Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—La persona a la que yo he conocido, se movía además de un modo extraño. ¿Es normal?
Eva asintió.
—Sí, la motricidad es otra fuente de indicios claros. Puede ser torpe y brusca, rígida o minimalista. También los hay estereotipados.
Al ver la expresión de Martin, comprendió que debía aclararle aquel punto.
—Movimientos estereotipados que se repiten; por ejemplo, leves movimientos de la mano.
—Si la persona que sufre Asperger tiene problemas con la motricidad, ¿hace esos movimientos constantemente?
Martin recordó los dedos de Morgan volando ágilmente sobre el teclado.
—No, lo cierto es que no. Es muy frecuente que, en el campo que les interesa o en cualquier otro que provoque su fascinación, presenten una motricidad fina muy bien desarrollada.
—¿Cómo son los adolescentes con Asperger?
—Sí, bueno, eso es un tema aparte. Pero, dime, ¿quieres un café antes de continuar? Es demasiada información. Por cierto, ¿no sería mejor que tomases notas? ¿O es que tienes muy buena memoria?
Martin señaló la pequeña grabadora que había colocado sobre la mesa.
—Mi ayudante se encarga de eso. Pero sí me tomaría un café.
Aún le rugía un poco el estómago: normalmente él no almorzaba sólo ensalada y sabía que, a buen seguro, tendría que parar por el camino en algún quiosco de perritos.
Unos minutos después apareció Eva con sendas tazas de café humeante. Se sentó antes de continuar:
—A ver, ¿dónde estábamos? Ah, sí, la adolescencia. En esa etapa vuelve a resultar difícil diagnosticar el Asperger si no se ha detectado antes. Aparecen muchos de los problemas propios de la adolescencia, pero reforzados, exacerbados a causa del Asperger. La higiene, por ejemplo, se convierte en un gran caballo de batalla. Muchos descuidan su higiene diaria, son reacios a ducharse, a cepillarse los dientes o a cambiarse de ropa. La escuela se convierte en un inconveniente. Les cuesta comprender la importancia del esfuerzo y, además, persisten los problemas de integración social con los compañeros y con otras personas de su edad. Eso dificulta, cuando no imposibilita, la realización de los trabajos en grupo, cada vez más habituales en secundaria y bachillerato. Es frecuente la depresión, así como complicaciones de comportamiento antisocial.
Esto despertó un interés especial en Martin.
—¿En qué consiste ese comportamiento?
—Pues delitos violentos, robos, incendios provocados…
—Es decir, que entre las personas con Asperger existe una mayor inclinación a cometer actos violentos, ¿es así?
—Pues… yo no diría que los Asperger sean más proclives a la violencia que otros grupos, pero sí, hay muchos. Ya te dije, tienen un marcado egocentrismo y dificultades para comprender situaciones y sentimientos ajenos. La falta de empatía es un rasgo característico. Simplificando, podría decirse que los afectados de Asperger carecen de sentido común.
—Si una persona… —Martin vaciló un segundo—, si una persona con Asperger apareciese relacionada con un caso de asesinato, ¿habría alguna razón para investigarla a fondo?
Eva se tomó su pregunta en serio y dedicó un buen rato a meditar su respuesta.
—No puedo contestar a eso. Claro que existen, ya te digo, ciertas características en el diagnóstico que bajan el umbral de lo que a nosotros nos impide cometer actos violentos. Pero, al mismo tiempo, hay muy pocos afectados por el síndrome que lleguen al extremo del asesinato. Y, bueno, leo los periódicos y sé a qué caso te refieres —dijo reflexiva, dándole vueltas a la taza de café entre las palmas de las manos—. Según mi opinión, muy personal por cierto, sería peligroso dejarse seducir en ese sentido, no sé si me explico.
Martin asintió. Sabía perfectamente a qué se refería. A lo largo de la historia, muchos inocentes habían sido acusados sólo por ser diferentes. Pero el conocimiento era poder y, pese a todo, tenía la sensación de que le resultaría muy valioso tener más nociones acerca del mundo de Morgan.
—No sabes cómo te agradezco que me hayas dedicado tu tiempo. Espero que los recados que dejaste de hacer por mi causa no fuesen muy importantes.
—Qué va —aseguró Eva mientras se levantaba para acompañarlo a la salida—. Era sólo una renovación del armario, que ya la voy necesitando. En otras palabras, nada que no pueda hacer la semana que viene.
Fue con él hasta el guardarropa y esperó a que se pusiese la cazadora, que ya estaba algo más seca.
—Vaya porquería de tiempo para salir —comentó Eva.
Los dos veían por la ventana el chaparrón, que formaba grandes charcos en la plaza.
—Sí, podemos jurar que es otoño —respondió Martin mientras le estrechaba la mano para despedirse.
—Gracias por el almuerzo, por cierto. Y si tienes más preguntas, llama cuando quieras. Me ha encantado refrescar lo que sabía sobre el tema. No es frecuente toparse con ese síndrome.
—Claro, si nos hace falta, te doy un toque. Gracias otra vez.
Fjällbacka, 1924
El parto fue peor de lo que nunca habría imaginado. Pasó casi dos días sufriendo y estuvo a punto de tirarse en plancha desesperada hasta que el propio doctor se tumbó sobre su barriga e hizo nacer al mundo al primero de los bebés. Porque eran dos. El segundo niño salió enseguida detrás del otro y, antes de lavarlos y envolverlos en sus mantas, se los enseñaron ufanos a la madre. Pero Agnes volvió la cabeza. No quería ver a aquellos seres que habían destrozado su vida y que a punto estuvieron de liquidarla. Por lo que a ella se refería, podían regalarlos, tirarlos al río o hacer lo que quisieran. Sus vocecillas chillonas le rompían los tímpanos y, después de haberse visto obligada a escucharlas un buen rato, se tapó los oídos y le vociferó a la mujer que los tenía en brazos que se los llevase lejos. La enfermera obedeció espantada y Agnes oyó que empezaban a murmurar a su alrededor. Pero ya se alejaba el llanto de los niños y lo único que ella quería era dormir; dormir durante cien años y que la despertase el beso de un príncipe que la llevase lejos de aquel infierno y de los dos monstruos exigentes que habían salido a la fuerza de su cuerpo.
Cuando despertó, creyó que su sueño se había cumplido. A su lado había una larga figura que se inclinaba sobre ella en las sombras y, por un instante, creyó ver al príncipe al que esperaba. Pero enseguida se le vino encima la realidad, pues vio la burda cara de Anders. La asqueó lo amoroso de su expresión. ¿Acaso creía que las cosas iban a cambiar entre ellos sólo porque le había dado dos hijos? Por ella, podía quedárselos y devolverle su libertad. Durante un instante, la idea le animó el corazón. Ya no estaba gorda e informe ni embarazada. Si lo deseaba, podía marcharse y volver a la vida que se merecía y a la que pertenecía. Pero enseguida comprendió que era imposible. Descartada la opción de volver a casa de su padre, ¿adonde iría? No tenía dinero ni posibilidad de ganarlo, salvo vendiéndose como prostituta y, en comparación, hasta la vida que ahora tenía se le antojaba mejor. Al comprender lo irremediable de su situación, volvió la cabeza y se echó a llorar. Anders le acariciaba el cabello despacio y, si hubiese tenido fuerzas, ella habría levantado los brazos para apartar sus manos.
—Son tan hermosos, Agnes. Son perfectos —dijo con voz trémula por la emoción.
Ella no respondió. Se quedó mirando la pared, aislándose del mundo. Si alguien pudiese venir a llevársela de allí…
Sara seguía sin volver. Mamá le había explicado que no lo haría, pero ella pensó que eran cosas de su madre. ¿Por qué iba a desaparecer Sara así como así? Si eso era verdad, pensó Frida, se arrepentía de no haber sido más amable. No tendría que haberse peleado con ella cuando le quitó los juguetes, tendría que habérselos dejado. Ahora tal vez fuese demasiado tarde.
Se acercó a la ventana y miró al cielo otra vez. Estaba gris y parecía sucio, y, desde luego, Sara no estaría nada a gusto allí.
Luego estaba lo del señor aquel. Claro, le había prometido a Sara que no diría nada, pero de todos modos… Mamá insistía en que siempre había que decir la verdad, y dejar de contar algo era casi como mentir, ¿no?
Frida se sentó delante de su casa de muñecas. Era su juguete favorito. Antes la había tenido su madre, de niña, y ahora la tenía ella. Le costaba imaginar que su madre hubiese tenido su misma edad alguna vez. Mamá era así, adulta.
La casa de muñecas era claramente de los años setenta. Una casa de ladrillo, de dos plantas, decorada en marrón y naranja. Los muebles eran los mismos que tenía su madre. A Frida le parecían preciosos, pero era una pena que no hubiese más cosas rosas y azules. El azul era su color favorito y el rosa el de Sara. A Frida le parecía extraño. Todo el mundo sabía que el rojo y el rosa no combinaban y Sara tenía el pelo rojo, así que no habría debido gustarle el rosa. Pero a ella le gustaba de todos modos. Siempre hacía lo mismo; siempre tenía que hacer lo contrario, vamos.
En la casa había cuatro muñecos. Dos hijas, una madre y un padre. Frida cogió a las dos niñas y las colocó una frente a otra. Por lo general, ella siempre quería ser la que iba de verde porque era la más bonita, pero ahora que Sara estaba muerta, le dejaría ser la verde. Y ella sería la del vestido marrón.
—Hola, Frida, ¿sabes que estoy muerta? —preguntó la muñeca-Sara.
—Sí, mamá me lo ha contado —contestó la marrón.
—¿Y qué te ha dicho tu madre?
—Que significa que ahora estás en el cielo y que no vendrás más a jugar conmigo.
—¡Qué rollo! —exclamó la muñeca-Sara.
Frida asintió moviendo la cabeza de su muñeca.
—Sí, a mí también me parece un rollo. Si hubiera sabido que ibas a morir y que no volverías a jugar conmigo, te habría dejado los juguetes que hubieras querido y no habría dicho nada.
—¡Qué pena! —dijo la muñeca-Sara—. Que esté muerta, vamos.
—Sí, qué pena —confirmó la marrón.
Las dos muñecas guardaron silencio un instante, al cabo del cual la muñeca-Sara preguntó en tono grave:
—¿No habrás dicho nada del señor?
—No, te lo prometí.
—Claro, era un secreto.
—¿Pero por qué no puedo contarlo? Ese señor es malo —protestó la muñeca marrón.
—Justo por eso. El señor me dijo que no podía contarlo. Y a los señores malos hay que hacerles caso.
—Si estás muerta, el señor no podrá hacerte nada, ¿no?
A esa pregunta, la muñeca-Sara vestida de verde no supo qué contestar. Frida dejó las dos muñecas con cuidado y volvió junto a la ventana. ¿Por qué tendría que ser todo tan difícil sólo porque a Sara se le había ocurrido morirse?
Annika ya había vuelto de almorzar y llamó a Patrik, algo ansiosa, cuando lo vio entrar con Ernst. Patrik le hizo una seña de que la vería más tarde, pero ella insistió, de modo que él se colocó ante su puerta con gesto inquisitivo. Annika lo miró por encima de las gafas. Tenía un aspecto deplorable y estaba tan empapado que parecía un gato ahogado. Pero, claro, entre el bebé y el caso de asesinato, no le quedaba mucho tiempo para el cuidado personal.
Vio la impaciencia en los ojos de Patrik y se apresuró a informarlo:
—Hoy he recibido varias llamadas a raíz de la divulgación en los medios.
—¿Algo interesante? —preguntó Patrik sin mayor entusiasmo en la voz.
Rara vez recibían de la gente nada de interés, así que no abrigaba demasiadas esperanzas.
—Sí y no —respondió Annika—. La mayoría de las que llaman son, como comprenderás, las chismosas de siempre con información capciosa sobre sus enemigos de toda la vida y algún que otro informante suelto, y en este caso la homofobia ha florecido con todo su esplendor, te lo aseguro. Al parecer, uno es sospechoso de forma automática por ser homosexual y, si eres hombre y te gustan las flores o la peluquería, eres capaz de hacer cosas horribles con los niños.
Patrik cambió el peso de su cuerpo al otro pie, claramente impaciente, y Annika se apresuró a seguir. La joven tomó la primera de las notas que había en el montón y se la dio.
—Esto me pareció que podía dar de sí. Una mujer, se negó a dar su nombre, aseguró que deberíamos echarle un ojo a la historia clínica del hermano menor de Sara. No quiso decir más, pero la intuición me dijo que ahí quizá haya algo. Por lo menos, puede que valga la pena investigarlo.
A Patrik no le pareció ni la mitad de interesante de lo que ella esperaba pero, por otro lado, él no había oído el tono de preocupación de la mujer. Era bien distinto de la vulgar alegría por el mal ajeno que mostraban quienes disfrutaban difundiendo habladurías.
—Sí, bueno, puede que valga la pena comprobarlo, pero no te hagas ilusiones. Las informaciones anónimas no suelen ser muy fructíferas.
Annika fue a decir algo, pero Patrik alzó las manos para detenerla.
—Ya lo sé. Algo te dijo que ésta era distinta. Y te prometo que lo comprobaré, pero tendrás que esperar un poco. Tenemos cosas más urgentes de las que ocuparnos en estos momentos. Reunión en la cocina dentro de cinco minutos; ahí contaré más —tamborileó con los dedos contra el marco de la puerta a ritmo de marcha y se fue con su nota en la mano.
Annika se preguntaba cuál sería la nueva información que, según Patrik, revestía tanta urgencia. Esperaba que fuese algo que le diese un giro al caso. El ambiente en la comisaría había sido demasiado depresivo durante los últimos días.
No conseguía la paz necesaria para trabajar. La imagen del rostro de Sara no lo dejaba tranquilo y la visita matinal de los policías le había puesto a flor de piel la angustia acumulada. Tal vez fuese cierto lo que decían todos, quizá había vuelto al trabajo demasiado pronto. Pero para él era un modo de sobrevivir. Obligarse a pensar en otra cosa distinta de aquélla, concentrarse en úlceras de estómago, durezas en los pies, fiebres víricas y otitis. Cualquier cosa con tal de no pensar en Sara… y en Charlotte. Pero la realidad se había abierto paso implacable y se sintió caer al vacío. Tampoco le hacía encontrarse mejor el hecho de que fuese culpa suya. Para ser sincero, algo insólito en él, ni era capaz de comprender por qué hacía lo que hacía. Era como si una fuerza que llevase muy dentro lo empujase continuamente en pos de algo fuera de su alcance.