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Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

La última astronave de la Tierra (3 page)

BOOK: La última astronave de la Tierra
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Ningún matemático empacaría su mente con los símbolos —definidos por ellos —de que hacían gala en su conversación, y que iban encaminados no a la comunicación, sino a la «expresión». En sus breves encuentros con tales personas jamás en toda la historia de sus relaciones sociales había oído Haldane decir tanto sobre tan poco a tanta gente.

Personalmente los toleraba, siempre que no pretendieran salirse de su lugar. Sus cuerpos endebles, con melenas lisas, parecían arrastrarse más que caminar y, con la extraordinaria excepción de Helix, ni las mujeres tenían caderas ni los varones hombros.

No le gustaba aferrarse a las generalidades sobre los grupos, pero siempre podían hacerse generalidades: los pueblos de color eran generalmente de color; los de las Islas Fiji eran más alegres que los esquimales; y los matemáticos tenían una mente más precisa que los artistas.

Sin embargo, sus sentimientos hacia ellos no eran del todo condenatorios. Porque daban testimonio de la variedad y versatilidad de las formas de vida en el planeta, y en consecuencia eran un tributo a la magnanimidad del Creador.

El padre de Haldane, técnico en estadística, no era tan liberal. En realidad tenía prejuicios. Según él, todos los que no fueran matemáticos eran ciudadanos de segunda clase, y se negaba a permitir la integración. Su actitud divertía a Haldane, matemático teórico, que consideraba a los de estadística poco menos que peones de albañil, pero este técnico en particular era miembro del departamento, y las órdenes por él pronunciadas tenían fuerza de ley. Le preocuparía ver a su hijo asistiendo a conferencias de arte. Y su preocupación serían extremas si sospechaba que su hijo se proponía cometer el delito de mezcla de razas y con una artista.

Más pronto o más tarde Haldane tendría que explicarle la verdadera razón. El viejo era inquisitivo, empecinado y dictatorial. Peor aún: era un jugador de ajedrez inveterado. Haldane había empezado a derrotarle sin esfuerzo desde que cumpliera los dieciséis años, y el trauma psíquico resultante había dejado convencido a su padre de que las derrotas y perdía el noventa y nueve, por ciento de las veces eran pura casualidad.

La presencia de su hijo los fines de semana no impresionaría a Haldane III; sólo despertaría sus sospechas. Por lo general Haldane sólo pasaba en casa un fin de semana al mes, y había meses en que incluso se olvidaba. Su actitud hacia su padre había sido siempre de un afecto indiferente, tanto más afectuoso en realidad cuanto más indiferente parecía.

Por tanto, su encuentro con la muchacha, cuando lograra encontrarla, debía ser casual y fácilmente explicable. Si ella empezaba a sospechar, se largaría como una nave espacial a toda potencia. Después de congraciarse, Haldane necesitaría una habitación a la que llevarla de modo casual y lógico, sin que pareciera que se proponía seducirla. Más tarde el encanto de Haldane sería el vehículo para la conquista.

La suerte le facilitó el lugar de la cita.

Los padres de Malcolm tenían un apartamento en San Francisco. Lo habían dejado hacía cuatro meses para realizar un viaje de un año a Nueva Zelanda, con el propósito de adoctrinar a los sacerdotes maorís en cibernética teológica con vistas a los comunicados papales. Haldane sabía lo del apartamento, ya que Malcolm iba allí de vez en cuando a repasarlo y quitar el polvo a los muebles. Jamás habría pensado en hacerle confidencias a su compañero de cuarto y pedirle la llave. Fundamentalmente no confiaba en Malcolm. Este no fumaba, bebía muy poco y asistía a la iglesia con regularidad.

El jueves, Malcolm entró en el cuarto agitando un papel.

—Haldane, gracias a tus estúpidos consejos he fracasado.

Haldane, que estaba tumbado en la cama, reconoció la gráfica sobre los periquitos de pico azul, y vio que la nota era una B.

Se sintió molesto.

—¿Por qué te han dado menos de A?

—El profesor lo analizó y me castigó por falta de exactitud.

—No debería utilizar criterios subjetivos para un test objetivo.

—Él se figuró que era subjetivo, puesto que yo era el águila, así que no lo hizo pasar por la máquina de calificar… Cuando me comí el periquito, algunas plumas cayeron en mi plato.

Merced al talento de Haldane, espoleado por su larga meditación, la inspiración le vino como un rayo.

—Mira, Malcolm, si Fairweather I pudo reducir las leyes morales a sus equivalentes matemáticos, y almacenarlos en un banco de memoria para crear al papa, ¿por qué no había yo de poder separar los componentes de una frase, dar a cada unidad un peso matemático y diseñar una máquina para examinar y calificar los ensayos escritos?

Malcolm lo pensó por un momento:

—Creo que para ti sería una tarea muy fácil a no ser por dos razones: no eres técnico en gramática, y no eres Fairweather.

—Sí, y no sé nada de literatura; pero leo de prisa.

—Lo que propones está más allá del límite de lo que puede descubrirse. Si recuerdo bien, aunque no tengo una memoria fotográfica, Fairweather I obtuvo 312 grados distintos del significado de una sola palabra, crimen, que iba desde el crimen por provecho hasta la eutanasia para los proletarios indeseables llevada a cabo por el Estado, tendrías que analizar todas las figuras de dicción del lenguaje.

—El no analizó todas las gradaciones —objetó Haldane—. Partió de los dos extremos y trabajo hacia el centro.

—No lo sabía.

—Escucha, ¡esta idea podría ser una contribución! —se puso en pie y empezó a pasear por la habitación, en parte para lograr un efecto dramático, y en parte arrastrado por un entusiasmo genuino—. Ya me parece ver ahora la primera página de la publicación, con su título. Ahí está en grandes letras Bodoni, de 14 puntos: EVALUACION MATEMÁTICA DE LOS FACTORES ESTETICOS DE LA LITERATURA, por Haldane IV… No, utilizaré tipos Garamond.

Dio la vuelta y se golpeó la palma de la mano con el puño.

—Piensa en lo que significaría esto. Los profesores de literatura ya no tendrían que calificar los ensayos, sólo meterlos por la ranura de siempre.

Malcolm, sentado en el borde del lecho, miró a su compañero con auténtica preocupación.

—Haldane, hay algo en ti que me asusta. Un pensamiento vago cruza por tu mente y, ¡pum!, ya es una obsesión. ¡Por los transistores infalibles del papa, te juro que estás tocado de locura! Creo que serías capaz de exhumar los huesos de Shakespeare, cubrirlos de nuevo de carne y obligarlos a bailar al son que quisieras.

Haldane quedó impresionado al oír aquel nombre.

—También tú pareces conocer algo de literatura.

—Claro que sí. Mi madre era la séptima hija de la séptima hija de un trovador alemán medieval. Yo quería ser un trovador vagabundo, pero mi padre era matemático.

—Si he de trabajar en esa idea —dijo Haldane como si estuviera pensando en voz alta— tendré que pasar los fines de semana en San Francisco, en las conferencias de literatura. Mi padre será un problema, con su afición al ajedrez. Si tuviera un lugar en el que poder estar a solas unas horas…

—Podrías utilizar el apartamento de mis padres, si le quitas el polvo.

—¿Quitarle el polvo? ¡Lo fregaré!

—Se friega solo. Pero lo que mis progenitores desean proteger sobre todo son los objets dart de la sala.

Se dirigió a su mesa, sacó una llave y se la entregó a Haldane, que la aceptó con fingida indiferencia.

Haldane III estaba satisfecho, aun a pesar suyo, de que su hijo hubiera decidido venir a casa los fines de semana. Al principio no hizo preguntas, y tampoco Haldane le ofreció voluntariamente información alguna. Más pronto o más tarde vendrían las preguntas, de eso estaba seguro, y sus actos parecerían más auténticos si era su padre el que tenía que sonsacarle la información.

Visitó el piso de los padres de Malcolm, un apartamento de cuatro habitaciones en el octavo piso, con una hermosa vista a la bahía, y se aprendió de memoria la situación de todos los elementos móviles de la sala utilizando un sistema nemotécnico. Si el tigre de brocado del tapiz sobre el respaldo del diván se corriera un metro, vendría a tropezar con el corzo estilizado que era el pie de madera tallada de la lámpara.

No se preocupó por los muebles pesados. Un policía que viniera a poner un micrófono en la habitación no se tomarla la molestia de moverlos.

Juzgó el apartamento recargado, pero la vista de la bahía desde el amplio ventanal de la fachada compensaba su falta de gusto. Tras haber terminado la comprobación permaneció contemplando ociosamente Alcatraz y las colinas, más allá, hasta que le vinieron a la mente unos versos que ella citara: «¿Qué loca búsqueda? ¿Qué caramillos y panderetas?»

Una pregunta muy buena. ¿Qué loca búsqueda le había traído hasta aquí? ¿Qué místicos caramillos y panderetas había escuchado para sentirse reducido de tal modo? No era normal que un chico de veinte años, y hombre de mundo, hiciera planes tan complicados para experimentar algo que sólo podía ser una variación sin importancia, todo lo más, de un tema antiguo y familiar.

Entonces volvió a su memoria la imagen de la chica y vio de nuevo la sombra de la tristeza tras la risa en sus ojos, y oyó su voz que tejiera en torno a él un encantamiento que le había encadenado, con su visión de otros mundos y otras épocas. El recuerdo de Helix volvió a iniciar en su sangre la extraña reacción química que tanto le confundiera, y comprendió cuál era la música que le llamaba… El había oído, y lo seguiría, el sonido irresistible de la flauta de Pan que bailaba con saltos ligeros sobre sus pezuñas.

Dos salidas en su primer fin de semana: una conferencia sobre arte moderno en el centro cívico, y la representación de Edipo rey a cargo de los estudiantes en el campus de Golden Gate, sólo dieron como resultado tres A-7 típicas. No se sintió desilusionado. De momento andaba olfateando en torno a fin de coger el rastro y no esperaba vencer tan pronto la ley de los promedios.

De regreso a su facultad aprovechó todos los minutos del horario para sentarse en la biblioteca a leer la poesía y la prosa del siglo XVIII. Leía rápidamente, con concentración total. Los conceptos eran fecundos en su mente como larvas en un pantano, y uno de los conceptos que bordeaban tal ciénaga era el temor de haber emprendido la tarea de demoler el monte Everest con una simple azada.

John Keats murió a los 26 años, y ése fue el suceso más feliz en toda la vida de Haldane IV. Si el poeta hubiera vivido cinco años más, sus obras, y las obras escritas sobre sus obras, habrían significado dos bibliotecas más que Haldane habría tenido que examinar.

Para aumentar su confusión, se sentía incapaz de distinguir entre las obras importantes de los poetas sin importancia y las obras sin importancia de los poetas importantes. Como resultado se convirtió en el único estudiante del mundo que podía repetir de memoria largos pasajes de El anillo y el libro, de Robert Browning. Sin saberlo, era también autoridad única en el mundo sobre las obras de Winthrop Mackworth Prad. Y dominaba a Felicia Dorothea Hemans.

Largas horas de aburrimiento se alternaban con instantes en los que se mesaba el cabello en su intento de captar significados ocultos tras aquellas cortinas de frases ininteligibles.

En San Francisco se sentía igualmente frustrado. Pasaban las semanas sin que hallase rastro de la muchacha. Su padre, que eventualmente llegaría algún día a averiguar la verdadera historia, respetaba tan poco las actividades de su hijo que le molestaba que vinieran a interferir con sus partidas de ajedrez.

Al cabo de seis semanas Haldane ya no necesitaba la visión de aquella belleza de otro mundo para sentirse espoleado. Ahora le intrigaba la capacidad de aquella muchacha para vencer las leyes de los promedios. Estaba haciendo juegos de manos con las estadísticas.

En el campus se dedicaba con ansia a devorar el núcleo de la literatura inglesa con una monotonía que le impedía acudir al gimnasio, atender a las relaciones sociales con los estudiantes, o mezclarse en las juergas en Casa de Belle. Volumen tras volumen iban cayendo a sus espaldas como las perfollas de las mazorcas tras el campeón de los deshojadores de maíz. Los bibliotecarios llegaron a tenerle tal respeto que le daban el cubículo particular de un profesor, ahora de permiso sabático, para que el rumor del paso de las hojas de los libros de los demás estudiantes no distrajera su fantástica concentración.

Finalmente, empapado de Shelley, Keats, Byron, Wordsworth y Coleridge, y con Felicia Dorothea Hemans saliéndose por los poros, llegó en sus estudios al 31 de diciembre de 1799 como el corredor de larga distancia que hace el sprint final hacia la meta. Era a media tarde de un viernes cuando cerró el último libro y salió vacilante de la biblioteca al pálido sol de noviembre.

Se sintió algo sorprendido de que fuera ya noviembre. Octubre era su mes favorito. Y en algún punto, entre Byron y Coleridge, se había perdido octubre.

Agotado hasta los huesos se fue a casa; el cuerpo le exigía descanso, pero el cerebro había programado un concierto de estudiantes en Golden Gate y el cuerpo tuvo que ceder. Después de examinar con la vista a 562 estudiantes de tipo A no encontró a Helix, pero se quedó para el concierto porque su conocimiento de la música era bastante limitado. Descubrió que se dormía con mayor facilidad oyendo a Bach que a Mozart.

El sábado por la tarde derrotó rápidamente a su padre en tres partidas seguidas de ajedrez. Durante la cuarta, en la que el viejo insistiera en tono quejumbroso, y que Haldane tuvo que ganar a toda prisa con objeto de llegar a un recital de música de cámara que formaba parte de sus planes, Haldane III alzó la vista hacia su hijo y preguntó:

—¿Qué tal van tus estudios en la escuela?

—Sigo estando en el diez por ciento superior.

—Pues no trabajas para ello.

—No tengo por qué. He heredado una mente espléndida.

—Será mejor que empieces a pensar en aplicarla. Las matemáticas son un terreno muy amplio y, a fin de cubrirlo, hay que trabajar deprisa.

Haldane sintió que se le venía encima un sermón y ahora no tenia el ánimo para consejos paternos, especialmente en su estado de fatiga mental. Logró alejar la amenaza de esa conferencia iniciando una discusión.

—Yo no creo que el terreno sea tan amplio.

—¡Dios mío, qué arrogancia!

—No, papá. Fairweather llevó a cabo el avance sensacional y definitivo de la ciencia cuando se saltó la desviación del tiempo; los matemáticos ya no han hecho más que sacar brillo a los pedazos. Yo profetizo que el siguiente avance sensacional en el progreso humano se deberá a los psicólogos.

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