Logan los observó mientras luchaba contra el frío y un sentimiento creciente de consternación. Desde que había entrado en la cámara había sido consciente de la presencia del ente maligno. Los sentía —estaba seguro—, pero por el momento mantenía a raya la abrumadora maldad que Logan había notado otras veces. Era casi como si estuviera observando, aguardando…, a la espera de su ocasión. Rebuscó en su bolsa, sacó el detector de ionización e hizo un barrido de la cámara. El aire estaba claramente más ionizado de lo normal. De hecho, la ionización había ido en aumento a medida que se habían adentrado en la tumba. Ignoraba qué podía significar.
Stone había retirado la tapa de la caja. Metió la mano y extrajo algo con cuidado: una espiral de metal muy fina.
—Parece cobre —comentó—. Aquí dentro hay al menos media docena de espirales como esta.
Abrió la segunda caja, miró en su interior y después sacó algo que en la penumbra parecía una especie de bayoneta pequeña, pardusca y muy corroída.
—Creo que es hierro —dijo.
—En ese caso debe de tratarse de hierro meteórico —dijo Tina, levantando la vista de los papiros—. Los egipcios no descubrieron el uso del hierro hasta varios siglos después de Narmer.
Stone pasó a la siguiente caja. La abrió, metió la mano y volvió a sacarla. En su palma sostenía numerosos filamentos de oro enredados como oropeles navideños.
—¿Qué demonios es esto? —masculló.
Tina fue hasta la urna que había junto a las cajas, la levantó con cuidado e iluminó su interior con la linterna.
—Está vacía —dijo; luego se la llevó a la nariz y la olió—. Qué raro. Huele a rancio, como… a vinagre.
Stone se acercó, cogió la urna y la olió.
—Es verdad. —Se la devolvió.
—Espirales de cobre, barras de hierro, filamentos de oro… —dijo Logan—. ¿Qué significa todo esto?
—No lo sé —repuso Stone—, pero seguro que eso —señaló el cofre de color ónice que había en el centro de la cámara— responderá a todas tus preguntas y más. Eso será lo que culminará nuestras respectivas carreras y hará que figure en los libros de historia como el arqueólogo más importante de todos los tiempos.
—¿Crees que…? —Rush hizo una pausa—. ¿Crees que las dos coronas de Egipto están en ese cofre?
—Sé que están ahí. Es la única respuesta. El secreto definitivo de la tumba de Narmer. —Stone se volvió hacia Valentino—. Frank, diles a tus hombres que me echen una mano con esto.
Lentamente, como poseídos por un único pensamiento, todos se adelantaron y formaron un círculo alrededor del cofre, negro como el ébano.
A
MANDA Richards entró en el laboratorio de arqueología forense y encendió las luces del techo con un chasquido de los dedos. Permaneció un momento junto a la puerta, observando las estanterías llenas de instrumentos y las mesas de trabajo escrupulosamente limpias, y luego se dirigió hacia una mesa en una esquina. La estancia olía ligeramente a formol y a otros conservantes químicos, pero sobre todo olía a azufre.
Se sentó a la mesa, cogió la carpeta que llevaba bajo el brazo y la abrió. Pasó varios minutos leyendo el informe: los resultados de la fluorescencia de los rayos X, los siempre importantes escáneres de tomografía computerizada, las radiografías y el breve análisis de Christina Romero; todo ello relacionado con un mismo objeto: la momia del rey Narmer.
Cerró la carpeta y permaneció sentada mientras hacía una lista mental. A continuación se levantó y empezó a reunir los instrumentos que iba a necesitar: escalpelos, hilo de sutura de calidad de archivo, pinzas, agujas de teflón, bandejas de fibra de vidrio y tiras de viejos vendajes obtenidos de restos momificados demasiado estropeados para merecer una intervención forense. Una vez lo tuvo todo preparado, fue hasta el cajón empotrado en la pared contigua, tiró de él, y los restos momificados del rey Narmer quedaron a la vista.
Ese cajón era como los de la zona de almacenamiento, donde March había hallado la muerte mientras saqueaba la momia de Narmer, pero con una diferencia: estaba dotado de una atmósfera de gas inerte, nitrógeno. Dado que March había profanado la momia tan toscamente, arrancando los vendajes y alterando su microclima interno, había que hacer lo posible para evitar que se estropeara aún más. De hecho, por eso estaba allí Amanda Richards: para reparar lo mejor que pudiera los daños ocasionados por March y dejar la momia lista para su envío al complejo que Stone tenía en las afueras de Londres, donde sería restaurada a fondo.
Desplegó la pata con la que el cajón se apoyaba en el suelo, se puso unos guantes de látex y una mascarilla y se dispuso a examinar la momia cuidadosamente. Los técnicos ya habían retirado los productos químicos de los vendajes que habían producido la explosión. Aun así, decidió manipularla con la mayor precaución.
Examinó los daños ocasionados en las manos vendadas, en la cabeza y, sobre todo, en el torso. Cuanto más veía, más le costaba aceptar que Fenwick March, uno de los arqueólogos más reputados del mundo, pudiera haber hecho aquello: no solo saquear la momia, sino sobre todo hacerlo de una manera tan tosca y poco profesional. El letal atractivo de los tesoros antiguos nunca dejaba de sorprenderla. March había pasado toda la vida estudiándolos, manipulándolos. Posiblemente el hallazgo de la tumba de Narmer había sido demasiado para él, la gota que colmaba el vaso.
Colocó una lámpara ultravioleta sobre la momia. Quizá fuera egoísta por su parte, pero en cierta medida se alegraba de que March ya no estuviera entre ellos. Siempre había sido una presencia tiránica entre el personal de arqueología, obsesionado en controlarlo todo y a todos y en que las cosas se hicieran a su manera. Aquella era la segunda expedición en la que Amanda Richard había trabajado con él, y había sido, con diferencia, la peor. Tal vez tuviera que ver con lo que lo había impulsado a saquear la momia. Se encogió de hombros. Lo único que sabía a ciencia cierta era que, si fuera otra la persona que hubiera profanado la momia y March siguiera vivo, en ese momento estaría mirándola por encima del hombro, poniendo mala cara y diciéndole que lo hacía todo mal.
Tal como estaban las cosas, el laboratorio forense era un oasis de calma y tranquilidad.
Pasó la lámpara ultravioleta despacio por el cuerpo de la momia. Los restos de ungüento brillaron con un color levemente dorado bajo la luz. Se veían manchas oscuras allí donde March había cortado de manera tosca los vendajes en su febril búsqueda de reliquias y donde los técnicos habían desactivado el pegajoso glicol mezclándolo con un componente inactivo.
Apagó la lámpara y la apartó. El pecho de la momia era la zona más afectada, de modo que decidió que iniciaría su trabajo de restauración por allí.
Acercó un potente foco de quirófano, orientó la luz hacia el torso y empezó a examinar los daños con una lente de joyero. March había cortado los vendajes y dejado a la vista las distintas capas protectoras. Se había llevado el escarabajo anepigráfico, pero otros muchos tesoros asomaban entre los vendajes: cuentas y amuletos de porcelana, objetos de oro y demás elementos que constituían la armadura mágica que debía proteger a Narmer en su viaje al más allá.
Meneó la cabeza y chasqueó la lengua. March había sido tan chapucero al cortar los vendajes que envolvían el torso de la momia que, para poder volver a colocarlos en un orden más o menos aceptable, iba a tener que retirar la mayoría.
Tuvo que recurrir a las pinzas para tirar de los vendajes cortados y exponer las capas interiores, enredadas y desgarradas como resultado de la explosión. Dejó las pinzas, cogió el escalpelo y cortó la primera y después la segunda capa; luego deshizo el enredo y lo retiró. No le gustaba nada lo que estaba haciendo, pero no tenía otra manera de reparar los daños. El cuerpo de Narmer había sido envuelto con tanto cuidado, y March había sido tan tosco con el escalpelo, que era como intentar reordenar los hilos de goma del núcleo de una pelota de golf.
Cogió el escalpelo con fuerza y cortó una capa más de vendajes. La carne de Narmer casi quedó expuesta a la luz; la cubría una fina tela y una pechera de oro que se había movido de sitio seguramente por los efectos de la reacción química. Aquello era una mala noticia, pues tal vez estaba presionando la piel, dañándola. Tenía que volver a ponerla en el pecho de Narmer. Y luego ya podría empezar a coser las capas de vendajes; los demasiado frágiles o deteriorados los sustituiría con sus existencias de vendas antiguas. Después se centraría en la cabeza y las manos, donde los daños eran menores y trabajaría más rápidamente. En tres horas, cuatro como mucho, la momia de Narmer estaría nuevamente estabilizada y en condiciones de ser trasladada a Inglaterra.
Dejó el escalpelo, metió con mucho cuidado los dedos entre los vendajes y cogió la pechera de oro por los bordes. Vio con satisfacción que los tejidos circundantes se hallaban en buenas condiciones teniendo en cuenta su antigüedad: estaban secos, tenían un color grisáceo y no mostraban señales de delicuescencia. Sin embargo, no pudo mover la pechera. Empleó más fuerza y al final giró y se desprendió del cuerpo de Narmer con un ruido seco.
Richards la levantó ligeramente y se preparó para colocarla en su sitio y coser los vendajes de encima. Pero de pronto se detuvo y se quedó paralizada por la sorpresa.
Al apartar la pechera, la piel del torso de Narmer había quedado a la vista. Lo que Richards estaba viendo bajo la fría lámpara de quirófano era el pellejo arrugado y seco de un inconfundible seno femenino.
S
TONE se acercó al cofre de ónice mientras el resto del grupo observaba en arrobado silencio. Los operarios de Valentino se colocaron cada uno a un lado. Stone vaciló un segundo, luego se arrodilló ante la base y su mano enguantada acarició la superficie del cofre. Se estremeció visiblemente. Acto seguido se quitó los guantes —Logan reparó en que Rush no ponía objeciones— y volvió a acariciarlo. Si bien había afirmado que encerraba todos los secretos del faraón, no parecía tener prisa por abrirlo.
Mientras contemplaba la escena de pie en la oscuridad, Logan lo comprendió. Recordó el discurso de Stone al personal de la estación, cuando describió su primer descubrimiento arqueológico: el asentamiento indio que todos habían pasado por alto. Rememoró el brillo de los ojos de Stone la primera vez que lo había visto, disfrazado de erudito local en el Museo Egipcio de El Cairo, cuando le había dicho «Trabaje deprisa». A lo largo de su ilustre carrera, Stone había hallado pruebas incontrovertibles de la existencia de Camelot; había recuperado restos de Hipólita, la reina de las amazonas, que los historiadores siempre habían considerado un mito; sin embargo, al dar con la tumba de Narmer se había superado a sí mismo. Logan sabía que Stone sentía por Flinders Petrie, el padre de la arqueología moderna, un respeto rayano en la reverencia. Y ahora él había triunfado donde Petrie había fracasado. Con el hallazgo de la corona de Narmer, Stone pasaría a ocupar el lugar más alto en su profesión, un lugar reservado para una sola persona. Sus detractores enmudecerían, y él se convertiría en el arqueólogo más importante de la historia.
Stone pasó las manos en silencio por la parte superior del cofre y después por los lados. Movía sus huesudos dedos de un lado a otro, casi como un frenólogo examinando un cráneo.
—Tina —dijo rompiendo por fin el silencio—. El escalpelo, por favor.
La egiptóloga dio un paso al frente y le alargó el afilado instrumento. Stone le dio las gracias con un gesto de la cabeza y aplicó delicadamente la hoja a las tiras de oro incrustadas en el cofre. Logan había dado por hecho que esas tiras eran decorativas, pero al parecer se trataba de los sellos rituales que mantenían el cofre cerrado. Tras cortarlas, las desincrustó y las dejó a un lado con mucho cuidado. Solo faltaba una: la que mantenía en su sitio el elaborado y enjoyado serej de la tapa. Stone la desprendió con otro preciso corte del escalpelo y dejó tanto la tira como el serej junto a la base. Luego se puso en pie e hizo un gesto a los operarios, que se situaron cada uno a un lado del cofre. A la orden de Stone, cogieron la tapa entre los dos y empezaron a alzarla. A pesar de que no tendría más de cinco centímetros de grosor, apenas podían con ella, de modo que Valentino y uno de los guardias de seguridad se acercaron para echar una mano. Entre los cuatro lograron levantar la tapa con grandes esfuerzos, llevarla a un rincón despejado y dejarla en el suelo. La pieza cayó con un golpe sordo que resonó por toda la cámara.
En el interior del cofre había una tela negra entreverada de hilos de color dorado. Stone la tocó con cautela, pero nada más rozarla se deshizo en una nube de polvo. Su forma corpórea había sobrevivido cinco mil años gracias a un capricho de la naturaleza.
Debajo había una lámina de oro cubierta con jeroglíficos primitivos.
—¿Qué opina de esto, Tina? —preguntó Stone iluminando la lámina con una linterna.
Romero se acercó y examinó las inscripciones.
—Diría que se refieren a los papiros que hay en esa mesa —dijo al cabo de un momento—. Acabo de echarles una ojeada, y es como si fueran…
—Como si fueran ¿qué? —la apremió Rush.
—Invocaciones. Pero no del tipo que conocemos.
—¿Pues de qué tipo? —preguntó Stone con un matiz de impaciencia en la voz.
Tina se encogió de hombros.
—Una especie de… instrucciones.
—¿Y qué tiene eso de raro? —preguntó Stone—. Todo el
Libro de los Muertos
del Imperio Nuevo podría considerarse un manual de instrucciones.
La egiptóloga no contestó.
Stone se volvió hacia el cofre e indicó con un gesto a los hombres de Valentino que retiraran la lámina de oro. Cuando lo hicieron, volvió a iluminar el cofre con la linterna. Logan se acercó y vio otra lámina de metal precioso, repleta de jeroglíficos y ribeteada con porcelana y piedras preciosas, que cubría por entero el interior del cofre. Stone indicó que la retiraran también.
—Déjenlas allí, por favor. —Tina indicó a los hombres de Valentino que depositaran las dos láminas en el suelo, junto a la mesa con los papiros.
Retirada la segunda lámina de oro, una superficie rugosa e irregular apareció ante sus ojos. A Logan, que miraba el interior del cofre con aquella escasa luz, le pareció que estaba lleno de pequeños huesos desecados, todos mezclados hasta formar una densa y caótica trama.