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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (4 page)

BOOK: Las benévolas
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Como la mayor parte de la gente, no pedí convertirme en asesino. Si hubiera estado en mi mano, ya lo he dicho, me habría dedicado a la literatura. A escribir, si hubiera tenido talento para ello, y, si no, a la enseñanza quizá; en cualquier caso, a vivir entre cosas hermosas y serenas, las mejores creaciones de la voluntad humana. ¿Quién elige el asesinato por voluntad propia, a menos que esté loco? Y, además, me habría gustado tocar el piano. Un día, en un concierto, una señora de cierta edad se inclinó hacia mí: «¿Es usted pianista, ¿no?».. —«Por desgracia, no, señora», tuve que contestarle con gran sentimiento por mi parte. Incluso ahora, cuando ni toco el piano ni lo tocaré nunca, es algo que me indigna, a veces más incluso que las cosas espantosas, que el río negro de mi pasado que me lleva a través de los años. La verdad es que no me lo puedo ni creer. Cuando aún era pequeño, mi madre me compró un piano. Creo que fue cuando cumplí nueve años. O cuando cumplí ocho. En cualquier caso antes de que nos fuéramos a vivir a Francia con el Moreau aquel. Hacía meses y meses que se lo pedía por favor. Soñaba con ser pianista, un gran concertista; bajo mis dedos, catedrales, livianas como pompas de jabón. Pero no teníamos dinero; mi padre se había ido desde hacía algún tiempo; sus cuentas estaban inmovilizadas (de eso me enteré mucho más adelante) y mi madre se las tenía que apañar. Pero para eso encontró el dinero; no sé cómo; ahorró, o pidió prestado, quizá llegó incluso a prostituirse, no lo sé y no tiene importancia. Seguramente se le ocurrió ambicionar cosas para mí, quería cultivar mis talentos. Así que el día de mi cumpleaños nos trajeron el piano, un piano recto estupendo. Incluso de segunda mano debía de haber costado caro. Yo estaba maravillado al principio. Empecé a dar clases, pero, como no progresaba, me aburrí enseguida y lo fui dejando. Lo que yo me había imaginado no era andar haciendo escalas; era como todos los niños. Mi madre no se atrevió nunca a reprocharme mi ligereza y mi pereza; pero me doy cuenta a la perfección de que debió de reconcomerle todo aquel despilfarro de dinero. Ahí se quedó el piano, cogiendo polvo; a mi hermana le interesaba tan poco como a mí; me olvidé de él y apenas si me enteré cuando mi madre acabó por venderlo, perdiendo dinero seguramente. Nunca quise de verdad a mi madre, e incluso la aborrecí; pero ese incidente me apena por ella. Y también tuvo cierta culpa. Si hubiera insistido, si hubiera sabido ser severa cuando era menester, yo habría podido aprender a tocar el piano y habría sido una gran alegría para mí, un refugio seguro. Tocar sólo para mí, en casa; me habría sentido colmado. Desde luego que oigo música con frecuencia, y me encanta, pero no es lo mismo, es algo que la sustituye. Igual que sucede con mis amores masculinos: la verdad, y no me avergüenza decirlo, es que seguramente habría preferido ser mujer. No forzosamente una mujer viva y activa en este mundo, una esposa, una madre; no, sino una mujer desnuda, echada boca arriba, con las piernas abiertas, aplastada bajo el peso de un hombre, aferrada a él, penetrada por él, ahogada en él, convirtiéndome en ese mar ilimitado donde él también se ahoga, placer sin fin y también sin principio. Pero no fue así. En vez de eso, me vi de jurista, de funcionario de la seguridad, de oficial SS y, luego, de director de una fábrica de encajes. Es triste, pero es así.

Lo que acabo de escribir es cierto, pero también es cierto que amé a una mujer. Sólo a una, pero más que a nada en el mundo. Y resulta que ésa era precisamente la que tenía prohibida. Podemos pensar, con mucha probabilidad de no equivocarnos, que al soñar en ser mujer, al soñarme un cuerpo de mujer, la seguía buscando a ella, quería acercarme a ella, quería ser como ella, quería ser ella. Es totalmente plausible, aunque eso no cambie nada. A los individuos con los que me acosté no los quise nunca, ni a uno solo, los utilicé, utilicé sus cuerpos, y ya está. Pero el amor de ella le habría bastado a mi vida. No os burléis de mí: ese amor es sin duda lo único bueno que he hecho. Pensaréis que todo eso puede parecer un tanto extraño en un oficial de la
Schutzstaffel.
Pero ¿por qué un SS-Obersturmbannführer no iba a tener vida interior, deseos, pasiones, como cualquier otro hombre? Hubo cientos de miles de nosotros a quienes aún miráis como a criminales: entre ellos, como entre todos los seres humanos, hubo hombres vulgares, sí, pero también hombres poco corrientes, artistas, hombres del mundo de la cultura, neuróticos, homosexuales, hombres enamorados de su madre. ¿Qué sé yo qué más? ¿Y por qué no? Ninguno era más característico que cualquier otro hombre en cualquier profesión. Hay hombres de negocios a quienes les gustan el vino bueno y los puros, hombres de negocios a quienes les obsesiona el dinero, y también hombres de negocios que se meten un consolador en el culo para ir a la oficina y ocultan, bajo los temos, tatuajes obscenos: son cosas que nos parecen normales; ¿por qué no iba a suceder lo mismo en las SS o en la Wehrmacht? Nuestros médicos militares se encontraban con mucha mayor frecuencia de lo que se supone con ropa interior femenina cuando cortaban los uniformes a los heridos. Afirmar que yo no era un prototipo no quiere decir nada. Vivía, tenía un pasado, un pasado cargado y gravoso, pero son cosas que suceden, y lo llevaba a mi manera. Luego llegó la guerra; yo tenía jefes y me encontré en el núcleo de cosas horribles, de atrocidades. No había cambiado, seguía siendo el mismo hombre, no había resuelto mis problemas, aunque la guerra me creó problemas nuevos, aunque esos espantos me transformaron. Hay hombres para quienes la guerra, o incluso el asesinato, son una solución, pero yo no soy de ésos; para mí, como para la mayoría de las personas, la guerra y el asesinato son una pregunta, una pregunta sin respuesta, porque cuando alguien grita en la oscuridad, nadie contesta. Y una cosa trae la otra: empecé sirviendo; luego, por la presión de los acontecimientos, acabé por salirme de ese marco; pero todo esto va unido, unido de forma estrecha e íntima: es imposible decir que, si no hubiera habido guerra, yo habría llegado de todas formas a extremos así. A lo mejor había sucedido; pero a lo mejor no; a lo mejor había dado con otra solución. No se puede saber. Eckhart escribió:
Un ángel en el Infierno vuela en su propia nubecita de Paraíso.
Siempre entendí que lo contrario también debía de ser cierto, que un demonio en el Paraíso volaría dentro de su propia nubecita de Infierno. Pero no creo ser un demonio. Para lo que hice, siempre hubo razones, buenas o malas, no lo sé; en cualquier caso, razones humanas. Los que matan son hombres, como también lo son los muertos; eso es lo terrible. Nunca podemos decir: no mataré nunca, es imposible; como mucho, podemos decir: espero no matar. Yo también lo esperaba; yo también quería vivir una vida buena y provechosa; ser un hombre entre los hombres, igual a los demás; yo también quería poner mi piedra en la obra común. Pero no se cumplió esa esperanza, y utilizaron mi sinceridad para realizar una obra que resultó ser mala y malsana, y
crucé las sombrías orillas,
y toda esa maldad se me metió en la vida y no existe reparación posible, y nunca la habrá. Tampoco las palabras sirven para nada, desaparecen como el agua en la arena, y esa arena me llena la boca. Vivo, hago lo que es factible, eso es lo que hace todo el mundo, soy un hombre como los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!

ALEMANDAS I Y II

En la frontera, habían tendido un pontón. Muy cerca, manga por hombro en las aguas grises del Bug, asomaban aún los pilares retorcidos del puente metálico que habían dinamitado los soviéticos. Nuestros zapadores habían construido el nuevo en una noche, a lo que se decía, y unos Feldgendarmes impasibles, cuyas placas en forma de media luna destellaban al sol, dirigían la circulación con gran aplomo, como si siguieran en su ciudad de origen. La Wehrmacht tenía prioridad, nos mandaron esperar. Miré el ancho río perezoso, los bosquecillos apacibles en la otra orilla, el barullo del puente. Luego nos tocó pasar y enseguida nos metimos en algo así como un bulevar de carcasas de material ruso, camiones quemados y desplomados, carros de combate reventados como latas de conserva, trenes de artillería retorcidos como briznas de paja, volcados, barridos, enzarzados en una interminable franja calcinada compuesta de montones irregulares y que iba siguiendo los arcenes. A lo lejos, los bosques resplandecían bajo la soberbia luz del verano. La carretera de tierra estaba expedita, pero se veían los rastros de las explosiones, las grandes manchas de aceite y unos cuantos restos desperdigados. Se llegaba luego a las primeras casas de Sokal. En el centro de la ciudad chisporroteaban aún algunos incendios, cadáveres cubiertos de polvo, la mayoría vestidos de paisano, taponaban parte de la calle, revueltos con los escombros y los cascotes; y, enfrente, a la sombra de un parque, había, bajo los árboles, filas pulcras de cruces blancas que remataban unos curiosos tejadillos. Dos soldados alemanes estaban pintando nombres en ellas. Esperamos allí mientras Blobel, en compañía de Strehlke, nuestro oficial de intendencia, iba al cuartel general. Un olor dulzón, más o menos repulsivo, se mezclaba con la acritud del humo. Blobel no tardó en regresar: «Solucionado. Strehlke se ocupa del acuartelamiento. Vengan conmigo».

El AOK
[1]
nos había metido en un colegio, «Lo siento mucho -se disculpó un funcionario de intendencia joven con el uniforme feldgrau arrugado-. Todavía nos estamos organizando. Pero les mandaremos las raciones». Nuestro comandante segundo, Von Radetzky, un báltico elegante, movió la mano enguantada y sonrió: «No tiene importancia. No vamos a quedarnos». No había camas, pero habíamos traído mantas; los hombres se sentaban en las sillitas de los alumnos. Debíamos de ser unos setenta. Por la noche tocamos, efectivamente, a una sopa de col y patatas, casi fría, con cebollas crudas y unos canteros de pan negro y pegajoso, que se ponía seco al cortarlo. Tenía hambre, me lo comí mojándolo en la sopa y les hinqué el diente a las cebollas. Von Radetzky organizó una guardia. La noche transcurrió tranquila. A la mañana siguiente, el Standartenführer Blobel, nuestro comandante, reunió a sus Leiter para ir al cuartel general. El Leiter III, mi superior directo, quería pasar a máquina un parte y me envió a mí. El estado mayor del 6° Ejército, el AOK 6 , del que dependíamos, estaba instalado en un amplio edificio austrohúngaro con la fachada pintada de un alegre tono naranja, decorada con columnas y adornos de escayola y acribillada de impactos pequeños. Nos recibió un Oberst, que claramente tenía mucha confianza en Blobel: «El Generalfeldmarschall está trabajando al aire libre. Vengan conmigo». Nos llevó a un extenso parque que iba desde el edificio hasta un meandro del Bug que estaba en un desnivel. Junto a un árbol aislado, un hombre en traje de baño andaba a zancadas arriba y abajo, rodeado de una nube zumbadora de oficiales con los uniformes empapados en sudor. Se volvió hacia nosotros: «¡Ah, Blobel! Buenos días, meine Herrén». Lo saludamos: era el Generalfeldmarschall Von Reichenau, comandante en jefe del ejército. El pecho abombado y peludo irradiaba vigor; su famoso monóculo, hincado en la grasa que, pese a su complexión atlética, estaba a punto de apoderarse por completo de la delicadeza prusiana de los rasgos, brillaba al sol, incongruente, casi ridículo. Sin dejar de dar instrucciones precisas y meticulosas, seguía yendo y viniendo a tirones; había que seguirlo y resultaba un poco desconcertante; tropecé con un Major y no me enteré de gran cosa. Se detuvo luego para despedirnos: «¡Ah, sí! Para los judíos, cinco fusiles son demasiados; no tienen ustedes bastantes hombres. Dos fusiles por judío bastarán. Ya veremos cuántos hay para los bolcheviques. Si son mujeres, pueden utilizar el pelotón completo». Blobel saludó:
«Zu Befehl,
Herr Generalfeldmarschall». Von Reichenau dio un taconazo con los talones descalzos y alzó el brazo: «¡Heil Hitler!».. —«¡Heil Hitler!», respondimos todos a coro antes de batirnos en retirada.

El Sturmbannführer doctor Kehrig, mi superior, recibió con expresión hosca el parte que le di: «¿Y nada más?».. —«No lo oí todo, Herr Sturmbannführer». Torció el gesto mientras jugueteaba distraídamente con los papeles. «No lo entiendo. ¿De quién tenemos que recibir órdenes a fin de cuentas? ¿De Reichenau o de Jeckeln? ¿Y dónde está el Brigadeführer Rasch?». —«No lo sé, Herr Sturmbannführer».. —«No sabe usted gran cosa que digamos, Obersturmführer. Hala, puede retirarse».

Blobel convocó a todos sus oficiales al día siguiente. Por la mañana temprano alrededor de veinte hombres se habían marchado con Causen. «Lo he mandado a Lutsk con un Vorkommando. El Kommando entero irá dentro de un día o dos. Allí vamos a fijar nuestro estado mayor por el momento. El AOK también lo van a trasladar a Lutsk. Nuestras divisiones avanzan deprisa, hay que poner manos a la obra. Estoy esperando al Obergruppenführer Jeckeln, que nos dará instrucciones». Jeckeln, un veterano del Partido, de cuarenta y seis años, era el Hóhere SS-und Polizeiführer para el sur de Rusia; y, como tal, todas las formaciones de las SS de la zona, incluida la nuestra, dependían de él de uno u otro modo. Pero Kehrig seguía dándole vueltas a la cuestión de la cadena de mando: «Entonces, ¿estamos bajo el control del Obergruppenführer?».. —«Administrativamente, dependemos del 6º Ejército. Pero tácticamente recibimos órdenes de la RSHA, por mediación del Gruppenstab y del HSSPF. ¿Está claro?» Kehrig cabeceó y suspiró: «No del todo, pero supongo que los detalles irán quedando más claros sobre la marcha». Blobel se puso encarnado: «¡Pero si se lo explicaron todo perfectamente en Pretzsch, demonios!». Kehrig no se alteró: «En Pretzsch, Herr Standartenführer, no nos explicaron nada de nada. Nos soltaron discursos y nos pusieron a hacer deporte. Y nada más. Le recuerdo que la semana pasada no se convocó a los representantes del SD a la reunión con el Gruppenführer Heydrich. Estoy seguro de que había buenos motivos para ello, pero el hecho es que no tengo ni la más remota idea de lo que tengo que hacer aparte de escribir informes acerca de los ánimos o del comportamiento de la Wehrmacht». Se volvió hacia Vogt, el Leiter IV: «Usted estuvo en esa reunión. Bueno, pues cuando nos expliquen nuestros cometidos, cumpliremos con ellos». Vogt, con expresión apurada, daba golpecitos en la mesa con la estilográfica. Blobel se mordía las mejillas por dentro y clavaba en un punto de la pared una mirada rabiosa. «Está bien -ladró por fin-. En cualquier caso, el Obergruppenführer llega esta noche. Ya hablaremos de esto mañana».

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