La velocidad de la oscuridad (25 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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No espera la respuesta que no ofrecemos.

—Seré breve —dice—. De todas formas, lo de hoy es sólo para que se enteren de qué va todo esto, del calendario previsto para las pruebas preliminares, etcétera. Primero, déjenme que haga un poco de historia.

Habla muy rápido, leyendo de un cuaderno, y nos cuenta la investigación sobre el autismo desde principios de siglo con el descubrimiento de dos genes asociados con los desórdenes del espectro autista. Cuando enciende un proyector y nos muestra imágenes del cerebro, mi mente está aturdida, sobrecargada. Señala áreas distintas con un lápiz óptico, todavía hablando rápido. Finalmente llega al proyecto actual y de nuevo a su principio, con los primeros trabajos de investigación originales sobre la organización social y comunicación de los primates, que ha conducido (por fin) a este posible tratamiento.

—Esto es sólo en líneas generales —dice—. Probablemente es demasiado para ustedes, pero tendrán que disculpar mi entusiasmo. Tienen una versión resumida en la carpeta, con gráficos. Esencialmente, lo que vamos a hacer es normalizar el cerebro autista y luego entrenarlo con una versión ampliada y más rápida de la integración sensorial infantil, para que la nueva estructura cerebral funcione adecuadamente.

Hace una pausa, bebe un vaso de agua, y continúa.

—Es todo por el momento: los citaremos para las pruebas (todo está en las carpetas) y habrá más reuniones con los equipos médicos, naturalmente. Entreguen sus cuestionarios y demás papeles a la señorita de la puerta, y ya se les notificará si son aceptados en el protocolo.

Se da media vuelta y se marcha antes de que se me ocurra algo que decir. Nadie más habla.

El señor Aldrin se levanta y se vuelve hacia nosotros.

—Entregadme vuestros cuestionarios terminados y vuestros permisos firmados... y no os preocupéis: todos seréis aceptados en el protocolo.

Vuelvo a casa todo lo rápido que permite el límite de velocidad y empiezo a leer en cuanto estoy de vuelta en mi apartamento. No me paro a limpiar el apartamento ni mi coche. No voy a misa el domingo. Me llevo copias en papel del capítulo que estoy leyendo, y del siguiente, al trabajo el lunes y el martes y leo durante la pausa para almorzar y hasta muy tarde por la noche. La información fluye, clara y organizada, sus pautas almacenadas limpiamente en párrafos y capítulos y secciones. Mi mente tiene espacio para todo ello.

El miércoles siguiente me siento preparado para preguntarle a Lucía qué debería leer para comprender cómo funciona el cerebro. He hecho las pruebas virtuales del nivel uno de biología, el nivel dos de biología, los niveles uno y dos de bioquímica, y la teoría uno de química orgánica. Miro el libro de neurología, que ahora tiene mucho más sentido, pero no estoy seguro de que sea el adecuado. No sé cuánto tiempo tengo: no quiero malgastarlo en el libro equivocado.

Me sorprende no haber hecho esto antes. Cuando empecé a practicar esgrima, leí todos los libros que me recomendó Tom y vi todos los vídeos que dijo que me serían útiles. Cuando juego con el ordenador, leo toda la información sobre los juegos.

Sin embargo nunca antes me había puesto a aprender por mi cuenta cómo funciona el cerebro. No sé por qué. Sé que parecía muy extraño al principio y estaba casi seguro de que no podría comprender lo que decían los libros. Pero en realidad ha sido fácil. Creo que podría haber completado una licenciatura si lo hubiera intentado. Todos mis consejeros y asesores me dijeron que me dedicara a las matemáticas aplicadas, así que eso hice. Me dijeron de lo que era capaz, y los creí. No pensaban que tuviera un cerebro capaz de realizar un verdadero trabajo científico. A lo mejor estaban equivocados.

Le muestro a Lucía la lista que he impreso, de todas las cosas que he leído, y las puntuaciones que he sacado en los tests.

—Necesito saber qué leer a continuación.

—Lou... me avergüenza decir que estoy sorprendida. —Lucía sacude la cabeza—. Tom, ven a ver esto. Lou acaba de hacer el trabajo de un estudiante de biológicas... en una semana.

—En realidad no —digo yo—. Todo va sobre el mismo tema y los estudiantes tienen que pasar un curso de biología, un curso de botánica...

—Me refería más bien a la profundidad, y no a la amplitud —dice Lucía—. Has pasado del nivel básico a enfrentarte a los cursos superiores... Lou, ¿comprendes de verdad la síntesis orgánica?

—No sé. No he hecho ningún trabajo de laboratorio. Pero las pautas son obvias, la forma en que los elementos encajan...

—Lou, ¿puedes decirme por qué algunos grupos se unen a un anillo de carbono adyacente y otros se saltan un carbono o dos?

Es una pregunta tonta, me parece. Es evidente que el lugar donde se unen los grupos se debe a su forma o a su carga. No me cuesta imaginar formas abultadas con nubes de carga positiva o negativa alrededor. No quiero decirle a Tom que me parece una pregunta tonta. Recuerdo los párrafos del texto que lo explican, pero creo que él quiere que lo diga con mis propias palabras, no repitiendo como un papagayo. Así que lo digo lo más claramente que puedo, sin usar ninguna de las mismas frases.

—¿Y te sabes eso sólo habiendo leído el libro... cuántas veces?

—Una vez. Algunos párrafos, dos veces.

—La leche —dice Tom. Lucía lo mira con mala cara. No le gustan las palabrotas—. Lou... ¿tienes idea de cuánto se esfuerzan la mayoría de los estudiantes universitarios para aprender eso?

Aprender no es difícil. No aprender es lo difícil. Me pregunto por qué ellos no lo aprenden sino tras tanto tiempo que les parece trabajo.

—Lo veo fácil en mi cabeza —digo, en vez de preguntar eso—. Y los libros tienen ilustraciones.

—Una gran imaginación visual —murmura Lucía.

—Incluso con las ilustraciones, incluso con las animaciones por vídeo —dice Tom—, a la mayoría de los estudiantes universitarios les cuesta la química orgánica. Y tú lo entiendes con sólo un repaso al libro... Lou, nos lo has estado ocultando. Eres un genio.

—Puede que sea una habilidad casual —digo yo. La expresión de Tom me asusta; si piensa que soy un genio tal vez no quiera que practique con ellos.

—Habilidad casual, ya —dice Lucía. Parece enfadada; siento que el estómago se me encoge—. En tu caso no —dice rápidamente—. Pero el concepto de la habilidad casual es tan... anticuado. Todo el mundo tiene puntos fuertes y puntos débiles; todo el mundo falla en la aplicación de muchas de las habilidades que tiene. Los estudiantes de física que sacan notas muy altas en mecánica se lían al conducir por carreteras resbaladizas: conocen la teoría, pero no pueden aplicarla a la conducción real. Hace años que te conozco... Tus habilidades son
habilidades
, no habilidades casuales.

—Pero creo que es casi todo memoria —digo yo, todavía preocupado—. Puedo memorizar con mucha rapidez. Y soy bueno en la mayoría de los tests estándar.

—Explicarlo con tus propias palabras no es memorizar —dice Tom—. Conozco el texto... ¿Sabes, Lou?, nunca me has preguntado con qué me gano la vida.

Es una conmoción, como tocar el pomo de una puerta cuando hace frío. Tiene razón. Nunca le he preguntado cuál es su trabajo: no se me ocurre preguntarle a la gente por su trabajo. Conocí a Lucía en la clínica, así que supe que era médico, pero ¿y Tom?

—¿Cuál es tu trabajo? —pregunto ahora.

—Trabajo en la facultad —dice él—. Ingeniería química.

—¿Das clase?

—Sí. Dos cursos normales y una clase de graduados. Los licenciados en química tienen que estudiar química orgánica, así que sé qué opinan de ella y cómo la describen los chicos que la entienden y los que no.

—Entonces... ¿crees que yo lo entiendo?

—Lou, se trata de
tu
mente. ¿Crees que lo entiendes?

—Eso creo... pero no estoy seguro.

—Eso creo yo también. Y nunca he conocido a nadie que lo pillara en menos de una semana. ¿Te han hecho alguna vez un test de inteligencia, Lou?

—Sí.

No quiero hablar de eso. Me hacían tests casi todos los años, no siempre los mismos. No me gustan los tests. Esos en que se suponía que tenía que adivinar qué significaban las palabras que la persona que redactaba el texto quería decir a partir de las imágenes, por ejemplo. Recuerdo una vez que la palabra era «pista» y las imágenes eran la marca de un neumático en una calle mojada y unas cúpulas en el tejado de un edificio y algo que parecía (a mí me lo parecía al menos) el podio de una pista de carreras. Elegí esa imagen para «pista», pero me equivoqué.

—¿Y te dijeron el resultado a ti o se lo dieron a tus padres?

—No se lo dieron a mis padres tampoco —digo—. Mi madre se inquietaba. Dijeron que no querían influir en sus expectativas sobre mí. Pero dijeron que podría graduarme en el instituto.

—Bueno... Ojalá tuviéramos alguna idea... ¿Harías de nuevo esos tests?

—¿Por qué?

—Sólo quiero saber... Pero si puedes hacer estas cosas, ¿qué más da?

—Lou, ¿quién tiene tu historial? —pregunta Lucía.

—No lo sé. Supongo que... ¿los colegios, allá en casa? ¿Los médicos? No he vuelto desde que murieron mis padres.

—Es tu historial: deberías poder conseguirlo ahora. Si quieres.

Ésa es otra cosa que nunca había pensado. ¿Recibe la gente su historial médico y su expediente escolar cuando crece y se marcha? No sé si quiero saber exactamente qué puso la gente en esos expedientes. ¿Y si dicen cosas peores de las que recuerdo?

—En cualquier caso —continúa Lucía—, creo que conozco un buen libro para que sigas leyendo. Es un poco antiguo, pero no hay en él ningún error, aunque se saben muchas más cosas.
La funcionalidad del cerebro
, de Cego y Clinton. Tengo un ejemplar... creo...

Sale de la habitación, e intento pensar en todo lo que ella y Tom han dicho. Es demasiado: mi cabeza zumba con pensamientos como rápidos fotones rebotando en el interior de mi cráneo.

—Toma, Lou —dice Lucía, entregándome un libro. Es un volumen pesado y grueso, de papel, con cubierta de tela. El título y el nombre de los autores están impresos en dorado sobre un rectángulo negro en el lomo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi un libro de papel—. Puede que ya esté on-line en alguna parte, pero no sé dónde. Lo compré cuando empezaba a estudiar medicina. Échale un vistazo.

Abro el libro. La primera página está en blanco. La siguiente tiene el título, los nombres de los autores: Betsy R. Cego y Malcolm R. Clinton. Me pregunto si la «R» corresponde al mismo segundo nombre para ambos y si por eso escribieron el libro juntos. Luego un espacio en blanco y, al final, el nombre de una compañía y una fecha. Deduzco que es el nombre de la editorial. «R. Scott Landsdown & Co. Publishers.» Otra «R». En el dorso de esa página hay información en letra pequeña. Luego viene otra página con el título y los autores. La página siguiente dice «Prefacio». Empiezo a leer.

—Puedes saltarte eso y la introducción —dice Lucía—. Quiero ver si encajas en el nivel de conocimiento de los capítulos.

¿Por qué iban a poner los autores algo que la gente no va a leer? ¿Para qué es el prefacio? ¿La introducción? No quiero discutir con Lucía, pero me parece que debería leer esa parte primero porque va primero. Si se supone que puedo saltármela por ahora, ¿por qué va primero? Sin embargo, por ahora, paso las páginas hasta que encuentro el primer capítulo.

No es difícil de leer, y lo entiendo. Cuando alzo la cabeza, después de diez páginas o así, Tom y Lucía me están mirando. Siento que el rostro se me acalora. Me he olvidado de ellos mientras leía. No es educado olvidarse de la gente.

—¿Te parece bien, Lou? —pregunta Lucía.

—Me gusta.

—Bien. Llévatelo y quédatelo todo el tiempo que quieras. Te enviaré por correo electrónico otras referencias que sé que están on-line. ¿Qué te parece?

—Bien —digo. Quiero seguir leyendo, pero oigo la puerta de un coche cerrarse fuera y sé que es la hora de la esgrima.

12

Los otros llegan en grupo, en cuestión de un par de minutos. Pasamos al patio trasero y luego hacemos estiramientos y nos ponemos nuestro equipo y empezamos a practicar. Marjory se sienta conmigo entre asaltos. Soy feliz cuando se sienta a mi lado. Me gustaría tocarle el pelo, pero no lo hago.

No hablamos mucho. No sé qué decir. Ella me pregunta si llevé el parabrisas a arreglar, y le digo que sí. La veo practicar con Lucía; es más alta que Lucía, pero Lucía es mejor tiradora. El pelo castaño de Marjory se agita cuando se mueve; Lucía lleva su pelo claro recogido en una cola de caballo. Las dos llevan chaqueta de esgrima blanca esta noche; pronto la de Marjory tiene manchitas marrones allí donde Lucía planta sus botonazos.

Todavía estoy pensando en Marjory cuando me bato con Tom. Estoy viendo la pauta de Marjory y no la de Tom, y él me mata rápidamente dos veces.

—No estás prestando atención.

—Lo siento —digo. Mis ojos se dirigen a Marjory.

Tom suspira.

—Sé que tienes muchas cosas en la cabeza, Lou, pero un motivo para hacer esto es librarte de todo ello.

—Sí... lo siento.

Aparto la mirada y me concentro en Tom y su hoja. Cuando me concentro, puedo ver su pauta (una pauta larga y complicada), y ahora consigo detener sus ataques. Bajo, alto, alto, bajo, revés, bajo, alto, bajo, bajo, revés... Da un golpe de revés de cada cinco y varía el esquema. Ahora puedo prepararme para el revés, girando y dando luego un rápido paso en diagonal: ataca oblicuamente, dice uno de los viejos maestros, nunca directamente. En ese aspecto es como el ajedrez, con el caballo y el alfil atacando en diagonal. Por fin fijo la serie que más me gusta y consigo un sólido botonazo.

—¡Guau! —dice Tom—. Yo creía que había conseguido ser completamente aleatorio...

—Cada quinto golpe es un revés —digo yo.

—Maldición. Intentémoslo otra vez.

Esta vez no lanza un revés en nueve golpes, la siguiente en siete... Advierto que ataca con reveses en números primos. Lo compruebo con series más largas, esperando. En efecto: nueve, siete, cinco, luego vuelta a siete. Es entonces cuando doy el paso en diagonal y lo alcanzo de nuevo.

—No han sido cinco —dice él. Parece sin aliento.

—No... pero era un número primo.

—No puedo pensar lo bastante rápido. No puedo tirar y pensar. ¿Cómo lo haces?

—Tú te mueves, pero la pauta no —digo—. La pauta... cuando yo la veo, está quieta. Así es más fácil mantenerla en la mente, porque no se mueve.

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