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Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

La última astronave de la Tierra (10 page)

BOOK: La última astronave de la Tierra
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—Cuando surge la necesidad. Hace años teníamos problemas con los navegantes interplanetarios, ya que sucumbían a la locura del espacio. Entonces unieron a una matemática con un corredor de larga distancia. El pulso de éste era como la mitad del hombre normal, y tenía el sistema nervioso de una tortuga. La idea era unirlos para conseguir un matemático torpe. Tres veces se unieron, y el fruto fue cada vez una tortuga nerviosa. La muy idiota de la madre se sentía tan unida a sus hijos que se mató cuando también hicieron morir al pequeño, y el padre siguió corriendo.

Haldane estudió el tablero y movió un caballo.

Estaba en situación de hacer jaque mate en tres movimientos y sabía que su padre vería el plan, pero mientras éste trataba de guardarse del caballo; el alfil, aún en su posición original, era la principal amenaza.

Como se figuraba Haldane, su padre pasó a una posición defensiva para evitar el peligro del caballo.

Haldane movió el alfil.

Su padre, desesperadamente a la defensiva, trató de contrarrestar este movimiento. Haldane, que veía aún cuán intensamente estaba pensando su padre, le preguntó:

—¿Has oído hablar alguna vez de una unión a petición del mismo profesional?

—La Fairweather es la única de que he oído hablar.

Había contestado a toda prisa para concentrarse en el tablero.

Haldane habló de nuevo:

—Supongamos que dos miembros de un equipo de trabajo, de categorías diferentes, estuvieran especialmente bien coordinados en su esfuerzo de trabajo…

—¡Los sociólogos lo sabrían!

—¿Y admitirían una petición de los miembros del equipo?

Era una pregunta bruscamente lanzada aunque camuflada a la vez por un aire casual. La respuesta fue enloquecedoramente lenta; e incompleta.

—Probablemente. Dependería de las circunstancias.

Su padre avanzó una pieza para impedir el avance del alfil. Haldane movió el caballo y dijo:

—¡Jaque!

Haldane III se humedeció los labios y estudió el tablero. Había una solución para este problema. Podía sacrificar su torre y liberar a la reina para dar jaque a su hijo, lo que exigiría que éste sacrificara su caballo.

Haldane aguardó hasta ver aparecer la sonrisita que acompañaba al estudio de las alternativas de su hijo. En cuanto la vio, lanzó su pregunta:

—Si un antropólogo tropezara con algún aspecto de una cultura primitiva que, en su opinión, podía arrojar luz sobre los problemas de la actualidad, es decir, si sus estudios entraran en el campo de la antropología social, ¿podría entonces pedir a los sociólogos que le emparejaran con una socióloga y no con otra antropóloga?

—¡Sí… sí… sí…! ¿Adónde demonios quieres llegar?

La atención de Haldane III pasó del tablero de ajedrez a su hijo, y en el rostro pálido brillaron repentinamente los ojos.

—¡Caray, papá! ¿No puedo hacer una pregunta hipotética sin que te abalances contra mí furioso?

—Déjame que te dé una respuesta hipotética a tu pregunta hipotética. Si se evidenciara una auténtica necesidad social en tal petición, sí sería considerada. Si hubiera la menor posibilidad de sospecha de que esa petición se basaba en la atracción sexual, se haría un estudio completo de ambos protagonistas, con vistas a descubrir sus tendencias regresivas. Si se descubre que un profesional es atávico, él (o ella) es condenado al proletariado, y esterilizado por orden del Estado.

»Cualquier profesional que hiciera una petición como ésa podría estar escribiendo su propia sentencia de muerte. El peligro se duplicarla si la mezcla solicitada fuera una unión extracategórica. Y se triplicaría en el caso de que la unión involucrara un arte y una ciencia. ¡Y sería un hecho predeterminado si las categorías fueran matemáticas y poesía!

¡Su padre lo sabía!

Todos los viejos antagonismos hacia su padre estallaron en su mente, pero la prudencia serenó su mano. Fingiendo indiferencia, dijo:

—Ésa es una respuesta bastante específica para una pregunta hipotética.

—No me gusta ver que un hombre se anda por las ramas. Tu madre pensaba que yo era un tonto obstinado, pero siempre he sido sincero. Ahora voy a darte un consejito paternal y muy sincero. ¡Olvídate de esa Helix!

—¿Por qué la metes en esto?

—¡No te hagas el inocente! ¿Creíste en realidad que no me extrañaría que de pronto empezaras a prestar tanta atención al arte y a mí, especialmente después que una Safo con el ábaco bajo el brazo se introdujera prácticamente a la fuerza en mi casa? Un poema épico sobre Fairweather… ¡vaya embuste idiota! —El sarcasmo cedía ante la sinceridad en la voz de su padre—. Escucha, hijo. Esas leyes genéticas nos protegen. Sin ellas, cualquier estúpida adolescente de ojos soñadores tendría hijos defectuosos procedentes de cualquier fuente de esperma que viniera a adular su vanidad.

»Las leyes te protegen. Ningún amateur tiene la capacidad de dar un producto de calidad al precio que cobran los profesionales, y el que se cree más listo es el que va por lana y sale trasquilado.

»Y las leyes me protegen. No quiero ver una X en rojo al final de la dinastía de los Haldane simplemente porque mi hijo sea un mercader inepto en el mercado de la carne.

Haldane se resintió de tan burlona referencia a su habilidad como mercader, y viniendo de un hombre que había lanzado un diamante sobre un mostrador de cero noventa y cinco.

—¡Pareces más orgulloso de ese linaje que de mí!

—¿Por qué no? Tú y yo sólo somos fracciones de un continuo; pero el nombre que llevamos significa algo.

—Tal vez yo no quiera ser una cifra en una serie. Tal vez prefiera ser la suma de los dígitos.

—¡Señor, qué arrogancia! Si fueras un niño, quizá simpatizara con tus palabras. Si no respetas tu dinastía, piensa un poco al menos en tu propio intelecto. Si, por cualquier razón, privas a la sociedad de los servicios de esa mente, habrás cometido un crimen contra la humanidad.

—Pero si yo tengo ciertas dudas graves sobre el valor de la sociedad, entonces cualquier contribución por mi parte es un pecado contra mí mismo.

—¡Graves dudas sobre la sociedad! ¿Quién eres tú para dudar de la sociedad? Sólo tienes veinte años. ¿Son ésas las ideas que te ha contagiado esa estúpida?

Haldane se puso en pie, el cuerpo tenso, el rostro pálido.

—¡Escucha, viejo, estoy harto de que la llames estúpida!

—¿Quieres que te diga lo que es?

Con toda calma, Haldane se retiró de la mesa. Colocó cuidadosamente la silla en su posición adecuada. Casi con delicadeza pasó a la biblioteca y recogió sus libros en un montón, asegurándolos apretadamente con un cinturón y cogiendo éste por un extremo.

Sacó el abrigo del armario, recogió los libros y cruzó la sala hacia la puerta del piso.

Su padre se levantó y le siguió hasta allí preguntando:

—¿Adónde vas?

—Voy a salir de aquí antes de romperte el cuello.

Haldane III se mostró repentinamente amable.

—Escucha, hijo, te pido perdón por haberme encolerizado. No tengo nada contra esa chica, a no ser que es una fuerza que actúa contra ti. Disfruté siendo el foco de ése su poder peculiar, pero no es una de nosotros. No es vieja, lo sé, pero jamás fue joven. En tu inocencia has caído bajo el dominio de una Dalila.

»Y no es ella la que me preocupa, sino tú. Eres mi hijo, el único que puede reemplazarme…

—Papá, estamos muy lejos el uno del otro. Sí, yo soy tu reemplazo. Y después de mí vendrá Haldane V, marcado con el mismo número de elementos. ¡Sólo somos elementos de una computadora! El humanismo de Fairweather quedó bien demostrado en su ironía al convertir a Dios en una computadora estatal.

»¿Cuál es nuestro propósito? ¿Adónde vamos? Después de todo ésta es la mejor de todas las sociedades posibles, en el mejor de todos los planetas posibles.

—¿Crees tú eso?

—Ahora ya no.

Haldane III se sentó en el sofá. Había un aire de desconcierto en su rostro.

—Esto es lo que ella te ha hecho.

—Ella no ha hecho nada. Se ha limitado a hacer preguntas, y yo encontré las respuestas. Tu sociedad, la máquina computadora, lo ha destrozado todo, incluso la relación entre tú y yo. Pero, papá, yo derrotaré a esa máquina. Fairweather lo hizo, y yo puedo hacerlo también.

—¡Siéntate! Quiero decirte algo.

Aunque su padre no había alzado la voz, latía en ella un ímpetu que exigía obediencia. Haldane se sentó.

—¿Tú crees que Fairweather I fue el último humanista? Pues lo fue el Papa León XXXV.

Cesó de hablar por un instante, como si intentara reunir sus pensamientos. Sus ojos se enfocaban en un objeto distante y, al hablar, respiraba con dificultad. Continuó:

—Te diré un secreto de Estado. Fairweather tuvo un hijo monstruoso con su compañera proletaria, Fairweather II, un ser que originó más maldad en este planeta que todos los males ocurridos desde el Hambre. A pesar de la maldad de Fairweather II, el Papa León inició el proceso de excomunión contra Fairweather I porque éste traicionó a su propio hijo y lo entregó a la policía.

De nuevo se hizo el silencio, sólo cortado por la ronca respiración. Al fin siguió hablando:

—Quiero que sepas esto porque, si tienes razón en tu arrogancia, si eres capaz de repetir sus hazañas, quiero que sepas la clase de modelo que has elegido.

»El Papa León consideró esa traición un grave daño moral. Sus acusaciones contra Fairweather tenían una base puramente humana. Los sociólogos y psicólogos arguyeron que Fairweather I había puesto su deber social por encima del deber moral. Ellos ganaron. El Papa perdió. Pero Fairweather I envió a su propio hijo a Infierno.

—¿Cómo lo has averiguado?

La flaqueza pasajera de Haldane III se transformó de nuevo en la fría altivez del profesional.

—¿Acaso discutes los conocimientos de un miembro del departamento, estudiante?

—¡He ganado el derecho a discutir tal acusación contra Fairweather, miembro del departamento!

—¡Fuera! —la autoridad se reflejaba ahora en todos los rasgos del rostro de Haldane III.

Su hijo recogió los libros y pasó ante él, pero se volvió desde la puerta ardiendo de cólera y desesperación.

Allí estaba el viejo, destructor, inflexible, aficionado a la ginebra y jugador de ajedrez. Odiaba a Helix. Odiaba a su esposa.

Odiaba a su hijo. Ahora odiaba el recuerdo de Fairweather.

Arrastrado por la cólera, preguntó:

—Dime, ¿se cayó mi madre por esa ventana, o saltó por ella?

Su padre se desmoronó en el sofá. El dolor sustituyó a la ira.

Cerró los ojos y agitó la mano en un gesto de futilidad y de derrota mientras Haldane cerraba de un portazo tras él.

Al regresar en coche al campus fue calmándose su enojo y, al ir serenándose, comprendió que ésa había sido la última tormenta tropical antes de la era de hielo que ahora llenaría su mente. El rey estaba muerto, destruido por la seguridad que sentía Haldane de que su padre había dicho la verdad; Helix era ahora una doncella de nieve perdida en la niebla helada. Y Fairweather, el horrible filicida, era un sicofante de la Iglesia que había construido el Papa.

Deseaba rezar pero, en su desolación interior, sólo fantasmas de viejos dioses se burlaban de él. Sin embargo, mientras se ajustaba al frío subártico de su espíritu, una aurora boreal se inició hasta estallar en una explosión de luz vibrante que hizo que la sangre le corriera locamente por las venas.

LV 2 = (— T)

Si podía demostrarlo, ¡no necesitaría dioses a los que rezar! De pronto la luz se apagó. Era cierto, y él lo sabía, pero ningún laboratorio de la tierra disponía de lo necesario para que Haldane llevara a cabo la demostración.

Sus pensamientos volvieron al campo de hielo.

6

La primera clase del lunes de Haldane, sobre el análisis de tensión, le aburría hasta en condiciones ordinarias. En principio había elegido ese tema aburrido, y con un profesor bastante pelma también, como un amortiguador para el típico dolor de cabeza de los lunes por la mañana. Ahora, fatigado por una noche sin sueño, halló doblemente difícil, y doblemente necesario, concentrarse en hechos nada emocionales a fin de que no le venciera por completo la desesperación que bordeaba la periferia de su conciencia.

El gran edificio mental que él planeara erigir en secreto se había visto derribado por las rápidas deducciones de su padre. Ahora Helix huiría de él, dejándole privado de toda autoestimación, porque la poetisa había tenido razón sobre Fairweather y el matemático se había equivocado. Y además estaban los fragmentos de su ídolo destrozado, que traicionara a la humanidad de un modo tan monstruoso.

Sobre todo estaba el recuerdo del dolor en el rostro de su padre. Haldane no había creído ni por un momento que la muerte de su madre fuera suicidio, pero en la mente de su padre quedaría el suficiente remordimiento de viejas peleas familiares para convertir esa acusación en un arma cruel.

Apenas se había sentado cuando su propio remordimiento dio paso a la cólera.

—El Decano Brack quiere verte, Haldane.

Un mensajero había entrado calladamente en la clase, susurrándole esas palabras al oído.

Haldane recogió los libros y salió del aula.

Comprendía que su padre no podía haber llamado al decano para advertirle de las inclinaciones atávicas de su hijo. Tal llamada habría comprometido al mismo Haldane III.

Siguiendo la práctica de los miembros del departamento, Haldane III transferiría a su hijo para «que ampliara la extensión de sus estudios». Probablemente le asignarían a una escuela de metalurgia en Venus. Estaba en el diez por ciento superior de la clase pero él podría echar mano de algunos recursos, y el Decano Brack lamentaría la pérdida de un estudiante que vendría a rebajar el promedio de la Escuela de Matemáticas. Haldane daría al decano cuantas municiones necesitara éste para bloquear la acción de su padre.

Con los dientes apretados y el cuerpo rígido entró en la oficina del decano, y la secretaria le indicó el primer puesto de la fila de estudiantes que esperaban. Se alegró de que no hubiera retraso. Deseaba lanzarse a la batalla de inmediato.

No valía la pena revelar su agresividad al decano. Antes de cruzar la puerta ya había fijado en su rostro la máscara impasible del profesional.

No había nada impersonal en el decano.

—Siéntate, Haldane —dijo amablemente.

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