Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (60 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Fue como un flash que la cegó y la dejó con los dos pies en el suelo, petrificada, rígida, apretando la mandíbula, incapaz de volver a subir a la bicicleta. Y ni el ruido constante de la lluvia sobre el pavimento ni el de la circulación conseguían devolverla a la realidad.

Fingía que lo había olvidado...

Que ya no quería nada de eso...

Pero echaba de menos «eso». Muchísimo.

Llevaba «eso» en la piel.

Esa boca, esas manos, esa mirada habían representado durante mucho tiempo la voluptuosidad imperiosa de su vida.

Atravesó Piccadilly. Subió a la acera. Se disponía a entrar en su edificio, a dejar la bicicleta en la entrada, bajo la escalera, cuando le vio.

Unas espaldas cuadradas en una cazadora negra...

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, sin hola, ni ¿qué tal? Ni nada.

Con un gesto brusco del hombro y cara de perro.

—Salgo de una cita...

Entonces se lanzó contra él, le besó y besó.

Y le arrastró hasta su casa, sin decir nada.

Y ahora, él estaba en su cama.

Ese hombre al que no debía ver nunca más.

En qué lío me he metido...

Puso agua en el hervidor.

Él dormía en su cama.

Pasó revista a las latas de té. Su mano se posó sobre «el rey de los Earl Grey» de Fortnum & Mason.

Homenaje al rey...

Ella podía ser muy dulce cuando preparaba la ceremonia del té.

Habían hecho el amor lenta, tiernamente. Él le cogió la cabeza entre las manos y la contempló. Dijo me gusta, me gusta... Ella no quería que la contemplase, quería que la retorciese, que la mordiese, que le murmurase amenazas y abriese el precipicio... Le hundió los dientes en el cuello, tiró violentamente de sus labios, él retrocedió dijo chis, chis... Ella le golpeó los riñones, le ofreció el vientre para que él le hundiese el puño. Él la envolvió en sus brazos, la acunó, repitió chis..., chis como cuando se canta a un bebé para calmarle. Ella se calmó, intentó seguirle en su lento ascenso hacia el placer, le abandonó por el camino...

¿Por qué hay esa violencia dentro de mí?, se preguntó mientras calentaba la tetera. Como si el placer tuviese que obtenerse por la fuerza, como si yo no tuviese derecho a él más que usando la fuerza, como si fuese «ilegítima»...

Cortó con cuidado un muffin con ayuda de un tenedor. Para no despedazarlo, para que la miga se despegase con suavidad y no se secara.

Chis..., chis..., murmuraba el hombre manteniéndola inmóvil contra sí. Acariciándole suavemente la cabeza.

Y ella se debatía, decía no, no, así no, así no...

Él se detenía, extrañado. La miraba con su mirada dulce y ella ya no sabía con quién estaba...

Ilegítima, ilegítima...

Violencia. Soy yo quien la pide, quien la reclama, quien fuerza al hombre a ponerme un cuchillo en la garganta...

Sentir el corazón estremecido por el peligro. Sentir el escalofrío que corre bajo la piel... Empecé mi vida como una delincuente. Fugándome, fumando en los pasillos de palacio extrañas hierbas que me mareaban, me hacían saltar muros, correr en la noche, bailar como una desquiciada, coger a un chico, o dos, follar en un triste coche mientras, en el asiento de atrás, retozaba otra pareja. Sin parar. Crestas punk, imperdibles enormes en camisetas desgarradas, botas claveteadas, medias agujereadas, quemaduras de cigarrillos, botellas de alcohol a morro, uñas negras, ojos cubiertos de kohl y de rímel corrido... Los polvos apresurados, las palabrotas, los cortes de mangas, las drogas que se prueban como si fueran pastillas de menta. Un padre a quien rechazas considerándole demasiado blando, demasiado en la sombra, una madre a quien no puedes besar y te dices no importa, sólo es una imagen. Una imagen que destruyes para presumir delante de los demás. Esos que nos devuelven un reflejo deforme de nosotros mismos. Pero acabamos creyendo en ese reflejo, acabamos diciéndonos que sólo merecemos eso, que no valemos gran cosa... Proyectada a los veinte años contra Duncan McCallum, ese bruto que me empotraba detrás de una puerta, me levantaba la falda y... me tiraba después como a un fardo inútil.

Gary me había traído la dulzura, el orgullo de tener un niño, un niño pequeño a quien yo protegía, que me libraba de mis demonios. Con él conocí la ternura. Lo que no soportaba de un hombre se lo ofrecí a mi niño. De la violencia no conservé más que la fuerza con la que rodeaba a mi hijo, mi amor...

Salvo cuando el hombre de negro...

El hombre que estaba en su cama la había besado, acariciado con sus manos tan suaves, tan femeninas, la había poseído dulcemente...

Ilegítima, ilegítima.

Escogió una mermelada de naranja, la probó..., demasiado amarga para un despertar, cogió de un estante una confitura de frutos rojos, una bandeja de madera negra lacada, puso en ella la tetera, los muffins, la confitura, un poco de mantequilla, dos servilletas blancas. Dos cucharitas y un cuchillo de plata. Plata de su madre... Ella le había regalado un servicio de mesa cuando cumplió veinte años, con el escudo de la Corona grabado.

Ilegítima, ilegítima...

Entró en la habitación. Él se había incorporado en la cama y le dedicó una gran sonrisa.

—Me alegro mucho de haberte encontrado...

Ella dejó la bandeja, paralizada ante esa frase amistosa.

—Yo también —respondió, esforzándose en parecer contenta.

—Así que a ese hombre que conociste en París ¿lo has olvidado?

No respondió. Untó un muffin con mantequilla, extendió la confitura y se lo ofreció con una sonrisa, algo crispada. Él apartó las sábanas y la invitó a echarse a su lado. Ella se negó haciendo un gesto brusco con la cabeza. No quería estar demasiado cerca.

—Prefiero quedarme aquí y mirarte —dijo torpemente.

Y bajó la mirada hacia esas manos gráciles. Manos de artista...

—¿Pasa algo malo? —preguntó él mordiendo el muffin.

—¡Oh, no! —contestó ella enseguida—. Sólo que... ayer noche te secuestré de una forma un poco brutal.

—¿Y te avergüenzas? No debes. Fue delicioso...

Ella se sobresaltó con la palabra «delicioso». La apartó de su mente.

—Hiciste bien —prosiguió él—. Habríamos empezado a hablar, y no hubiésemos terminado así..., y hubiese sido una lástima...

Sonreía con su gran sonrisa de hombre tranquilo.

Ella apartó también esa sonrisa y se inclinó a los pies de la cama para servir el té.

Fue entonces cuando oyeron un ruido de llaves en la entrada, ruido de pasos, la puerta de la habitación se abrió y apareció Gary.


Hello
! He traído cruasanes... He recorrido todo Londres para encontrarlos, todavía están calientes... No son como los de París, ¡claro! Pero...

Se quedó mirando la cama. Vio a Oliver, el torso desnudo, con una taza de té en la mano.

Se calló, sintió un sobresalto, le miró, miró a su madre y gritó: —¡Él no, él no!

Tiró los cruasanes sobre la cama y se fue dando un portazo.

* * *

Corrió.

Corrió hasta quedarse sin aliento a su casa. Fue empujando peatones por Piccadilly, Saint James’s, Pall Mall, Queen’s Walk, pasó delante de Lancaster House, estuvo a punto de que le atropellara un autobús cuando cruzaba, giró a la derecha, giró a la izquierda, buscó la llave en el bolsillo, abrió la puerta del piso, la cerró tras de sí, casi sin aliento...

La espalda apoyada en el marco de la puerta.

Marcharse, marcharse de aquí...

Marcharse a Nueva York...

Allí encontraría un profesor de piano, allí esperaría los resultados y, si todo iba bien, entraría en la Juilliard School... Empezaría una nueva vida. Por su cuenta. No necesitaba a nadie...

Hortense se había ido.

No había dejado ninguna nota.

Se dejó caer sobre un taburete de la cocina. Se mojó la cara con agua. Bebió directamente del grifo, se roció, se mojó el pelo. Puso la nuca bajo el chorro. Se limpió con un trapo. Tiró el trapo al suelo hecho una bola.

Fue a poner un disco de jazz. Dusko Goykovich.
In My Dreams
.

Consultó su cuenta bancaria en Internet. Tenía suficiente dinero para marcharse. Esa misma tarde iría a ver a su abuela. En este momento estaba en Londres. La bandera ondeaba en el mástil de Buckingham Palace. Le bastaría con un cuarto de hora. Le explicaría que adelantaba su marcha. Ella lo aprobaría. Ella tuvo la idea de la Juilliard School. Siempre le había apoyado. Qué extraña es nuestra relación, pensó mientras escuchaba el piano de Bob Degen y tocaba la partitura sobre el borde de la pila, yo la respeto, ella me respeta. Es un acuerdo tácito. Ella no me muestra nunca sus sentimientos, pero yo sé que está ahí. Inmutable, majestuosa, reservada.

Sabía también que ella vigilaba su cuenta bancaria, el uso que hacía de la pensión que le pasaba cada mes. Apreciaba el hecho de que no dilapidara su dinero, de que viviese frugalmente. Le había encantado la anécdota de «sólo tengo un torso» cuando le habían ofrecido dos camisas por el precio de una. Había soltado una carcajada y a punto estuvo de darse una palmada en los muslos. ¡Su Majestad riendo a mandíbula batiente! Ella respetaba el dinero. Por mucho que él le explicara que eso era lo normal, que ese dinero no le pertenecía, que en cuanto se ganara la vida se sentiría orgulloso de pagar su primera cena en un restaurante y, mira, Superabuela, la primera persona a la que invitaré serás tú, ella sonreía, divertida, o te regalaré un sombrerito de esos que te gustan tanto, amarillo pálido o rosa. Ella repetía
you’re a good boy
[58]
... asintiendo con la cabeza.

I’m a good boy
y me largo de aquí.

Reservo con un clic una plaza de avión para mañana por la tarde...

Clic, clic. El vuelo de las diecinueve y diez para Nueva York...

Un solo de batería y el señor Gary Ward estaba a bordo. Una plaza en clase turista. Último minuto, precios regalados, perfecto, ¡perfecto!

Escribiría un correo a su madre... Para que no se preocupase. A Oliver no le diría nada. No necesito a nadie...

No quería saber cómo había acabado en la cama de Shirley...

¡Vaya, vaya!, se dijo, la he llamado por su nombre. Es la primera vez. Shirley, Shirley, repitió. ¡Hola, Shirley! ¿Qué tal, Shirley?

Se desnudó, se duchó, se puso unos calzoncillos limpios, se hizo un café solo, dos tostadas bien crujientes, dos huevos fritos. ¡Qué aventura!, se decía observando cómo el beicon se retorcía en la sartén, pones un pie fuera de la infancia y apareces inmerso en una serie de acontecimientos extraordinarios... Es terrible y excitante a la vez. Habría días que sí, y días que no, días en los que me sentiré en mi sitio y otros en los que creeré que ha sido un error, echaré de menos Londres... ¡
Bye bye
, Shirley! ¡
Bye bye
, Duncan! ¡
Hello
, Gary!

Y la trompeta de Dusko le respondió.

Dio la vuelta a las lonchas de beicon, añadió un poco de mantequilla para que se dorasen, sacó una botella de zumo de naranja del frigorífico y bebió a morro. Vivir mi vida como quiera, no depender más que de mí mismo... Chasqueó la goma de los calzoncillos. Sonrió: tenía una erección...

La noche con Hortense había sido suntuosa.

Puso el beicon y los huevos en un plato.

Llevaría a Hortense con él... Ella le había dicho que tenía ofertas de trabajo allí. Había dicho también Gary, me parece que..., me parece que te qu... ¿Me parece que qué?, había preguntado Gary sospechando el resto.

¡Pero ella no lo había dicho!

Sólo se había acercado más a él. Estaba progresando...

Hay que confesar que esta noche lo hemos pasado bien... ¡Francamente bien! La llamaré después de ir a ver a Superabuela.

Se puso ketchup en el plato, se comió de un bocado los huevos y las tostadas. Se bebió el café de un trago. Dio una voltereta sobre la alfombra «Hello Sunshine!» del salón, una alfombra ridícula con un enorme sol amarillo sobre un cielo cubierto de estrellas plateadas... Una alfombra kitsch que había encontrado en el mercadillo de Camden. Hortense la odiaba.

Fue a sentarse al piano, intentó tocar lo que acababa de escuchar. Un solo de piano que le había dejado sin habla. Acarició las teclas marfil y negras. Tendría que buscarse un piano en Nueva York...

* * *

Hortense se había despertado. Había leído la nota de Gary. Shirley no había asistido a la inauguración en Harrods. Tenía que haber pasado algo importante para que no viniese. ¡Menuda velada!, pensó hundiéndose entre las almohadas, y ¡qué éxito! Dio palmadas con los pies bajo el edredón aplaudiéndose. Bravo, Hortense, ¡bravo, chica! Y bravo también a ti, Nicholas, admitió con la boca pequeña.

¡Nicholas!

El Burberry de Nicholas interrumpió sus aplausos.

Debía de estar rojo de rabia.

Tengo que ir a verle y a pedirle perdón. Se mordió los labios buscando algo que contarle... Mentir. Odio mentir. Pero en este caso... Estoy obligada.

Se puso su vestido Alaïa, buscó sus Repetto negras bajo la cama, se cepilló el pelo, cogió prestado el cepillo de dientes de Gary y se fue corriendo a Liberty.

Él estaba sentado, rígido y frío, detrás de su amplia mesa de despacho. Le hizo una señal a su ayudante para que saliese. No descolgó el teléfono que estaba sonando y dijo:

—Te escucho...

—No pude hacer otra cosa...

—¿Ah, no? —contestó con un punto de ironía en la voz.

—Se me reventó el orzuelo, empezó a supurar una especie de pus amarillo que me cegaba, me quemaba, no veía nada, me entró el pánico y me fui corriendo al hospital. Estuve tres horas esperando antes de que un médico me hiciera caso... Me puso una inyección de antibióticos en el trasero, una barbaridad para curar elefantes moribundos, y volví a mi casa, rendida.

Se quitó las gafas y exhibió el ojo hinchado y enrojecido.

—Mmmm... —hizo Nicholas carraspeando y preguntándose si no se estaría inventando esa historia de hospitales—. Y no pensaste en llamarme...

—Me quedé sin batería...

Le enseñó su móvil. Él se negó a verificarlo. Ella suspiró, aliviada. Había mordido el anzuelo.

—Y esta mañana, he preferido venir que llamarte... Estaba segura de que estarías un poco... enfadado.

Se acercó al sillón en el que estaba sentado, se inclinó y susurró:

—Gracias, mil gracias... ¡Fue magnífico! Y todo gracias a ti...

Él se apartó, molesto. Ella se frotó el ojo para enternecerle.

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