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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (46 page)

BOOK: Las benévolas
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Bergjuden
como un pueblo que ha adoptado por completo los usos de los montañeses, incluidos los que tienen que ver con el
kanly
o
ishkil,
la venganza de sangre. Sabemos que grandes guerreros tats combatieron junto al imán Shamil contra los rusos. Sabemos también que, antes de la colonización rusa, los
Bergjuden
se dedicaban sobre todo a la agricultura y cultivaban uvas, arroz, tabaco y diversos cereales». «No es un comportamiento judío -comentó Bráutigam-. A los judíos los horrorizan los trabajos penosos, como por ejemplo la agricultura».. —«Desde luego, Herr Doktor. Más adelante, bajo el imperio ruso, las circunstancias económicas hicieron de ellos, pese a todo, artesanos curtidores y joyeros; fueron armeros y tejedores de alfombras, y también mercaderes. Pero se trata de una evolución reciente y algunos
Bergjuden
siguen teniendo casas de labor».. —«¿Como esos a los que mataron cerca de Mozdok, ¿no? -recordó Kóstring-. Nunca hemos aclarado esa historia». La mirada de Bierkamp era cada vez más sombría. Seguí: «En cambio, hay un hecho bastante elocuente, y es que, dejando de lado a unos cuantos rebeldes que se unieron a Shamil, la mayoría de los
Bergjuden
de Daguestán tomaron partido por los rusos, quizá debido a las persecuciones musulmanas, durante las guerras del Cáucaso. Tras la victoria, las autoridades zaristas los recompensaron concediéndoles igualdad de derechos con las demás tribus caucásicas y la posibilidad de acceder a los puestos administrativos. Lo cual, por supuesto, tiene parecido con los sistemas de parasitismo judío que ya conocemos. Pero hay que hacer constar que la mayoría de esos derechos los abolió el régimen soviético; en Nalchik, por tratarse de una república autónoma kabardino-balkaria, todos los puestos que no se atribuían a rusos o a judíos soviéticos se repartían entre los dos pueblos titulares; los
Bergjuden
aquí no participaron casi nunca en la administración, si dejamos aparte unos cuantos archiveros y funcionarios de poca categoría. Sería interesante ver cuál es la situación en Daguestán». Concluí citando las observaciones etnológicas de Weseloh. «No parece que se contradigan con las nuestras», masculló Weintrop.. —«No, Herr Major. Son complementarias».. —«En cambio -farfullaba pensativamente Rehrl-, muchas de sus informaciones son poco compatibles con la tesis de unos orígenes jázaros o turcos. Y, no obstante, me parece que es sólida. Incluso ese Miller suyo..». Kóstring lo interrumpió con un carraspeo: «Nos ha impresionado mucho a todos la erudición de que han hecho gala los especialistas de las SS -dijo con tono untuoso, dirigiéndose a Bierkamp-, pero sus conclusiones no me parece que se diferencien mucho de las de la Wehrmacht, ¿verdad?». Bierkamp parecía ahora furioso y preocupado; se mordisqueaba la lengua: «Como hemos podido comprobrar, Herr General, las observaciones puramente científicas son muy abstractas. Hay que cruzarlas con las observaciones que aporta el trabajo de la
Sicberheitspolizei.
Y así es como podemos llegar a la conclusión de que nos hallamos ante un enemigo racialmente peligroso».. —«Permítame, Herr Oberführer -intervino Bráutigam-. No estoy convencido de eso».. —«Porque es usted un civil y tiene un punto de vista civil, Herr Doktor -replicó, muy seco, Bierkamp- Si el Führer tuvo a bien poner la seguridad del Reich a cargo de las SS no fue por casualidad. También hay en esto una cuestión de
Weltanschauung». Sicberheitspolizei
o de las SS, Oberführer -añadió Kóstring con su voz lenta y paternal-. Sus fuerzas son unos auxiliares valiosísimos para la Wehrmacht. No obstante, la administración militar, que también nace de una decisión del Führer, debe tomar en cuenta todos los aspectos de la cuestión. Desde el punto de vista político, aquí nos perjudicaría una acción contra los
Bergjuden
que no estuviera plenamente justificada. Sería, pues, menester que se dieran unas circunstancias imperativas que neutralizasen ese hecho. Oberst Von Gilsa, ¿qué opina el Abwehr acerca del nivel de riesgo que nos hace correr ese pueblo?». —«Ya tratamos de esa cuestión en la primera conferencia que celebramos al respecto en Voroshilovsk, Herr General. Desde ese momento el Abwehr ha estado observando atentamente a los
Bergjuden.
Hasta el día de hoy, no hemos podido detectar el mínimo rastro de actividad subversiva. No tienen contactos con los partisanos, no hacen sabotaje ni espionaje, nada de nada. Ojalá todos los demás pueblos se estuvieran así de quietos; nuestra tarea aquí sería mucho más fácil».. —«Precisamente la SP opina que no hay que esperar a que se cometa el crimen para prevenirlo», objetó con rabia Bierkamp.. —«Desde luego -dijo Von Bittenfeld-, pero en toda intervención preventiva hay que sopesar las beneficios y los riesgos».. —«En resumen -añadió Kóstring-, suponiendo que hubiera riesgo por parte de los
Bergjuden,
¿no sería inmediato?». —«Non, Herr General -confirmó Von Gilsa-. Al menos desde el punto de vista del Abwehr».. —«Queda, pues, la cuestión racial -dijo Kóstring-. Hemos oído muchos argumentos. Pero creo que estarán todos ustedes de acuerdo en que ninguno era del todo concluyente ni en un sentido ni en otro». Hizo una pausa y se frotó la mejilla. «Me parece que nos faltan datos. Es cierto que Nalchik no es el habitat natural de esos
Bergjuden,
lo que deforma por completo la perspectiva. Propongo pues, que pospongamos la cuestión hasta que ocupemos Daguestán. In situ, en su habitat de origen, nuestros investigadores deberían ser capaces de dar con elementos probatorios de más envergadura. Convocaremos una nueva comisión para entonces». Se volvió hacia Korsemann: «¿Qué le parece, Brigadeführer?». Korsemann titubeó, miró a Bierkamp de reojo, volvió a titubear y dijo: «No tengo nada que objetar, Herr General. Creo que así se satisfarían los intereses de todas las partes, incluidas las SS. ¿No es cierto, Oberführer?». Bierkamp tardó un momento en responder: «Si ésa es su opinión, Herr Brigadeführer».. —«Por supuesto que, entretanto, los vigilaremos de cerca -añadió Kóstring con su expresión campechana-. Oberführer, cuento también con que su Sonderkommando esté alerta. Si se insolentan o entran en contacto con los partisanos, ¡zas! ¿Doktor Bráutigam?» La voz de Bráutigam era más gangosa que nunca: «El
Ostministerium
no tiene nada que objetar a esa propuesta, que es totalmente razonable, Herr General. Creo que también deberíamos dar las gracias a los especialistas, algunos de los cuales han viajado desde el Reich, por su notable trabajo».. —«Claro que sí, claro que sí -asintió Kóstring-. Doktor Rehrl, Major Weintrop, Hauptsturmführer Aue, enhorabuena. Y lo mismo a sus colegas». Todos los asistentes aplaudieron. La gente se levantaba con mucho ruido de sillas y de papeles. Bráutigam rodeó la mesa y vino a estrecharme la mano: «Muy buen trabajo, Hauptsturmführer». Se volvió hacia Rehrl: «Por supuesto, la tesis jazara sigue siendo posible».. —«Bueno -dijo éste-, ya veremos en Daguestán. Estoy seguro de que allí daremos con nuevas pruebas, como ha dicho el general. En Derbent sobre todo habrá documentos y rastros arqueológicos». Miré a Bierkamp, que había ido enseguida a reunirse con Korsemann y le hablaba a toda velocidad en voz baja, moviendo una mano. Kóstring charlaba de pie con Von Gilsa y con el Oberst del AOK. Crucé algunas palabras más con Bráutigam, luego recogí mis dosieres y me encaminé hacia el vestíbulo, adonde ya se habían ido Bierkamp y Korsemann. Bierkamp, encolerizado, me miró de arriba abajo. «Creía que tenía usted en más los intereses de las SS, Hauptsturmführer». No dejé que me aturullase: «Herr Oberführer, no he omitido ni una prueba de su condición de judíos».. —«Habría podido presentarlas de forma más clara, con menos ambigüedad». Korsemann intervino con su dicción entrecortada: «No veo qué le reprocha usted, Oberführer. Se las ha apañado muy bien. Por cierto, que el general le ha dado la enhorabuena dos veces». Bierkamp se encogió de hombros: «Me pregunto si, a fin de cuentas, no tenía razón Prill». No contesté. A nuestra espalda, iban saliendo los demás participantes. «¿Tiene más instrucciones para mí, Herr Oberführer?», pregunté por fin. Hizo un ademán vago con la mano: «No. Ahora no». Lo saludé y salí detrás de Von Gilsa.

Fuera, el aire era seco, intenso, mordiente. Inspiré a fondo y noté cómo el frío me quemaba por dentro los pulmones. Todo tenía un aspecto congelado y mudo. Von Gilsa se metió en su coche con el Oberst del AOK y me ofreció la plaza del asiento delantero. Cruzamos unas cuantas palabras más y luego, poco a poco, todo el mundo se fue quedando callado. Yo pensaba en la conferencia: la ira de Bierkamp era comprensible. Kóstring nos había jugado una mala pasada. Todo el mundo en la sala sabía de buena tinta que no había ninguna oportunidad de que la Wehrmacht llegase a Daguestán. Algunos sospechaban incluso -aunque Korsemann y Bierkamp quizá no lo sospechasen que, antes bien, el grupo de ejércitos A no tardaría en tener que salir del Cáucaso. Incluso si Hoth conseguía encontrarse con Paulus, sólo sería para que el 6º Ejército se pudiera replegar hacia el Chir o incluso hacia el curso bajo del Don. Bastaba con mirar un mapa para darse cuenta de que la posición del grupo de ejércitos A era cada vez más insostenible. Kóstring debía de tener unas cuantas cosas seguras al respecto. Quedaba descartado, por lo tanto, enemistarse con los pueblos montañeses por una cuestión de tan poca importancia como la de los
Bergjuden:
ya habría disturbios cuando se dieran cuenta de que volvía el Ejército Rojo -aunque sólo fuese para dar pruebas de lealtad y patriotismo, con cierto retraso, también es verdad y había que evitar a toda costa que el asunto degenerase. Una retirada por un entorno completamente hostil y propicio a la guerrilla podía desembocar en catástrofe. Así pues había que dar garantías a las poblaciones amigas. No creía yo que Bierkamp pudiera entender algo así; tenía una mentalidad policíaca que exacerbaba la obsesión que sentía por las cifras y los partes y lo volvía corto de vista. Hacía poco, un Einsatzkommando había liquidado un sanatorio para niños tuberculosos en una zona remota de la región de Krasnodar. La mayoría de los niños eran montañeses, los consejos nacionales protestaron enérgicamente y hubo algaradas que costaron la vida a varios soldados. Bairamukov, el jefe karachai, amenazó a Von Kleist con una insurrección general si volvía a pasar algo así; y Von Kleist le mandó una carta furiosa a Bierkamp, pero éste, por lo que tenía yo oído, la recibió con una curiosa indiferencia; no veía dónde estaba el problema. Korsemann, más sensible a la influencia de los militares, tuvo que intervenir y lo obligó a enviar instrucciones nuevas a los Kommandos. A Kóstring, pues, no le había quedado elección. Al llegar a la conferencia, Bierkamp pensaba que aún no estaba echada la suerte: pero Kóstring seguramente había ya cargado los dados con Bráutigam y el cruce de puntos de vista no había sido sin duda más que puro teatro, una representación para los no iniciados. Aunque hubiera estado presente Weseloh, o aunque yo me hubiera aferrado a una argumentación completamente tendenciosa, no habría cambiado nada. La jugada de Daguestán era brillante e imparable: era la consecuencia natural de lo dicho y Bierkamp no podía oponerle ninguna objeción razonable; en cuanto a decir la verdad, que nunca ocuparíamos Daguestán, era algo inconcebible; poco le habría costado entonces a Kóstring conseguir que relevaran a Bierkamp por derrotismo. No en vano los militares llamaban a Kóstring «el viejo zorro»: había sido un golpe maestro, me dije con amargo regocijo. Sabía que iba a traerme problemas: Bierkamp intentaría que cargase alguien con las culpas de su fracaso, y yo era la persona más indicada. No obstante, había realizado mi trabajo de forma enérgica y rigurosa; ahora bien, pasaba como con aquella misión mía en París, no había entendido las reglas del juego, había buscado la verdad allí donde no querían la verdad, sino una baza política. Prill y Turek tendrían ahora todas las facilidades para calumniarme. Por lo menos, Voss no habría desaprobado la presentación que hice. Por desgracia, Voss había muerto y yo estaba solo otra vez.

Caía la noche. Una gruesa capa de escarcha lo cubría todo: las ramas retorcidas de los árboles, y los alambres y los postes de los cercados, la hierba prieta, la tierra de los campos casi pelados. Era como un mundo de espantosas formas blancas, angustiosas, mágicas, un universo cristalino de donde parecía proscrita la vida. Miré las montañas: la ancha pared azul cerraba el horizonte, guardiana de otro mundo, de un mundo oculto. El sol se estaba poniendo en Abjasia seguramente y lo ocultaban las crestas, pero su luz acariciaba aún las cumbres y pintaba la nieve de suntuosos y delicados fulgores de color rosa, amarillo, naranja, fucsia, que iban corriendo, de forma exquisita, de un pico a otro. Era todo de una belleza cruel, que cortaba la respiración, casi humana, pero, al tiempo, más allá de toda tribulación humana. Poco a poco, allá lejos, allí detrás, el mar se tragaba el sol, y los colores se iban apagando uno a uno, poniendo la nieve azul y, luego, de una blancura gris que resplandecía apaciblemente en la oscuridad. Los árboles, incrustados de escarcha, surgían en los conos de nuestros faros como criaturas en movimiento. Habría podido creer que había cruzado hasta el otro lado, hasta ese país que tan bien conocen los niños y del que no se vuelve.

No estaba equivocado en lo tocante a Bierkamp: la cuchilla cayó aún más deprisa de lo que me esperaba. Cuatro días después de la conferencia, me mandó ir a Voroshilovsk. La antevíspera habían promulgado el Distrito Autónomo kabardino-balkario, durante la celebración del Kurban Bai'ram en Nalchik, pero no asistí a la ceremonia; por lo visto, Bráutigam había dado un discurso por todo lo alto y los montañeses cubrieron a los oficiales de regalos, de
kinyali,
de alfombras
y
de Coranes copiados a mano. En cuanto al frente de Stalingrado, según los rumores, a los panzers de Hoth les costaba mucho avanzar y acababan de tropezarse con el Myshkova, a sesenta kilómetros del
Kessel;
entretanto, los soviéticos, más al norte, en el Don, lanzaban una nueva ofensiva contra el frente italiano; se hablaba de desbandada, y los carros de combate rusos amenazaban ahora a los aeródromos desde los que la Luftwaffe avituallaba como podía al
Kessel.
Los oficiales del Abwehr seguían negándose a dar informaciones concretas y costaba hacerse una idea exacta del estado crítico de la situación, incluso superponiendo los variados rumores. Yo daba cuenta al Gruppenstab de todo cuanto conseguía entender, o corroborar, pero me daba la impresión de que no se tomaban demasiado en serio mis partes: últimamente había recibido del estado mayor de Korsemann una lista de los SSPF y demás responsables SS nombrados para los diferentes distritos del Cáucaso, incluidos Grozny, Azerbaiyán y Georgia, y un estudio acerca de la planta
kok-saghyz,
que crece en torno al Malkop, y cuyo cultivo deseaba el Reichsführer emprender a gran escala para producir un sustituto del caucho. Me preguntaba si Bierkamp tenía opiniones tan poco realistas; en cualquier caso, me inquietaba la convocatoria. De camino, iba intentando acopiar argumentos en mi defensa y poner a punto una estrategia, pero como no sabía qué iba a decirme, lo mezclaba todo.

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