Read Las Estrellas mi destino Online
Authors: Alfred Bester
Caminó a lo largo de un sendero y regresó repentinamente.
—Tiene razón, naturalmente. Todo lo que le pasó fue real... Sólo que, ¿qué es lo que pasó?
—Váyase al infierno —gruñó Foyle.
—¿Sabe, Foyle?; lo admiro.
—Váyase al infierno.
—A su primitiva manera, tiene ingenio y coraje. Es usted un Cro-Magnon, Foyle. He estado comprobando sus datos. Esa bomba que lanzó en los astilleros Presteign era verdaderamente bonita, y casi destruyó el Hospital General para conseguir el dinero y el material que necesitaba —Dangeham fue contando con los dedos mientras hablaba—: Descerrajó armarios, robó a los pacientes del pabellón de ciegos, desvalijó las drogas de la farmacia, se llevó aparatos de los almacenes del laboratorio.
—Váyase al infierno, usted.
—¿Qué es lo que tiene en contra de Presteign? ¿Por qué tenía que volar su astillero? Me han dicho que se les escapó y corrió por los pozos rompiendo cosas como un salvaje. ¿Qué es lo que trataba de hacer, Foyle?
—Váyase al infierno.
Dagenham sonrió.
—Si es que vamos a tener una conversación —dijo—, tendrá que poner algo de su parte. Su conversación se está convirtiendo en monótona. ¿Qué le pasó al Nomad?
—No sé nada del Nomad. Nada.
—El último informe de la nave data de hace siete meses. ¿Es usted el único superviviente? ¿Y qué es lo que ha estado haciendo durante todo ese tiempo? ¿Hacía que le decorasen la cara?
—No sé nada del Nomad. Nada.
—No, no, Foyle, eso no pasa. Aparece usted con la palabra Nomad tatuada en la frente, recién tatuada. Inteligencia hace una comprobación y averigua que estaba a bordo del Nomad cuando partió. Foyle, Gulliver: AS: 128/127:006, Mecánico de tercera. Como si esto no fuera ya suficiente como para hacer que Inteligencia se convierta en un avispero, regresa en un bote privado perdido desde hace cincuenta años. Muchacho, está cocinando en el reactor. Inteligencia quiere respuestas para todas esas preguntas. Y ya debe de saber cómo las obtiene de la gente.
Foyle se estremeció. Dagenham asintió cuando vio que su aseveración lograba resultados.
—Y es por esto por lo que pienso que escuchará mis razones. Queremos información, Foyle. Traté de sacársela con engaños; admitido. No lo logré porque es usted demasiado duro; admitido. Ahora le ofrezco un trato honesto. Le protegeremos si coopera. Si no lo hace, se pasará cinco años en un laboratorio de Inteligencia mientras lo hacen picadillo para sacarle la información.
No era la perspectiva de esa carnicería lo que asustaba a Foyle, sino el pensamiento de la pérdida de libertad. Un hombre tiene que ser libre para vengarse, para obtener dinero y encontrar a Vorga de nuevo, para romper y partir y despedazar al Vorga.
—¿Qué clase de trato? —preguntó.
—Díganos lo que le pasó al Nomad y dónde lo dejó.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Para rescatarlo, muchacho.
—No hay nada que rescatar. Es un pecio, eso es todo.
—Hasta un pecio se puede rescatar.
—¿Quiere decir que cohetearían un millón y medio de kilómetros para recuperar los restos? No me tome el pelo.
—De acuerdo —dijo Dagenham exasperado—. Es por la carga.
—Se partió por la mitad. No queda carga.
—Era una carga de la que usted no sabía nada —dijo confidencialmente Dagenham—. El Nomad estaba transportando lingotes de platino a la Banca de Marte. Periódicamente, los bancos tienen que cuadrar sus cuentas. Normalmente se produce el suficiente comercio entre los planetas como para que esas cuentas puedan ser compensadas sobre el papel. Pero la guerra ha interrumpido el comercio normal, y la Banca de Marte encontró que Presteign le debía unos veinte millones de créditos sin que hubiese otra forma en que cobrarlos excepto en dinero. Presteign estaba enviándoselo en platino a bordo del Nomad. Lo llevaban en la caja fuerte de la nave.
—Veinte millones —susurró Foyle.
—Más o menos. La nave estaba asegurada, pero esto tan sólo significa que la compañía de seguros, Bo'nes & Uig, poseen los derechos de recuperación y son aún más cabezotas que Presteign. No obstante, habrá una recompensa para usted. Digamos... veinte mil créditos.
—Veinte millones —susurró de nuevo Foyle.
—Suponemos que un corsario de los Satélites Exteriores tropezó con el Nomad en algún punto de su trayectoria y se lo cargó. No debieron de abordarlo y saquearlo, o de lo contrario usted no estaría con vida. Esto significa que la caja fuerte está aún... ¿me escucha, Foyle?
Pero Foyle no le estaba escuchando. Estaba viendo veinte millones... no veinte mil... veinte millones en lingotes de platino que formaban una amplia carretera hacia el Vorga. Ya no más latrocinios en los armarios de laboratorios; veinte millones para la captura y destrucción del Vorga.
—¡Foyle!
Foyle se despertó. Miró a Dagenham.
—No sé nada del Nomad. Nada —dijo.
—¿Qué infiernos le pasa ahora? ¿Por qué se vuelve a poner tozudo?
—No sé nada del Nomad. Nada.
—Le estoy ofreciendo una recompensa más que aceptable. Un espacionauta puede correrse una endemoniada juerga con veinte mil créditos... una juerga de un año. ¿Qué más quiere?
—No sé nada del Nomad. Nada.
—O somos nosotros o Inteligencia, Foyle.
—No debe de tener muchas ganas de que ellos me cojan, o no estaría pasando por todo esto. Pero, de todas maneras, es lo mismo: no sé nada del Nomad. Nada.
—So hijo de puta —Dagenham trató de reprimir su ira. Le había revelado demasiado a aquel ser primitivo pero astuto—. Tiene razón —dijo—, no deseamos que Inteligencia lo capture. Pero hemos tomado nuestras propias medidas. —Su voz se endureció—. Cree que se puede poner tozudo y ganarnos la partida. Hasta se le acaba de ocurrir la idea de que podría adelantársenos en la recuperación.
—No —dijo Foyle.
—Escuche esto: tenemos un abogado esperando en Nueva York. Tiene una demanda criminal contra usted por piratería; piratería en el espacio, asesinato y robo. Vamos a dejar caer todo el peso de la ley sobre usted. Presteign obtendrá un veredicto de culpabilidad en veinticuatro horas. Si es que ya tiene algún antecedente, esto significa la lobotomía. Le abrirán el cráneo y le quemarán medio cerebro para evitar que vuelva a jauntear más.
Dagenham se detuvo y miró duramente a Foyle. Cuando Foyle negó con la cabeza, continuó:
—Si no tiene antecedentes, lo condenarán a diez años de lo que humorísticamente se conoce por tratamiento médico. Ya no castigamos a los criminales en esta época de luces, los curamos. Y la cura es peor que un castigo. Lo meterán en un agujero negro de uno de los hospitales en las cavernas. Lo mantendrán en una oscuridad permanente y en solitario para que no pueda escapar jaunteando. Seguirán el ritual de darle inyecciones y terapia, pero se estará pudriendo en la oscuridad. Estará allí y se pudrirá hasta que decida hablar. Lo tendremos allí siempre. Así que decídase.
—No sé nada acerca del Nomad. ¡Nada! —dijo Foyle.
—De acuerdo —Dagenham escupió. Repentinamente, apuntó al capullo de orquídea que había rodeado con sus manos. Estaba marchito y se le caían las hojas—. Eso es lo que le va a pasar a usted.
Quince minutos. A las ocho y treinta se abría la puerta de la celda, y Foyle y centenares de otros trastabillaban ciegos a lo largo de los retorcidos corredores hasta Aseos.
Allí, aún en la oscuridad, eran procesados como bueyes en un matadero: limpiados, afeitados, irradiados, desinfectados, dosificados e inoculados. Se les quitaban sus uniformes de papel, que eran enviados a los talleres para ser convertidos en pulpa. Se les entregaban otros nuevos. Luego regresaban a sus celdas, que habían sido limpiadas automáticamente mientras estaban en Aseos. En su celda, Foyle escuchaba interminables charlas terapéuticas, lecturas, guía moral y ética, durante el resto de la mañana. Luego regresaba el silencio, y no se oía nada más que el fluir de la distante agua y los silenciosos pasos de los guardas en los corredores.
Por la tarde había terapia ocupacional. Se iluminaba la pantalla de televisión de cada celda y el paciente introducía sus manos en el cuadrado de sombras de la pantalla. Veía en tres dimensiones y palpaba los objetos y herramientas emitidos. Cortaba uniformes hospitalarios, los cosía, manufacturaba utensilios de cocina y preparaba alimentos. Aunque en realidad no tocaba nada, sus movimientos eran transmitidos a los talleres en los que se realizaba el trabajo por control remoto. Tras una corta hora de este descanso, regresaba de nuevo la oscuridad y el silencio.
Pero de vez en cuando... en una o dos ocasiones a la semana (o quizás en una o dos ocasiones al año), se oía el apagado restallar de una explosión distante. La conclusión era lo bastante sorprendente como para distraer a Foyle del horno de venganza que alimentaba durante los silencios. Susurró preguntas a las invisibles figuras que lo rodeaban en Aseos.
—¿Qué son esas explosiones?
—¿Explosiones?
—Restallidos. Los oigo muy a lo lejos, yo.
—Son Jaunteos Infernales.
—¿Qué?
—Jaunteos Infernales. Cada tanto un chico se cansa de la vieja cueva. Ya no puede soportarla más, él. Y jauntea al mismísimo infierno.
—Jesús.
—Sí. No saben dónde están, ellos. No saben dónde van. Jauntean al infierno en la oscuridad... y los oímos explotar en las montañas. ¡Boom! Jaunteo Infernal.
Se quedó anonadado, pero podía comprenderlo. La oscuridad, el silencio, la monotonía, destruían el buen sentido y llevaban a la desesperación. La soledad era intolerable. Los pacientes enterrados en el hospital prisión de la Gouffre Martel esperaban con ansiedad el período matutino en Aseos para tener la posibilidad de susurrar una palabra y escuchar otra palabra. Pero esos fragmentos no eran bastante y llegaban a la desesperación. Entonces se oía otra distante explosión.
A veces, los hombres desesperados se enfrentaban unos con otros, y estallaba una salvaje lucha en Aseos. Pero inmediatamente eran reprimidos por los guardas, y el discurso matutino se componía de la grabación de Fibra Moral que exaltaba la Virtud de la Paciencia.
Foyle se aprendió las grabaciones de memoria, cada palabra, cada clic y crac de las grabaciones. Aprendió a odiar las voces de los predicadores: el Comprensivo barítono, el Alegre tenor, el Bajo de hombre a hombre. Aprendió a volverse sordo ante la monotonía terapéutica y a realizar su terapia ocupacional mecánicamente, pero no tenía recursos para enfrentarse con las interminables horas solitarias. La furia no era bastante.
Perdió la cuenta de los días, de las comidas, de los sermones. Ya no susurraba en Aseos. Su mente se perdió y comenzó a derivar. Se imaginó que estaba de regreso a bordo del Nomad, reencarnando su lucha por la supervivencia. Luego perdió hasta ese débil asidero en la ilusión y comenzó a hundirse más y más profundamente en el pozo de la catatonia: en el silencio de la matriz, la oscuridad de la matriz y el sueño de la matriz.
Había sueños pasajeros. Un ángel le murmuró en cierta ocasión. En otra ocasión cantó suavemente. Por tres veces le oyó hablar:
—Oh, Dios... —y— ¡Maldita sea! —y— oh... —en una nota descendente que destrozaba el corazón.
Se hundió en su abismo, escuchándole.
—Hay una forma de escapar —le murmuró su ángel al oído, dulce y confortadoramente. Su voz era suave y cálida, y no obstante ardía de ira. Era la voz de un ángel furioso—. Hay una forma de escapar.
Lo murmuraba en su oído desde ninguna parte y, repentinamente, con la lógica de la desesperación, se le ocurrió que había una forma de salir de la Gouffre Martel. Había sido un estúpido por no haberlo comprendido antes.
—Sí —croó—. Hay una forma de salir.
Se oyó un débil atragantarse, y luego una débil pregunta:
—¿Quién está ahí?
—Yo, eso es todo —dijo Foyle—. Me conoces.
—¿Dónde estás?
—Aquí. Donde siempre he estado, yo.
—Pero no hay nadie. Estoy sola.
—Tengo que darte las gracias por haberme ayudado.
—El oír voces es malo —murmuró el ángel furioso—. Es el primer paso hacia el fin. Tengo que evitarlo.
—Me enseñaste la forma de salir: Jaunteo Infernal.
—¡Jaunteo Infernal! Dios mío, esto debe de ser real. Hablas en la lengua de las cloacas. Tienes que ser real. ¿Quién eres?
—Gully Foyle.
—Pero no estás en mi celda. Ni siquiera estás cerca. Los hombres están en el cuadrante norte de la Gouffre Martel. Las mujeres en el sur. Yo soy Sur—900. ¿Dónde estás tú?
—Norte—111.
—Estás a medio kilómetro de distancia. ¿Cómo podemos...? ¡Naturalmente! Es la Cadena de los Susurros. Siempre creí que era una leyenda, pero es real. Está funcionando.
—Ahí voy, yo —susurró Foyle—. Jaunteo Infernal.
—Foyle, escúchame. Olvídate del Jaunteo Infernal. No eches a perder esto. Es un milagro.
—¿Qué es lo que es un milagro?
—Hay una anomalía acústica en la Gouffre Martel... acostumbra a ocurrir en las cavernas... una anomalía de ecos, pasadizos y galerías de susurros. Los más antiguos le llaman la Cadena de los Susurros. Nunca me lo creí. Nadie se lo creyó, pero es cierto. Estamos hablándonos a través de ella. Nadie puede oírnos más que nosotros. Podemos hablar, Foyle. Podemos planear. Tal vez podamos escapar.
Su nombre era Jisbella McQueen. Era de temperamento agresivo, independiente, inteligente, y estaba cumpliendo una cura de cinco años en la Gouffre Martel por robo. Jisbella le contó a Foyle la alegremente furiosa historia de su revuelta contra la sociedad.
—No te llegas a imaginar lo que el jaunteo nos ha hecho a las mujeres, Gully. Nos ha encerrado, nos ha devuelto al serrallo.
—¿Qué es un serrallo, muchacha?
—Un harén. Un lugar en que se guarda congeladas a las mujeres. Tras un millar de años de civilización (así lo llaman) seguimos siendo objetos. El jaunteo constituye tal peligro a nuestra virtud, a nuestra integridad, a nuestra condición de doncellas, que se nos encierra como al oro en una caja fuerte. No hay nada que podamos hacer... nada respetable. Ni trabajos, ni carreras. No hay forma de escapar de eso, Gully. A menos que una se rebele y vaya contra las reglas.
—¿Y tenías que hacerlo, Jiz?
—Tenía que ser independiente, Gully. Tenía que vivir mi propia vida, y ésta era la única forma en que la sociedad me lo permitiría. Así que me escapé de casa y me convertí en ladrona. —Y Jiz continuó describiendo los detalles más significativos de su revuelta: el robo temperamental, el robo de la catarata, los robos de la luna de miel y del obituario, el jaunteo del tejón y la caída del ojo.