Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—¿Hola?
—Sí, aquí estoy Gösta Flygare al aparato.
—Ah, sí. Me han dicho que Patrik está fuera de servicio, pero tú también trabajas en la investigación del asesinato de la niña, ¿verdad?
—Sí, todos los de la comisaría trabajamos en ello en mayor o menor medida.
—Bien, en ese caso, te transmito a ti la información que hemos recabado, pero es importante que se la pases a Hedström.
Gösta se preguntó si Pedersen habría oído hablar del desliz de Ernst, pero enseguida comprendió que era imposible. El forense sólo pretendía subrayar que el responsable de la investigación debía recibir toda la información. Y, desde luego, Gösta no tenía la menor intención de cometer el mismo error que Ernst, de eso podían estar seguros. Hedström quedaría informado de cada carraspeo de aquella conversación.
—Tomaré buena nota de lo que me digas, pero me figuro que lo enviaréis todo por fax como de costumbre, ¿no?
—Sí, por supuesto —aseguró Pedersen—. Verás, resulta que ya tenemos listo el análisis de la ceniza, la que encontramos en el estómago y los pulmones de la niña, ya sabes.
—Sí, estoy al tanto de los detalles —afirmó Gösta, sin poder ocultar cierta irritación en su respuesta. ¿Acaso pensaba Pedersen que su papel en la comisaría era el de chico de los recados?
Si Pedersen se percató de su disgusto, no hizo el menor caso y siguió tranquilamente:
—Bueno, pues hemos averiguado una serie de datos interesantes. En primer lugar, no se trata de cenizas muy recientes que digamos. Su contenido podría considerarse, al menos parcialmente, como… —aquí vaciló un instante— «bastante antiguo».
—¿«Bastante antiguo»? —repitió Gösta, aún algo molesto, aunque no podía negar que el forense había logrado despertar en él cierta curiosidad—. ¿Qué significa «bastante antiguo»? ¿Estamos hablando de la Edad de Piedra o de los felices años sesenta?
—Pues ésa es la cuestión. Según el laboratorio, resulta dificilísimo asegurarlo. La aproximación más exacta nos dice que la ceniza tiene entre cincuenta y cien años.
—¿Ceniza de hace cien años? —preguntó Gösta atónito.
—Sí, o cincuenta. Entre cincuenta y cien. Y no fue ése el único dato curioso. Además, encontraron pequeñas partículas de piedra en la ceniza. De granito, para ser exactos.
—¿Granito? Entonces, ¿de dónde demonios proviene la ceniza? Porque el granito no se habrá quemado, ¿no?
—No, la piedra no puede quemarse, ya se sabe. Las partículas de granito debían de hallarse desde el principio en el objeto carbonizado. Aún siguen analizando el material a fin de poder ofrecer más detalles, pero…
Gösta intuyó que había algo más.
—¿Sí? —lo animó a continuar.
—Lo que puedo decir por ahora con seguridad es que esa ceniza parece ser una mezcla. Han encontrado restos de madera mezclados con… —hizo una pausa antes de proseguir—restos biológicos.
—¿Restos biológicos? ¿Estás diciendo lo que sospecho? ¿Quieres decir que son cenizas de una persona?
—Bueno, eso lo tendrán que determinar los próximos análisis. Aún no podemos discernir si son cenizas humanas o animales. Y, por lo visto, tampoco es seguro que puedan determinarlo, pero en el laboratorio iban a intentarlo. En cualquier caso, como te digo, es una mezcla de varios materiales, madera y granito entre otros.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Gösta—. O sea, que alguien ha guardado esas cenizas durante un montón de años.
—Sí, o la encontró en algún lugar.
—Claro, es cierto, también pudo encontrarla.
—En fin, ya tenéis algo con lo que entreteneros —le dijo Pedersen con parquedad—. Espero que dentro de un par de días tengamos algo más; por ejemplo, que sepamos si los restos biológicos hallados en la ceniza son humanos. Pero, entre tanto, con esto ya hay bastante.
—Sí, seguro que sí —dijo Gösta recreando mentalmente la expresión de sus colegas cuando les contase lo que acababa de oír.
Aquello era una bomba. La cuestión era cómo demonios utilizar esa información.
Muy despacio, colgó el auricular y se dirigió al fax. Lo que más le había llamado la atención eran las partículas de granito que mencionó Pedersen. Eso debería proporcionarle una pista.
Pero se le fue la idea.
Asta se incorporó jadeando. Aquel suelo era el original de cuando se construyó la casa y no admitía otra cosa que agua y jabón. Según pasaba la vida, le costaba cada vez más ponerse de rodillas para fregarlo. Aunque su viejo cuerpo aún aguantaría.
Miró a su alrededor. Llevaba cuarenta años en aquella casa con Arne, que había vivido allí con sus padres. Los primeros años de su matrimonio, sus suegros se quedaron con ellos hasta que ambos murieron de pronto, con muy pocos meses de diferencia. Se avergonzaba de pensarlo siquiera, pero aquellos años fueron muy difíciles. El padre de Arne era un hombre hosco y mandón como un general; y su madre, por el estilo. Arne nunca le habló de ello, pero, por comentarios sueltos, Asta dedujo que su esposo había recibido muchas palizas de niño. Tal vez por eso fue tan duro con Niclas. Quien se educa a latigazos, a latigazos educa. Aunque en el caso de Arne fue la correa, claro. Aquella correa grande de color marrón que siempre tenía colgada en la cara interior de la puerta de la despensa y que él utilizaba cada vez que su hijo hacía algo que no le satisfacía. Claro que ¿quién era ella para cuestionar el modo en que Arne había educado a su hijo? Cierto que a Asta se le rompía el corazón al oír los gritos de dolor del pequeño y que era ella quien le secaba las lágrimas con toda su ternura cuando todo había pasado, pero Arne siempre sabía lo que hacía.
Con gran esfuerzo, se subió a una silla de la cocina para quitar las cortinas. Aún no estaban sucias del todo, pero, como solía decir Arne, cuando las cosas se ven sucias es porque habría que haberlas lavado mucho antes. Se detuvo de pronto con las manos sobre la cabeza, justo cuando se disponía a levantar la barra de la cortina. ¿No estaba haciendo exactamente lo mismo aquel día nefasto? Sí, estaba segura. Aquel día, justo cuando quitaba las cortinas, oyó voces en el jardín. Claro que estaba acostumbrada a oír los gritos iracundos de Arne, pero lo insólito de aquella ocasión fue que también Niclas alzó la voz. Y aquello era tan incomprensible y sus posibles consecuencias tan terribles, que Asta se apresuró a bajar de la silla para salir al jardín. Allí estaban, el uno frente al otro, como dos combatientes. Y las voces que, desde el interior de la casa, sonaban como gritos, golpeaban ahora sus tímpanos como un eco hiriente. Incapaz de contenerse, echó a correr y agarró a Arne del brazo.
—¿Pero qué es lo que pasa? —se oyó gritar desesperada.
Y en cuanto lo agarró, supo que había sido un error. Él enmudeció de repente y se volvió hacia ella con una mirada totalmente vacía de sentimientos. Después, alzó la mano y le dio una bofetada. El silencio que siguió no presagiaba nada bueno. Se quedaron los tres petrificados como una estatua de tres cabezas. Luego, a cámara lenta, vio que Niclas flexionaba el brazo con el puño cerrado en dirección a la cara de su padre. El ruido del puño al estrellarse contra la mandíbula de Arne rompió de forma abrupta el extraño silencio reinante y todo volvió a ponerse en movimiento. Arne se echó una mano a la cara con expresión incrédula, observando atónito a su hijo. Después, Asta vio que éste repetía el golpe. A partir de ahí, fue como si Niclas no pudiese parar; se movía como un robot con el brazo hacia atrás, hacia delante, hacia atrás, hacia delante… Arne recibía los puñetazos sin comprender lo que sucedía. Finalmente, las piernas dejaron de sostenerlo y cayó al suelo de rodillas. Niclas respiraba pesadamente y con dificultad. Contempló a su padre allí, arrodillado y sangrando por la nariz. Luego se dio la vuelta y echó a correr.
A partir de aquel día, Arne le prohibió volver a mencionar el nombre de Niclas. Su hijo tenía entonces diecisiete años.
Asta bajó con cuidado de la silla; llevaba las cortinas en el regazo. Últimamente le rondaban por la cabeza unas ideas tan raras… Y seguramente no sería casualidad que los recuerdos de aquel día le hubiesen venido a la mente justo ahora. La muerte de la pequeña había activado tantos sentimientos, tantas cosas que ella llevaba años intentando olvidar… La conciencia de todo lo que había perdido a causa de la tozudez inconmovible de Arne empezó a despertarle sentimientos que le complicarían la existencia. En cualquier caso, el hecho de haber ido al centro médico a ver a su hijo significaba que empezaba a cuestionar lo que tantos años llevaba dando por supuesto. ¿Quién sabía? Pudiera ser que Arne no lo supiese todo. Pudiera ser que Arne no fuese necesariamente la persona que debía decidirlo todo por todos y también por ella. Tal vez ella misma pudiese empezar a tomar sus propias decisiones. Eran ideas inquietantes que por el momento prefirió dejar a un lado. Ahora tenía unas cortinas que lavar.
Patrik llamó a la puerta con gesto profesional y resuelto mientras se esforzaba por mantener una expresión neutral. Sin embargo, sentía un asco insoportable que le subía del estómago y le dejaba un repugnante sabor de boca. Aquello era lo peor de lo peor. El tipo de persona más asqueroso que podía imaginar. El único consuelo, algo que jamás se atrevería a decir en voz alta era que, una vez que estaban entre rejas, su vida en prisión no resultaba nada fácil. Los pederastas eran los últimos de la escala y se los trataba según ese orden. Con toda la razón.
Oyó los pasos que se acercaban a la puerta y se retiró unos centímetros. Martin se movió tenso a su lado. Detrás de ambos, aguardaban unos colegas de Uddevalla. Entre otros, algunos que poseían conocimientos de valor incalculable en este tipo de casos: los expertos informáticos.
Se abrió la puerta y allí apareció la figura delgada de Kaj. Como siempre, correctamente vestido. Patrik se preguntó si no tendría ropa cómoda de la que uno solía usar en casa. Él se ponía los pantalones de un viejo chándal y una camiseta en cuanto volvía del trabajo.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Kaj asomando la cabeza por la puerta. Frunció el ceño al ver los dos coches de policía aparcados ante su casa—. ¿Es necesario anunciar vuestra visita de este modo tan llamativo? Seguro que la bruja de la vecina está frotándose las manos de satisfacción. Si tenían alguna pregunta que hacer, podrían haber llamado por teléfono o, al menos, mandar a un policía, no un pelotón entero.
Patrik lo observó pensativo, preguntándose si aquel nutrido grupo de policías uniformados no despertaba en él la menor sospecha de haber sido descubierto o si, simplemente, sabía fingir muy bien. En fin, no tardarían en comprobarlo.
—Tenemos una orden de registro. Y, además, tendrá que acompañarnos a comisaría para que lo interroguemos.
Patrik adoptó el tono más formal de que fue capaz, sin revelar ninguno de sus sentimientos.
—¿Una orden de registro? ¡Pero qué demonios! ¿Otra vez cosa de esa vieja bruja? Se va a enterar…
Kaj dio un paso hacia la escalinata, dispuesto a ir a casa de los Florin. Patrik alzó la mano para disuadirlo y Martin se colocó ante el vano de la puerta, bloqueándole la salida.
—Esto no tiene nada que ver con Lilian Florin. Disponemos de cierta información que lo relaciona con la pornografía infantil.
Kaj quedó petrificado. Patrik comprendió que antes no había fingido, sino que, verdaderamente, no se había imaginado esa posibilidad. Kaj balbuceó una respuesta en un intento de recobrar la serenidad.
—Pero, pero qué…, ¿qué dice, hombre?
Su protesta sonó vana y la sorpresa lo dejó fuera de juego.
—Lo dicho, tenemos una orden de registro y si es tan amable de acompañarnos a uno de los coches, pensamos continuar esta conversación en comisaría, tranquilamente.
El asco que sentía obligaba a Patrik a tragar saliva sin cesar. En realidad, tenía ganas de abalanzarse sobre Kaj y zarandearlo preguntándole cómo, por qué, qué era lo que tanto lo atraía de los niños que no encontrase en una relación con un adulto. Pero ya llegaría el momento de hacerle esas preguntas. Ahora lo más importante era encontrar pruebas.
Kaj parecía paralizado por completo y, sin responder y sin coger ningún chaquetón, bajó la escalinata y se sentó dócilmente en el asiento trasero de uno de los coches.
Patrik se dirigió a los colegas de Uddevalla.
—Nos lo llevamos para empezar a interrogarlo. Haced lo que tengáis que hacer y llamad si encontráis algo que pueda sernos útil. Ya sé que no es necesario que os lo recuerde, pero llevaos todos los ordenadores y no olvidéis que la orden incluye también la caseta del jardín. Sé que allí hay un aparato como mínimo.
Los colegas asintieron y entraron en la casa con gesto resuelto.
Lilian pasó despacio y encantada junto a los coches de policía cuando iba camino de su casa. Era como si sus sueños se hubiesen hecho realidad. Un montón de policías y de coches policiales ante la casa del vecino y, para colmo, se llevaban a Kaj, alicaído y mustio, en uno de ellos. Una sensación de profundo gozo la invadió al verlo. Después de tantos años de problemas con ese hombre y con su familia, por fin le había llegado la hora. Ella, por su parte, siempre se había conducido de un modo absolutamente correcto. ¿Cómo podía evitar su deseo de que las cosas se hiciesen como debían hacerse? ¿Cómo podía evitar que él hubiese hecho cosas que se apartaban de las normas de buena conducta vecinal y que, además, le tocaba sufrir a ella? Y encima la gente se atrevía a decir que a Lilian le gustaban las disputas. Porque desde luego había oído lo que decían de ella en el pueblo. Pero rechazaba toda responsabilidad en los enfrentamientos pasados. Si él no se hubiese dedicado a molestarlos y a inventar historias, Lilian no habría tomado medidas. En condiciones normales, no había nadie de trato más dulce y afable que ella. Y, desde luego, no tenía el menor cargo de conciencia por haber hecho que la policía se fijase en ese hijo tan raro que tenían. Ya se sabía, la gente que no está bien de la cabeza termina causando problemas tarde o temprano y, si era cierto que ella había exagerado un poco ante la policía al hablarle del espionaje de Morgan, lo hizo sólo por evitar problemas futuros. A la gente así podía ocurrírsele cualquier cosa si se la dejaba campar por sus fueros y tenía un apetito sexual exacerbado, eso lo sabía todo el mundo.
Pero ahora todos verían la verdad; no era a la puerta de su casa adonde acudía un batallón de policías. Se detuvo ante su entrada y observó el espectáculo de brazos cruzados y con una sonrisa satisfecha en los labios.