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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (2 page)

BOOK: Las benévolas
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Ahora bien, si interrumpimos el trabajo, las actividades vulgares, el ajetreo diario, para dedicarnos con trascendencia a una empresa, sucede algo muy diferente. Las cosas no tardan en subir a la superficie, en olas densas y negras. Por la noche, los sueños se descoyuntan, se abren, proliferan y, al despertar, dejan en la cabeza una fina capa agria y húmeda, que tarda mucho en disolverse. Que quede claro: no estamos hablando de culpabilidad, ni de remordimientos. Seguro que esas cosas existen también, no pretendo negarlo, pero me parece que las cosas son mucho más complejas. Incluso a un hombre que no haya estado en la guerra, que no haya tenido que matar, le pasarán estas cosas que digo. Vuelven las malevolencias de poca monta, la cobardía, la falsedad, esas mezquindades que no hay hombre que no padezca. No cabe, pues, asombrarse de que los hombres hayan inventado el trabajo, el alcohol, los parloteos estériles. No cabe asombrarse de que tenga tanto éxito la televisión. En pocas palabras, puse fin cuanto antes a mi malhadado permiso. Más valía. Tenía tiempo de sobra para emborronar papel a la hora de comer o a última hora de la tarde, cuando se iban las secretarias.

Una breve pausa para ir a vomitar y sigo. Este es otro de los achaques que sufro: de vez en cuando me vuelve a la boca la comida, a veces al acabar, sin motivo, porque sí. Es un problema antiguo, de cuando la guerra; empezó alrededor del otoño de 1941 si he de ser exacto, en Ucrania, creo que en Kiev, o quizá en Jitomir. Seguramente también hablaré de esto. De todas formas, hace tanto que ya me he acostumbrado. Me lavo los dientes, me tomo una copita de algo y sigo con lo que estaba haciendo. Volvamos a mis recuerdos. Me compré varios cuadernos escolares grandes, pero de cuadraditos, y los tengo en un cajón cerrado con llave, en el despacho. Antes garabateaba notas en fichas de cartulina, también de cuadraditos; ahora he decidido repetirlo todo de un tirón. No sé muy bien para qué. Desde luego no para que le resulte edificante a mi descendencia. Si me muriese de repente ahora mismo, de un infarto o de una embolia cerebral, y mis secretarias cogieran la llave y abriesen este cajón, sería un trauma para las pobres, y también para mi mujer: con las fichas de cartulina ya iban servidas. Tendrán que quemarlo todo corriendo para evitar el escándalo. A mí me da lo mismo; estaré muerto. Y, a fin de cuentas, incluso aunque me dirija a vosotros, no es para vosotros para quienes escribo.

Mi despacho es un sitio agradable para escribir, amplio, sobrio, tranquilo. Paredes blancas casi sin adornos, un mueble con puertas de cristal para las muestras y, al fondo, una cristalera grande que da a la sala de máquinas vista desde arriba. Aunque son cristales dobles, el chasquido incesante de los telares Leavers llena la estancia. Cuando quiero pensar, me levanto del escritorio y me coloco ante el cristal; contemplo los telares en fila, a mis pies, y dejo que arrullen los gestos seguros y minuciosos de los tulistas. A veces bajo y paseo entre las máquinas. La sala es oscura, los cristales mugrientos están pintados de azul, porque el encaje es frágil y teme la luz; y esa claridad azulada me descansa la mente. Me gusta andar un tanto perdido entre el chasquido monótono y sincopado que colma el ambiente, ese golpeteo metálico en dos tiempos, tan obsesivo. Los telares me siguen impresionando. Son de hierro colado, están pintados de verde y pesa cada uno diez toneladas. Algunos tienen muchos años y hace tiempo que ya no se fabrican; las piezas de recambio me las hacen de encargo; después de la guerra, nos pasamos desde luego del vapor a la electricidad, pero las máquinas propiamente dichas no se tocaron. No me arrimo para no ensuciarme; porque, como es lógico, con tantas piezas móviles como tienen, hay que lubrificarlas continuamente; pero está claro que el aceite se cargaría el encaje, así que usamos grafito, plombagina machacada con la que el tulista espolvorea las entrañas en movimiento usando como incensario un calcetín. El encaje sale negro y la plombagina cubre las paredes y también el suelo, y las máquinas, y a los hombres que las vigilan. Aunque muy pocas veces las toco, conozco bien estas enormes maquinarias. Los primeros telares de tul inglés, un secreto celosamente guardado, entraron en Francia de contrabando al concluir las guerras napoleónicas, merced a algunos obreros que querían eludir las tasas de aduana; fue Jacquard, que era de Lyon, quien los modificó para hacer encaje añadiendo una serie de tarjetas perforadas que determinan el patrón. Unos rodillos, en la parte de abajo, llevan el hilo a la labor; en el centro del telar, cinco mil bobinas, el
alma,
van todas juntas en un carro; viene luego un
catch-bar
(usamos alguna de las palabras inglesas) que sujeta e impulsa de adelante hacia atrás ese carro con un ruidoso restallido hipnótico. Los hilos, que guían lateralmente unos
combs
de cobre sellados con plomo según una coreografía compleja que codifican quinientas o seiscientas tarjetas Jacquard, se van anudando; un
cuello de cisne
va subiendo por el peine; al final, aparece el encaje, como tela de araña, turbador bajo la capa de grafito, y se va enrollando despacio en un tambor fijado en la parte alta del telar Leavers.

En el trabajo de la fábrica se aplica una rigurosa segregación por sexos: los hombres crean los motivos, perforan las tarjetas, montan las cadenas, vigilan los telares y manejan los accesorios; y sus mujeres y sus hijas siguen, incluso en la actualidad, encanillando, quitando el grafito, remendando, despuntando y doblando. Las tradiciones tienen mucho peso. Aquí los tulistas son algo así como una aristocracia proletaria. El aprendizaje es largo y el trabajo delicado; en el siglo pasado, los tulistas de Calais iban a trabajar en calesa y con chistera y llamaban de tú al patrón. Los tiempos han cambiado. La guerra, aunque algunos telares se usaron para Alemania, hundió la industria. Hubo que partir de cero; ahora, en el norte, no quedan ya sino alrededor de trescientos telares, donde antes de la guerra funcionaban cuatro mil. Sin embargo, cuando la economía se recuperó, los tulistas se compraron coche mucho antes que muchos burgueses. Pero mis obreros no me tutean. No creo que mis obreros me quieran. No es que importe; yo no pretendo que me quieran. Y, además, yo tampoco los quiero. Trabajamos juntos, y ya está. Cuando un empleado es concienzudo y trabajador y el encaje que sale de su telar necesita pocos remiendos, le doy una paga extra a fin de año; y al que llega al trabajo tarde o borracho, lo sanciono. Sobre esa base, nos llevamos bien.

Es posible que os preguntéis cómo vine a parar a los encajes. Ya que distaba mucho de verme predestinado al comercio. Estudié derecho y economía política, soy doctor en derecho; en Alemania forman parte legalmente de mi apellido las letras
Dr. jur.
Pero es cierto que, después de 1945, las circunstancias más bien me impidieron alegar ese título. Si de verdad queréis saberlo todo, también distaba mucho de verme predestinado al derecho: de joven, lo que más deseaba era estudiar literatura y filosofía. Pero no me dejaron; otro triste episodio de mi
novela familiar,
quizá vuelva sobre ello. Debo, no obstante, admitir que para el encaje el derecho es de más utilidad que la literatura. Así fue, más o menos, como sucedieron las cosas. Cuando por fin acabó todo, conseguí venirme a Francia y hacerme pasar por francés; no era demasiado difícil en vista del caos que imperaba a la sazón; regresé con los deportados; no hacían demasiadas preguntas. La verdad es que hablaba un francés impecable, porque soy de madre francesa. Pasé diez años de mi infancia en Francia, hice el bachillerato elemental, y el bachillerato superior en el liceo, y los cursos de ingreso en la universidad, e incluso dos años de estudios superiores en la Escuela Libre de Ciencias Políticas (ELSP) y, como me crié en el sur, hasta tenía mi poquito de acento meridional; de todas formas, nadie se fijaba en nada, era un auténtico follón; al llegar a Orsay, me recibieron con un rancho y también con unos cuantos insultos; debo decir que no intenté hacerme pasar por un deportado sino por un trabajador del Servicio del Trabajo Obligatorio (STO), y eso a los gaullistas no es que les entusiasmara, así que se metieron un poco conmigo, y también con los demás infelices, y luego nos soltaron; para nosotros no hubo
Hotel Lutetia
, sino la libertad. No me quedé en París porque allí conocía a demasiadas personas, y de esas a las que no había que conocer; me fui a provincias y viví acá y acullá, de chapuzas. Y luego las cosas se fueron calmando. Dejaron enseguida de fusilar a la gente; pronto, no se molestaron ya ni en meterla en la cárcel. Así que anduve haciendo investigaciones y no tardé en dar con un hombre a quien conocía. Se las había apañado bien; había pasado de una administración a otra sin baches; como hombre previsor que era, había tenido buen cuidado de no alardear de los servicios que nos había prestado. Al principio, no quería recibirme; pero cuando, por fin, cayó en la cuenta de quién era yo, se dio cuenta de que no le quedaba más remedio. No puedo decir que fuera una entrevista agradable: había una clara sensación de apuro y de incomodidad. Pero se percataba perfectamente de que teníamos intereses comunes: yo, encontrar trabajo, y él, conservar el suyo. Tenía un primo por el norte, un ex intermediario que intentaba volver a poner en marcha una empresa pequeña con tres Leavers que había conseguido de una viuda en quiebra. Ese hombre me contrató; mi cometido era viajar y hacer de corredor para venderle los encajes. Aquel trabajo me horrorizaba; al fin conseguí convencerlo de que podría resultarle de más utilidad en el capítulo de la organización. Cierto es que tenía considerable experiencia en aquel ámbito, por más que no pudiera alegarla en mayor medida que mi doctorado. La empresa fue a más, sobre todo a partir de los años cincuenta, cuando yo reanudé la relación con algunos contactos en Alemania federal y conseguí que se nos abriera el mercado alemán. Habría podido entonces regresar sin problemas a Alemania; muchos de mis antiguos colegas vivían allí con toda tranquilidad; algunos habían cumplido alguna pena corta y a otros ni siquiera los habían molestado. Con mis estudios, podría haber recuperado mi apellido, mi doctorado y pedir una pensión de ex combatiente y de invalidez parcial; nadie se habría fijado. Habría encontrado trabajo enseguida. Pero me preguntaba qué interés tenía en ello. El derecho, en el fondo, no me motivaba más que el comercio, y, además, había acabado por cogerle el gusto al encaje, esa preciosísima y armoniosa creación del hombre. Cuando compramos bastantes telares, mi jefe decidió abrir otra fábrica más y me puso al frente de ella. Y ése es el puesto en que estoy desde entonces, a la espera de la jubilación. Entre tanto, me casé, con cierta repugnancia, no lo puedo negar, pero aquí, en el norte, no queda más remedio, era una forma de afianzar lo que había conseguido. La escogí de buena familia, relativamente guapa, una mujer como es debido, y la dejé preñada enseguida, por aquello de que tuviera algo en que entretenerse. Por desgracia, tuvo mellizos, debía de ser cosa de familia, de la mía quiero decir; yo con un solo mocoso habría tenido más que de sobra. Mi jefe me dio un adelanto, me compré una casa confortable, no muy lejos del mar. Y así fue como entré en la burguesía. En cualquier caso, era lo mejor que podía hacer. Después de todo lo que había pasado, necesitaba más que ninguna otra cosa tranquilidad y costumbres regulares. Mi trayectoria vital les había quebrado los huesos a mis sueños de juventud; y mis angustias se habían ido consumiendo de una punta a otra de la Europa alemana. Salí de la guerra como un hombre hueco, sólo con amargura y con una larga vergüenza, como arena que chirría entre los dientes. Así que una vida que respetase todas las convenciones sociales me venía estupendamente: una ganga confortable, incluso aunque la mire a veces con ironía y otras veces con odio. A este ritmo, espero llegar algún día al estado de gracia de Jéróme Nadal y
no tener inclinación por nada que no sea no tener inclinación por nada.
Resulta que me estoy volviendo libresco; es uno de mis defectos. Lo siento por la santidad, pero aún no me he liberado de mis defectos. Con mi mujer cumplo aún de vez en cuando, concienzudamente, con poco placer, pero sin asco excesivo tampoco, para tener en casa la fiesta en paz. Y, de tanto en tanto, cuando me marcho en viaje de negocios, me tomo la molestia de recuperar mis antiguos hábitos, pero ya casi no es más que por higiene. Todas esas cosas han perdido mucho interés para mí. El cuerpo de un chico guapo o una escultura de Miguel Ángel, da igual: ya no me cortan el resuello. Es como después de una enfermedad larga, la comida ya no sabe a nada, así que ¿qué más da comer vaca o pollo? Hay que alimentarse, y ya está. A decir verdad, no queda gran cosa que me interese. La literatura quizá, y ni siquiera estoy seguro de que no sea cuestión de costumbre. Quizá por eso estoy escribiendo estos recuerdos; para activar la sangre, para ver si puedo aún sentir algo, si todavía sé sufrir un poco. Curioso ejercicio.

No obstante, eso del sufrimiento debería serme familiar. Todos los europeos de mi generación pasaron por algo así, pero puedo decir sin falsa modestia que yo estoy más al tanto que la mayoría. Y, además, la gente olvida enseguida. Lo compruebo a diario. Incluso quienes lo presenciaron no usan casi nunca, para referirse a ello, más que pensamientos y frases que son tópicos. No hay más que ver la lamentable prosa de los autores alemanes que hablan de los combates del Este: un sentimentalismo putrefacto, una lengua muerta repugnante. La prosa de Herr Paul Carrell, por ejemplo, un autor que ha tenido éxito en los últimos años. Resulta que conocí a ese Herr Carrell en Hungría, por la época en que se llamaba todavía Paul Cari Schmidt y escribía, bajo la égida de su ministro Von Ribbentrop, sus opiniones auténticas en una prosa llena de vigor que causaba un efecto espléndido:
La cuestión judía no es cuestión de humanidad, no es cuestión de religión; es sólo cuestión de higiene política.
Ahora, el honorable Herr Carrell-Schmidt ha logrado la considerable hazaña de publicar cuatro tomos insípidos acerca de la guerra en la Unión Soviética sin poner ni una sola vez la palabra
judío.
Lo sé porque los he leído; me costó, pero soy tozudo. Nuestros autores franceses, los Mabire y otras hierbas, no valen más. Con los comunistas pasa lo mismo, sólo que en la otra punta. ¿Dónde han ido a parar aquellos que cantaban:
Niños, afilad los cuchillos en los filos de las aceras?
Están callados o están muertos. Charlamos, hacemos dengues, nos enfangamos en una turba desabrida amasada con las palabras
gloria, honor, heroísmo;
qué cansancio, nadie habla. Es posible que esté siendo injusto, pero me atrevo a esperar que me entendáis. La televisión nos agobia con cifras, cifras impresionantes, con un cero detrás de otro; pero ¿quién de vosotros se detiene a pensar realmente en esas cantidades? ¿Quién de vosotros ha intentado alguna vez ni tan siquiera contar a cuántas personas conoce o ha conocido en la vida y comparar esa cantidad ridicula con las cantidades que oye por la televisión, esos famosos
seis millones
o
veinte millones?
Recurramos a las matemáticas. Las matemáticas son muy útiles, dan perspectivas y refrescan la mente. Son, a veces, un ejercicio muy instructivo. Tened un poco de paciencia y prestadme atención. Sólo tomaré en consideración los dos escenarios en que he podido desempeñar un papel, por mínimo que fuera: la guerra contra la Unión Soviética y el programa de exterminación que, de forma oficial, se llamaba en nuestros documentos: «Solución final de la cuestión judía»,
Endlósung der Judenfrage,
por citar tan hermoso eufemismo. En los frentes del Oeste, de todas formas, las bajas fueron relativamente pequeñas. Las cantidades de las que parto son un poco arbitrarias: no me queda más remedio, nadie se pone de acuerdo. En lo referido al conjunto de las bajas soviéticas, me quedo con la cantidad tradicional, que citó Jruschov en 1956: veinte millones, aunque dejando constancia de que Reitlinger, un famoso autor inglés, sólo computa doce y que Erickson, un autor escocés no menos famoso, por no decir más, llega a una cuenta de veintiséis millones por lo bajo; la cifra soviética oficial está pues, de forma bastante clara, en el término medio, millón más o millón menos. En lo tocante a las bajas alemanas -únicamente en la URSS, se entiendepodemos basarnos en la cantidad, aún más oficial y de germánica exactitud, de 6.172.373 soldados en el Este, entre el 22 de junio de 1941 y el 31 de marzo de 1945, cantidad que se contabiliza en un informe interno del OKH (estado mayor del ejército) hallado después de la guerra, pero que incluye los muertos (más de un millón), los heridos (cuatro millones) y los desaparecidos (es decir, muertos, más prisioneros, más prisioneros muertos, alrededor de 1.288.000). Digamos, pues, para no eternizarnos, dos millones de muertos, pues los heridos no nos interesan aquí, contando de forma muy aproximada los cincuenta mil y pico muertos más que hubo entre el 1 de abril y el 9 de mayo de 1945, sobre todo en Berlín, a lo que hay que sumar además el millón de muertos civiles que se calcula que hubo durante la invasión del este de Alemania y los consiguientes desplazamientos de población; o sea, en total, digamos que tres millones. En cuanto a los judíos, hay donde elegir: la cantidad sancionada, incluso aunque poca gente sepa de dónde sale, es de seis millones (fue Hóttl quien dijo en Núremberg que se lo había dicho Eichmann; pero Wisliceny, por su parte, afirmó que Eichmann les dijo cinco millones a sus colegas; y el propio Eichmann, cuando los judíos pudieron al fin preguntárselo en persona, dijo que entre cinco y seis millones, pero que seguramente cinco). El doctor Korherr, que reunía estadísticas para el Reichsführer-SS Heinrich Himmler, llegó a la cifra de algo menos de dos millones a 31 de diciembre de 1942, pero admitía, cuando pude hablarlo con él en 1943, que sus cantidades de partida no eran demasiado fiables. Y, por fin, el muy respetado profesor Hilberg, especialista en el tema y poco sospechoso de puntos de vista parciales, o al menos pro alemanes, llega, al cabo de una minuciosa demostración de diecinueve páginas, a la cantidad de 5.100.000, lo cual corresponde grosso modo a lo que opinaba el difunto Obersturmbannführer Eichmann. Quedémonos, pues, con la cifra del profesor Hilberg, con lo que, recapitulando, tenemos:

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