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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (3 page)

BOOK: Las correcciones
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Chip tenía los brazos cruzados, a la defensiva. Levantó una mano para tirarse del remache de hierro forjado que llevaba en una oreja. Lo ponía muy nervioso la posibilidad de desgarrarse el lóbulo con él: de que el máximo dolor que los nervios de su pabellón auditivo pudieran generar quedara por debajo del mínimo que él necesitaba ahora para tranquilizarse. Desde su situación, junto a los detectores de metal, vio que una chica de pelo azulado adelantaba a sus padres, una chica de pelo azulado y en edad de estar estudiando, una extraña muy deseable, con
piercings
en los labios y en las cejas. Se puso a pensar que si podía mantener relaciones sexuales con esa chica durante un segundo, sería capaz de afrontar a sus padres confiadamente, y que si podía seguir manteniendo relaciones sexuales con esa chica una vez por minuto, mientras sus padres permanecieran en Nueva York, conseguiría sobrevivir a la visita. Chip era un hombre alto, de constitución como trabajada en gimnasio, con patas de gallo y un pelo amarillo manteca que ya raleaba. Si aquella chica se hubiese fijado en él, quizá habría pensado que ya era demasiado talludo para vestirse de cuero. Mientras ella pasaba de largo, Chip se tiró con más fuerza del remache, para contrarrestar el dolor de verla marcharse para siempre de su vida y para concentrar luego la atención en su padre, cuyo rostro iba iluminándose al descubrir un hijo suyo entre aquella multitud de personas extrañas. Braceando como quien se hunde en el agua, Alfred cayó sobre su hijo y se agarró a su mano y su muñeca como a un cable que le hubieran arrojado.

—¡Vaya! —dijo—. ¡Vaya!

Enid llegó detrás de él, renqueando.

—¡Chip! —gritó—. ¿Qué te has hecho en las orejas?

—Mamá, papá —murmuró Chip entre dientes, esperando que la chica del pelo azulado estuviese ya demasiado lejos para haberlo oído—. Me alegro de veros.

Aún le quedó tiempo para un pensamiento subversivo sobre las bolsas Nordic Pleasurelines de sus padres (una de dos: o bien la Nordic Pleasurelines le enviaba una bolsa a todo el que compraba un billete para un crucero suyo, como procedimiento bastante cínico para obtener publicidad andante y gratuita, o como procedimiento para llevar etiquetados a sus viajeros y así manejarlos mejor en los puntos de embarque, fomentándoles de paso, graciosamente, el espíritu corporativo; o bien Enid y Alfred habían conservado a propósito esas bolsas, de algún viaje anterior, y ahora, dejándose guiar por un equivocado sentido de la lealtad, habían decidido llevarlas también en su próximo crucero. Fuera cual fuera el caso, a Chip le resultaba horrorosa la facilidad con que sus padres se avenían a convertirse en vectores de la publicidad comercial), antes de echarse las bolsas al hombro y asumir el peso de ver el aeropuerto de La Guardia y la ciudad de Nueva York y su vida y su ropa y su cuerpo a través de los ojos decepcionados de sus padres.

Se fijó, como por primera vez, en el linóleo sucio, los chóferes con pinta de asesinos mostrando carteles en que se leía el nombre de otras personas, la maraña de alambres que colgaba de un agujero del techo. Oyó con toda claridad la palabra «cabrón». Al otro lado de los ventanales de la planta de equipajes, dos bangladeshíes empujaban un taxi averiado bajo la lluvia y en el estrépito de las bocinas airadas.

—Tenemos que estar en el muelle a las cuatro —le dijo Enid a Chip—. Y creo que papá quería ver tu lugar de trabajo en el
Wall Street Journal
—elevó el tono de voz—. ¿Al? ¿Al?

Aunque ahora se le estaba torciendo hacia abajo el cuello, Alfred seguía siendo una figura imponente. Tenía el pelo blanco y espeso y lustroso, como un oso polar, y los largos y potentes músculos de sus hombros, que Chip recordaba en ejercicio, dándole azotes a un niño —el propio Chip, las más de las veces—, aún llenaban los hombros de tweed gris de su chaqueta sport.

—Al, ¿no querías ver el sitio donde trabaja Chip? —gritó Enid.

Alfred negó con la cabeza:

—No hay tiempo.

El carrusel del equipaje daba vueltas en vacío.

—¿Te has tomado la píldora? —le preguntó Enid.

—Sí —contestó Alfred.

Cerró los ojos y repitió muy despacio:

—Me he tomado la píldora. Me he tomado la píldora. Me he tomado la píldora.

—El doctor Hedgpeth le ha cambiado la medicación —le explicó Enid a Chip, quien estaba seguro de que su padre no había expresado el más mínimo interés por ver su puesto de trabajo.

Y, dado que Chip no tenía relación alguna con el
Wall Street Journal
—la publicación en que colaboraba sin cobrar era el
Warren Street Journal: A Monthly of the Transgressive Arts,
revista mensual de las artes transgresivas; también había terminado, muy recientemente, un guión cinematográfico, y trabajado a tiempo parcial como corrector de textos legales en Bragg Knuter & Speigh, durante los casi dos años siguientes a su cese como profesor ayudante de Artefactos Textuales en el D—— College de Connecticut, a resultas de una falta cometida contra una estudiante, comportamiento al que había faltado muy poco para hacerle incurrir en responsabilidad penal y que sus padres nunca llegaron conocer, pero que había bastado para poner fin al desfile de logros de que pudiera presumir su madre, allá en St. Jude; les había dicho a sus padres que había abandonado la enseñanza para dedicarse a escribir y, más recientemente, ante el acoso de su madre para que le diera más detalles, mencionó el
Warren Street Journal,
nombre que su madre oyó mal y del que instantáneamente empezó a alardear delante de sus amigas Esther Root y Bea Meisner y Mary Beth Schumpert, y aunque Chip, que llamaba por teléfono a su casa todos los meses, muy bien podría haberla sacado de su error, lo cierto es que más bien contribuyó a fortalecer el malentendido; y aquí se complica el asunto, no sólo porque el
Wall Street Journal
se vendía en St. Jude y su madre nunca le había dicho que hubiera buscado algo de Chip en sus páginas, sin encontrarlo (lo cual significaba que, en su fuero interno, sabía muy bien que no colaboraba en el periódico), sino también porque el autor de artículos como «Adulterio creativo» y «En alabanza de los moteles pringosos» estaba siendo cómplice de mantener vivo en su madre precisamente el tipo de espejismo que el
Warren Street Journal
explotaba, y ya había cumplido los treinta y nueve años, y seguía echándoles la culpa a sus padres de ser como era—, le pareció muy bien que su madre cambiara de conversación.

—Está mucho mejor de los temblores —añadió Enid en un tono de voz inaudible para Alfred—. El único efecto secundario es que
puede
tener alucinaciones.

—Pues menudo efecto secundario —dijo Chip.

—El doctor Hedgpeth dice que lo que tiene es muy leve y que se puede controlar casi por completo con la medicación adecuada.

Alfred vigilaba la gruta de los equipajes, mientras los pálidos pasajeros se situaban estratégicamente ante el carrusel. Había una confusión de líneas indicadoras de marcha en el linóleo, que se había vuelto de color gris por efecto de los contaminantes arrastrados por la lluvia. La luz tenía el color del mareo en coche.

—¡Nueva York! —exclamó Alfred.

Enid miró con gesto torvo los pantalones de Chip.

—No serán de cuero, ¿verdad?

—Sí, son de cuero.

—¿Cómo los lavas?

—Son cuero, como una segunda piel.

—Tenemos que estar en el muelle no más tarde las cuatro —dijo Enid.

El carrusel soltó unos cuantos bultos.

—Ayúdame, Chip —dijo Alfred.

Poco después, Chip se adentraba en la lluvia traída por el viento, llevando las cuatro maletas de sus padres. Alfred iba un paso por delante, dando traspiés, con el andar de un hombre a quien le consta que si tiene que pararse le va a costar ponerse en marcha otra vez. Enid los seguía como a rastras, atenta al dolor de la cadera. Había engordado un poco y perdido quizá algo de altura desde la última vez que Chip la había visto. Siempre había sido una mujer guapa, pero a ojos de Chip era, más que ninguna otra cosa, una personalidad, hasta el punto de que podía mirarla de hito en hito y seguir ignorando cuál era su verdadero aspecto.

—¿Qué es, hierro forjado? —le preguntó Alfred mientras la cola de los taxis iba avanzando poco a poco.

—Sí —contestó Chip, tocándose la oreja.

—Parece un remache de un cuarto de pulgada, de los de toda la vida.

—Sí.

—¿Qué haces? ¿Lo achatas a martillazos?

—Sí, a martillazos —dijo Chip.

Alfred guiñó los ojos y emitió un silbido bajo, inhalando el aire.

—Vamos a hacer el crucero de lujo Colores del Otoño —dijo Enid cuando ya iban los tres en un taxi amarillo, atravesando Queens a toda marcha—. Subimos hasta Quebec y luego vamos todo hacia abajo, disfrutando de cómo cambian de color las hojas de los árboles. Papá se lo pasó tan bien en el último crucero que hicimos. ¿Verdad, Alfred? ¿A que te lo pasaste muy bien en aquel crucero?

En el puerto del East River, la lluvia aplicaba un severo correctivo a las empalizadas de ladrillo. Chip habría preferido un día de sol, un claro panorama de sitios famosos y agua azul, sin nada que ocultar. Aquella mañana, los únicos colores del camino eran los rojos corridos de las luces de freno.

—Ésta es una de las grandes ciudades del mundo —dijo Alfred, muy emocionado.

—¿Cómo te encuentras últimamente, papá? —logró Chip preguntarle.

—Ni mejor que en el cielo, ni peor que en el infierno.

—Estamos muy contentos con tu nuevo trabajo —dijo Enid.

—Uno de los grandes periódicos de este país —dijo Alfred—. El
Wall Street Journal.

—¿No huele a pescado?

—Estamos muy cerca del océano —dijo Chip.

—No, eres tú.

Enid se inclinó hacia delante y acercó la nariz a la manga de Chip.

—Tu cazadora huele
muchísimo
a pescado —dijo.

Él apartó el brazo.

—Mamá. Por favor.

El problema de Chip era haber perdido la confianza. Atrás quedaban los días en que pudo permitirse
épater les bourgeois.
Dejando aparte su apartamento en Manhattan y su muy agraciada chica, Julia Vrais, ahora no poseía casi nada capaz de convencerlo de que era un hombre adulto en buen estado de funcionamiento, ningún logro que comparar con los de su hermano, Gary, que era banquero y tenía tres hijos, ni con los de su hermana, Denise, que con treinta y dos años era jefa de cocina de un restaurante de primera categoría recién inaugurado en Filadelfia. Había abrigado la esperanza de tener vendido el guión cuando llegaran sus padres, pero la verdad era que no había terminado el primer borrador hasta pasadas las doce de la noche del martes, y luego había tenido que trabajar tres turnos de catorce horas en Bragg Knuter & Speigh, para pagar el alquiler de agosto y tranquilizar al dueño de su apartamento (Chip estaba subarrendado) en cuanto a los pagos sucesivos de septiembre y octubre, y luego había unas compras que hacer, para la comida, y una casa que limpiar, y, por último, un poco antes del amanecer, esa misma mañana, un Xanax, largo tiempo en reserva, que echarse al cuerpo para alivio de la ansiedad. A todo esto, se había pasado casi una semana sin ver a Julia ni hablar directamente con ella. En respuesta a los muchos mensajes acongojados que le había dejado en el buzón de voz en las últimas cuarenta y ocho horas, pidiéndole que viniera a conocer a sus padres y a Denise, el sábado a las doce, en su apartamento, y que por favor, si no le importaba, que no mencionase delante de sus padres el hecho de que estaba casada, Julia había mantenido el teléfono y el correo electrónico en un silencio total, de lo cual incluso una persona más estable que Chip habría podido extraer conclusiones muy inquietantes.

En Manhattan llovía de tal modo, que el agua caía en cataratas por las fachadas de los edificios y se arremolinaba en las bocas de las alcantarillas. Delante de su casa de la calle East Ninth, Chip tomó el dinero que le daba Enid y se lo pasó al taxista por la ranura, pero antes de que el enturbantado chofer le diera las gracias ya comprendió que se había quedado corto con la propina. Se sacó dos billetes de dólar del bolsillo y los dejó en equilibrio cerca del hombro del taxista.

—Vale con eso, vale con eso —chilló Enid, tratando de sujetar a Chip por la muñeca—. Ya ha dado las gracias.

Pero el dinero ya no estaba a la vista. Alfred intentaba abrir la puerta tirando de la manivela de la ventanilla.

—Espera, papá, que es aquí —le dijo Chip, alargando el brazo por encima de las rodillas de su padre para abrirle la puerta.

—¿Cuánta propina le has dado en total? —le preguntó Enid a Chip cuando ya estaban en la acera, bajo la marquesina de su casa, mientras el taxista iba sacando el equipaje del maletero.

—Quince por ciento, más o menos —dijo Chip.

—Más bien veinte por ciento, diría yo —contestó Enid.

—Anda, sí, vamos a pelearnos un poco. No te prives.

—Veinte por ciento es demasiado, Chip —sentenció Alfred en un tono de voz muy resonante—. No es razonable.

—Ustedes lo pasen bien —dijo en ese momento el taxista, sin ninguna ironía discernible.

—La propina es por el servicio y el trato que recibes —dijo Enid—. Si el servicio y el trato son especialmente buenos, no me importa llegar al quince por ciento. Pero si la propina se convierte en algo
automático…

—Llevo toda la vida sufriendo por culpa de la depresión —dijo Alfred, o pareció que lo decía.

—¿Perdón? —dijo Chip.

—Los años de la depresión me cambiaron la vida. Cambiaron el sentido del dólar.

—Hablamos de depresión económica.

—Luego, si el servicio
es especialmente
malo o especialmente bueno —prosiguió Enid—, no hay forma de expresarlo monetariamente.

—Un dólar sigue siendo mucho dinero —dijo Alfred.

—El quince por ciento de propina tiene que ser algo excepcional, verdaderamente excepcional.

—Me gustaría saber por qué nos hemos metido en este tema —le dijo Chip a su madre—. Por qué este tema, precisamente, y no otro cualquiera.

—Estamos los dos muriéndonos de ganas de ver el sitio en que trabajas —replicó Enid.

Zoroaster, el portero de Chip, acudió corriendo a recoger el equipaje e instaló a los Lambert en el renuente ascensor del edificio. Enid dijo:

—El otro día me encontré en el banco con tu amigo Dean Driblett. Siempre que me lo encuentro me pregunta por ti, sin falta. Se ha quedado impresionadísimo con tu nuevo trabajo de redactor.

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