El enemigo se acercaba.
El dragón pasó con gran estruendo a través del cielo de la Umbra, negro como la pez. Los caminos y los reinos destrozados que estaban debajo estaban sumidos en una completa oscuridad; la Luna ocultaba su luz plateada. El dragón se posó en el suelo con un ruido sordo y cogió con las garras el barro efímero de la Penumbra, el reflejo espiritual del mundo material. Abrió la boca y dio una dentellada al aire, arrancando un puñado de los hilos invisibles que componían el tejido de la Celosía.
Asomó el hocico por el agujero y succionó, arrastrando la Celosía hacia sus fauces. Como una hoja de papel hecha una pelota, la Celosía se despegó y resbaló por el estómago interminable del dragón.
Un terrible sonido desgarrador retumbó por la Penumbra y por el mundo material cuando la pared existente entre ambas realidades se derrumbó. El suelo empezó a agitarse cuando los dos mundos convergieron; sustancia y espíritu colisionaron como placas tectónicas.
Los espíritus se materializaron por todo el planeta; sus efimerias se transformaron en carne y sangre, sus formas sutiles se convirtieron en una sustancia densa a causa de la inmensa gravedad del mundo físico. Los reinos de las Tierras Vírgenes Espirituales se manifestaron en los bosques, los campos, los ríos y las ciudades. Unos antiguos robles espirituales salieron del asfalto y crecieron hasta superar a los rascacielos. Los ríos se recondujeron cuando sus espíritus sensibles ganaron empuje. Las ciudades, desprovistas de las Arañas del Patrón, sus protectoras espirituales, se derrumbaron. La gente se desmandó por las calles, perseguida por bestias mitológicas que se habían hecho reales.
Las fuerzas de la Naturaleza se desbocaron, liberadas de las restricciones de las redes de la Tejedora y de la pared de la Celosía. Empezaron a librar antiguas venganzas contra los humanos, cazándolos y matándolos. Reinaba el caos.
Luego el dragón terminó su comida, dio un paso adelante y clavó los pies en el suelo. Se deslizó hacia delante y entró completamente en el mundo material, en la enorme llanura fuera del valle donde resistía el rey Albrecht. La tundra tembló. La nieve explotó y se convirtió en vapor.
Arrastrada hasta allí por una necesidad que ni siquiera la criatura misma entendía, levantó la cabeza y vomitó una bola de inmundicias negras y aceitosas. La cosa se desenmarañó mientras rodaba y esparció pesadillas y monstruos. Las criaturas se levantaron, goteando la baba del Wyrm, en busca de presas.
El último ser en levantarse de la porquería lanzó un exultante grito de victoria. Su enorme forma de batalla era más grande y más ancha que antes y tenía el pelaje enmarañado por los jugos gástricos del Wyrm. Levantó la mano, desenroscó un látigo con espinas y lo restalló con un chasquido terrible que separó el aire como un trueno.
Los secuaces de Zhyzhak, el ejército de Malfeas, se giraron para mirarla, esperando órdenes.
Zhyzhak se paseó al lado de los Incarna Maeljin, seres horriblemente deformados cuyos ojos la miraban, teñidos de odio y miedo. Una vez habían gobernado Malfeas; ahora estaban postrados a sus pies.
Caminó a su lado, mientras miraba fijamente el bosque que tenía delante y gruñó.
—¿Qué está pasando? —gritó—. ¿Por qué nos detenemos aquí? ¿Dónde está Albrecht?
Un Maeljin que gimoteaba y gemía, agachado al lado de su pierna, habló.
—El Wyrm no puede penetrar en la Celosía que rodea el valle.
Zhyzhak lo golpeó con la mano y lo mandó dando volteretas hasta las piedras estalladas, que ahora carecían de nieve.
—DuBois, ¡bastardo! ¡A mí no me mientas!
Otra Maeljin se acercó, aunque se mantuvo fuera del alcance de los brazos de Zhyzhak.
—Por una vez, DuBois dice la verdad, Zhyzhak.
Ella entornó los ojos.
—¡Aliara! ¡Como esto sea una trampa…!
Un nuevo Maeljin, el bajito y gordinflón Doge Klypse, dio un paso adelante.
—¡No es ninguna trampa! El Wyrm se ha detenido en seco.
Zhyzhak miró a Klypse. Luego miró fijamente al dragón, que estaba sentado inmóvil, con los ojos cerrados. Podía sentir una energía hirviente y frenética en su interior, pero se sentía atrapado, confinado por alguna fuerza desconocida.
Zhyzhak gritó y restalló su látigo. La cola con espinas cortó al instante las cabezas de tres pesadillas. Zhyzhak sonrió cuando vio el aspecto cómico de sus caras mientras morían. Se dio media vuelta y miró al valle, gruñendo.
—¡Albrecht! ¡Esto no me detendrá!
Avanzó, mientras chasqueaba el látigo en el aire.
—¡Vamos! ¡Cargaremos nosotros solos!
Un Maeljin alto y delgado se negó a moverse. Le dio un grito a Zhyzhak.
—¡No podemos entrar! La Celosía se ha desgarrado en todas partes menos aquí, por eso es por lo que el Wyrm no puede avanzar. No tenemos poder para atravesarla. Solo aquellos espíritus y criaturas que ya poseen cuerpos materiales pueden pasar.
Zhyzhak gritó y giró sobre sus talones, dirigiéndose como una bala hacia el Maeljin. Aterrizó en su pecho y le derribó sobre el suelo duro. Su mandíbula se quedó a escasos centímetros de la nariz del hombre.
—¡Thurifuge! ¡Bastardo! ¡Harás lo que yo te diga!
Thurifuge, con los ojos entornados, no pareció inmutarse por la proximidad del hocico de Zhyzhak.
—No tengo otra alternativa, gracias a tu usurpación. Por ahora eres la favorita del maestro, Zhyzhak. Pero ni siquiera tú puedes deshacer el poder de este valle desde fuera.
Zhyzhak gruñó y echó hacia atrás las zarpas.
—¡Nosotros deshicimos la red de la Tejedora! ¡No debería quedar ninguna Celosía!
Doge Klypse volvió a dar un paso adelante.
—¡Evidentemente, hay algo que está reforzando esta pared! Tal vez sea… —se estremeció de asco— la mismísima Madre Tierra.
Zhyzhak se quedó inmóvil, pensando. Miró hacia el valle. Luego su gruñido se convirtió lentamente en una sonrisa torcida. Ladró una serie de carcajadas terribles y se apartó de Lord Thurifuge.
—¡Entonces lo destrozaré desde dentro! ¡Una vez que haya caído, entráis vosotros!
Gritó a las criaturas que estaban congregadas allí y marchó adelante, hacia el valle. Muchas pesadillas, monstruos y Danzantes de la Espiral Negra la siguieron, pero fueron más los que se quedaron detrás, viéndola marchar. Se volvieron para mirar a los Maeljin.
Los antiguos Señores de Malfeas se reunieron y vieron como se abría paso Zhyzhak hacia el bosque.
—Casi deseo que fracase —dijo Thurifuge, burlándose de la figura de Zhyzhak, que se alejaba rápidamente.
—Entonces eres idiota —espetó Aliara—. La victoria está casi en nuestras manos, pero depende de ella.
—No creo en tu teoría —dijo DuBois, mientras seguía frotándose la mandíbula magullada—. Si ella fracasa, nosotros gobernaremos de nuevo.
Aliara miró a sus compañeros conspiradores.
—Vuestro deseo ferviente os ciega.
Volvió a mirar a Zhyzhak y a su ejército. Incluso reducido en tamaño, todavía estaba formado por casi quinientas criaturas. No sabía cuántos Garou estarían apiñados en aquel valle singular, pero dudaba de que tuvieran tantos defensores. Sonrió. El objeto de su propio deseo estaría pronto al alcance de la mano: el inmundo ano del Wyrm cagaría el universo entero convertido en excrementos podridos.
—¡Mantened las posiciones, maldita sea! —gritó Albrecht. Apuntó con su klaive a los arqueros Garou que intentaban bajar por las paredes del valle, abandonando sus puestos. Se quedaron helados de miedo al oír sus aullidos, temerosos de seguir bajando pero también de volver.
—¡No me importa lo que estéis viendo! —dijo Albrecht; envainó el klaive y agarró un asidero en la cara del precipicio. Se impulsó hacia arriba, buscó más asideros y escaló la pared escarpada. Los desertores volvieron a subir por la pared a medida que él trepaba más y más.
Albrecht apretó los dientes y siguió impulsándose. No era una escalada fácil, aunque era mejor desde dentro del valle que desde fuera, donde la pared era incluso más empinada y más escarpada. Finalmente llegó al borde y se arrastró hacia arriba. Los arqueros Garou, los que no habían intentado abandonar sus puestos, lo cogieron por los brazos y lo ayudaron a levantarse.
Se quedó en el camino pedregoso que recorría el borde superior y miró hacia la tundra, a la escena que había propagado el miedo entre las posiciones. Sintió que su estómago daba un vuelco.
Una serpiente enorme estaba sentada en la llanura, enroscada sobre sí misma como una montaña. Solo mirarla retorcía las tripas y mandaba una señal instintiva al cerebro, gritándole que huyera. Gruñó para ocultar el estremecimiento y convirtió el creciente frenesí en resolución. Aurak tenía razón; ahora era más fácil que antes controlar la rabia. Todavía tenía que luchar contra una aterrada necesidad de huir, pero no sentía la misma furia incontrolable que solía utilizar para contrarrestar el miedo.
Unas figuras diminutas se acercaban en masa, una horda de criaturas que corrían hacia el valle, sin dejar de mirar. A la cabeza iba una Garou enorme. Zhyzhak.
Apartó la vista del dragón y miró a los arqueros a los ojos. Ellos le devolvieron la mirada, buscando alguna señal de confianza, alguna excusa para no arrojar sus armas y huir.
Albrecht gruñó, dio un paso adelante y colocó la mano sobre el arco de uno de los arqueros; luego lo levantó y lo apuntó hacia el ejército que se acercaba. Habló en un tono inflexible.
—¿Ves a aquellos bastardos de ahí fuera? Dispárales.
El arquero parpadeó y asintió, mientras se deshacía de su miedo irracional. Gruñó y apuntó con su arco a Zhyzhak. Lo levantó un poco más para ajustarlo bien a la distancia adecuada y soltó la cuerda. La flecha voló por el cielo, arqueándose en lo alto y volvió a descender, dirigiéndose como un rayo hacia los Garou que estaban a lo lejos. Se clavó en el suelo con un ruido sordo, a escasos centímetros de los pies de Zhyzhak y provocó que esta tuviera que cambiar de dirección.
Zhyzhak levantó la mirada hacia el risco y aulló, mientras restallaba su látigo violentamente, antes de reanudar su carrera.
—¿Ves? —dijo Albrecht—. Es así de fácil. La próxima vez, dale.
Los arqueros gritaron y levantaron sus arcos, mientras arrojaban flechas contra el enorme ejército. Las saetas alcanzaron a bastantes enemigos y los derribaron. Los que caminaban detrás de los caídos no se molestaron en echarse a un lado; siguieron avanzando a toda prisa, pisoteando y matando a aquellos a los que las flechas ya habían herido.
Los arqueros gritaron de júbilo y cargaron nuevas flechas. Abrieron los arcos y soltaron las cuerdas a la vez. La lluvia de flechas de pesadilla se clavó en más carne, hiriendo y matando a muchísimas criaturas.
Zhyzhak se metió entre los árboles para protegerse de las flechas.
—Seguid disparando al ejército —dijo Albrecht—. Eliminad a cuantos podáis. —Dio un paso hacia el borde y bajó la vista hacia el pasillo—. Tú —dijo, al tiempo que agarraba a un arquero por el brazo— coge a diez tíos y vigila el pasadizo. En cuanto podáis ver al enemigo, disparad. No quiero que llegue una sola criatura a las filas del frente sin una sola flecha clavada.
Albrecht echó a correr de vuelta al sitio por el que había subido y empezó a descender, sujetándose apresuradamente de los asideros y buscando sitios donde poder poner los pies.
Una voz a su espalda le asustó.
—Permítame que le baje —dijo Zarpa Pintada. Estaba flotando en el aire, sobre un vórtice de viento congelado, utilizando un extraño poder de los Wendigo.
Albrecht sonrió y dejó que el Ahroun le pasara los brazos alrededor de los hombros y lo despegase de la pared. Descendió rápidamente y Zarpa Pintada le soltó justo por encima del suelo. Aterrizó sobre ambos pies y le hizo un gesto al Wendigo.
Zarpa Pintada volvió a subir y se dirigió hacia los arqueros. Albrecht sabía que volvería para ayudar a las filas del frente en cuanto llegase el enemigo.
Albrecht se fue hacia el centro de mando, el sitio donde estaban posicionados los Theurge. Mari y Evan le estaban esperando.
—¡Mari! —gritó—. Se acercan. Tenemos que salir al frente.
Mari asintió, puso una mano sobre el hombro de Evan y apretó con fuerza.
Evan tenía una expresión frustrada y dolida en el rostro.
—Déjame que vaya con vosotros hasta allí, Albrecht.
Albrecht negó con la cabeza.
—Te quedas aquí, con Aurak. Los chamanes necesitan una línea de defensa.
—Tiene razón —dijo Mari, soltándole el hombro—. Desde aquí puedes hacer mucho más.
Evan apretó los dientes.
—Pero no estaré con vosotros.
Albrecht le cogió del brazo y luego le soltó.
—Sí estarás. Solo que no físicamente.
—No es lo mismo —dijo Evan.
—Eh, alguien tiene que cubrirnos las espaldas. Para eso está tu arco.
Evan asintió y le dio un puñetazo en el brazo.
—Si tú lo dices… —miró a Mari y sonrió, pero era obvio que sus ojos estaban tristes.
—Esto no es el final, Evan —dijo a Mari—. Saldremos de esta.
Albrecht dio un paso atrás y con un gesto de la cabeza le indicó a Mari que tenían que irse. Ella volvió a mirar a Evan a los ojos una última vez, luego se dio media vuelta y salió trotando con Albrecht hacia las filas delanteras.
Mientras corrían, una forma Crinos esbelta y encorvada se unió a ellos.
—Mephi —dijo Albrecht— ¿listo para jugar a ser heraldo de nuevo?
—Por supuesto —contesto Mephi—. Simplemente dime el mensaje y señala a quién se lo tengo que llevar y allí estaré.
—Tu velocidad nos va a venir que ni pintada —dijo Albrecht—. Estoy encantado de que estés con nosotros.
Se acercaron a la última fila de guerreros apiñados al lado del pasadizo. Los guerreros se apartaron a un lado para dejar pasar al rey y a su séquito. El sitio de Albrecht estaba en la cuarta fila, desde donde podría dar las órdenes y coordinar la lucha, pero también lo suficientemente cerca para poder meterse en la refriega si era necesario. Mari tomó una posición atacante a su lado, mientras que Mephi se quedó detrás, preparado para llevar las órdenes a cualquier lugar del campamento cuando Albrecht se lo mandara.
Un gruñido estalló en la fila delantera, seguido de un aullido de desafío. Un fragor chirriante respondió desde el interior del pasadizo y la primera línea de criaturas del Wyrm llegó hasta la primera fila de defensores gaianos.