Read La última astronave de la Tierra Online

Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

La última astronave de la Tierra (6 page)

BOOK: La última astronave de la Tierra
9.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Haldane no había vuelto al apartamento desde su primera inspección. Ahora se encogió de hombros.

—Necesita el toque femenino; y yo también.

Helix miraba por la ventana cuando él se le acercó y le pasó los brazos en torno. Se volvió, alzando el rostro.

Él la besó.

Hasta ese momento jamás había valorado especialmente un beso por sí mismo. Las parejas, los hermanos, se besaban. Ni el beso había sido tampoco una de las armas principales de su arsenal; en realidad había juzgado poco sano este ritual, si bien había cedido a los convencionalismos. Besar a esta chica era definitivamente agradable, y lo estaba alargando hasta la exageración cuando ella le rechazó.

Con gran dolor y consternación comprobó que el rostro de la muchacha adoptaba la máscara impersonal de la formalidad, y que su voz era monótona cuando dijo:

—Como ciudadana que ostenta en la blusa la insignia de la profesional, es mi deber mantener lo más íntimo de mi ser consagrado a los propósitos del Estado. Seré siempre femenina, pero en ningún momento femenil, excepto en presencia del compañero elegido para mí por el Departamento de Genética.

Hizo ahora una pausa mirándole fijamente, no a través de él, y sus ojos bajaron por un segundo.

—No vamos a arriesgarnos a que nos desclasifiquen. Uno de los dos ha de ser fuerte, y el instinto me dice que ése no serás tú.

De pie ante ella, Haldane comprendió que sus planes se habían ido al traste, y no tanto por lo que ella dijera sino por lo que él sentía ahora. Porque todo su ser tendía hacia Helix.

En comparación con las muchachas de Casa de Belle, ella era como una orquesta filarmónica comparada con un banjo; pero una orquesta tenía una sección de cuerda y, en su propia respuesta al sinnúmero de emociones que Helix despertara en él, Haldane sentía más orgullo que vergüenza por haberla asustado. La deseaba con un deseo que no se ocultaba a sí mismo, pero equilibrado por un deseo mayor de guardarla de todo mal. Nunca permitiría que el muchacho juerguista y alegre que fuera él hacía sólo dos meses llevara a cabo sus planes y pusiera en peligro a esta chica.

De modo que también él adoptó la máscara y le contestó:

—Estoy de acuerdo contigo, ciudadana, en que es absurdo que un profesional ponga en peligro el bienestar social por un temblor de su sensualidad… —hizo una pausa ante la frase familiar y oyó su voz, como si no fuera la suya, que seguía recitando su credo—… aunque ese temblor pudiera ser la expresión del sentimiento más elevado del corazón humano y tan libre de los impulsos de la carne como un águila en pleno vuelo— y siguió con el credo—… y el que está dispuesto a sacrificar tanto por tan poco ha empañado su honor y su linaje dinástico, y traicionado al Estado.

De pronto sonrió y una autoridad repentina y brutal sonó en su voz:

—Estoy de acuerdo contigo porque eres una muchacha tan agradable, pero si te inclinaras hacia mí y susurraras: «Vamos, Haldane, desflórame», también estaría de acuerdo contigo y no necesitaría tantas palabras.

Ella soltó una carcajada.

—Ya has oído las dos versiones —continuó él—. La mía y la de ellos. Recuerda mi versión, ¿quieres? Que te den la versión oficial esos peces fríos de Golden Gate cuando sus manos tropiecen como por accidente con tus caderas.

—¡Vamos, tonto, estás celoso!

—¡No estoy celoso! Pero me encorajina pensar que alguno de esos supuestos hombres llega probablemente muy temprano a clase con objeto de verte entrar, y se retrasa en marcharse para observarte cuando sales. Tampoco los profesores se recatan en sus miradas lascivas. Apuesto a que siempre sacarías una A aunque escribieras las respuestas en sánscrito.

Riéndose, Helix señaló con un dedo imperioso el sofá.

—Siéntate. No es la lujuria de los poetas lo que temo, sino virilidad de los matemáticos. —Se sentó en el extremo más lejano del sofá y continuó—: Tenemos que llegar a un acuerdo. Nada de reuniones dominicales. Paso los domingos en Sausalito, con mis padres, y si rompiera esta costumbre despertaría sospechas. Nada de llamadas por teléfono. Sólo por fono, y éstas muy cortas. Debemos limitar nuestros encuentros a una sola hora los sábados, y variar la hora del encuentro, poniéndonos de acuerdo el sábado anterior.

—Eres muy aguda —dijo él.

—Debo serlo. Si alguien con autoridad nos descubriera, e imaginara lo peor, podrían psicoanalizarnos.

—Espero no volver a pasar por eso —dijo Haldane.

—Entonces ¿ya te han psicoanalizado?

—Mi madre se cayó por la ventana cuando estaba regando en el alféizar. Yo era un niño cuando ocurrió. En mi interior eché la culpa a las macetas. Cuando las tiré por la ventana con una escoba, una de ellas fue a caer sobre un peatón. Me analizaron por agresión.

—Debió hacerlo un analista estudiante —dijo ella—. Pero volvamos al presente. ¿Has leído algo de la poesía de Fairweather?

—Deliberadamente no. Todavía no he salido de los bosques del siglo XVIII. Ese amigo tuyo, Moran, me ayudó mucho, llegue al maestro, quiero poder comprender su lenguaje.

—Desde luego sobrestimas la fuerza poética de nuestro héroe —le entregó el volumen pequeño—. Ábrelo al azar y léeme alguna cuarteta.

El abrió el libro y leyó:

Hacía tanto frío que la nieve crujía bajo los pies,

y los remolinos de viento alzaban nubes blancas

desde la superficie nívea, formando nuevos remolinos

que se abalanzaban contra los abetos.

—Su lenguaje no es difícil, ¿verdad? —comentó ella.

—Hace uso de algunas palabras que yo no utilizaría al hablar; claro que yo no lo haría porque mis amigos no me entenderían si lo hiciera.

—¿Qué opinas del tema?

—¿La escena de la nieve…? Me gusta. Siempre he tenido debilidad por esa nieve tan dura que cruje y se quiebra, alzándose contra el viento. Pero no la nieve que se ensucia y embarra si se la pisa.

—Pero no hay simbolismo —protestó ella.

—A algunos les gustan los símbolos, y a otros no. Yo no aguanto los símbolos en las escenas de nieve. Me gusta la nieve pura y sin adulterar.

—Un poema debe significar algo más, aparte de lo obvio —insistió ella—. Ahora, pasa a la página 83.

Buscó esa página y encontró el título familiar: «Reflexiones desde un lugar más elevado. Revisado». Pero sólo había cuatro de las líneas que ella le repitiera de memoria en Punto Sur, y recalcadas por una serie de asteriscos decorativos.

Él nos dice, desde Su lugar,

que el que pierde gana la carrera,

que la cicuta tiene un gusto agradable,

que las líneas paralelas deben encontrarse en el espacio.

—Tú dijiste que te parecía el Sermón de la Montaña —dijo ella cuando Haldane alzó la vista de la página— y el editor así lo creyó también. Por eso escribió «Él» y «Su» con mayúscula, y omitió aquellas líneas de la bendición por el asesinato que no habrían sido adecuadas para Jesús.

»Otra cosa: los asteriscos representan, por lo general, la omisión de algo. El editor quiso darles el aspecto de un adorno, lo que me hace pensar que trataba de encubrir lo hecho. Si a él y le dijera: «Oiga, éste no es un poema» podría decir: «Sí, pero ya lo indiqué con una nota. Vea los asteriscos».

»Y el que tendría que decirlo, el editor de este volumen, es el jefe del Departamento de Literatura. Su firma da autoridad a la obra. Pero ¿por qué habría de editar el jefe del departamento la obra de un poeta ignorado?

—Fairweather fue un héroe del Estado —le recordó Haldane.

—Pero no en poesía. Además, el título de este libro es Obras completas de Fairweather I. Y ese título es completamente falso.

—Estás acusando a una autoridad del Estado de tergiversación.

—Exactamente. Es algo horrible, ¡pero cierto! Coge el otro libro con cuidado y encontrarás en él un poema de Fairweather, que ni siquiera se menciona en las Obras poéticas completas.

»Ese libro es una antología de la poesía del siglo XIX. Dejó de imprimirse hace más de cien años; es un legado familiar, y probablemente el único ejemplar que existe en el mundo. Mira la página 286.

Haldane buscó cuidadosamente la página. Las hojas estaban quebradizas por la edad, pero los viejos tipos de imprenta aún eran hermosamente legibles.

Encontró el poema. Sólo el título lo revelaba ya como puro Fairweather:
Lamento de una Estrella Errante caída a la Tierra
.

Podías seguir nuestro curso por la Vía Láctea

por nuestra estela de luz cegadora,

pero nos llamaron a casa cuando doblábamos la quilla

en torno a la ensenada de la Osa Menor

(dijeron que Las Parcas habían cogido

tela de araña de la galaxia

para tejerla en hilos más finos

en el telar del destino.

Urano había sido nuestra nave dragón

como las Columnas de Hércules,

el brillo de Orión era como una boya rojiza

que llevaba a las Pléyades,

donde Merope llora envuelta en velos

y registra los cielos en vano

por su amor mortal que volvió a ella,

pero que ya no vuelve más.

Sólo se yerra una vez cuando se cabalga en la luz.

Los corazones firmes deben gobernar el timón.

Todos los hombres se entristecen, y algunos enloquecen,

pues el vacío es abrumador.

Pero, ¡Oh Dios!, si yo pudiera, tomaría de nuevo la nave

y me atrevería a cruzar otra vez ese mar;

pues Las Parcas han cogido mis estrellas

para tejerme una mortaja.

Mientras Haldane seguía inclinado sobre la página, su mente captó la primera imagen del poema (era exacto, cierto, y con una certeza total, imaginar una nave láser arrojando tras ella su estela de luz cegadora) y de pronto también él deseó volar entre la amplitud estrellada, gimiendo ante la traición definitiva de Merope, la que amó a un mortal y por eso murió, y lamentando y rechazando la mortaja tejida para la valiente estrella errante que deseaba volver, aunque eso significara la locura del espacio y la muerte. Los gigantes habían caminado por la tierra hacía un siglo.

Pero Helix quería símbolos… Merope, naturalmente, representaba los sueños perdidos del romance, hecho que él no habría reconocido dos meses antes.

—¿Encontraste algún simbolismo?

La urgencia de su pregunta la convertía en una súplica. Helix le miraba confiando en que le asegurara que el Estado era benigno y digno de confianza, como se le había enseñado.

—Merope era una de las siete hermanas que se enamoró de un mortal y fue exiliada del cielo…

—Y las tres Parcas son el destino —interrumpió ella casi con impaciencia—; pero ésas son alusiones míticas, un estilo literario que ya se agotó con aquel insufrible John Milton.

»Estoy preocupada porque esta antología está en microfilm, y los análisis de datos deberían haber reproducido el poema de los archivos cuando se compilaban las obras poéticas de Fairweather. ¿Se te ocurre alguna razón de por qué debía censurarse este poema?

Haldane ignoraba que las Parcas fueran tres. Helix sufría una confusión que obedecía a las formas poéticas. No había nada en el libro que impidiera que Fairweather convirtiera una alusión en un símbolo. Con una comprensión creciente del significado del poema, adivinó claramente lo que Fairweather había hecho.

—Pasas por alto un hecho, Helix —dijo—. Los editores han de publicar las obras. Ningún editor incluiría esas puerilidades de poesía.

Su idea dio en el blanco y ella se relajó.

—Creo que tienes razón, Haldane. Sí, estoy segura. Y las omisiones representadas por los asteriscos tal vez se hicieran por la misma razón. Durante algún tiempo empecé a sospechar de la censura, lo que significaría que había algo podrido en la condición del Estado.

Se sentía visiblemente relajada ahora, de nuevo en pleno dominio de su inteligencia y de sus sentimientos.

—Sugiero que el próximo sábado nos reunamos a las diez. Me gustaría que me ayudaras a pensar en la rima que debo usar en mi poema. Para ir ambientándonos, yo comprobaré la biografía oficial de Fairweather, y me gustaría que tú leyeras en la historia general todo lo de la época de Fairweather.

»Mientras tanto, me temo que vamos a tener que utilizar este rato para la limpieza del apartamento. En las seis semanas que llevas viniendo aquí, por lo visto te has propuesto dejar el polvo para la cosecha del año que viene.

Se puso a rebuscar en el armarito de los útiles de limpieza para coger el trapo del polvo, mientras Haldane se sumía en una profunda meditación.

Ahora sabía quiénes eran Las Parcas, sabía lo que significaba Merope, y sabia con certeza inequívoca que el poema había sido censurado. Los símbolos que Helix no supiera ver se alzaban ante él con todas sus terribles implicaciones: había algo podrido en la condición del Estado.

Cuando se separaron, Haldane no se fue inmediatamente a casa. Se dirigió a la entrada del Puente Golden Gate y caminó sobre el puente eligiendo el lado del océano.

Durante más de una hora estuvo apoyado contra la baranda, viendo como un banco de niebla surgía del océano. Se movía lentamente, un acantilado de neblina finísima bajo el las olas que saltaban hacia él con un ritmo lento, golpeando contra los pontones a sus pies con un suave chass…

A su izquierda, el Presidio se perdía en la niebla, y a su derecha, semioculta, la ladera occidental de Tamalpais; pero era el océano el que le fascinaba sobre todo: liso, aceitoso, siniestro, latiendo bajo el banco de niebla.

En épocas lejanas ese mar había llamado a los hombres; y los hombres habían respondido, pero eso era hacía mucho, muchísimo tiempo. Entonces los monstruos vivían en sus profundidades, y los vientos torturaban su superficie, pero los hombres habían venido, y la raza de hombres que desafiaran al mar había muerto con los terrores del mar. Ahora los únicos que lo surcaban eran los navegantes de los submarinos de carga que se deslizaban muchas brazas más abajo, indiferentes a las tormentas que azotaban la superficie.

Luego había llegado la llamada del espacio, y muchos hombres habían respondido a ella, pero Las Parcas habían cancelado las pruebas, y las estrellas, que debían haber sido el nuevo universo del hombre, se habían convertido en su mortaja.

Él estaba en el mismo centro del destino del hombre, en la mejor de todas las sociedades posibles, en el mejor de todos los planetas posibles; sin embargo, algún átomo en su ser seguía anhelando mundos que conquistar. No estaba satisfecho. Un anhelo inefable despertaba la fiebre en su sangre.

BOOK: La última astronave de la Tierra
9.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deep Dark by Laura Griffin
Goodbye To All That by Arnold, Judith
Little Man, What Now? by Fallada, Hans
Night of the Ninjas by Mary Pope Osborne
Living Dead Girl by Elizabeth Scott
Stonewiser by Dora Machado
The Grunts In Trouble by Philip Ardagh
Overdrive by William F. Buckley, Jr.
Poor Little Rich Slut by Lizbeth Dusseau