Read Las canicas, las «cuquis» y el novio tontito de Mamá Online
Authors: Alfonso Ussia
Tags: #Humor
Apenas me he despedido. Un saludo general y un ingreso rotundamente angustioso en el asiento trasero del «Bentley». Las malas noticias nunca vienen solas.
Me llama Mamá.
—Sé que has perdido. Ya estoy en casa. Tengo que decirte algo importante.
—Ahora no, por favor.
—Ahora y de golpe. Me caso con tu tío Pochito.
* * *
La noche cerrada me aguarda en La Jaralera. Florestán nos espera.
—Buen chico Florestán, Tomás.
—No es malo, señor. Pero bastante cursi.
—Como un nenúfar, Tomás.
Mi encuentro con Marsa ha sido emocionante. Recuerdo la escena de una película, cuyo nombre tengo en la punta de la lengua, en la que el marido se marcha a buscar oro. No lo encuentra, y al cabo de los años, fracasado, arruinado y hundido, vuelve a su casa. Pero su mujer le sigue amando, y se abrazan apasionadamente. Lloré mucho cuando la vi, y considero que existe una gran similitud entre aquella escena y mi situación.
—Mi amor, te has portado como un gran campeón.
No puedo hablar. Don Crispín se lamenta.
—A veces, Dios no se ocupa de este tipo de cosas.
Pregunto por Mamá, y está en la cama. Acudo a verla.
—Tenemos que hablar, Mamá.
—Si lo prefieres, mañana. Hoy no te encuentro en condiciones.
—He ganado la Canica de Plata.
—Mira, a mí no me engañas. Lo que vale en ese campeonato es el Bolón de Oro.
—Tienes razón. Espero que me expliques qué es esa tontería de tu boda.
—Ninguna tontería. Pochito está solo y yo también. Pochito es soltero y yo viuda.
Queremos pasar juntos los últimos años de nuestra vida.
—Es una inmoralidad. Con más de noventa años, casarse es una porquería.
—El amor no tiene edad ni límite. En septiembre nos casamos y yo me instalo en Grazalema.
—Espero, Mamá, que no habrás hecho con el tío Pochito ninguna marranada.
—Ayer dormimos juntos.
Pienso en Mamá acostada con el tío Pochito y me asaltan las náuseas. Pobre infeliz. No sabe dónde se mete ese tonto. Por otro lado, es la mejor manera de librarse de ella. Tío Pochito, además, tiene dinero y una magnífica finca. Al final, va a resultar que el más beneficiado de esta asquerosidad voy a ser yo. Marsa apoya la boda.
—Que se case cuanto antes, mi jaguar.
He tenido que ingerir tres Orfidal para conciliar el sueño. El fracaso y la decepción me abruman. Ni las caricias de Marsa me estimulan. Mañana será otro día, pero mucho me temo que jamás recuperaré la ilusión perdida, machacada esta tarde en el pulpito grandioso de la sierra de Aracena.
* * *
De golpe, la depresión. Jamás había sentido ese desasosiego oscuro, esa posesión del túnel negro e inacabable. Marsa me anima, pero me suena a palabra hueca. He abandonado mis buenas costumbres. Ya no me baño con mi patito de goma. Me ducho, y muy rápidamente. Una camisa mal planchada no me levanta la santa y justificada ira. Si el primer café de la mañana me quema las tragaderas, apenas protesto. Miro al cielo y me afecta lo mismo verlo con vencejos que sin vencejos.
Tomás apenas me molesta, y él lo presiente, y se lastima de alma.
—Señor marqués, ha amanecido con más expresión de idiota que nunca.
Esta observación, hace días, habría significado su inmediata expulsión de casa.
Hoy, me he limitado a sonreírle con mansa aceptación.
—Tomás, ef la cara que tengo.
Marsa no se separa de mi lado.
—¡Ánimo, mi amor, que esto es pasajero!
Intento hablar y las «eses» se me confunden con las «efes».
— Eftoy bien, no te preocupef, fe me pafara.
—¿Por qué no pronuncias las «eses»?
—Laf pronuncio muy bien, pero eref tú la que estáf un poco fordita.
Hasta mi madre, tan insensible, me consuela y anima.
—Susú, no te preocupes. Tienes el mal del bisabuelo.
—¿Qué le pafó al bif abuelo?
—Nada, hijo mío, que llegó a cierta edad y se quedó imbécil perdido.
—No fé, Mamá, pero me parece que tu confuelo me laftima en lugar de confolarme.
He adelgazado. El cuello de la camisa me chupa el gaznate, y los pantalones se me deslizan, muslos hacia abajo, al menor movimiento. Tomás, a cada minuto más preocupado, ha llamado al médico. Veo al doctor, y no reacciono.
Días atrás, le hubiera insultado con regodeo, premeditación y alevosía. Es más, cuando el médico me ha tocado las inglerías no he movido ni un músculo. Se ha vuelto hacia Marsa y se lo ha soltado de sopetón.
—Señora, su marido tiene una depresión de caballo. Sólo recuerdo un caso parecido. El del padre de una fallera mayor, que el día de San José, ya vestido de padre de fallera mayor, vio cómo a su hija le venía pequeño el carísimo vestido.
Estaba embarazada de dos meses y no había dicho ni mú.
Marsa, siempre atenta y oportuna.
—¿Y qué le pasó a ese padre decepcionado?
—Se intentó suicidar tirándose al Turia, y no lo consiguió porque habían desviado el cauce natural. Pero se dio un morrón de los de antes de la guerra. Lo de su marido es peor.
Marsa me acaricia. Siento sus manos, pero apenas me alivian. El doctor le recomienda una serie de medicamentos. El mundo se me viene encima, lleno de sombras y de figuras perversas. Ante todo, no perder la educación. Hasta en el peor
de los casos, la cortesía es obligatoria. Mamá asiste al drama desde la puerta de mi habitación.
—Que fe vaya efa a tomar vientof —he dicho.
—Susú, no hables así a tu madre —ha respondido ella.
—No me llamo Fufú, foy el marquéf de Fotoancho.
Marsa me ha puesto una píldora bajo la lengua. Vasito de agua. Los negros se vuelven grises. Un beso en la frente. Los grises se diluyen en blancos de sueño. Otro beso. Los blancos también se eliminan. Parece que duermo. Probablemente duermo.
Y mi subconsciente, llora.
* * *
Durísimo despertar. Las pocas horas de sueño han arreglado mi disfunción vocal.
Algo es algo. Pero no siento apego ni afecto por la vida. A pesar de mi amor a Marsa, de mis cinco hijos, de mis centenares de millones de euros, de mis veintiocho mil hectáreas de La Jaralera, de mis amigos y de mi gente, la vida me ha dado un morrón del que creo no voy a poder levantarme. Don Crispín pretende consolarme.
—Lo tiene todo, y hay millones de personas en el mundo que no tienen nada.
¿Qué es un campeonato de canicas?
—Es muchísimo, don Crispín.
—No se puede derrumbar por un contratiempo insignificante.
—Si vuelve a decir que perder el Campeonato del Mundo de Canicas sobre Alfombras de la Real Fábrica de Tapices es un contratiempo insignificante, ahora mismo, don Crispín, ahora mismito, a pesar de mi estado de ánimo, me voy a ver al cardenal-arzobispo para pedirle que me cambie de capellán. No me sirven las demagogias, don Crispín. Que si lo del tsunami, que si la sequía en África, que si el incendio del Windsor… Estamos y vivimos en La Jaralera, y aquí lo importante en otros lugares carece de relevancia, y lo aparentemente superfluo resulta fundamental. Oiga bien, don Crispín, aprenda la lección. En este territorio, que es mucho más antiguo como tal que los vascos, se lamentan las catástrofes y los sufrimientos de la humanidad. Pero hasta cierto punto. Lo realmente grave en estos territorios es que su dueño fracase en el Mundial de Canicas.
—Pero Dios no comparte su opinión.
—Y tiene perfecto derecho a no compartirla. Pero no está capacitado para hacerme llegar, a través de un intérprete como usted, lo que es importante en La Jaralera y para La Jaralera. Espero, don Crispín, que el tiempo cicatrice la honda herida en el alma que ahora padezco. Pero necesito mucho tiempo, muchísimo tiempo para sanarme. Ahora mismo, y no quiero preocuparle, comprendo perfectamente a Bardem cuando se suicida.
—¿Se ha suicidado Bardem?
—Algo he leído por ahí.
—Ánimo, Cristian, que Dios también se ocupa de los problemas pequeños.
—Pues haberlo dicho antes. Y no es pequeño. Problema pequeño, por ejemplo, es el de mi madre. Se quiere casar con el tío Pochito.
—¡No será verdad!
—Verdad absoluta.
—Me parece una inmoralidad.
—A mí, un asco.
—Ese tío suyo es completamente idiota.
—Y viejísimo.
—Hablaré con ella inmediatamente.
—Hágalo, pero no con contundencia. ¿Se figura, don Crispín, lo que sería esta casa sin mi madre?
—Lo más cercano al Paraíso.
—Pues eso. Un leve regaño, pero no una homilía tenebrosa. Y ahora, si puedo, tengo que trabajar. Este bergantín no navega solo.
—Prométame más resignación, Cristián.
—En este momento, tal promesa sería falsa.
* * *
Un problema más. Furtivos. Nos ha avisado la Guardia Civil. No cazadores furtivos para comer, sino para matar. Se mueven por la Manchona, paraíso de los venados y los cochinos. Tenemos contados cinco linces, que son nuestro orgullo. Con la primavera avanzada, los venados se esconden para ocultar la vergüenza de sus cabezas. Parecen ciervas corpulentas, pero nada más. ¿Qué beneficio consiguen los furtivos con su muerte?
Me he sentido indignado, ultrajado, violado. Nunca hemos sido los Sotoancho gente de cuajo, pero hoy la rabia me supera. Para mí, como si me hubieran declarado la guerra. Y a la guerra voy. Si hay que estar toda la noche vigilando, se vigila. Como en los versos de Marquina: «Sueño no he menester / quejas no quiero.» Vendrán algunos guardias civiles, y toda la guardería de casa se colocará de punta a punta de la sierra. Modesto, Juan de Dios, Riquelme, Agustín y Casimiro. También se han presentado voluntarios Tomás, Florestán, Karmel y Pepillo, el jardinero. Nos colocaremos por parejas. Uno llevará el arma cargada con balas y el otro con cartuchos de sal. Pero como me llamo Cristian Ildefonso, que esos furtivos se van a enterar.
En el campo, por la noche, cualquier ruido se oye. A las nueve estábamos ya en nuestros puestos. La Guardia Civil patrulla por los carriles. Unos bocinazos nos avisarán de la presencia de los canallas. Tomás me ha preparado una cesta de ensueño. Jamoncito, una tortilla de patatas, una petaca de whisky, un termo con hielo y una botella de agua. Nos hemos servido una copa para sosegar los temores y soportar la espera. A mi derecha, en la cuerda de los abedules, están Modesto y Karmel, y a mi izquierda, en la barranquilla de las charcas, Pepillo y Florestán.
Sueño. Pero firmeza. A eso de las tres hemos oído jaleo. Gritos de guardias civiles dando el alto. Por el carril se acerca un coche sin faros. Es un Range Rover, parece.
Llevan una rueda a la virulé, reventada seguramente al toparse con un tocón o una roca. Se han detenido a la altura de nuestro puesto. Inicio de colitis. Temblor agudo.
Tomás, que me pide el arma. Está bragado mi leal y sinvergüenza mayordomo.
Del vehículo han salido dos sombras que cuchichean. Al fondo veo los faros de un coche de la Guardia Civil que se aproxima. Las sombras, en lugar de elegir la ladera para escapar suben hacia nuestra postura. Tomás aprieta los dientes.
—¡Alto! —ha ululado.