Stone soltó una exclamación de sorpresa. Extendió la mano pero enseguida lo pensó mejor y se puso el guante de látex. Y entonces sí hundió los dedos en el material.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Logan.
—Increíble —dijo Stone al cabo de unos instantes—. Es cáñamo.
Rush se acercó, cogió una brizna con las pinzas y la examinó a la luz de su linterna.
—Tienes razón.
Stone hizo un gesto a los hombres de Valentino y entre todos empezaron a sacar del cofre manojos de la antigua planta, al principio con cierta cautela y después en mayores cantidades, hasta que el suelo de la cámara número tres quedó cubierto de cáñamo. El aire se llenó de polvo orgánico, y un extraño olor, como el de una cosecha de cinco mil años de antigüedad, inundó la nariz de Logan.
Enterradas en el cáñamo había dos bolsas no más grandes que una pelota de baloncesto y hechas de una urdimbre de oro tan fina que era flexible como la seda. Muy lentamente y con mucho cuidado, Stone las extrajo de su envoltorio vegetal y las dejó en el suelo, ante la base.
Los demás se acercaron de nuevo sin decir palabra.
Logan contempló los dos objetos redondeados que relucían bajo media docena de linternas. En su mente vio la imagen de las dos coronas de Egipto en su interior: la blanca y cónica del Alto Egipto, impoluta y resplandeciente; y la roja del Bajo Egipto, con su cresta aguda y agresiva. ¿De qué estarían hechas, de oro pintado o de alguna aleación desconocida? ¿Qué magia encerrarían? Sintió una irrefrenable impaciencia por ver lo que contenían aquellas fundas de oro tejido. Dos bultos. Ya no había duda posible: se trataba de la doble corona del primer faraón de Egipto. ¿Qué otra cosa podía haber guardado Narmer con tanto celo y a tan alto coste?
Stone parecía poseído por la misma urgencia. Cogió una de las bolsas, la abrió y, tras mirar brevemente a sus compañeros, metió la mano y sacó su contenido.
Lo que apareció no fue una corona, sino algo completamente distinto: un objeto en forma de cuenco de mármol blanco del que colgaban largos filamentos de oro.
Se oyó un murmullo general de sorpresa y consternación.
Stone frunció el entrecejo y contempló el objeto como si no acabara de comprender. A continuación lo dejó encima de su bolsa dorada y abrió la segunda. Lo que extrajo era aún más extraño: un objeto de esmalte rojo rematado por una barra de hierro de cuyo extremo surgía una espiral de cobre.
Logan, perplejo, se acercó y lo examinó de cerca. La barra de hierro sobresalía de la parte esmaltada por un agujero que parecía sellado con algo parecido al alquitrán. Ambos objetos eran idénticos a las imágenes pintadas en las paredes de la cámara número uno.
Aquello no eran coronas, sino artefactos de algún tipo.
Stone miró fijamente el objeto rojo que sostenía en su mano derecha. Luego cogió el objeto de mármol blanco con la izquierda. Mientras el grupo lo observaba sin decir nada, él miró uno, y después el otro y de nuevo el primero.
—¿Qué demonios…? —farfulló.
J
ENNIFER Rush se agitó inquieta en la cama de la última de las tres salas de examen de las dependencias médicas, donde seguía en observación. La estancia estaba tenuemente iluminada, y la enfermera asignada al cuidado de la paciente había salido un momento. Las constantes vitales de Jennifer indicaban que había entrado en una fase de sueño REM, y la enfermera tenía hora en la peluquería y no quería perderla. Salvo por los mínimos e infrecuentes parpadeos y pitidos de los instrumentos médicos, todo se hallaba en silencio.
Jennifer se agitó de nuevo y respiró de manera profunda y temblorosa. Durante unos segundos permaneció inmóvil. Y entonces, por primera vez en treinta horas, pestañeó ligeramente y abrió los ojos. Contempló el techo con mirada vidriosa y, un minuto más tarde, se incorporó con esfuerzo.
—Ethan… —llamó con voz ronca.
En la penumbra, rodeada por aquel bosque de lucecitas e indicadores digitales, la sala tenía un aspecto extraño, casi como de otro mundo: un mosaico de puntitos verdes, amarillos y rojos, como si los dioses hubieran extendido una madeja de piedras preciosas en el cielo nocturno y transformado las estrellas blancas en otras de vivos colores. Jennifer parpadeó, luego parpadeó otra vez, desorientada. Entonces su mirada encontró algo familiar: el antiguo amuleto de plata que su marido había dejado colgado de su cadena en un monitor cercano.
Frunció el entrecejo.
El amuleto tenía una primitiva representación de una de las escenas más famosas de la mitología egipcia: Isis, tras haber reunido los restos del asesinado y descuartizado Osiris, lo reanima mediante un encantamiento y lo convierte en el dios del inframundo.
El amuleto brillaba con cada parpadeo de los instrumentos. Mientras Jennifer lo contemplaba, su cuerpo se fue poniendo rígido. Su respiración se hizo más leve y estertórea. De repente, exhaló un suspiro, la mandíbula se le aflojó, puso los ojos en blanco y se desplomó de espaldas en la cama.
Durante diez o tal vez quince minutos la habitación permaneció en silencio. Entonces Jennifer se sentó de nuevo. Tomó una bocanada de aire y luego otra más profunda. Cerró los ojos, volvió a abrirlos y se pasó la lengua por los labios muy despacio, casi como si tanteara.
Acto seguido, con un movimiento continuo y mecánico, deslizó las piernas fuera de la cama y apoyó los pies en el frío suelo de baldosas.
Se puso en pie y dio un paso. Vaciló y dio otro más. El pulsímetro que llevaba en el dedo rozó un instrumento y se le cayó del meñique. Alzó la mano, palpó la maraña de cables que tenía adheridos a la cabeza y al cuello y los apartó como si fueran telarañas. Luego miró en derredor. Tenía los ojos vidriosos pero aun así veía con claridad.
La puerta estaba enfrente. Echó a andar pero enseguida se detuvo; algo tiraba de ella. Esta vez era la vía intravenosa conectada a la bolsa de suero. Jennifer intentó caminar de nuevo, pero la percha con la solución salina la frenaba. Siguió con la mirada el recorrido de la vía hasta su muñeca. Luego cogió el catéter y se lo arrancó sin miramientos de la vena.
Por fin se encaminó hacia la puerta sin más dificultades.
Abandonó las dependencias médicas, salió al pasillo principal del sector Rojo y miró a derecha e izquierda. Estaba desierto. El personal fuera de servicio se encontraba en sus habitaciones o en las zonas de descanso mientras esperaba noticias de la tercera cámara.
Jennifer dudó un instante junto a la puerta; tal vez para orientarse, tal vez simplemente para mantener el precario equilibrio. Luego giró a la izquierda y echó a andar por el pasillo. Cuando llegó a la primera esquina dobló a la derecha. Sus ojos seguían vidriosos y sus andares eran vacilantes, como los de una persona que no hubiera caminado en mucho, mucho tiempo. No obstante, a medida que avanzaba, su respiración fue volviéndose cada vez más firme y regular, lo mismo que sus pasos.
Se detuvo ante una puerta con el rótulo ALMACÉN DE MATERIALES PELIGROSOS. PRODUCTOS EXPLOSIVOS. ACCESO RESTRINGIDO. Giró el pomo pero lo encontró cerrado. Entonces cogió la tarjeta de identificación que llevaba al cuello —tan ligera, tan brillante, tan azul— y la deslizó sin problemas por el lector de la cerradura. La puerta se abrió y Jennifer entró en la habitación sin que nadie la viera.
E
N la tercera cámara reinaba un silencio de sorpresa y confusión. Logan vio cómo Porter Stone caía de rodillas ante el gran cofre de ónice y no supo si era por agotamiento, decepción u otra emoción distinta. Stone dejó los dos objetos en el suelo sin decir palabra.
Logan paseó la vista alrededor, las negras superficies de la cámara apenas brillaban bajo la luz de las linternas. Miró los puñados de cáñamo esparcidos en desorden por el suelo. Miró el camastro del fondo con lo que en su día debieron de ser una bonita sábana y una bonita almohada. Miró la mesa ribeteada de oro y los papiros cuidadosamente dispuestos encima. Miró las pequeñas cajas doradas, antes selladas pero en ese momento mostrando su contenido: espirales de cobre, un trozo de hierro meteórico, filamentos de oro. Por último, sus ojos se posaron en los dos artefactos —no se le ocurría otra palabra para describirlos— que yacían a los pies de Stone: el cuenco blanco con los filamentos y el objeto esmaltado en rojo. Ambos descansaban en la malla de oro que los había protegido: enigmas de hacía cinco mil años que los desafiaban a desentrañar sus secretos.
En conjunto aquello no podía ser más extraño.
Desde el primer momento todo lo relacionado con la tumba de Narmer había sido inusual. Si bien tenía muchos puntos en común con las tumbas de los reyes que le sucedieron siglos después, en muchos sentidos era completamente distinta. Para empezar, habían hallado la momia en la segunda cámara, no en la tercera. El sentido común dictaba que en la última cámara se hallaba lo más importante para la vida de ultratumba, lo más decisivo. Logan observó una vez más los papiros y los objetos de metal, pero fue incapaz de imaginar qué podían ser.
Contempló de nuevo los dos artefactos. Uno blanco y el otro rojo…, como las coronas del Alto y el Bajo Egipto.
—Coronas… —musitó.
La suya fue la primera voz que rompió el silencio. Varias cabezas se volvieron para mirarlo. La de Stone no fue una de ellas.
—¿Sí? —murmuró Stone sin darse la vuelta.
—Estos dos objetos… Sean lo que sean, sabemos que estaban pensados para ser llevados en la cabeza. Así es como aparecen en las pinturas de la primera cámara.
Stone no respondió, se limitó a menear la cabeza.
—No pueden ser sino coronas —prosiguió Logan—. Uno es rojo y el otro es blanco, como corresponde. Y según las representaciones que hemos visto, incluso tienen cierto parecido con los elementos de la doble corona.
—No son coronas —replicó Stone en tono grave y distante—. Son inventos de un rey loco mimado por sus sacerdotes. No son más que juguetes. No me extraña que los descendientes de Narmer rompieran con sus métodos.
—Reconozco que son raras —repuso Logan—. Carecen de la decoración y el estilo propios de una corona, pero tienen que ser muy valiosas, mucho. De lo contrario, ¿por qué las habrían depositado en el lugar más sagrado de la tumba? ¿Por qué las habrían envuelto tan magníficamente? ¿Por qué las habrían protegido con una maldición tan terrible?
—Porque Narmer se volvió loco —respondió Stone con amargura—. Tendría que haberlo imaginado. ¿Por qué otro motivo habría querido que lo enterraran en estos parajes abandonados de la mano de Dios, a miles de kilómetros de su reino? ¿Por qué iba a romper con una tradición que se prolongaría durante milenios?
—Narmer era la tradición —intervino Rush sin levantar la voz—. Fueron sus descendientes quienes la rompieron, no al revés.
Durante esa discusión, Tina había vuelto a acercarse a la mesa ribeteada de oro y estudiaba los papiros con aire de intensa concentración. De repente se incorporó y se volvió hacia sus compañeros.
—Creo que ya lo entiendo —anunció.
Todas las miradas convergieron en ella.
—Ya he comentado en alguna ocasión que los faraones del Antiguo Egipto estaban interesados en las experiencias cercanas a la muerte, lo que ellos llamaban «la segunda región de la noche». Sin embargo, si he interpretado correctamente estos textos, lo que sentían era algo más que interés. Según parece, los faraones, o al menos Narmer, la practicaban regularmente.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Stone—. ¿Cómo se puede practicar una experiencia cercana a la muerte?
—Solo estoy explicando lo que dicen los papiros —contestó Tina, blandiendo uno de ellos para dar más énfasis a sus palabras—. Se menciona
ib
una y otra vez.
Ib
… significaba «corazón». Los antiguos egipcios creían que el corazón, no el cerebro, era la sede de las emociones, el pensamiento y el conocimiento; el corazón era la llave del alma, crucial para la supervivencia en la otra vida. Pero el
ib
de estos textos no aparece mencionado en términos religiosos. Más bien se lo describe en… —dudó, buscando la palabra adecuada— en términos clínicos. —Dejó a un lado el papiro—. Ya dije antes que estos rollos parecen más un conjunto de instrucciones que de ensalmos.
—¿Instrucciones? —La voz Stone estaba cargada de escepticismo—. ¿Instrucciones para qué?
No hubo respuesta.
—Suena paradójico —dijo entonces Logan volviéndose hacia la egiptóloga—. Dices que los antiguos egipcios creían que el corazón era crucial para sobrevivir en el otro mundo.
Tina asintió.
—Una vez en el inframundo, el corazón del faraón era sometido al juicio de Anubis en una ceremonia que se conocía como «pesar el corazón». Al menos esa era la creencia de los egipcios posteriores a Narmer.
—Sin embargo la muerte sobreviene cuando el corazón se para. ¿De qué podía servirle a Narmer en el otro mundo un corazón que había dejado de latir…? —Logan se interrumpió—. Un momento. ¿Qué es lo que dijiste antes? ¿Algo así como que esta tumba parecía un ensayo de la muerte de Narmer, de su tránsito al otro mundo? Una especie de ensayo controlado, ¿no?
La egiptóloga afirmó con la cabeza.
Logan la miró y luego volvió a pasear la vista por los objetos de la tumba, miró de nuevo a Tina y de repente lo comprendió con la cegadora claridad de un relámpago.
—Dios mío… —susurró—. La pila de Bagdad.
Nadie se movió. Entonces Stone se levantó con la misma lentitud con la que se había arrodillado y se volvió hacia Logan.
—Poco antes de la Segunda Guerra Mundial —prosiguió este—, se hallaron unos extraños objetos en una aldea cerca de Bagdad. Eran muy antiguos y su función no estaba clara. Uno de ellos era un recipiente de terracota; otro, una lámina de cobre en forma de cilindro rematado por una barra de hierro. Había más. Nadie les prestó atención hasta que el director del Museo Nacional de Irak se tropezó con ellos en una de las colecciones. Publicó un ensayo en el que exponía la teoría de que dichos artefactos, debidamente llenos de ácido cítrico, vinagre o cualquier líquido capaz de generar voltaje electrolítico, funcionaron como una primitiva pila galvánica. Una batería.
Todos lo observaban sin decir palabra.
—He oído esa historia —dijo al fin Stone—. Esa pila era pequeña y poco potente. Es posible que se utilizara para galvanizar ciertos objetos.
—Es verdad —convino Logan—. La batería era poco potente, pero no tenía por qué serlo necesariamente.