Los cautivos tomaron asiento muy tiesos, contemplaron la comida y removieron las manos en su regazo. Su expresión era de confusión mezclada con miedo. Muchos de los invitados tenían aspecto de desear estar en cualquier sitio menos aquí, porque nadie confiaba en el dueño de la casa. Lo más probable era que la comida estuviera envenenada, y todos los invitados morirían de una manera espantosa, mientras Erasmo tomaba notas.
—¡Comed! —dijo el robot—. Os he preparado este banquete Es mi buena obra.
Ahora, Serena comprendió lo que estaba haciendo.
—No me refería a esto, Erasmo. Yo quería que les dieras mejores raciones, que mejoraras su nutrición diaria, que fortalecieras su salud. Un solo banquete no consigue nada.
—Les predispone en mi favor. —Algunos invitados sirvieron comida en sus platos, pero nadie se atrevió a dar un bocado—. ¿Por qué no comen? He sido generoso.
El robot miró a Serena en busca de una respuesta.
—¿Cómo lo saben? ¿Cómo pueden confiar en ti? Dime la verdad, ¿has envenenado la comida? ¿Algún plato al azar?
—Una idea interesante, pero no forma parte del experimento. —Erasmo seguía perplejo—. Sin embargo, la mirada del observador suele afectar al resultado de un experimento. No veo la forma solucionar este problema. —Entonces, su rostro formó una amplia sonrisa—. A menos que yo también participe en el experimento.
Extendió su sonda sensora, dio la vuelta a la mesa más cercana y hundió el extremo en diferentes salsas y platos, al tiempo que analizaba cada especia o sabor. La gente le miraba vacilante. Serena vio que muchos rostros se volvían hacia ella, esperanza. Tomó una decisión, formó una sonrisa tranquilizadora y alzó la voz.
—Escuchadme. Comed y disfrutad del festín. Erasmo no tiene malas intenciones hoy. —Miró al robot—. A menos que me haya mentido.
—No sé mentir.
—Estoy segura de que podrías aprender, si te esforzaras. Serena caminó hasta la mesa más cercana, pinchó un trozo carne y lo introdujo en su boca. Después, escogió una tajada de fruta y probó un postre.
La gente sonrió, con ojos brillantes. La joven tenía un aspecto angelical mientras iba probando platos, esforzándose por demostrar que el banquete era lo que aparentaba.
—Venid, amigos míos, e imitadme. Aunque no pueda daros la libertad, al menos compartiremos una tarde de felicidad.
Como hombres famélicos, los cautivos se precipitaron sobre las bandejas, se sirvieron raciones abundantes, gruñendo de placer, derramando salsa, chupándose los dedos para no desperdiciar nada. La miraban con gratitud y admiración, y Serena sintió un calor interior, satisfecha de haber conseguido algo para aquellos desdichados.
Por primera vez, Erasmo había intentado hacer una buena obra Serena confiaba en animarle a continuar.
Una mujer se acercó y tiró de la manga de Serena. Esta examinó los grandes ojos oscuros, el rostro demacrado pero lleno esperanza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la esclava—. Hemos de saberlo. Contaremos a los demás lo que has hecho.
—Soy Serena. Serena Butler. He pedido a Erasmo que mejore vuestras condiciones de vida. Se encargará de que recibáis mejores raciones cada día. —Se volvió para mirar al robot y entornó los ojos—. ¿No es cierto?
El robot le dedicó una plácida sonrisa, como satisfecho, no de lo que había hecho, sino de las cosas interesantes que había observado.
—Como gustes, Serena Butler.
Debido a la naturaleza seductora de las máquinas, suponemos que los avances tecnológicos comportan siempre mejoras y siempre benefician a los humanos.
P
RIMERO
F
AYKAN
B
UTLER
,
Memorias de la Yihad
Tras culpar del fracaso de su resonador a calculadores incompetentes, Tio Holtzman abandonó el proyecto sin más. En privado, era consciente de que el generador nunca sería lo bastante selectivo para dañar a un enemigo robot sin daños colaterales significativos.
Lord Bludd, algo mortificado, había insinuado sin ambages que su gran inventor trabajara en otros conceptos. Aun así, la idea había sido prometedora…
El científico volvió a su campo descodificador original, capaz de desorganizar los sofisticados circuitos gelificados de las máquinas pensantes. Otros ingenieros continuaban modificando los descodificadores portátiles para utilizarlos en ataques terrestres, pero Holtzman pensaba que ahí no acababa la cosa, que el diseño del descodificador podía transformarse en una potente barrera contra un tipo diferente de armas.
Absorto en su trabajo, procurando esquivar a Norma (debido a su irritante tendencia a señalar sus errores), contempló sus cálculos. Con el objetivo de aumentar la potencia y distribución del campo, forcejeó con las ecuaciones como si fueran cosas vivas. Necesitaba corregir el defecto que había permitido a los cimeks penetrar en Salusa Secundus.
Pensó en armas ofensivas y defensivas al mismo tiempo, las movió en su mente como juguetes. En general, Holtzman sabía que la destrucción total del enemigo se produciría más o menos sin problemas en cuanto la liga burlara las defensas de Omnius. Un simple bombardeo con un número abrumador de cabezas atómicas anticuadas desintegraría los Planetas Sincronizados, pero también mataría a miles de millones de seres humanos esclavizados. No era una solución viable.
En un planetario situado al final de una estrecha escalera, Holtzman activó el holograma de una enorme luna que orbitaba alrededor de un planeta cubierto de agua. La luna describía una larga elipse, escapaba de la atracción gravitatoria de su planeta y cruzaba el sistema solar imaginario hasta estrellarse contra otro planeta, de manera que los dos cuerpos estelares quedaban destruidos. Frunció el ceño y apagó la imagen.
Sí, la destrucción era sencilla. La protección planteaba muchas más dificultades.
Holtzman había pensado en solicitar la colaboración de Norma para su nuevo proyecto, pero se sentía intimidado por la joven. Pese a sus anteriores éxitos, estaba avergonzado por el hecho de que su intuición matemática fuera inferior a la de ella. A Norma le habría gustado trabajar con él, desde luego, pero Holtzman se sentía propietario exclusivo de la idea. Por una vez, quería lograr algo sin ayuda, ciñéndose a los resultados de los cálculos.
Pero ¿para qué había hecho venir a Norma desde Rossak, sino para aprovechar su talento? Irritado por sus vacilaciones, Holtzman devolvió el proyector planetario a su estante. Había llegado el momento de volver al trabajo.
Entró un dragón con su uniforme de escamas doradas y entregó un fajo de hojas de cálculo, la última serie de modelos teóricos.
Holtzman estudió las cifras finales. Había trabajado una y otra vez en su teoría fundamental, y sus calculadores habían encontrado por fin las respuestas que necesitaba. Entusiasmado, dio uno palmada sobre la mesa, haciendo saltar los documentos amontonados. ¡Sí!
El inventor, satisfecho, organizó sus papeles, apiló con pulcritud las notas, bocetos y fotocopias. Después, esparció las hojas de cálculo como si fueran un tesoro, y llamó a Norma Cenva. Cuando la joven entró, le explicó con orgullo lo que había logrado.
—Te invito a estudiar mis resultados. —Será un placer, sabio Holtzman.
Norma no era competitiva, no anhelaba la fama. Eso complacía a Holtzman. Pero respiró hondo, nervioso.
Le tengo miedo
. Odiaba el pensamiento, y trató de alejarlo de mente.
La muchacha subió a un taburete y se dio golpecitos con el dedo en la barbilla, mientras repasaba las ecuaciones. Holtzman paseaba por su laboratorio, miraba de vez en cuando hacia atrás, pero nada distraía a Norma, ni siquiera cuando el sabio movió una pila de prismas tonales resonantes.
Norma asimiló los nuevos conceptos como si estuviera en trance hipnótico. El sabio no estaba seguro de cómo funcionaban sus procesos mentales, solo de que lo hacían. Por fin, Norma emergió de su mundo alternativo y dejó los papeles a un lado.
—Se trata, en efecto, de una nueva forma de campo protector, sabio. Vuestra manipulación de las ecuaciones básicas es innovadora, y hasta yo encuentro dificultades para comprenderlas con todo detalle.
Sonrió como una niña pequeña, y Holtzman tuvo que reprimir una expresión de orgullo y alivio.
Entonces, para su decepción, el tono de Norma cambió.
—Sin embargo, no estoy segura de que la aplicación que intentáis sea viable.
Sus palabras cayeron como gotas de plomo al rojo vivo sobre la piel del sabio.
—¿Qué quieres decir? El campo es capaz de desorganizar tanto los circuitos gelificados de los ordenadores como una intrusión física.
Norma recorrió con los dedos una sección de cálculos de la tercera página.
—Vuestro principal factor de limitación es el radio de la proyección efectiva, aquí y aquí. Por más energía que bombeéis en el generador de campo, no podéis expandirla más allá de un determinado valor constante. Un campo de estas características podría proteger naves y edificios de gran tamaño, con una eficacia maravillosa, en realidad, pero nunca abarcará el diámetro de un planeta.
—En ese caso, ¿podemos utilizar múltiples? —preguntó Holtzman con ansiedad—. ¿Sobreponerlos?
—Quizá —asintió Norma, pero sin mucho entusiasmo—. Pero lo que más me sorprende es esta velocidad variable. —Rodeó otra parte de una ecuación con el dedo—. Si repasáis los cálculos aquí —cogió una caja de cálculos, oprimió con un punzón diversas aberturas con el fin de poner en movimiento mecanismos internos, y deslizó de un lado a otro estrechas placas—, la velocidad incidental adquiere relevancia cuando la separa como función de la eficacia del campo. De esta manera, con un valor mínimo de la velocidad, el factor de protección es absolutamente insignificante.
Holtzman la miró, incapaz de seguir sus razonamientos.
—¿Qué quieres decir?
Norma era muy paciente con él.
—En otras palabras, si un proyectil se mueve muy despacio podrá penetrar vuestros escudos. El escudo detendrá una bala rápida, pero algo más lento de un cierto valor crítico lo atravesará.
—¿Qué clase de enemigo dispara balas lentas? —dijo Holtzman, al tiempo que recuperaba los papeles—. ¿Tienes miedo de que alguien resulte herido si le arrojan una manzana?
—Solo estoy explicando las ramificaciones de las matemáticas, sabio.
—De modo que mis escudos solo pueden proteger zonas pequeñas, y solo de proyectiles rápidos. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Yo no, sabio Holtzman. Es lo que dicen vuestras ecuaciones.
—Bien, tiene que haber una aplicación práctica. Solo quería enseñarte los progresos de mi trabajo. Estoy seguro de que se te ocurrirá algo mucho más impresionante.
Dio la impresión de que Norma no percibía la petulancia de su voz.
—¿Puedo quedarme una copia?
Holtzman se reprendió por ser roñoso, incluso poco productivo.
—Sí, sí, ordenaré a los calculadores que te hagan una, mientras yo voy a meditar. Puede que me ausente unos días.
—Yo me quedaré aquí —dijo Norma, sin dejar de mirar los cálculos—. Seguiré trabajando.
Holtzman, a bordo de una lujosa barcaza tradicional que surcaba el río, paseaba por cubierta y meditaba sobre las posibilidades. Las corrientes de agua que acariciaban los costados de la embarcación transportaban un olor a metal y barro.
En la sección de popa cubierta, un grupo de turistas bebía vinos espumosos y cantaba canciones, lo cual le distraía. Cuando una mujer reconoció al famoso científico, todo el grupo le invitó a sentarse a su mesa, y aceptó. Tras una cena excelente, compartieron bebidas caras y una conversación razonablemente inteligente. Le encantaban los halagos.
Pero en plena noche, incapaz de dormir, reanudó su trabajo.
Aferrado a sus antiguos éxitos, recordando con qué facilidad fluían las ideas en el pasado, se negó a renunciar a la nueva idea. Sus escudos innovadores poseían un potencial notable, pero tal vez se le escapaba algo. Su lienzo era grande, vaga su misión, pero las pinceladas demasiado gruesas.
¿Por qué debía preocuparse por blindar todo un planeta en un momento dado? ¿Era necesario?
Había otras formas de guerra: combate personal con tropas terrestres, luchas cuerpo a cuerpo en las que los humanos podían liberar a sus hermanos cautivos de los Planetas Sincronizados. Los ataques a escala planetaria sacrificaban demasiadas vidas. Como una inteligencia artificial podía copiarse indefinidamente, Omnius nunca se rendiría, ni siquiera enfrentado a fuerzas militares abrumadoras. La supermente sería casi invencible…, a menos que comandos especiales invadieran un centro de control, como había sucedido en Giedi Prime.
Mientras paseaba por la cubierta, las estrellas brillaban en el cielo. Holtzman clavó la vista en las paredes rocosas del cañón del Isana, una profunda garganta formada por el río torrencial. Oyó el rugido de los rápidos que se acercaban, pero sabía que la embarcación se desviaría por un canal. Dejó vagar su mente.
Escudos más pequeños… Escudos personales. Tal vez la armadura invisible no detendría proyectiles lentos, pero resistiría a casi todos los ataques militares. Y no era preciso que las máquinas conocieran este punto vulnerable.
Escudos personales.
Si bien el éxito y los elogios serían menos gloriosos, el nuevo concepto defensivo sería muy útil. De hecho, salvaría miles de millones de vidas. La gente podría llevar los escudos como protección personal. Los individuos, como diminutas fortalezas, serían casi inmunes al ataque.
Falto de aliento, volvió a su lujoso camarote de la cubierta superior, cuyo interior estaba iluminado por un globo de luz facetado de Norma. Escribió y reescribió sus ecuaciones hasta bien entrada la madrugada. Por fin, estudió sus resultados con ojos cansados, y escribió con orgullo
Efecto Holtzman
.
Sí, esto funcionará de maravilla.
Pediría un transporte rápido y regresaría a Starda, río abajo. Ardía en deseos de ver la expresión de perplejidad y admiración en la cara de Norma cuando reconociera su auténtico genio y comprendiera que nunca lo había perdido.
No es mi problema.
Dicho de la Vieja Tierra
En las paredes de granito del estrecho cañón fluvial, los esclavos (en su mayoría niños, como Ishmael y Aliid) colgaban de arneses sobre el abismo. Los muchachos trabajaban lejos de los supervisores, sin posibilidad de escape. Solo podían descender por la pared rosa hasta las aguas espumeantes del fondo.