Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—Entonces, ¿mandamos una denuncia a Asuntos Sociales como dijiste? —quiso saber Martin. Patrik parecía dudar.
—Deberíamos hacerlo ya, pero algo me dice que será mejor que esperemos un par de días, hasta que sepamos algo más.
—Bueno, tú mandas —dijo Martin—. Espero que sepas lo que haces.
—Si quieres que te sea sincero, no tengo ni idea —confesó Patrik con media sonrisa—. Ni pajolera idea.
Erica se sobresaltó cuando llamaron a la puerta. Maja estaba tumbada en su manta mientras ella se había dejado caer en uno de los sofás, abandonada al duermevela a que la obligaba el agotamiento. Se levantó presurosa y fue a abrir la puerta. Cuando vio quién era, enarcó las cejas sorprendida.
—Hola, Niclas —lo saludó, aunque sin hacer amago de invitarlo a pasar.
Jamás se habían visto más que de pasada y Erica se preguntaba cuál sería la razón por la que iba a verla.
—Hola —respondió Niclas vacilante, antes de volver a guardar silencio.
Tras unos momentos que a ambos se les hicieron eternos, él añadió:
—¿Puedo entrar? Necesito hablar contigo.
—Claro —respondió Erica aún perpleja—. Entra y siéntate mientras yo preparo un café.
Ella fue a la cocina mientras él se quitaba el abrigo. Luego cogió a Maja, que había empezado a lloriquear en el suelo, y antes de sentarse ante la mesa de la cocina, sirvió el café con la mano que le quedaba libre.
—Eso me suena —dijo Niclas entre risas al tiempo que se sentaba frente a Erica—. Esa capacidad que desarrollan las madres para hacerlo todo con la misma soltura, tengan o no las dos manos libres. No comprendo cómo os las arregláis.
Erica le sonrió. Resultaba increíble ver cómo cambiaba el rostro de Niclas cuando reía. Sin embargo, el marido de su amiga no tardó en adoptar de nuevo una expresión grave y su rostro volvió a parecer sombrío.
Dio un sorbito de café, como para ganar tiempo. Erica no podía resistir la curiosidad. ¿Qué querría de ella?
—Seguro que te preguntas para qué he venido —dijo, como si le hubiese leído el pensamiento.
Erica no respondió. Niclas tomó otro trago de café antes de continuar:
—Sé que Charlotte estuvo aquí hablando contigo…
—Pero no puedo decirte de qué…
Niclas alzó una mano y la tranquilizó:
—No, no he venido para sonsacarte lo que Charlotte te haya contado, sino porque tú eres su amiga más cercana en este pueblo y, por lo que vi cuando estuviste en casa, eres una buena amiga. Y eso es justo lo que Charlotte va a necesitar dentro de poco.
Erica lo miró llena de curiosidad, aunque, al mismo tiempo, tenía el desagradable presentimiento de saber qué iba a contarle. Sintió una manita en la mejilla y miró a Maja, que la observaba satisfecha jugueteando con un mechón de su melena. A decir verdad, no estaba segura de querer saber más. Algo la empujaba a desear mantenerse en la pequeña burbuja en la que había vivido los últimos meses. Aunque a veces esa misma burbuja hubiese estado a punto de asfixiarla, resultaba un lugar seguro y familiar. Pero logró superar el impulso, apartó la mirada de Maja, la dirigió a Niclas y dijo:
—Estoy dispuesta a ayudar en todo lo que pueda.
Niclas asintió, pero parecía dudar. Después de darle varias vueltas a la taza entre las manos, respiró hondo:
—He traicionado a Charlotte. He traicionado a mi familia de la peor manera imaginable. Pero hay otras cosas, cosas que nos han ido carcomiendo, que han hecho que nos apartemos el uno del otro. Cosas a las que ahora debemos enfrentarnos. Charlotte no sabe nada de mi engaño, pero debo contárselo y entonces necesitará tu apoyo.
—Puedes explicármelo —le dijo Erica con serenidad.
Y Niclas empezó a desahogarse con alivio palpable y lo contó todo: un amasijo desagradable, incoherente, sucio.
Era evidente que, al terminar su relato, se sentía mucho mejor. Erica no sabía qué decir. Acariciaba la mejilla de Maja como para defenderse de una realidad demasiado fea y horrible. Una parte de ella sentía deseos de levantarse y gritarle que se fuese al infierno. Y la otra, de abrazarlo y acariciarle la espalda para procurarle consuelo. Finalmente, le dijo:
—Tienes que contárselo a Charlotte. Vete a casa ahora mismo y dile todo lo que me has dicho a mí. Y si me necesita, aquí estoy. Después… —Erica guardó silencio, sin saber cómo expresar lo que quería decir—, después tenéis que retomar las riendas de vuestra vida. Si Charlotte, y sólo si ella te perdona, tendrás que asumir la responsabilidad y esforzarte para que podáis seguir adelante. Lo primero que has de hacer es salir de esa casa. Charlotte estaba a disgusto viviendo con Lilian desde el principio y sé que, después de la muerte de Sara, todo ha ido a peor. Tenéis que haceros de una casa propia, un hogar donde sea posible el reencuentro, donde podáis llorar en paz la muerte de Sara, donde podáis convertiros en una familia.
Niclas asintió.
—Sí, sé que tienes razón. Debería haber arreglado ese tema hace mucho tiempo, pero estaba tan ocupado con mis cosas que no veía…
Inclinó la cabeza hacia la mesa y se quedó mirándola fijamente. Cuando alzó la vista, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡La echo tanto de menos, Erica! La echo tanto de menos que siento que todo mi ser se rompe en pedazos. Sara no está, Erica. Hasta ahora no había tomado conciencia de ello. Sara no está.
Las lágrimas corrían por sus mejillas para ir a estrellarse contra la mesa. Niclas temblaba y su rostro se desfiguró hasta el punto de que resultaba irreconocible. Erica extendió el brazo y le tomó la mano.
Y así permaneció largo rato, mientras él lloraba su dolor.
Aquel fin de semana volvió a ocurrir. Habían pasado unos quince días desde la última vez, de modo que él empezó a desear que todo fuese un sueño o que hubiese acabado definitivamente. Pero luego se presentó otra vez. El instante de repugnancia, de negación y de dolor.
Si al menos supiese cómo combatirlo. Cada vez que sucedía, sentía que la abulia paralizaba su cuerpo y, simplemente, se dejaba llevar.
Sebastian se abrazó las piernas, sentado en la cima de Veddeberget. Desde allí podía contemplar la bahía. Hacía frío y mucho viento, pero en cierto modo, era agradable. Así el ambiente exterior era acorde con el que reinaba en su interior. Aunque para que la identidad fuese total, tendría que llover también, porque así se sentía él por dentro, como si una lluvia torrencial arrastrase consigo todo lo que era bueno y estaba entero; como si todo se perdiese por un desagüe gigantesco.
Además, Rune había vuelto a reprenderlo. Encima de lo que ya tenía. Vociferando y gritando, le dijo que a ver qué se había creído, que se daba perfecta cuenta de que no estaba esforzándose lo suficiente. Que tenía que trabajar más. Que no tendría ningún futuro si no trabajaba más duro, porque estaba claro que no tenía cabeza para los estudios. Pero él lo intentó tanto como pudo dadas las circunstancias. No era culpa suya si todo terminaba siempre en desastre.
A Sebastian le ardían los ojos y se secó indignado las lágrimas con el puño del jersey. Lo último que deseaba era ponerse a lloriquear como un niño allí sentado. Cuando, en realidad, todo era culpa suya. Si hubiera sido un poco más fuerte, aquello no habría sucedido ni la primera vez ni la segunda tampoco. No habría sucedido una y otra vez.
Ya le corrían las lágrimas imparables por las mejillas y con tanto ahínco se las secaba en el puño del grueso jersey, que se le llenó el rostro de arañazos.
Por un instante, sintió el impulso de poner fin a todo. Sería tan sencillo. Unos pasos hasta el borde y luego, sólo dejarse caer. En unos segundos habría acabado. De todos modos, a nadie le importaba. Para Rune sería un alivio. Así no tendría que hacerse cargo del hijo de otra persona. Tal vez pudiese incluso conocer a otra mujer y tener hijos propios, puesto que tanto lo deseaba.
Sebastian se levantó. La idea seguía resultándole atractiva. Se acercó despacio al borde de la montaña y miró hacia abajo. Estaba alto. Intentó imaginarse cómo sería: volar por el aire, ingrávido durante un instante, y luego el retumbar de su cuerpo contra el suelo. ¿Sentiría algo en ese momento? Probó a sacar un pie fuera del borde de la roca y lo dejó suspendido en el aire. Después se le ocurrió de pronto que tal vez no muriese en la caída, que podía sobrevivir y quedarse paralítico o algo así. Quedaría como un bulto baboso para el resto de su vida. Eso sí que le proporcionaría a Rune un argumento para quejarse de verdad. Aunque, seguramente, lo llevaría enseguida a alguna residencia.
Vaciló unos segundos más con el pie en el aire. Después volvió a ponerlo en el suelo y retrocedió despacio. Con los brazos cruzados convulsamente, se quedó mirando el horizonte. Mucho, mucho rato.
Ella se le abalanzó tan pronto como lo vio entrar por la puerta.
—¿Qué ha sucedido? Aina llamó para contarme que la policía había ido a buscarte al trabajo —le dijo con voz quebrada, casi presa del pánico—. No le he dicho nada a Charlotte.
Niclas la tranquilizó con un gesto de la mano, pero Lilian no se dejó disuadir tan fácilmente. Pegada a sus talones, fue siguiéndolo hasta la cocina, bombardeándolo con sus preguntas. Él desoyó sus ruegos, se fue derecho a la cafetera y se sirvió una gran taza de café. La cafetera estaba apagada y el café apenas tibio, pero no le importó. Necesitaba eso o un buen whisky, y pensó que más valía elegir la opción sin alcohol.
Se sentó a la mesa y Lilian lo imitó mientras lo observaba con insistencia. ¿Qué tontería se le había ocurrido ahora a la policía? ¿No sabían que Niclas merecía más respeto, que era médico, un hombre de éxito? Otra vez pensó asombrada en la suerte que había tenido su hija, en el golpe que había dado. Cierto que eran muy jóvenes cuando empezaron a salir, pero Lilian enseguida vio que él era un hombre con un futuro brillante y apoyó su relación. Que Niclas hubiese elegido a Charlotte entre todas las demás chicas que le andaban detrás…, bueno, Lilian consideraba que había sido un golpe de suerte. Claro que, bien mirado, su hija era muy bonita, pero ya en la adolescencia acumuló varios kilos de más y, ante todo, no tenía ambiciones de ningún tipo. Aun así, consiguió lo que Lilian más deseaba. Ella llevaba el éxito de su yerno como se lleva un broche en la solapa, y ahora todo aquello corría peligro. La aterraba pensar en las chismosas del pueblo, que no tardarían en difundir los rumores si llegaba a saberse que la policía había citado a Niclas para interrogarlo. Y venía con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, así que seguro que también había sido duro para él.
—¿Y bien? ¿Qué querían?
—Sólo querían hacerme unas preguntas —respondió Niclas evasivo mientras apuraba el café a grandes tragos.
—¿Qué tipo de preguntas?
Lilian se resistía a darse por vencida. Si iba a tener que ir corriendo y escondiéndose cuando saliese a la calle, al menos quería conocer los motivos.
Pero Niclas no le hizo el menor caso. Se levantó y colocó la taza vacía en el lavaplatos.
—¿Charlotte está abajo?
—Está descansando —respondió Lilian sin ocultar la indignación que le producía la falta de respuestas.
—Voy a hablar con ella.
—¿Y de qué quieres hablarle? —insistió Lilian. Niclas se vio colmado.
—Es algo entre Charlotte y yo. Ya te he dicho que la policía no quería nada especial. Y doy por supuesto que puedo hablar con mi esposa sin tener que informarte a ti. Desde luego, Erica tiene razón: ya es hora de que Charlotte y yo nos busquemos una casa propia.
Lilian reaccionó horrorizada ante cada una de sus palabras. Niclas siempre la había tratado con respeto y sintió su respuesta como una bofetada. En especial, después de todo lo que ella había hecho por él. Por él y por Charlotte. Lo injusto de aquel trato la hizo arder de rabia, y ya estaba buscando alguna respuesta mordaz que darle cuando vio que Niclas iba escaleras abajo. Volvió a sentarse a la mesa de la cocina. Tenía la cabeza hecha una maraña de ideas. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? A ella, que no había hecho otra cosa que mirar por el bien de ambos, sacrificándose y postergando sus propios intereses. Eran como sanguijuelas, dispuestos a chuparle la sangre. Por fin lo veía claro: Stig, Charlotte y, ahora, incluso Niclas, todos la utilizaban. Tomaban sin cesar lo que ella les ofrecía, pero sin dar nada a cambio.
Charlotte estaba pensando en su padre. Era curioso, pero, en los ocho años que habían pasado desde su muerte, cada vez lo tenía menos presente en su memoria. Los recuerdos se reducían a débiles imágenes instantáneas y desdibujadas. Pero después de la muerte de Sara, lo recordaba con tanta claridad como si acabase de fallecer.
Ella y Lennart tuvieron una relación muy estrecha. Mucho más de lo que nunca fue la relación con su madre. A veces tenía la sensación de que los dos tuviesen una misma alma. Su padre siempre supo hacerla reír. Su madre apenas reía y, de hecho, Charlotte no recordaba haber compartido nunca con ella unas risas. Su padre era el diplomático de la familia, siempre mediando e intentando explicar las cosas. Explicar por qué Lilian no dejaba de criticarla, por qué nada de lo que hacía Charlotte le parecía bien, por qué ella nunca lograba cumplir las expectativas de su madre. A su padre, en cambio, nunca lo defraudó. A sus ojos, ella era perfecta, y Charlotte lo sabía.
Cuando empezó a enfermar, para su hija fue una conmoción. Todo sucedió tan lentamente, de forma tan gradual, que les llevó mucho tiempo ver siquiera lo que sucedía. En ocasiones, Charlotte se preguntaba si habría podido impedir su muerte de haber estado más atenta, de haber detectado antes las señales. Pero ella vivía en Uddevalla con Niclas, estaba embarazada de Sara y totalmente volcada en sus cosas. Después, cuando comprendió que su padre no estaba bien, hizo causa común con Lilian por una vez y le insistió para que fuese a que lo reconocieran en el hospital. Pero ya era demasiado tarde. A partir de ahí, todo sucedió tan deprisa. Su padre murió en sólo un mes, según los médicos, víctima de una enfermedad que atacaba los nervios y que fue minando su cuerpo gradualmente. Les dijeron que de nada hubiese servido acudir antes al hospital. Pero ella no pudo evitar sentir remordimientos
Se preguntaba asimismo si habría podido mantener más vivo su recuerdo de haber tenido más espacio para llorar su pérdida. Pero Lilian ocupó todo el espacio existente. Se adueñó de todo el derecho al dolor y exigió que su duelo se antepusiera al de los demás. Un flujo constante de personas pasó por su casa las semanas posteriores a la muerte de Lennart, y para todos ellos Charlotte fue como una parte del mobiliario. Todos los pésames, todas las condolencias fueron para Lilian, que concedía audiencia como una reina. En aquellos momentos, Charlotte odió a su madre. Lo irónico era que, justo antes de enterarse de la enfermedad de su padre, Charlotte intuyó que éste estaba pensando dejar a Lilian. Las disputas y las discusiones habían ido en aumento, hasta el punto de que la separación parecía inevitable. Pero Lennart enfermó y Charlotte se vio obligada a admitir que su madre dejó a un lado las viejas rencillas y se dedicó en cuerpo y alma a su esposo. Fue justo después de que Charlotte sintiese la amargura que le producía comprobar la necesidad que su madre tenía de ser siempre el centro de atención, una necesidad al parecer insaciable.