Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Niclas se retorcía nervioso en la silla y ya empezaba a correrle el sudor por las sienes. Pese a todo, se esforzaba por parecer impertérrito y Patrik hubo de reconocer que hizo un buen trabajo cuando, con bastante calma, respondió:
—Sí, exacto, ahora lo recuerdo. Me tomé un par de horas libres para ir a ver unas casas que había en venta. No le dije nada a Charlotte para darle una sorpresa.
Aquella explicación habría sonado verosímil de no haber sido por la tensión que Patrik percibió bajo la calma con que la expuso. Ni por un instante creyó las palabras de Niclas.
—¿Podría ser un poco más preciso? ¿Qué casas estuvo viendo?
En el rostro de Niclas se dibujó una sonrisa forzada, como si quisiera ganar tiempo.
—Tendría que mirarlo, no me acuerdo exactamente —dijo alargando la frase.
—No creo que haya tantas casas en venta al mismo tiempo en esta zona. Al menos sabrá en qué barrios estuvo, ¿no?
Patrik seguía presionándolo con sus preguntas y notó que Niclas se ponía cada vez más nervioso. No sabía qué habría estado haciendo aquel lunes por la mañana, pero desde luego no había ido a ver casas.
Siguieron unos minutos de silencio. Era evidente que la mente de Niclas hervía pensando cómo salvar la situación. De pronto, Patrik se percató de que se relajaba y se venía abajo. Ahora tal vez consiguiesen algo.
—Yo… —se le entrecortó la voz y comenzó de nuevo—. Yo no quisiera que Charlotte se enterase.
—No podemos prometerle nada, pero las cosas tienden a salir a la luz tarde o temprano. De este modo tiene la oportunidad de dar su versión antes de que oigamos la de otra persona.
—Pero… es que no lo comprenden. Destrozaría a Charlotte si…
Volvió a quebrársele la voz y, pese a que Patrik sospechaba por dónde iban los tiros, no podía dejar de sentir cierta compasión por Niclas.
—Ya le digo, no podemos prometer nada.
Aguardó a que Niclas venciese su angustia y se animase a continuar. De pronto le vino a la mente el recuerdo de la dulce y linda Charlotte, y la compasión se mezcló con un sentimiento de rechazo. A veces se avergonzaba de pertenecer al género masculino.
—Yo… —comenzó Niclas con un carraspeo— he conocido a una persona.
—¿Y quién es esa persona? —preguntó Patrik.
Ya había renunciado a la esperanza de que Ernst interviniese en la conversación, aunque el colega había dejado de observar la ventana para centrar todo su interés en el objeto del interrogatorio.
—Jeanette Lind.
—¿La propietaria de la tienda de regalos de Galärbacken? —preguntó Patrik evocando la figura de una mujer morena, menuda y con muchas curvas.
Niclas asintió.
—Sí, esa Jeanette. Llevamos… —una vez más, la misma vacilación en la voz de Niclas—, llevamos un tiempo viéndonos.
—¿Cuánto es «un tiempo»?
—Un par de meses, quizá tres.
—¿Y cómo se las han arreglado? —preguntó Patrik con auténtica curiosidad.
Jamás logró explicarse que la gente que tenía aventuras amorosas encontrase tiempo para ello. Ni que se atreviesen a hacerlo. Sobre todo en un pueblo tan pequeño como Fjällbacka, donde bastaba que un coche estuviese aparcado ante una puerta más de cinco minutos para que empezasen a circular rumores.
—A veces a la hora del almuerzo. Otras, yo decía que me quedaba a hacer horas extras. En alguna ocasión aducía una visita urgente a casa de un enfermo…
Patrik tuvo que contenerse para no darle una bofetada, pero los sentimientos personales no tenían cabida en aquellas circunstancias. Estaban allí para aclarar la cuestión de su coartada.
—Y el lunes pasado sencillamente se tomó un par de horas libres por la mañana para ir a ver a… Jeanette.
—Sí —respondió Niclas con voz ronca—. Dije que iba a hacer una ronda de visitas a domicilio que había ido retrasando, pero que estaría localizable en el móvil por si se presentaba alguna urgencia.
—Pero no lo estaba. Hicimos varios intentos de dar con usted a través de la enfermera y no contestaba al móvil.
—Me había olvidado de ponerlo a cargar. Se apagó poco después de que saliera del centro médico, pero no me di cuenta.
—¿Y a qué hora se fue del centro médico para verse con su amante?
El término surtió el mismo efecto que un latigazo en la cara, pero no protestó, sino que, pasándose las manos por el cabello, respondió dejando entrever su cansancio:
—Justo después de las nueve y media, creo. Tenía horario de atención telefónica de ocho a nueve y luego estuve adelantando trabajo administrativo durante media hora más o menos. Así que salí de aquí entre y media y menos veinte, diría yo.
—Y lo localizamos cerca de la una. ¿Fue entonces cuando volvió al centro médico?
Patrik se esforzaba por mantener un tono neutro, pero no podía evitar imaginarse a Niclas en la cama con su amante mientras su hija estaba muerta en el mar. Lo mirase como lo mirase, la situación no le ofrecía una imagen amable de Niclas Klinga.
—Sí, así es. Debía empezar a pasar consulta a la una, así que volví sobre la una menos diez.
—Comprenderá que tendremos que hablar con Jeanette para verificar lo que acaba de decirnos —le advirtió Patrik.
Niclas asintió resignado y reiteró su ruego:
—Procuren mantener a Charlotte fuera de todo esto, la destrozaría por completo.
«¿Y no deberías haber pensado en ello antes?», se dijo Patrik, aunque para sus adentros. Seguramente, Niclas ya lo habría pensado más de una vez en los últimos días.
Fjällbacka, 1924
Hacía tanto tiempo que no se sentía contento en su trabajo que le parecía un sueño hermoso y lejano. Ahora, el agotamiento lo había llevado a perder todo entusiasmo y trabajaba de forma mecánica con cada una de las tareas pendientes. Las exigencias de Agnes parecían inagotables. Y tampoco se las arreglaba con el dinero para llegar a fin de mes, cosa que sí lograban las demás esposas de picapedreros, pese a que por lo general tenían un montón de niños a los que alimentar. En el caso de Agnes, se diría que todo el dinero que él llevaba a casa se le escapaba entre los dedos y, a menudo, se veía obligado a acudir a la cantera muerto de hambre porque no había para comprar comida. Todo ello pese a que el llevaba a casa cada céntimo que ganaba, aunque no era lo habitual. El póquer era uno de los principales entretenimientos de los picapedreros. Sus compañeros dedicaban las noches y los fines de semana al juego y solían llegar a casa decepcionados y con los bolsillos vacíos. Allí los aguardaban sus mujeres, que se habían resignado hacía tiempo, como demostraban los surcos que la amargura había tallado en sus rostros.
La amargura era, por cierto, un sentimiento con el que Anders empezaba a familiarizarse. La vida con Agnes, que no hacía ni un año se le antojaba un hermoso sueño, había resultado ser más bien el castigo por un delito que no había cometido. Lo único de lo que se le podía considerar culpable era de amarla y de plantar en ella la semilla de un hijo, aun así, se veía condenado como si hubiese cometido un pecado mortal. Ya ni siquiera le quedaban fuerzas para alegrarse por el hijo que Agnes llevaba dentro. Su gestación había transcurrido con complicaciones, y ahora que se encontraba en la última fase, era peor que nunca. Se había pasado el embarazo quejándose de calambres y de molestias aquí y allá, y se negaba a realizar las tareas diarias. Lo que significaba que Anders no sólo trabajaba en la cantera desde la mañana hasta muy tarde cada día, sino que, además, debía encargarse de todos los quehaceres que correspondían a una esposa. Y no se lo hacía más llevadero el hecho de saber que los demás picapedreros unas veces se burlaban de él y otras lo compadecían por verse obligado a asumir las obligaciones de una mujer. En cualquier caso y por lo general, estaba demasiado cansado para detenerse a pensar en lo que los demás decían a sus espaldas.
Pese a todo, deseaba que llegase el día del nacimiento de su hijo. Tal vez el amor materno haría que Agnes dejase de verse a sí misma como el centro del universo. Los bebes exigían que se los tratase como el centro del universo y pensaba que sería una experiencia saludable para su esposa. Porque, en el fondo, se negaba a abandonar la esperanza de que lograrían que su matrimonio funcionase algún día. Él no era de los que se tomaban sus promesas a la ligera, y ahora que habían establecido un lazo según mandaba la ley, no podían romperlo sin más, por difícil que les resultase a veces seguir adelante.
Claro que de vez en cuando al ver a las otras mujeres del barracón, que trabajaban duro sin quejarse jamás, consideraba que había tenido mala suerte en la vida. Pero, al mismo tiempo y en honor a la verdad, era consciente de que no había sido cuestión de suerte, sino que el mismo se lo había buscado. De ese modo perdía todo derecho a quejarse.
Arrastrando los pies, recorría el estrecho camino a casa. Aquel día había sido tan monótono como todos los demás. Se había pasado la jornada tallando adoquines y le dolía el hombro, pues estuvo forzando al máximo todo el día el mismo músculo. Además, le rugía el estómago de hambre, puesto que en casa no había nada de comer para llevarse al trabajo. De no haber sido por Jansson, el de la habitación de al lado, que se compadeció de él y le ofreció la mitad de un bocadillo, no habría probado bocado en todo el día. «No —pensó resuelto—, a partir de hoy dejaré de confiarle el salario a Agnes». Sencillamente tendría que encargarse de comprar la comida el mismo, igual que había ido asumiendo las demás tareas de su esposa. Anders podía pasar sin comida, pero no pensaba permitir que su hijo muriese de hambre, de modo que había llegado la hora de implantar otras normas en casa.
Lanzó un suspiro y se detuvo un instante antes de abrir la delgada puerta de madera y entrar a su hogar con su mujer.
Desde detrás del cristal de la recepción, Annika veía perfectamente a cuantos entraban y salían, pero aquel día la cosa estaba tranquila. El único que seguía en su despacho era Mellberg y nadie había acudido a la comisaría con ninguna urgencia. En cambio, en la recepción, la actividad era febril. La publicación en los medios daba sus frutos en forma de un sinfín de llamadas, aunque aún era pronto para asegurar si había alguna sobre la que mereciese la pena seguir indagando. Tampoco era su cometido decidir tal cosa. Ella sólo tenía que tomar nota de cuanto le dijesen, así como del nombre y el teléfono del informante. El material lo revisaría más tarde el investigador responsable y, en este caso, Patrik sería el feliz receptor de una sobredosis de habladurías y de acusaciones infundadas, que era en lo que consistía la mayoría de las llamadas, según le decía la experiencia.
No obstante, este caso había provocado más llamadas que de costumbre. Todo lo que implicaba a un niño solía alterar los sentimientos de la gente y nada suscitaba reacciones tan intensas como el asesinato, precisamente. Por otro lado, la imagen de la masa que le ofrecían las llamadas recibidas no era nada halagüeña. Ante todo, la tolerancia de los nuevos tiempos para con los homosexuales no parecía haber arraigado más allá de las grandes ciudades, con lo que le llegaron un montón de acusaciones contra hombres que resultaban sospechosos sólo por su declarada homosexualidad. En la mayoría de los casos, los argumentos presentados eran de una simpleza ridícula. Bastaba con que un hombre tuviese una profesión tradicionalmente femenina para que alguien considerase que, seguramente, sería «uno de esos pervertidos». Según la lógica aldeana, ese individuo podía ser acusado de cualquier cosa. Hasta el momento, las llamadas recibidas implicaban a un peluquero local, al sustituto de una florista, a un maestro que había cometido el error garrafal de que le gustasen las camisas de color rosa y al fenómeno más sospechoso de todos: un hombre que era maestro de guardería. En total eran diez las llamadas que Annika había recibido sobre este último y que, abatida, puso en un montón aparte. A veces se preguntaba si el tiempo había pasado realmente en los pueblos como aquél.
La siguiente llamada, en cambio, resultó algo distinta. La mujer deseaba permanecer en el anonimato, pero la información que le proporcionó era, sin lugar a dudas, muy interesante. Annika se irguió en la silla y fue anotando con detalle cuanto le decía la informante. La pondría la primera del montón. Sintió un estremecimiento, pues intuía que lo que acababa de oír sería importante para la investigación. Eran tan raras las ocasiones en que ella participaba cuando un caso empezaba a aclararse, que no pudo por menos de experimentar cierta satisfacción. Aquélla podía ser una de esas ocasiones. Volvió a sonar el teléfono y Annika atendió la llamada. Otra sobre el florista.
Muy a disgusto, fue colocando los libros de salmos en los bancos. Por lo general, aquella tarea le resultaba muy agradable, pero no era así aquel día. ¡Vaya inventos modernos! Música para el oficio de un viernes por la tarde y, por si fuera poco, ni siquiera era música religiosa. Pura, simple y sencillamente ¡una blasfemia! En la iglesia sólo podía oírse música en los oficios del domingo y, en tal caso, sólo salmos del libro de salmos. Al parecer, hoy en día podían interpretar cualquier cosa y, en algunas ocasiones, la gente se atrevía incluso a aplaudir. En fin, ya podía estar contento de que no fuese como en Strömstad, donde el cura se había dedicado a llevar una larga serie de artistas populares. Esta noche actuaba simplemente un grupo de jóvenes de la escuela de música local, en lugar de esas pandas de cursis de Estocolmo que se dedicaban a hacer turnés por el país con sus cancioncillas y que igual actuaban en la casa de Dios como en los parques públicos ante un montón de borrachos.