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Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

La última astronave de la Tierra (2 page)

BOOK: La última astronave de la Tierra
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Ahora fue él quien se sintió asombrado.

—¿Quiénes son los muertos vivientes?

—¡Oh!, ya sabes, los exilados a Infierno, los cadáveres oficiales.

La respuesta de la muchacha le devolvió a la tierra.

—¿Qué tienen que ver ellos con esto?

—El viejo, que era un familiar mío, solía conocer a uno de esos Hermanos Grises que llevan a los exiliados a las naves de infierno. Esto era allá en los tiempos en que subían a pie a bordo, y ese monje le contó que un día tuvo muchos problemas porque, subiendo por la plancha, una condenada se puso histérica… (¿y quién no…?) y empezó a revolverse y a chillar.

»Los monjes eran casi impotentes para dominarla cuando un hombre, delante de ella en la fila, le gritó: «El que pierde gana la carrera, y las líneas paralelas llegan a encontrarse en el espacio».

»Cuando el hombre le dijo eso, ella se tranquilizó y subió a bordo como si se embarcara en una nave del sistema solar para hacer un viaje a otro planeta… Ahora comprendo que él le dio una especie de consuelo espiritual abreviado.

»Sin embargo yo prefiero a Shelley. ¿Has leído su Oda al viento del sur?

Haldane la escuchaba, pero parte de su mente seguía recordando el hobby subversivo de Fairweather. Cada hombre es libre de distraerse como quiera, pero resultaba irónico que el poema que animara a los exiliados hubiera sido escrito por el mismo hombre que inventara el sistema de propulsión que los lanzaba al planeta helado llamado Infierno, descubierto por las investigaciones de Fairweather y al que Fairweather pusiera el nombre, sin duda por su afición a las paradojas.

Helix era estudiante de primer año en la Universidad Golden Gate, y planeaba dedicarse después a la enseñanza en su categoría. Estaba ansiosa por hablar de su especialidad, y el muchacho se contagió de su interés. Lovelace y Herrick, Suckling y Donne, Keats, Shelley… aquellos nombres arcaicos surgían de sus labios con la misma facilidad que si se tratara de amigos suyos, y los citaba ya con burla, ya con nostalgia. Su voz, que resonaba por encima del estruendo de las olas, despertaba en él la sensación de un dorado comienzo, y se sentía conmovido por la impresión de los hechos históricos.

Finalmente, cuando ya el sol poniente alargaba las sombras de las montañas occidentales, ambos comprendieron que debían irse.

Ella caminó ante él por la terraza y, viéndola caminar, Haldane exclamó:

—¿Cuál era ése sobre la raza imperial?

Ah, lo que vale a la raza imperial.

Esas formas divinas,

y toda virtud, y toda gracia…

Rose Harmon, todas fueron tuyas.

»¡Ésa eres tú, Helix —exclamó con entusiasmo—, tal como te veo desde aquí!

—¡Calla, majadero! Alguien podría oírte.

El la acompañó a su coche y le cerró la portezuela.

—Haldane, tienes la galantería de Sir Lancelot.

—No me has hablado de él. ¿Serías lo bastante valiente como para reunirte conmigo una noche en San Francisco, por ejemplo, mañana por la noche, y hablarme de ese Sir Lancelot en un marco apropiado, digamos la sala superior del Sir Francis Drake?

—¿Cómo sabes que no soy una mujer policía?

—Y ¿cómo sabes tú que no soy yo el policía?

—Sólo pensaba en tu seguridad —sonrió ella—, porque yo puedo cuidarme de los policías.

Y, con un gesto de la mano, desapareció.

Haldane volvió lentamente a su coche pensando que algo funcionaba mal con la química de su cuerpo. Se había sentado a charlar un ratito con una chica que ya había desaparecido para siempre en el inmenso anonimato de San Francisco; sin embargo había sido feliz en su presencia y ahora se sentía triste.

Fue en el coche hasta la autopista y puso el piloto automático en la banda del Berkeley, disfrutando de la velocidad repentina que le dijo que el camino estaba libre muchos kilómetros por delante. Echándose atrás en el asiento, y avanzando entre las montañas grises y el mar azul, se permitió unos breves momentos de introspección.

En algún punto, en la matriz de la humanidad, al este, donde incluso en los riscos de las Rocosas se alzaban las moradas de los seres humanos, había una muchacha de dieciocho años que un día elegirían para él los técnicos en genética. Sin duda tendría el pelo horrible y la mandíbula cuadrada, como la mayoría de las estudiantes de matemáticas. Tal vez fuera ingeniosa y amable, y digna de toda devoción, pero a partir de ese momento contaría con una grave desventaja: no sería Helix, Golden Gate.

Mientras el coche se metía en una avenida de árboles y las sombras alargadas de los pinos gigantescos parecían un encaje delicado sobre el camino ante él, Haldane experimentó el sabor agridulce de la despedida. Tenía veinte años, era la hora del crepúsculo y había dicho «adiós» para siempre a una muchacha que viniera a él como una Deirdre a un irlandés de antaño, con tal belleza y tal gracia que las flores se habían inclinado a su paso cuando caminaba ante ellas. Luego le había dejado, y los vientos de septiembre que azotaban ahora su coche a toda velocidad cantaban baladas de otras épocas, cuando los hombres habían caminado sobre la tierra como reyes, épocas de hacía más de trescientos años de este año de Nuestro Señor… El parpadeo de la lucecita roja le sacó de su ensueño.

Siempre estaban trabajando en estas bandas magnéticas, quitándolas y volviéndolas a poner. Bien, se consoló al tomar el volante para conducir personalmente por algún tiempo, no le vendría mal un poco de ejercicio.

Cuando Haldane entró en la habitación que compartía con Malcolm VI, su compañero de cuarto estaba trabajando en su mesa con una hilera de cifras que se proyectaban en una curva de probabilidades sobre la aparición de periquitos de pico azul en un número dado de generaciones, y a partir de un número dado de progenitores.

—Hola, Malcolm, ¿sabes una cosa?

—¿Qué?

—Conocí a una dama en Punto Sur, muy hermosa, como un hada. Su paso era largo, sus ojos brillantes y sus palabras absurdas. Una poetisa. ¿Has conocido a alguna de esa categoría?

—Hay un puñado de ellas ahí, en Golden Gate. Una vez tropecé con ellas cuando andaba algo borracho por la Costa Barbary. Escuchar su charla es como beber rayos de luna. ¡Por la santa computadora, que parecen las Parcas, o frailes, cualquier cosa!

—Pues ésta era una de vive la diferencia.

Haldane se lanzó a su litera, se tumbó sobre el estómago y apoyó el rostro en las manos cruzadas.

—Sí, hermano, su especialidad es la poesía primitiva y te aseguro que tiene mucha información que no estaba en el libro de historia que yo leí.

»Cuando cita la poesía amorosa casi puedes oír a los antiguos dulcémeles derritiendo de placer cúpulas de hielo, y a damiselas gimiendo por sus demoníacos amantes.

—Me suena como si estuviera haciendo investigaciones para la Casa de Belle.

—En su caso es pura afición a las antigüedades, y por tanto es legal. Dime, ¿sabías tú que Fairweather, nuestro gran hombre, escribió un poema?

—¿Bromeas?

—No bromeo.

—¡Por los tubos recalentados del papa! Haldane, creo que estás chiflado. Será mejor que hagas una visita rápida a Casa de Belle y te purgues de pensamientos subversivos. Además, necesito ayuda.

—¿Todavía sigues con esa gráfica de los cromosomas?

—Sí.

Haldane se levantó, se acercó a él y examinó las ecuaciones que Malcolm escribiera junto a la gráfica, y también ésta misma. Varias líneas de símbolos divergían desde la base y, a intervalos en esas líneas, una X azul indicaba la aparición de periquitos de pico azul. Algunos símbolos estaban rodeados por un círculo, y allí se detenía la línea.

En Denver, Washington, Atlanta, los técnicos en genética trabajaban con gráficos semejantes pero con un propósito muy distinto del inherente al ejercicio de Malcolm. En una ocasión Haldane había seguido un curso voluntario en genética, y había visto las gráficas humanas de las dinastías de los profesionales. De vez en cuando se veían áreas en blanco porque no había habido nacimientos y, con poca frecuencia, las áreas en blanco seguían a una X en rojo con la anotación E.O.E., es decir Esterilizado por Orden del Estado.

Al mirar ahora la gráfica de Malcolm, Haldane no pensaba en esas cosas, aunque sí formaban parte de sus recuerdos. Y expresó en voz alta lo que pensaba:

—¡Y tú te ríes de los poetas que hablan de la luz de la luna! Te han dado un problema con la respuesta incluida en la proposición. No lo calcules paso a paso. Resuélvelo por la a X azul y deja que el resto siga… de este modo…

—Pero se supone que debo eliminar los casos fortuitos de al menos uno de cada veinte. ¿Qué sucede si la Y se come a este periquito de aquí?

—Depende de tu elección. Tú eres el águila. Pero, recuerda, un espacio en blanco significa un mantoncito de plumas que ya no volarán más bajo la luz dorada del sol.

Malcolm alzó la vista y miró a su compañero de cuarto.

—Será mejor que bajes a la tierra, muchacho. Una tarde con esa poetisa y tu subconsciente está ya pensando en amoríos extraños a tu categoría, lo que significa mezcla de razas. Implícitamente ya has discutido la política del Estado, lo que es desviacionismo; y te has burlado de tu propia profesión, lo que refleja tu esprit de corps.

—En vez de darme consejos —sugirió Haldane— ¿por qué no dedicas tu talento a calcular las probabilidades estadísticas de que dos personas se encuentren dos veces por accidente en una ciudad de ocho millones de personas?

—Llévale tu problema al Papa.

—¡Vaya mundo maravilloso en el que vives, Malcolm! Para ti, cualquier problema puede ser resuelto por el papa o por una prostituta.

Malcolm alzó el segundo dedo de la diestra con la palma hacia arriba.

Haldane se dirigió al balcón y miró hacia el otro lado de la bahía donde las luces de San Francisco se hacían más y más brillantes al avanzar el crepúsculo. Mentalmente trató de imaginar el campus de la Universidad Golden Gate.

Ella estaría ahora sentada ante la mesa de su dormitorio, inclinada sobre un libro que apoyaba en el brazo izquierdo, y la luz de la lámpara de la mesa brillaría en sus brazos. Se habría dado una ducha y olería a jabón, a limpio, el cabello refulgente de reflejos dorados.

Se le ocurrió de pronto que estaba viendo cosas en su imaginación. Sin duda era así como pensaban los poetas, ya que, por un instante, algo había intervenido en sus pensamientos aparte del cerebro. Había llegado a oler la fragancia de su pelo, y a sentir de nuevo aquella peculiar impresión de placer que experimentara en compañía de la muchacha.

Helix se alegraría de saber que Haldane era capaz de pensar como un poeta; pero ella jamás lo sabría.

Si quisiera podría sacar su teléfono de bolsillo, marcar el número genético de Helix y enviarle directamente su voz y su imagen. Incluso tenía una excusa para llamarle: comprobar la referencia decimal de Dewey sobre el volumen de Sir Lancelot.

Ella le daría su respuesta en tonos precisos y mesurados, la referencia y cierto número de títulos. Y eso sería el fin de Haldane IV con toda seguridad.

Pues Helix sabría sin la menor duda que la pregunta no era más que un camuflaje de sus anhelos primitivos, ya que aquella muchacha estudiaba el atavismo como un prerrequisito para la escritura de poesías.

Una conversación casual con un muchacho en una tarde de sol no suponía nada, aparte de una distracción sin importancia, pero una segunda conversación, y buscada a propósito, indicaría peligro. Su próximo encuentro habría de surgir de circunstancias tan naturales que ella no advirtiera el riesgo ni alertara sus defensas.

Haldane no hubiera sido capaz de decir en qué punto se resolvieron sus pensamientos en una decisión; pero supo que la había tomado a pesar del peligro. La recompensa bien valía la pena.

Al otro lado de la bahía una muchacha tan linda como un hada estaba investigando libros de antiguos romances. Él disimularía su romanticismo del siglo XVIII bajo la máscara del realismo social del siglo XX y trataría de encontrarla de nuevo. Tal vez tuviera que aprenderse de memoria algunas poesías para crear el ambiente propicio, pero, con su memoria, eso no sería problema. Poco sabía ella que pronto, muy pronto, iba a aparecer el romance en su vida, que los hilos finísimos que tejían el tapiz multicolor de sus sueños cobrarían una realidad sólida gracias a la varita mágica de Haldane IV.

En Berkeley, cuatro años antes, un estudiante profesional de matemáticas había determinado la ruina de una técnica en economía. Ambos habían sido E.O.E., y degradados, y el matemático había acabado convertido en un famoso zaguero de los Cuarenta y Nueve. Según el argot del campus nunca se diría de Haldane IV que andaba aspirando a «formar parte de los Cuarenta y Nueve». Pero había un riesgo, y allí, de pie en el balcón, lo aceptó sin vacilar.

Como si alguien susurrara en su memoria creyó escuchar unos versos que ella le citara, y ahora los repitió, aunque ligeramente alterados, contemplando la noche ya oscura:

La Iglesia y el Estado pueden irse al diablo y yo me iré a mi Helix.

2

Durante la semana siguiente, y en sus clases, Haldane hizo los cálculos que podían llevarle a un segundo encuentro con la muchacha sobre una gráfica y utilizando sólo variables, maldiciendo la especialidad de los estudios de poesía que llevaban a sus estudiantes a conferencias de arte, conciertos, recitales y museos, y a los cafés y bares inferiores de San Francisco. Dónde buscar era el problema más fácil de los tres que tenía, pero al registrar toda aquella área se convenció de que la gente se tomaba lo del arte demasiado en serio.

Ya que la Universidad Golden Gate estaba allí, su base de operaciones tendría que estar en San Francisco. Lo cual significaba que tendría que organizarse partiendo de su piso ancestral, porque no podía permitirse el lujo de alquilar una habitación para los fines de semana sin pedirle ayuda a su padre. Y su padre ya presentaba bastantes problemas: el viejo era miembro del Departamento de Matemáticas; como tal era oficial del Estado; y su suspicacia natural exigiría una destreza verbal por parte de Haldane casi igual a su talento matemático.

Habría de buscar una razón de peso para explicar su asociación con los estudiantes de arte a sus padres y a sus amigos.

Los oficiales de ciencias consideraban a las gentes del arte como una sociedad inferior. Los escritores llevaban boina, los pintores llevaban las chaquetas un par de centímetros más largo de lo normal, y los músicos apenas movían los labios al hablar. Todos utilizaban al fumar unas boquillas exageradamente alargadas y lanzaban la ceniza con un floreo. A pesar de la aceptación pública de su producto se veían socialmente relegados a unos cuantos bares y cafés baratos en torno a San Francisco, al sur de California, y a Francia.

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