Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—¿Y por qué iba a arriesgar su matrimonio pidiéndole a usted que le proporcione una coartada sólo para tomarse unas horas libres? —preguntó Patrik, esforzándose por penetrar en la expresión impasible de Jeanette, aunque en vano.
El único indicio de algún tipo de sentimiento por su parte era el nervioso tamborileo de sus largas uñas contra la taza de café.
—Y qué sé yo —respondió impaciente—. Pensaría que, entre dos alternativas negativas, era mejor que lo pillaran con la amante y no que lo consideraran sospechoso de haber matado a su hija.
A Patrik le sonó rebuscado, pero la gente podía reaccionar de las formas más extrañas cuando estaba bajo presión; él había tenido muchas ocasiones de comprobarlo.
—Y si hace dos días le parecía bien facilitarle una coartada, ¿qué la ha hecho cambiar de opinión ahora?
Jeanette no dejaba de repiquetear con las uñas sobre la taza. Las tenía muy, muy cuidadas, incluso Patrik lo notó.
—Pues… He estado reflexionando sobre el asunto todo el fin de semana… y tengo la sensación de que no está bien. Después de todo, han matado a una niña, ¿no? Quiero decir que ustedes deberían saberlo todo.
—Sí, deberíamos —afirmó Patrik.
Dudaba de si debía o no creerse su explicación, pero eso era lo de menos. Niclas no tenía coartada para el lunes por la mañana y, además, le había pedido a otra persona que le proporcionara una falsa. Y eso era suficiente para que saltase una serie de alarmas.
—Bien, le agradezco que haya decidido venir a contárnoslo—dijo Patrik poniéndose de pie.
Jeanette también se levantó y le tendió una mano fina y delicada. Con ella le retuvo la suya algo más de la cuenta mientras se despedían. Patrik se frotó la mano en los vaqueros inconscientemente en cuanto la mujer salió por la puerta. Había algo en aquella joven que empezaba a provocar en él una auténtica aversión. En cualquier caso, gracias a ella, ahora contaban con un hilo concreto del que tirar. Había llegado el momento de investigar más de cerca a Niclas Klinga.
De pronto, Patrik recordó la nota que le había dado Annika. Presa de cierto pánico, se tanteó el bolsillo trasero y, cuando la sacó, se alegró infinitamente de que ni él ni Erica hubiesen tenido fuerzas para poner lavadoras el fin de semana. Leyó con atención el mensaje y se sentó a hacer unas llamadas.
Fjällbacka, 1926
Los pequeños, ya de dos años de edad, alborotaban detrás de Agnes, que los mandó callar irritada. Jamás había visto niños tan traviesos. Seguro que se debía a tantas horas en casa de los Jansson, seguro que lo habían aprendido de sus mocosos, se decía Agnes optando por ignorar el hecho de que, prácticamente, fue la vecina quien crió a sus hijos desde que tenían seis meses. En cualquier caso, a partir de ahora iban a cambiar las cosas, puesto que se trasladaban al centro del pueblo. Agnes miró atrás satisfecha, sentada sobre los bultos de la mudanza. Deseaba con todas sus fuerzas no tener que volver a ver el miserable barracón. A partir de ahora, estaría algo más cerca de la existencia que se merecía y, al menos, sus días transcurrirían entre gente normal y tendría la oportunidad de ver algo más de vida y movimiento a su alrededor. Cierto que el edificio donde habían alquilado la vivienda no era para dar saltos de alegría, aunque las habitaciones eran más limpias y luminosas e incluso unos metros cuadrados más grandes que lo que les correspondía del barracón, pero al menos estaba en el centro de Fjällbacka. Podría salir del portal sin hundirse en el barro hasta los tobillos y tendría la oportunidad de cultivar amistades mucho más estimulantes que las simplonas de las mujeres de los picapedreros, que no hacían otra cosa que parir hijos. Por fin tendría ocasión de conocer gente con unas miras totalmente distintas. Ahora que pertenecía al grupo de mujeres de picapedreros que tanto despreciaba, prefería no pensar hasta qué punto ella resultaría interesante para esas personas o quizá estaba convencida de que no les pasaría inadvertido que ella era diferente.
—Johan, Karl, tranquilos. Quedaos quietos en el carro; de lo contrario, os vais a caer —les dijo Anders volviéndose a medias hacia los pequeños.
Como de costumbre, Agnes pensaba que era demasiado blando con ellos. De haber sido por ella, tendría que haberles gritado mucho mas alto e incluso haber acompañado su reprimenda de una bofetada. Pero sobre ese particular, el parecer de Anders era inquebrantable. Nadie ponía a sus hijos una mano encima. En una ocasión, la sorprendió dándole un azote a Johan, y fue tal el sermón que no le quedo valor para volver a hacerlo. En todo lo demás, podía conseguir que Anders se plegase a su voluntad, pero en lo relativo a Karl y Johan, él tenía la ultima palabra. Incluso los nombres de los pequeños fueron elección suya. Si eran buenos para reyes, también lo eran para sus hijos, le dijo. Agnes se rio burlona. Menuda idiotez. Pero a ella le importaba un bledo como se llamasen los niños, así que, si el quería decidir sus nombres, por ella, adelante.
Ante todo, sería un alivio verse libre de la impertinente de la mujer de Jansson. Claro que había resultado muy cómodo que se hiciese cargo de los niños por ella, cualquiera que fuese la razón por la que lo hizo, y además, voluntariamente, pero al mismo tiempo sus miradas de reproche sacaban de quicio a Agnes. ¡Como si ella fuese peor persona solo porque no consideraba que limpiarles el culo a los niños constituyese su cometido en la vida!
No era posible llegar con el carro hasta la misma entrada del edificio, que se encontraba en una de las estrechas cuestas que daban al mar, de modo que hubieron de cargar con sus escasas pertenencias el último tramo. Anders haría un par de viajes más para recoger sus desportillados muebles, pero Agnes fue a saludar al propietario del edificio, es decir, a su casero, antes de entrar en su nuevo hogar. Jamás pensó que dos pequeñas habitaciones en una casa diminuta se le antojarían un ascenso en la vida, pero comparada con la oscura barraca, su nueva vivienda le parecía un palacio
Cruzo el umbral contoneándose con sus faldas y constató satisfecha que el anterior inquilino lo había dejado todo limpio y ordenado. Odiaba que hubiese suciedad a su alrededor, pero en el pequeño cuarto de la barraca no le parecía que tuviese sentido limpiar, y además, tampoco estaba muy dispuesta a ser ella la que se encargase de esa tarea. Pero si lograba insistir lo suficiente como para sacarle al tacaño de Anders un par de bonitas cortinas y una alfombra, la nueva casa podría quedar al menos aceptable.
Los niños pasaron a toda velocidad junto a sus piernas y empezaron a correr y a perseguirse como locos por la habitación vacía. Agnes sintió que le hervía la sangre al ver que lo ensuciaban todo de barro.
—¡Karl! ¡Johan! —rugió consiguiendo que quedaran helados de miedo.
Cerró los puños para impedir que sus manos les estampasen una sonora bofetada a cada uno y se contentó con agarrarlos bien fuerte del brazo y arrastrarlos al otro lado de la puerta. No obstante, se permitió un pequeño y disimulado pellizco en los bracitos y vio con satisfacción que los rostros de los niños se encogían en una mueca de llanto.
—¡Papá! —comenzó a gritar Karl, cuyas quejas no tardó en corear Johan—. ¡Quiero que venga papá!
—¡A callar! —ordenó Agnes entre dientes mirando nerviosa a su alrededor.
¡Sólo faltaba eso! Ponerse en evidencia desde el primer día. Pero los pequeños habían sobrepasado el punto en que aún podían contenerse.
—¡Papá! —gritaban a coro.
Agnes se obligó a respirar hondo y despacio, intentando controlarse, no precipitarse a hacer una locura. Entonces los niños intensificaron sus quejas.
—¡Karin! ¡Queremos que venga Karin! —gritaban tirados en el suelo dando patadas y puñetazos con sus manitas.
Un par de malditos llorones, igual que su padre. ¡Pensar que tenían el valor de preferir a aquella simple bruja antes que a su madre! Sintió que el pie le ardía de las ganas de propinarles una patada justo en las partes blandas próximas al estómago, pero, por suerte, en ese momento apareció Anders al final de la pendiente.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con su acento cantarín de Blekinge.
Los niños se pusieron de pie como el rayo.
—¡Papá! ¡Mamá es mala!
—¿Qué ha pasado ahora? —preguntó resignado al tiempo que le lanzaba a Agnes una mirada de reproche.
Ella lo maldijo para sus adentros. Ni siquiera sabía lo que había ocurrido y, aun así, tomaba partido por los niños sin vacilar. Agnes no se molestó en explicárselo, sino que se dio media vuelta y entró en la casa dispuesta a recoger las plastas de barro que los niños habían dejado esparcidas. Entre tanto, los oía lloriquear a su espalda, con las narices hundidas en el abrigo de Anders. De tal palo, tales astillas.
Se dio de baja para el resto del mes. Tan sólo había pasado una semana desde que encontraron a la niña, pero ella tenía la sensación de que hubiesen transcurrido años. Oyó a Kaj trajinar en la cocina. Sabía que era sólo cuestión de tiempo. Y, en efecto, enseguida lo oyó:
—¡Monicaaaaa! ¿Dónde está el café?
La mujer cerró los ojos y respondió con forzada paciencia:
—En la lata que hay en el armario de encima de los fogones. En el mismo lugar donde ha estado los últimos diez años —no pudo por menos de añadir.
Lo oyó mascullar su respuesta, se levantó y fue a la cocina. Más le valía ir a ayudarle. Le costaba comprender que una persona adulta pudiese resultar tan indefensa. Que hubiese sido capaz de dirigir una empresa con treinta empleados era algo que sobrepasaba su entendimiento.
—Déjame a mí —le dijo al tiempo que le quitaba la lata del café.
—¿Qué te pasa ahora? —respondió Kaj en el mismo tono irritado.
Monica respiró hondo para serenarse un poco mientras contaba en silencio las cucharadas de café que iba poniendo. No merecía la pena iniciar una disputa con Kaj, después de todo lo que ya tenían.
—Nada —respondió ella—. Sólo que estoy algo cansada. Y no me ha gustado que la policía viniese a hablar con Morgan.
—¿Qué puede importar eso? —opinó Kaj sentándose ante la mesa de la cocina, a la espera de que le sirvieran el café—. Después de todo, es un adulto, aunque a ti te cueste creerlo —añadió.
—Tú más que nadie deberías ser consciente de las dificultades de Morgan. ¿Dónde has estado todos estos años? ¿No has participado en los avatares de esta familia?
La irritación volvía a dominarla, como evidenciaba el modo airado en que cortó varios trozos del rollo de bizcocho.
—Yo he vivido los avatares de esta familia igual que tú, que lo sepas. Sin embargo, no he mostrado la misma inclinación a ser demasiado blando con Morgan ni a llevarlo de un machaca-cabezas a otro. ¿De qué ha servido? Lo único que hace es pasarse los días encerrado en su caseta, y a medida que pasan los años, más raro se vuelve.
—Yo no he sido blanda con él —objetó Monica entre dientes—. He intentando darle a nuestro hijo los mejores cuidados a nuestro alcance, teniendo en cuenta todo lo que se ha visto obligado a superar. El que tú hayas optado por ignorarlo es cosa tuya. Si le dedicases a él la mitad del tiempo que inviertes en tus entrenamientos…
Monica casi arrojó el plato con los dulces sobre la mesa y se quedó de pie y de brazos cruzados contra el poyete.
—Sí, sí —protestó Kaj antes de hincarle el diente a un trozo de bizcocho. Tampoco él parecía tener muchas ganas de discutir a hora tan temprana—. No creo que tengamos que sacar el mismo tema otra vez. De todos modos, estoy de acuerdo en que no me gusta la idea de que la policía ande importunando por aquí. No me explico cómo no invierten sus energías en la bruja de la vecina.
Otra vez a vueltas con su tema favorito, descorrió la cortina para ver la casa de los Florin.
—Ahí todo parece estar en calma. Me pregunto qué ocurrió el viernes pasado, con tanto coche aparcado a su puerta y todas esas cajas y bártulos que fueron metiendo en la casa.
Monica bajó la guardia, aunque a disgusto, y se sentó frente a él a la mesa. Tomó un trozo de bizcocho, aunque sabía que no le convenía. Los dulces ya se habían asentado bastante en sus caderas. Claro que a Kaj no parecía importarle, de modo que ¿por qué sacrificarse?
—Pues no sé, pero no vale la pena ponerse a especular. Lo principal es que dejen en paz a Morgan.
La fría sensación de vacío en el estómago se negaba a remitir y empeoraba a medida que pasaban los días. El azúcar del bizcocho le calmó los nervios unos minutos, pero ella sabía que la angustia no tardaría en volver a dominarla. Desesperada, observó a Kaj y consideró la posibilidad de contárselo todo, pero enseguida comprendió lo absurdo de su idea. Llevaban treinta años juntos y no tenían nada en común. Él se llevó a la boca otro trozo de bizcocho, satisfecho, e ignorante de las garras que despedazaban las entrañas de su esposa.
—¿No deberías estar trabajando? —preguntó Kaj dejando de masticar.
Desde luego, debería haberse marchado hacía una hora, pero él no se había dado cuenta de que seguía en casa hasta ese momento.
—Me he dado de baja. No me encuentro bien.
—Pues tienes buen aspecto —le respondió como criticándola—. Un tanto pálida, quizá. En fin, ya sabes que, en mi opinión, deberías despedirte del todo. Es una locura que vayas allí todos los días cuando no lo necesitas. Podemos permitírnoslo.
Monica sintió la ira crecer en su interior. Se levantó bruscamente.
—No quiero oír ni una palabra más sobre ese asunto. Me pasé veinte años en casa sin hacer otra cosa que plancharte las camisas y preparar cenas para ti y tus colegas. ¿No crees que por fin tengo derecho a una vida propia?