Read Las Estrellas mi destino Online
Authors: Alfred Bester
—Hola, Gully, querido Gully. Hola, Gully, después de tanto tiempo.
—Hola, Jiz.
—Te dije que nos encontraríamos algún día... pronto. Te lo dije, cariño. Y hoy es el día.
—La noche.
—La noche, así es. Pero ya no tendremos que seguir murmurando en la oscuridad por la Cadena de los Susurros. Ya no habrá más noche para nosotros, Gully, querido.
De pronto se dieron cuenta de que estaban desnudos, acostados cerca, ya no separados. Jisbella se quedó en silencio, pero no se movió. Foyle la abrazó, casi furiosamente, y la envolvió con un deseo que no era inferior al de ella.
Cuando llegó el amanecer, Foyle vio que ella era hermosa: alta y delgada, pelo rojo ceniza y generosa boca.
Pero, cuando llegó el alba, ella vio su rostro.
Harley Baker, doctor en medicina, tenía un pequeño consultorio, entre Montana y Oregon, que era un negocio legítimo, pero que casi no llegaba para pagar el gasoil que consumía cada fin de semana participando en las carreras de tractores antiguos que estaban de moda en el Sahara. Sus ingresos reales los ganaba en la Fábrica de Fenómenos en Trenton, a la que Baker jaunteaba cada noche de lunes, miércoles y viernes. Allí, por unas enormes sumas y sin hacer preguntas, Baker creaba monstruosidades para el negocio del espectáculo y reconstruía la piel, músculo y huesos del bajo mundo.
Parecido a una comadrona masculina, Baker estaba sentado en la fresca glorieta de su mansión de Spokane escuchando como Jiz McQueen acababa la historia de su escapatoria.
—Una vez llegamos a campo abierto fuera de la Gouffre Martel, ya fue fácil. Encontramos un refugio, entramos en él y conseguimos algunas ropas. Además había allí escopetas... bellos artefactos de acero para matar con explosivos. Los robamos y se los vendimos a gente de por allí. Entonces nos pagamos un viaje a la más cercana plataforma de jaunteo que habíamos memorizado.
—¿Cuál?
—Biarritz.
—¿Viajasteis de noche?
—Naturalmente.
—¿Intentasteis hacer algo con el rostro de Foyle?
—Lo probamos con cosméticos, pero no nos fue bien. El maldito tatuaje se veía a través. Entonces compré un producto para hacer mascarillas oscuras y lo rocié con él.
—¿Os sirvió de algo?
—No —dijo irritada Jiz—. Uno tiene que mantener la cara inerte o de lo contrario la mascarilla se cuartea y se desprende. Foyle no podía controlarse. Nunca lo ha podido. Fue un infierno.
—¿Dónde está ahora?
—Sam Quatt lo lleva a remolque.
—Creí que Sam se había retirado de los negocios.
—Lo hizo —dijo Jisbella adusta—, pero me debe algún favor. Está cuidando de Foyle. Circulan jaunteando para evitar a los policías.
—Interesante —murmuró Baker—. Nunca en mi vida he visto a nadie tatuado. Creí que era un arte perdido. Me gustaría añadirlo a mi colección. ¿Sabías que colecciono curiosidades, Jiz?
—Todo el mundo sabe de ese zoo que tienes en Trenton, Baker. Es monstruoso.
—Obtuve un verdadero quiste fraterno el mes pasado —comenzó a decir entusiásticamente Baker.
—No quiero ni oír hablar de eso —le cortó Jiz—. Y no quiero ver a Foyle en tu zoo. ¿Le puedes sacar esa porquería del rostro? ¿Limpiárselo? Dice que en el Hospital General no supieron hacerlo.
—Es porque no tienen mi experiencia, cariño. Humm. Creo que alguna vez leí algo... en alguna parte... ¿dónde debía ser...? Espera un minuto —Baker se puso en pie y desapareció con un débil chasquido. Jisbella paseó por la glorieta furiosamente hasta que apareció veinte minutos más tarde con un libro hecho trizas en sus manos y una expresión triunfal en el rostro.
—Ya lo tengo —dijo Baker—. Lo vi en los archivos de la Caltech hace tres años. Te dejo que admires mi memoria.
—Al infierno con tu memoria. ¿Qué hay de su rostro?
—Puede hacerse. —Baker pasó las frágiles páginas y meditó—. Sí, puede hacerse. Con un ácido especial. Lo tendré que sintetizar, pero... —cerró el libro y agitó enfáticamente la cabeza—. Lo puedo hacer. Sólo que parece una pena el estropear esa cara si es tan única como la describes.
—¿Querrás olvidarte de tu afición? —exclamó exasperada Jisbella—. Estamos en líos, ¿comprendes? Somos los primeros que jamás han logrado escapar de la Gouffre Martel. Los policías no descansarán hasta que nos lleven de vuelta. Esto es algo especial para ellos.
—Pero...
—¿Cuánto tiempo crees que podríamos escapar de ellos con Foyle yendo por ahí con esa cara tatuada?
—¿Por qué estás tan enfadada?
—No estoy enfadada. Estoy explicándote.
—Sería feliz en el zoo —le dijo persuasivo Baker—. Y allí tendría un buen refugio. Lo pondría en la habitación contigua a la muchacha cíclope...
—Ni hablar del zoo. Y eso es definitivo.
—De acuerdo, cariño. ¿Pero por qué estás tan preocupada por ese Foyle? No tiene nada que ver contigo.
—¿Por qué te preocupa lo que a mí me preocupa? Te pido que hagas un trabajo. Te voy a pagar por él.
—Será muy caro, cariño. Y me caes bien. Estoy tratando de ahorrarte dinero.
—No, no es por eso.
—Entonces, es por curiosidad.
—Entonces digamos que le tengo gratitud. Me ayudó; ahora le ayudo yo.
Baker sonrió cínicamente.
—Entonces ayudémosle dándole una cara nueva.
—No.
—Ya me lo pensaba. Quieres que le limpie la cara porque su cara te interesa.
—Maldito seas, Baker, ¿harás el trabajo o no?
—Te costará cinco mil.
—Detállamelos.
—Un millar por sintetizar el ácido. Tres mil por la cirugía. Y un millar por...
—¿Tu curiosidad?
—No, cariño. —Baker sonrió de nuevo—. Un millar por la anestesia.
—¿Por qué anestesia?
Baker volvió a abrir el antiguo libro.
—Parece ser una operación dolorosa. ¿Sabes cómo hacen un tatuaje? Toman una aguja, la mojan en tinte y pinchan con ella la piel. Para sacar ese tinte tendré que trabajarle la cara con una aguja, poro a poro, metiéndole el ácido. Le dolerá.
Los ojos de Jisbella destellaron.
—¿Puedes hacerlo sin la droga?
—Yo puedo, cariño, pero Foyle...
—Al infierno con Foyle. Te pagaré cuatro mil. Nada de drogas, Baker. Deja que Foyle sufra.
—¡Jiz! No sabes en lo que lo vas a meter.
—Lo sé. Deja que sufra —rió tan furiosamente que asustó a Baker—. Deja que su rostro le haga sufrir también a él.
La fábrica de fenómenos de Baker ocupaba un edificio redondo de tres pisos que en otro tiempo había sido uno de los edificios de un ferrocarril suburbano antes de que el jaunteo terminase con la necesidad del ferrocarril suburbano. La antigua edificación cubierta de yedra se alzaba junto a los pozos de cohetes de Trenton, y las ventanas traseras daban a las bocas de los pozos, y los pacientes de Baker podían divertirse contemplando cómo las astronaves subían y bajaban silenciosamente a lo largo de los haces antigravitatorios, con sus ojos de buey encendidos, las luces de señales parpadeando y sus cascos chisporroteando con los fuegos de San Telmo mientras la atmósfera se llevaba las cargas electrostáticas formadas en el espacio exterior.
La planta baja de la fábrica contenía el zoo de curiosidades anatómicas de Baker, monstruos y seres naturalmente anómalos comprados y/o secuestrados. Baker estaba apasionadamente enamorado de esas criaturas y pasaba largas horas con ellas, emborrachándose con el espectáculo de su deformidad tal como otros hombres se saturan con la belleza del arte. El piso medio de la edificación contenía alcobas para los pacientes post-operados, laboratorios, habitaciones para el personal y cocinas. El piso alto contenía los quirófanos.
En uno de éstos, una pequeña sala utilizada normalmente para experimentos retinales, Baker estaba trabajando en el rostro de Foyle. Bajo una potente batería de lámparas, se inclinaba sobre la mesa de operaciones trabajando meticulosamente con un pequeño martillito de acero y una aguja de platino. Iba siguiendo la trama del antiguo tatuaje en el rostro de Foyle, buscando cada diminuta cicatriz de la piel y clavando la aguja en ella. La cabeza de Foyle estaba aferrada por una abrazadera, pero su cuerpo estaba suelto. Sus músculos se estremecían a cada golpe del martillo, pero no se movía. Se aferraba a los lados de la mesa.
—Control —decía entre dientes—. Querías que aprendiese a controlarme, Jiz. Estoy practicando. —Se estremeció.
—No se mueva —le ordenó Baker.
—Es que me hace cosquillas.
—Se está portando muy bien, hijo —le dijo Sam Quatt, con cara de náusea. Contempló de lado el furioso rostro de Jisbella—. ¿Qué dices tú, Jiz?
—Está aprendiendo.
Baker continuó mojando y clavando la aguja.
—Escuche, Sam —murmuró Foyle, casi inaudible—. Jiz me contó que tiene una nave propia. El crimen sí paga, ¿eh?
—Sí, el crimen paga. Tengo un pequeño aparato de cuatro plazas. Bimotor. Del tipo que llaman de «Fin de Semana en Saturno».
—¿Por qué Fin de Semana en Saturno?
—Porque un fin de semana en Saturno llevaría noventa días. Y puede llevar provisiones y combustible para tres meses.
—Justo lo que necesito —murmuró Foyle. Se estremeció y se controló—. Sam, deseo alquilar su nave.
—¿Para qué?
—Para algo peligroso.
—¿Legal?
—No.
—Entonces no me sirve, hijo. He perdido el valor. El jauntear contigo, seguidos por los policías, me lo demostró. Me he retirado definitivamente. Todo lo que deseo es paz.
—Le pagaré cincuenta mil. ¿No le interesan cincuenta mil? Podría pasar los domingos contándolos.
La aguja golpeaba implacable. El cuerpo de Foyle se estremecía a cada impacto.
—Ya tengo cincuenta mil. Tengo diez veces esa cantidad en dinero efectivo en un banco de Viena. —Quatt buscó en su bolsillo y sacó un anillo con brillantes llaves radiactivas—. Aquí está la llave del banco. Ésta es la llave de mi casa en Joburg: veinte habitaciones, veinte acres. Esta otra es la de mi nave en Montauk. No me podrás tentar, hijo. Lo dejé todo cuando aún estaba a tiempo. Jauntearé de vuelta a Joburg y viviré feliz por el resto de mi vida.
—Déjeme la nave. Usted podrá estar tranquilo en Joburg y luego cobrar.
—¿Cobrar cuándo?
—Cuando regrese.
—¿Quiere que le deje mi nave con tan sólo una promesa de pago?
—Tengo una garantía.
Quatt dio un bufido.
—¿Qué garantía?
—Es un trabajo de rescate en los asteroides. Una nave llamada Nomad.
—¿Qué es lo que hay en el Nomad? ¿Por qué vale la pena ese rescate?
—No lo sé.
—Está mintiendo.
—No lo sé —repitió Foyle con tozudez—. Pero tiene que haber algo de valor. Pregúnteselo a Jiz.
—Escuche —le dijo Quatt—. Le voy a enseñar algo. Hacemos los negocios honradamente, ¿comprende? No nos andamos con trampas. No nos guardamos la información. Sé lo que tiene en mente. Sabe de algo jugoso y no quiere que nadie más se aproveche. Es por eso por lo que pide favores...
Foyle se estremeció bajo la aguja pero, aún asido por la abrazadera de su idea fija, se vio obligado a repetir:
—No lo sé, Sam. Pregúnteselo a Jiz.
—Si quiere un trato honesto, haga una propuesta honesta —le dijo irritado Quatt—. No vaya merodeando como un maldito tigre tatuado pensando cómo saltar. Somos los únicos amigos que tiene. No trate de hacernos trampas...
Fue interrumpido por un grito arrancado de los labios de Foyle.
—No se mueva —dijo Baker con voz abstraída—. Cuando mueve la cara, no puedo controlar la aguja.
Miró dura y largamente a Jisbella. Los labios de ella temblaron. Repentinamente, abrió su bolso y sacó dos billetes de quinientos créditos. Los dejó caer al lado de la botella de ácido.
—Esperaremos fuera —dijo.
Se desmayó en el pasillo. Quatt la llevó hasta un sillón y encontró una enfermera que la revivió. Comenzó a llorar tan violentamente que Quatt se asustó. Despidió a la enfermera y esperó hasta que los sollozos se calmaron.
—¿Qué infiernos está ocurriendo? —preguntó—. ¿Para qué era ese dinero?
—Era dinero ensangrentado.
—¿Para qué?
—No quiero hablar de eso.
—¿Se encuentra bien?
—No.
—¿Puedo hacer algo?
—No.
Hubo una larga pausa. Luego, Jisbella preguntó con voz cansada:
—¿Va a hacer ese trato con Gully?
—¿Yo? No. Suena como una posibilidad entre un millar.
—Tiene que haber algo valioso en el Nomad. De otra forma Dagenham no habría perseguido tanto a Gully.
—Sigo sin estar interesado. ¿Y usted?
—¿Yo? Tampoco estoy interesada. No quiero volver a ver a Gully Foyle de nuevo.
Tras otra pausa, Quatt preguntó:
—¿Puedo irme ya a casa?
—¿Lo ha pasado mal, Sam?
—Creo que morí un millar de veces mientras hacía de niñera a ese tigre en el jaunteo.
—Lo siento, Sam.
—Me lo merecía por lo que hice cuando nos acorralaron en Memphis.
—El escapar en aquella ocasión fue lo natural, Sam.
—Siempre hacemos lo natural, sólo que a veces no deberíamos.
—Lo sé, Sam. Lo sé.
—Y uno pasa el resto de su vida tratando de arreglarlo. Creo que yo he sido afortunado, Jiz. Logré quedar en paz esta noche. ¿Puedo irme a casa ahora?
—¿De regreso a Joburg y a la vida feliz?
—Ajá.
—No me deje sola aún, Sam. Me avergüenzo de mí misma.
—¿Por qué?
—Por crueldad hacia los animales estúpidos.
—¿Qué significa eso?
—No se preocupe. Quédese un ratito. Cuénteme de esa vida feliz. ¿Qué es lo que hay de feliz en ella?
—Bueno —dijo reflexivamente Quatt—. Es el tener todo lo que uno deseó cuando era niño. Si uno puede tener a los cincuenta años todo lo que deseó cuando tenía quince, uno es feliz. Y, cuando yo tenía quince años...
Y Quatt continuó largo rato, describiendo los símbolos, ambiciones y frustraciones de su juventud, que ahora estaba satisfaciendo, hasta que Baker salió del quirófano.
—¿Terminado? —preguntó ansiosa Jisbella.
—Terminado. Cuando lo anestesié, pude trabajar más rápido. Ahora le están vendando la cara. Saldrá en unos minutos.
—¿Débil?
—Naturalmente.
—¿Cuánto tiempo tendrá que llevar los vendajes?
—Seis o siete días.
—¿Le quedará limpia la cara?