Éste era el tratamiento de un folio que Chip había conseguido preparar con ayuda de unos cuantos manuales baratos sobre cómo escribir un guión, y que había enviado por fax, una mañana de invierno, a una productora cinematográfica radicada en Manhattan, una tal Edén Procuro. Cinco minutos después sonó el teléfono, y al contestarlo oyó la voz, tan guay como neutra, de una señorita que le decía «un momento, por favor, le paso con Edén Procuro», seguida por la propia Edén Procuro, gritando:—¡Me encanta, me encanta, me encanta, me
encaaaanta!
Pero de eso ya hacía un año y medio. El tratamiento de un folio se había trocado en un guión de 124, titulado
La academia púrpura,
y ahora Julia Vrais, la del pelo color chocolate, dueña también de aquella voz tan fría y tan neutra de ayudante personal, acababa de abandonarlo, y él, mientras se precipitaba escaleras abajo tras ella, colocando los pies de medio lado, para saltar los peldaños de tres en tres o de cuatro en cuatro, agarrándose al pasamanos en cada rellano para ayudarse a invertir la trayectoria de un solo movimiento brusco, lo único que recordaba o tenía en mente era una serie de anotaciones condenatorias en su índice mental casi fotográfico de aquellas 124 páginas:
3: labios hinchados,
pechos
altos y redondos, caderas estrechas y
3: por encima del jersey de cachemira que sostenía firmemente sus
pechos
4: hacia delante, arrebatadoramente, con sus perfectos
pechos
adolescentes deseando
8: (mirándole los
pechos
)
9: (mirándole los
pechos
)
9: (atraídos sus ojos, sin remedio, por los perfectos
pechos
de ella)
11: (mirándole los
pechos
)
12: (acariciando mentalmente sus
pechos
perfectos)
13: (mirándole los
pechos
)
15: (mirando una y otra vez sus perfectos
pechos
adolescentes)
23: (agarrar, con sus perfectos
pechos
emergiendo de su
24: el represivo sujetador, para librar de trabas sus
pechos
subversivos).
28: para lamer rosadamente el
pecho
resplandeciente de sudor).
29: los pezones, emergentes como falos, de sus
pechos
empapados de sudor
29: me gustan tus
pechos
.
30: siento una total adoración por tus
pechos
henchidos de miel.
33: (los
pechos
de Hillaire, como balas gemelas de la Gestapo, pueden
36: una mirada puntiaguda, capaz de pinchar y dejar desinflados sus
pechos
44: Los
pechos
arcádicos, bajo la austera y puritana felpa
45: recogiendo, avergonzada, la toalla que apretaba contra su
pecho
).
76: sus
pechos
inocentes, envueltos ahora en una camisa de aspecto militar
83: echo de menos tu cuerpo, echo de menos tus
pechos
perfectos, yo
117: los faros que se hundían y que iban desvaneciéndose como un par de
pechos
blanquísimos
¡Y más que habría, seguramente! Muchos más de los que recordaba. Y los dos únicos lectores que ahora contaban eran mujeres. Pensó Chip que Julia rompía con él porque en
La academia púrpura
había demasiadas referencias a los pechos y porque el arranque era muy penoso, y que si lograba corregirlo, tanto en el ejemplar de Julia como, más importante aún, en el ejemplar de Edén Procuro, que él mismo había hecho en su impresora láser, utilizando papel marfil de alto gramaje, quizá quedara alguna esperanza de salvar no sólo su situación financiera, sino también de volver a liberar alguna vez, y acariciarlos luego, los pechos de Julia, blanquísimos e inocentes. Lo cual, en ese momento del día, como prácticamente todos los días, entrada la mañana, en los últimos meses, era una de las últimas actividades de este mundo a que podía aspirar razonablemente para consuelo y solaz de sus fracasos.
Al salir de la escalera al rellano, vio que el ascensor ya estaba a la espera de su próximo usuario. Por la puerta abierta vio que un taxi apagaba la luz de libre y se ponía en marcha. Zoroaster secaba con una fregona el agua de lluvia que se había colado en el vestíbulo de mármol ajedrezado.
—Adiós, Mister Chip —dijo, cuando vio que Chip se marchaba, y no era ni mucho menos la primera vez que se lo decía.
Las gruesas gotas de lluvia que batían la acera levantaban una fresca y fría neblina de pura humedad. A través del cortinaje de goterones que caía de la marquesina, Chip vio que el taxi de Julia se detenía ante un semáforo amarillo. Al otro lado de la calle se estaba quedando libre otro taxi, y a Chip se le pasó por la cabeza la idea de subirse a él y de decirle al conductor que siguiera a Julia. La idea era muy tentadora, pero tenía sus dificultades.
La primera dificultad consistía en que al perseguir a Julia bien se podría afirmar que estaba incurriendo en la peor de las faltas por las que el Consejo General del D—— College, mediante una seca y muy moralizante carta de los abogados, lo había amenazado con ponerle una demanda y llevarlo a juicio, entre otras muchas falsas imputaciones, por fraude, incumplimiento de contrato, secuestro, acoso sexual tipificable en el Título IX, servir alcohol a una estudiante legalmente no autorizada a beberlo, posesión y venta de sustancias prohibidas; pero lo que más había aterrorizado a Chip, hasta dejarlo sin capacidad de movimiento, fue la acusación de «acoso», de haber efectuado llamadas telefónicas «obscenas» y «amenazadoras» e «injuriosas», vulnerando la intimidad de una joven con ánimo de violarla.
Otra dificultad, más inmediata, era que sólo tenía cuatro dólares en la cartera, menos de diez en la cuenta corriente y una disponibilidad igual a cero en sus principales tarjetas de crédito, sin posibilidad alguna de obtener dinero corrigiendo pruebas antes del lunes siguiente por la tarde. Teniendo en cuenta que la última vez que habla visto a Julia, seis días atrás, ella se había quejado, muy en concreto, de que él
siempre
quisiera quedarse en casa y comer pasta y pasarse el día dándole besos y copulando (llegó a decir que a veces tenía la impresión de que Chip utilizaba el sexo como una especie de medicina y que lo único que le impedía no seguir adelante y automedicarse, metiéndose crack o heroína, era que el sexo le salía gratis, porque es que se estaba volviendo un auténtico gorrón; llegó a decir que, ahora que ella estaba siguiendo su propio tratamiento, a veces tenía la impresión de estar siguiéndolo por los dos, por Chip y por ella, lo cual resultaba doblemente injusto, porque era ella quien corría con los gastos de la medicación, y porque la medicación estaba haciendo que su interés por el sexo no fuera tan fuerte como solía; llegó a decir que, si de Chip dependiera, ya ni siquiera irían al cine y que se pasarían las tardes en la cama, dale que te pego, con las persianas echadas, y luego, hale, a recalentar la pasta), cabía sospechar que lo menos que le iba a costar una nueva charla con ella sería un carísimo almuerzo de verduras de otoño hechas a la plancha sobre leña de mezquite, más una botella de Sancerre, bienes para cuyo pago no disponía él de ningún medio concebible.
De modo que ahí se quedó, sin hacer nada, mientras el semáforo se ponía verde y el taxi de Julia iba desapareciendo de su vista. La lluvia blanqueaba la acera con sus gotas de apariencia infecta. En la acera de enfrente, una mujer de piernas largas, embutida en un par de vaqueros y luciendo unas botas negras de excelente calidad, acababa de bajarse de un taxi.
Que aquella mujer fuera su hermana pequeña, Denise —es decir: que fuera la única mujer atractiva de este planeta en la que no podía ni quería festejar los ojos, figurándose que se la tiraba—, no le pareció sino una mera injusticia más en aquella larga mañana de injusticias.
Denise llevaba un paraguas negro, un ramo de flores y una caja de pasteles atada con un bramante. Sorteando los charcos y torrenteras de la calzada, llegó hasta donde estaba Chip, bajo la protección de la marquesina.
—Oye —le dijo Chip, con una sonrisa nerviosa, sin mirarla—, tengo que pedirte un gran favor. Necesito que hagas tú la guardia mientras yo localizo a Edén y recupero mi guión. Tengo que introducirle una serie de correcciones rápidas, muy importantes.
Como si Chip hubiera sido su cadi o su criado, Denise le puso en las manos el paraguas, para sacudirse el agua y las salpicaduras de los bajos del pantalón. Denise tenía, de su madre, el pelo oscuro y la tez pálida, y, de su padre, el intimidatorio aspecto de autoridad moral. Era ella quien había dado instrucciones a Chip de que invitara a sus padres a hacer un alto en su viaje y almorzar hoy en Nueva York. Oyéndola, parecía el Banco Mundial imponiéndole las condiciones para el pago de su deuda a un país latinoamericano; porque, desgraciadamente, Chip le debía dinero. Tanto como lo que fuera que sumasen diez mil dólares, más cinco mil quinientos, más cuatro mil, más mil.
—Mira —trató él de explicarle—, Edén quiere leer el guión esta tarde, y, desde el punto de vista financiero, no hará falta decir lo importante que es para ti y para mí…
—No puedes marcharte ahora —dijo Denise.
—Será cosa de una hora —dijo Chip—. Una hora y media, como máximo.
—¿Está Julia arriba?
—No, se ha marchado. Dijo hola y se marchó.
—¿Habéis roto?
—No sé. Se ha puesto en tratamiento y ni siquiera me fío de…
—Espera un minuto. Espera un minuto. ¿Vas a localizar a Edén o a perseguir a Julia?
Chip se tocó el remache de la oreja izquierda.
—En un noventa por ciento, a localizar a Edén.
—¡Chip!
—No, pero escucha —dijo él—, es que ahora le ha dado por utilizar la palabra «salud» como si tuviera un sentido absoluto e intemporal.
—¿A quién? ¿A Julia?
—Lleva tres meses tomando unas píldoras que la dejan totalmente obtusa, y luego esa obtusidad se define a sí misma como buena salud mental. Igual que si la ceguera se definiese a sí misma como facultad de ver. «Ahora que estoy ciego, veo muy bien que no hay nada que ver».
Denise exhaló un suspiro y dejó que se le inclinase el ramo de flores en dirección a la acera.
—¿Qué estás diciendo, que quieres darle alcance y quitarle la medicación?
—Estoy diciendo que hay un fallo estructural en la cultura entera —dijo Chip—. Estoy diciendo que la burocracia se ha arrogado el derecho de adjudicar el calificativo de «patológicos» a ciertos estados mentales. La falta de ganas de gastar dinero se convierte en síntoma de una enfermedad que requiere una medicación carísima. Medicación que, luego, destruye la libido o, en otras palabras, elimina el apetito del único placer gratuito que hay en este mundo, lo que significa que el afectado tiene que invertir aún
más
dinero en placeres compensatorios. La definición de salud mental es estar capacitado para tomar parte en la economía de consumo. Cuando inviertes en terapia, inviertes en el hecho de comprar. Y lo que estoy diciendo es que yo, personalmente, en este mismísimo momento, estoy perdiendo la batalla contra una modernidad comercializada, medicalizada y totalitaria.
Denise cerró un ojo y abrió de par en par el otro. El ojo abierto era como un abalorio de vinagre balsámico casi negro en un cuenco de porcelana blanca.
—Si te doy la razón y te digo que todo eso es muy interesante —dijo—, ¿vas a callarte de una vez y subir conmigo?
Chip negó con la cabeza.
—Hay salmón escalfado en la nevera. Hay acederas con nata. Una ensalada de guisantes y avellanas. Tú misma verás el vino y la baguette y la mantequilla. Es mantequilla fresca de Vermont, buenísima.
—¿Se te ha ocurrido tener en cuenta que papá está muy enfermo?
—Va a ser una hora. Hora y media, como mucho.
—Digo que si se te ha ocurrido tener en cuenta que papá está muy enfermo.
A Chip le vino a la memoria la reciente visión de su padre en el umbral de su casa, tembloroso e implorante. Para eliminarla, trató de concentrarse en una imagen de cama con Julia, con la desconocida del pelo azul, con Ruthie, con cualquiera, pero lo único que consiguió fue conjurar una horda de pechos separados de sus cuerpos, acosándolo como Furias vengativas.
—Cuanto antes vaya a ver a Edén e introduzca las correcciones —dijo—, antes estaré de vuelta. Si verdaderamente quieres ayudarme.
Por la calle bajaba un taxi libre. Cometió el error de mirarlo, haciendo que Denise lo interpretara mal.
—No puedo darte más dinero —dijo.
Chip retrocedió como si su hermana acabara de escupirle a la cara.
—Dios, Denise…
—Me gustaría, pero no puedo.
—No pensaba pedirte dinero.
—Porque es el cuento de nunca acabar.
Chip dio media vuelta, se adentró en el chaparrón y echó a andar hacia University Place, con una sonrisa de rabia en el rostro. Iba hundido hasta los tobillos en un lago en forma de acera, hervoroso y gris. Llevaba agarrado el paraguas de Denise, sin abrirlo, y seguía pareciéndole injusto, seguía pareciéndole que
no era culpa suya
estar calándose hasta los huesos.
Hasta hacía poco, y sin haber dedicado nunca mucha reflexión al asunto, Chip había vivido en el convencimiento de que era posible tener éxito en Estados Unidos sin ganar dinero a espuertas. Siempre había sido buen estudiante, pero desde la más tierna infancia había dado claras muestras de falta de talento para cualquier tipo de actividad económica que no fuese comprar algo (eso sí que sabía hacerlo); y, en lógica consecuencia, optó por la vida mental.
Dado que Alfred, en cierto momento, suavemente, pero de un modo inolvidable, había comentado que no lograba verle la punta a la teoría literaria, y dado que Enid, en sus floridas cartas bisemanales, que tanto dinero le habían ahorrado en conferencias telefónicas, había rogado insistentemente a Chip que abandonara su intento de obtener un doctorado en humanidades que no iba a servirle para nada «práctico» («veo los viejos trofeos que ganaste en las ferias científicas de tu período escolar», le escribió, «y pienso en cuánto podría aportar a la sociedad, en la práctica de la medicina, un joven de tu talento; la verdad es que papá y yo siempre tuvimos la esperanza de haber educado a nuestros hijos para que pensaran en los demás, no sólo en ellos mismos»), a Chip no le faltaron incentivos para empeñarse en demostrar que sus padres se equivocaban. Madrugando mucho más que sus compañeros de clase, que se quedaban durmiendo sus resacas de Gauloise hasta las doce o la una de la mañana, fue amontonando esos premios, becas y subvenciones tan característicos del ámbito académico.