Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Cuando la puerta se abrió, la reconoció vagamente. Aquél no era un pueblo demasiado grande y seguramente se habrían cruzado en más de una ocasión. La otra mujer sabía perfectamente quién era ella. Tras unos segundos de duda, Jeanette abrió la puerta del todo y se apartó para dejarla pasar.
A Charlotte le sorprendió que tuviese un aspecto tan juvenil. Veinticinco, le había dicho Niclas cuando ella le insistió en su pregunta. Ignoraba por qué quería conocer esos detalles. Era como una necesidad primaria, el impulso de saber tanto como le fuese posible. Tal vez porque así esperaba comprender qué era lo que buscaba que ella no le pudiera dar. Y tal vez por esa razón se había sentido arrastrada hasta allí como por una fuerza inexorable. Charlotte nunca se había visto cara a cara con ninguna de las protagonistas de las aventuras de Niclas. Habría querido verlas, pero nunca se atrevió. Sin embargo, tras la muerte de Sara, todo había cambiado de forma radical. Se sentía invulnerable. Libre de todos sus miedos. Ya había sufrido lo peor que podía sufrir un ser humano y la mayoría de las cosas que antes la aterraban y paralizaban, se le antojaban ahora obstáculos insignificantes. No era que ir a casa de Jeanette le resultara fácil, no era eso. Pero aun así, allí se hallaba. Sara estaba muerta, y por eso lo hacía.
—¿Qué quieres? —preguntó Jeanette observándola con reserva.
Charlotte se sintió grande comparada con ella. La otra no mediría más de uno sesenta, y el metro setenta y cinco de Charlotte la convertía en un gigante a su lado. Su figura no había sufrido dos partos y constató que su pecho, bajo el top bastante ajustado, no necesitaba sujetador para mantenerse firme. De pronto se imaginó a Jeanette desnuda, en la cama, con Niclas acariciándole los pechos perfectos. Movió la cabeza levemente para hacer desaparecer la imagen. A lo largo de los años, le había dedicado demasiado tiempo a ese tipo de autotortura. Y ahora la idea tampoco la hería con la misma intensidad. Su cabeza albergaba imágenes aún peores. Imágenes de Sara flotando en el agua.
Se obligó a volver a la realidad y, con voz serena, le dijo:
—Sólo quería charlar un rato. ¿Podemos tomarnos un café?
Ignoraba si Jeanette había pensado en algún momento que ella iría a verla o si la situación se le antojaba tan absurda que era incapaz de digerirla. En cualquier caso, el rostro de la joven no denotaba la menor sorpresa. Asintió sin más y se encaminó a la cocina. Charlotte la seguía a unos pasos. Miró con curiosidad el apartamento. Tenía más o menos el aspecto que se había imaginado. Un piso de dos habitaciones con mucho mueble de pino, cortinas con mucho vuelo y souvenirs de viajes al extranjero como principal motivo de decoración. Lo más probable era que ahorrase hasta el último céntimo para ir a lugares soleados donde salir de marcha todas las noches; y esos viajes constituirían, con toda seguridad, los grandes acontecimientos de su vida. Salvo cuando se acostaba con hombres casados, claro, pensó Charlotte con amargura mientras se sentaba a la mesa de la cocina. No se sentía tan segura como ella misma creía aparentar. El corazón le latía desbocado, pero actuó movida por la necesidad de encontrarse con la otra cara a cara a fin de ver, por primera vez, qué tipo de personas conseguían que, para su marido, un rato en la cama tuviese más peso que las promesas de matrimonio, los hijos y la decencia.
Charlotte constató su decepción con sorpresa. Siempre se había imaginado a las amantes de Niclas como pertenecientes a una clase muy distinta. Cierto que Jeanette era guapa y tenía buen tipo, eso resultaba evidente. Pero también era tan…, buscó el término adecuado…, tan insulsa. No irradiaba ni calidez ni energía y, a juzgar por el aspecto de su hogar, no parecía tener otra capacidad ni otra ambición, por cierto, que la de seguir la corriente sin cuestionarse nada.
—¡Aquí tienes! —le espetó Jeanette colocando una taza de café ante ella.
Luego se sentó enfrente de Charlotte y empezó a dar pequeños sorbos de su taza con gesto nervioso. Charlotte se percató de que llevaba las uñas muy cuidadas, otra característica inexistente en el mundo conceptual de las madres de familia.
—¿Te sorprende que haya venido? —preguntó observando con fingida calma a la mujer que tenía enfrente.
Jeanette se encogió de hombros.
—No sé. Quizá. No había pensado mucho en ti que digamos.
«Al menos es sincera», pensó Charlotte. Aunque no supo determinar si por honradez o por estupidez.
—¿Sabías que Niclas me habló de ti?
Una vez más, el mismo gesto de indiferencia.
—Bueno, sabía que saldría a la luz tarde o temprano.
—¿Y cómo lo sabías? —inquirió Charlotte.
—La gente de por aquí anda siempre hablando de lo uno y lo otro. Siempre hay alguien que ha visto algo en algún sitio y que siente la necesidad de ir a contarlo.
—Da la sensación de que no es la primera vez que participas en este tipo de juego.
Una débil sonrisa afloró a los labios de Jeanette.
—No es culpa mía que por lo general los mejores ya estén pillados. Aunque eso a ellos no parece importarles mucho.
Charlotte entrecerró los ojos.
—¿Quieres decir que a Niclas tampoco le preocupaba el hecho de estar casado y de que tenía dos hijos? —preguntó con visible esfuerzo al pronunciar la palabra «tenía».
Notó que los sentimientos luchaban por aflorar a la superficie y dominarla, pero logró mantenerlos a raya. Su vacilación al conjugar el verbo en pasado hizo que Jeanette reparase en un detalle: tal vez fuese conveniente mostrar algo de empatía. Por ello, en tono algo formal, se apresuró a decir:
—Lamento mucho lo que le sucedió a tu hija Sara.
—Por favor, abstente de pronunciar su nombre —le advirtió Charlotte con una frialdad que hizo retroceder a Jeanette en la silla.
La joven bajó la vista y se puso a remover el café.
—Pero responde a mi pregunta: ¿Niclas nunca se mostró incomodado por acostarse contigo mientras su familia lo esperaba en casa?
—Nunca hablaba de vosotros —respondió Jeanette evasiva.
—¿Nunca? —insistió Charlotte.
—Teníamos otras cosas que hacer que hablar de vosotros —soltó Jeanette.
En ese mismo instante, la joven comprendió que debería controlarse, aunque no fuese más que por guardar las apariencias.
Charlotte la observó con displicencia, pero consideraba más repugnante y despreciable la actitud de Niclas que, al parecer, había estado dispuesto a desecharlo todo por aquello: una joven necia y mezquina que creía que el mundo estaba a sus pies sólo porque un día fue elegida para representar a Santa Lucía en la procesión de secundaria. Sí, claro que Charlotte reconocía el tipo de persona. El exceso de atención durante los años en que el yo resultaba más influenciable había hinchado su ego hasta hacerle adquirir dimensiones desproporcionadas. A las chicas como Jeanette no les importaba lo más mínimo herir a otras personas ni tomar lo que no les pertenecía.
Charlotte se puso de pie. Se arrepentía de la visita. Habría preferido conservar la imagen de la amante de Niclas como la de una mujer hermosa, inteligente y apasionada; alguien a quien pudiese ver como posible competencia. Pero aquella muchacha no era nada. La idea de ver a Niclas con ella le revolvió el estómago y sintió que el escaso respeto que, pese a todo, había conservado por él a lo largo de los años se esfumaba en el vacío.
—No tienes que acompañarme —le dijo a Jeanette, que se quedó sentada en la silla.
Al salir, derribó por casualidad un burro de cerámica con la leyenda «Lanzarote, 1998». Se quebró en mil pedazos. «Un burro para una burra», se dijo Charlotte pisando con fruición los fragmentos antes de cerrar la puerta tras de sí.
Fjällbacka, 1928
La catástrofe tuvo lugar un domingo. El barco rumbo a América zarparía de Gotemburgo el viernes y ya lo tenían embalado casi todo. Anders había enviado a Agnes a comprar algunas cosas que creía necesitarían over there y, como excepción, le confió el dinero necesario para ello.
Cuando giro la esquina y empezó a subir la cuesta, Agnes llevaba la cesta llena de vituallas. Oyó gente gritar a lo lejos y apremió el paso. El humo llegaba a las casas próximas a la suya y se hacía más denso al final de la pendiente Agnes dejó la cesta y cubrió a la carrera los últimos metros hasta su casa. El fuego fue lo primero que vio. Ingentes llamaradas ascendían saliendo por las ventanas del edificio y la gente corría de un lado a otro como gallinas enloquecidas, los hombres y algunas mujeres con cubas de agua, el resto de las mujeres con las manos en la cabeza, gritando aterrorizadas. El fuego se había propagado a algunas casas más y parecía dispuesto a hacerse con toda la manzana. Se extendía con una rapidez increíble. Agnes observaba la escena boquiabierta y con los ojos desorbitados por la conmoción. Nada la habría preparado para semejante espectáculo.
Un humo espeso y negruzco empezó a difundirse cubriendo las casas y convirtiendo el aire en una niebla grisácea y grumosa. Agnes seguía paralizada cuando una de las vecinas se le acercó y le dio un tirón del brazo.
—Ven con nosotros, no mires —la animó intentando llevarla consigo. Pero Agnes no se dejó convencer. El humo le irritó los ojos que, llenos de lagrimas, contemplaban los restos de su hogar. Su casa parecía arder más que ninguna otra.
—Anders, los niños, —balbució en tono monocorde mientras la vecina le tiraba desesperadamente de la camisa para apartarla de allí.
—Aún no sabemos nada —explicó la mujer que, según Agnes recordaba vagamente, se llamaba Britt o Britta—. Están diciéndole a todo el mundo que se reúna en la plaza. Tal vez estén ya allí —sugirió con una falta de fe que no le pasó inadvertida.
La mujer sabía tan bien como ella que no encontraría allí a ninguno de los tres.
Poco a poco fue sintiendo que el ardor de las llamas le calentaba la espalda. Como una autómata, se dejó guiar por Britt, o Britta, por la pendiente en dirección a la plaza, donde las mujeres elevaban sus lamentos al cielo. Sin embargo, todas guardaron silencio al ver a Agnes. Ya se habían difundido los rumores. Mientras ellas lloraban por las cosas que habían perdido en el incendio, Agnes tendría que llorar a su marido y a sus dos hijos. Todas las madres la observaban llenas de dolor. No importaba qué hubiesen dicho o pensado de ella hasta entonces. Ahora no era más que una madre que había perdido a sus hijos y todas se abrazaban fuertemente a los suyos, aún con vida.
Agnes tenía la vista clavada en el suelo. No había llanto en sus ojos.
Se levantaron al ver que Patrik se acercaba. Veronika llevaba a su hija bien agarrada de la mano y no la soltó por el pasillo, cuando Patrik las guió hasta su pequeño despacho. Una vez allí, les indicó que tomasen asiento.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Patrik.
Le dedicó una sonrisa tranquilizadora a Frida, que parecía angustiada. Luego dirigió la mirada a Veronika, que animó a su hija con un gesto.
—Frida tiene algo que contar —aseguró exhortando a la pequeña una vez más.
—En realidad, es un secreto —dijo Frida con un hilo de voz.
—¡Huy, un secreto! ¡Qué emocionante! —exclamó Patrik. Al ver que la pequeña no estaba nada segura de si debía contarlo, prosiguió—: Pero ¿sabes una cosa? El trabajo de la policía consiste en conocer todos los secretos, así que si se lo revelas a un policía, puede decirse que no cuenta.
El rostro de Frida se iluminó al oírlo.
—¿Y sabéis todos los secretos del mundo entero?
—Bueno, no tanto —admitió Patrik—. Pero casi. A ver, dime, ¿qué secreto es ese que nos traes?
—Había un señor malo que asustaba a Sara —dijo la pequeña a toda prisa, como si quisiera decirlo todo de golpe—. Era muy malo y decía que era fruta de Gavie, y Sara tenía muchísimo miedo. Pero tuve que prometerle que no diría nada a nadie, porque Sara temía que el hombre volviese.
Se detuvo a recobrar el aliento mientras Patrik enarcaba las cejas «¿Fruta de Gavie?»
—¿Y cómo era el señor, Frida? ¿Lo recuerdas?
La niña asintió.
—Era muy, muy viejo. Por lo menos tenía cien años, como mi abuelo.
—El abuelo tiene sesenta —explicó Veronika sin poder reprimir una sonrisa.
Frida prosiguió:
—Tenía el cabello todo gris y siempre vestía de negro —añadió como dispuesta a continuar.
Luego se hundió en la silla y explicó abatida.
—Y ya no recuerdo más.
Patrik le guiñó un ojo.
—Está muy bien. Y es un secreto muy bueno para contárselo a la policía.
—O sea que no crees que Sara se enfade cuando vuelva del cielo porque lo haya contado, ¿no?
Veronika respiró hondo, dispuesta a volver a explicarle a su hija la realidad de la muerte, pero Patrik se le adelantó:
—Pues no, porque ¿sabes lo que yo creo? Yo creo que Sara está demasiado a gusto en el cielo como para querer volver y seguramente no se preocupa lo más mínimo de si revelas o no su secreto.
—¿Seguro? —insistió Frida aún algo escéptica.
—Seguro —confirmó Patrik.
Veronika se levantó.
—En fin, ya saben dónele encontrarnos si necesitan hacer más preguntas. Aunque, la verdad, no creo que Frida sepa más de lo que ya ha dicho. —Tras dudar un instante, preguntó—: ¿Creen que puede ser…?
Patrik meneó la cabeza al responder
—Es imposible saberlo, pero ha estado muy bien que hayan venido a contárnoslo. Toda información es importante.