar lo que dicen esos jeroglíficos? —preguntó Stone en voz baja.
La egiptóloga se acercó.
—Se trata de la última parte de la maldición, repetida una y otra vez —dijo tras examinarlos brevemente—. «Pero si alguien osara en su temeridad cruzar la tercera puerta, el dios negro de la más profunda sima lo atrapará y esparcirá sus miembros por los confines del mundo. Y yo, Narmer el Eterno, lo atormentaré a él y a los suyos noche y día, tanto en la vigilia como en el sueño, hasta que la locura y la muerte se conviertan en su templo para la eternidad».
Siguió un silencio general.
—¿Y esa imagen? —preguntó por fin Stone—. ¿La cara del dios?
—Nunca había visto nada igual —respondió Tina.
—¿Y qué me dice de los sellos?
—Son sellos reales, como los otros que hemos encontrado, solo que más grandes y más vistosos; serejs con ecos de la maldición entrelazados con los símbolos primitivos del nombre del faraón.
«Supersellos», pensó Logan.
—Las lecturas del radar de penetración de la cámara que hay al otro lado han sido anómalas —comentó Stone—. Según ellas, ahí dentro no hay nada, lo cual, obviamente, no puede ser. —Contempló el muro un momento, como perdido en sus pensamientos. Luego volvió en sí—. De acuerdo —dijo mirando a Rush—. Adelante, Ethan.
El grupo esperó en silencio mientras el médico hacía un agujero en el muro dorado, deslizaba por él sus instrumentos, tomaba una muestra del aire y lo declaraba respirable. Entonces, el propio Stone se acercó a los sellos y, mientras Tina sostenía un contenedor de muestras, cortó cuidadosamente el sello superior de la necrópolis y, después, el sello real inferior, de mayor ornamentación. Cuando los retiró con cuidado del panel de oro, se oyó un chasquido seco seguido de un siseo y un roce y, para sorpresa de Logan, todo el muro pivotó hacia dentro unos sesenta centímetros, como se mueve una puerta en sus goznes. El grupo dio un paso atrás al unísono y se oyeron exclamaciones ahogadas de consternación. Al ver que no ocurría nada más, Stone se aproximó de nuevo, con cierta cautela, y alumbró con la linterna la oscuridad de la tercera cámara. Al poco se volvió hacia los dos operarios.
—Estabilicen este acceso —les ordenó—. Y luego entraremos.
U
NA vez más Stone fue el primero en entrar, casi antes de que los operarios hubieran acabado de asegurar la integridad del acceso. Sus movimientos eran rápidos, incluso bruscos, como si los problemas recientes y la presión del tiempo le hubieran contagiado una sensación de urgencia. Pasó entre los operarios, a través de la estrecha abertura, y desapareció en el interior de la tercera cámara. Durante unos instantes todo quedó en silencio. El único indicio de que había alguien en la estancia era el reflejo de la linterna de Stone perforando aquí y allá la oscuridad. Al cabo de un momento, Logan le oyó carraspear.
—Tina, Ethan, Logan, Valentino —dijo Stone con una voz extraña—, entrad, por favor.
Logan siguió a los otros a través de la abertura en el muro y entró en la cámara. Al principio pensó que su linterna no funcionaba, pues no iluminaba. Pero entonces cayó en la cuenta: la habitación —las paredes, el suelo y el techo— estaba revestida de lo que parecía ser ónice negro y mate que absorbía toda la luz y dejaba el reducido espacio a una penumbra tal que apenas se veía qué había.
—Por favor… Esto da miedo —dijo Tina después de sentir un escalofrío.
—¿Esa es su opinión de experta? —le preguntó Stone.
Valentino asomó la cabeza por la abertura y llamó a uno de los operarios.
—Kowinsky, trae una de esas lámparas de sodio.
Durante un momento todos observaron la cámara en silencio. Comparada con la opulencia de las anteriores, a Logan se le antojó casi desnuda. En una solitaria mesa ornamental, pintada de oro y adosada a la pared de la izquierda, descansaban varios papiros cuidadosamente enrollados y alineados. Al fondo se veía lo que parecía una cama, pequeña y estrecha, que en su día había estado cubierta por una sábana de lino y una almohada que los siglos habían descompuesto. Frente a la cama, en el suelo, junto a la pared, había tres cajas pequeñas de oro macizo y una urna.
Sin embargo, lo que les llamó la atención a todos fue lo que había en medio de la estancia. Era un cofre de poco más de un metro cúbico hecho de algún tipo de piedra negra —quizá también ónice— dispuesto sobre una base de madera oscura muy trabajada. Tenía los bordes ribeteados en oro, y sus lados estaban decorados con algunas de las pinturas que habían visto en las cámaras precedentes, concretamente el objeto en forma de caja y rematado por una barra de hierro y el otro parecido a un cuenco del que colgaban filamentos de oro. Sin embargo, esta vez las imágenes estaban compuestas por multitud de piedras preciosas incrustadas en la superficie del cofre. En su parte superior había un serej muy elaborado.
—Tina… —susurró Stone; señalaba el serej—. Esto es el jeroglífico del nombre de Narmer, ¿verdad?
Tina asintió lentamente.
—Sí. Creo que sí.
Stone la miró.
—¿Cómo que cree que sí?
Tina había bajado la cámara de vídeo —no había suficiente luz para grabar— y estaba examinando de cerca el cofre.
—Los glifos son los mismos, pero estos arañazos…, sobre la cabeza del siluro… No sé. Es extraño. Pero todo es extraño. Esa especie de camastro del fondo, los nichos de la segunda cámara, la desnudez de esta estancia… —Hizo una pausa—. Como ya dije, da la impresión de que la tumba, toda ella, se utilizara como una especie de ensayo para la muerte de Narmer y su tránsito al otro mundo.
—¿Había visto alguna vez algo parecido? —preguntó Stone.
—No. —Tina contempló la habitación en penumbra con el entrecejo fruncido—. Es como si… Pero no, no puede ser. —Estudió de nuevo el cofre—. Si pudiera verlo mejor…
—¡Kowinsky! —gritó Valentino—. ¿Qué pasa con las luces?
—La abertura es demasiado estrecha para que pasen, señor —respondió el operario desde el otro lado.
—Quizá debería echar un vistazo a los papiros, doctora —dijo Stone—. Es posible que nos den alguna pista.
La egiptóloga asintió y se acercó con su linterna mientras Rush y Stone se dirigían hacia las cajas de oro situadas junto a la pared de la derecha. Stone se arrodilló y sus dedos enguantados en látex empezaron a levantar con cuidado la tapa de una de ellas.