Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Un hombre elegantemente vestido le sonreía complaciente al tiempo que le tendía la mano con la intención de presentarse.
Agnes lo estudió con pericia y rapidez antes de corresponder a su sonrisa y posar su mano enguantada en la de él. Un costoso traje hecho a medida y unas manos que jamás habían conocido el trabajo pesado. De unos treinta años de edad y de aspecto agradable e incluso atractivo. Sin anillos. Aquel viaje podía resultar mucho más grato de lo que ella esperaba.
—Agnes, Agnes Sjernkvist. Y el título es señorita, no señora.
Dan vino de visita. Pese a que habían hablado por teléfono un par de veces, aún no había ido a conocer a Maja. Por fin, su enorme figura invadió el vestíbulo de casa y, con mano experta, tomó al bebé de los brazos de Erica.
—Hola, chiquitina. ¡Qué preciosidad de niña tenemos aquí! —le decía levantándola hacia el techo.
Erica tuvo que controlar el impulso de arrebatarle a su hija, pero Maja no parecía estar a disgusto con la situación. Y habida cuenta de que Dan tenía tres hijas, cabía esperar que supiese lo que hacía.
—¿Y cómo está la mamá, eh? —le preguntó a Erica al tiempo que le daba uno de sus temibles abrazos.
Hubo un tiempo, hacía ya muchos años, en que fueron pareja; ahora eran sólo buenos amigos. Cierto que su amistad sufrió un duro golpe dos inviernos atrás cuando, en circunstancias bastante desagradables, ambos se vieron involucrados en un asesinato. Sin embargo, el paso del tiempo era capaz de reparar casi cualquier cosa. Desde que se separó de su mujer, Pernilla, apenas habían tenido contacto; Dan se zambulló en la vida de soltero con todas sus consecuencias, mientras que Erica se encaminaba en el sentido contrario. Él había ido pasando por una serie de novias, a cual más extraña, pero ahora estaba libre y suelto como un pájaro y hacía tiempo que Erica no lo veía tan satisfecho. La separación le afectó muchísimo y le dolía no poder estar con sus hijas más que cada dos semanas, pero después empezó a acostumbrarse, claro, y pudo seguir adelante.
—Pensaba proponerte un paseo —le dijo Erica—. Maja empieza a estar cansada y, si caminamos un poco, se dormirá en el cochecito.
—Pero muy corto, ¿eh? —protestó Dan—. Fuera hace un frío espantoso y, la verdad, tenía ganas de entrar y calentarme un poco
—Sólo hasta que se duerma —se apresuró a tranquilizarlo Erica.
Aunque a disgusto, Dan volvió a ponerse los zapatos.
Ella cumplió su promesa. Diez minutos después, ya estaban de nuevo en el vestíbulo y Maja dormía fuera tranquilamente, bajo el protector impermeable del cochecito.
—¿Tienes alguna alarma por si se despierta? —preguntó Dan.
Erica meneó la cabeza.
—No, tendré que salir a echar un vistazo de vez en cuando.
—Si lo hubieras dicho, habría mirado en casa por si aún tenemos la nuestra guardada en algún sitio
—Bueno, ahora vienes más a menudo —observó Erica—. Puedes traerla la próxima vez.
—Sí, siento haber tardado tanto en visitaros —se excusó—. Pero sé cómo son los primeros meses, así que…
—No debes disculparte —lo interrumpió Erica—. Tienes toda la razón. Hasta ahora no he empezado a sentirme preparada para recibir a la gente.
Se sentaron en el sofá. Ella había preparado café y dulces, y Dan se abalanzó de buena gana sobre los bollos calentitos, recién salidos del horno.
—Mmmm —exclamó—. ¿Los has hecho tú? —preguntó.
No pudo evitar que su voz denotase cierta duda.
Erica lo miró enojada.
—Si así fuera, tampoco tendrías por qué mostrarte tan sorprendido. Pero no, no los hice yo; los hizo mi suegra cuando estuvo aquí de visita —se vio obligada a admitir.
—Ya me lo figuraba yo. Estos no están lo bastante quemados como para ser tuyos —la provocó.
Ella no halló respuesta más terminante que un sucinto «¡Bah!». Después de todo, Dan tenía razón. La repostería no era lo suyo.
Tras unos minutos de jovial conversación en los que se pusieron al corriente de las últimas novedades, Erica se levantó.
—Voy a ver cómo está Maja.
Con mucho sigilo, entreabrió la puerta de la calle y miró en el interior del carro. «¡Qué raro! Maja debe de haberse escurrido hacia los pies.» Soltó el protector para la lluvia haciendo el menor ruido posible y levantó la mantita. El pánico se apoderó de ella al instante. ¡Maja no estaba en el cochecito!
A Martin le crujieron los huesos de la espalda al sentarse y estiró los brazos sobre la cabeza para redisponer las vértebras. Se sentía como un anciano. Había pasado el fin de semana de mudanza, acarreando muebles y cajas de cartón. De pronto, cayó en la cuenta de que unas horas de gimnasio no habrían sido una mala idea, pero, claro, a buenas horas. Por otro lado, Pia le había confesado que le gustaba su cuerpo escuálido y larguirucho, y no había visto razón para cambiarlo. Sin embargo, ¡joder, cómo le dolía la espalda!
En cualquier caso, debía admitir que les había quedado muy bonito. Fue Pia quien decidió dónde iría cada cosa y resultó mucho mejor de lo que él había conseguido en cualquiera de sus pisos de soltero. No obstante, le habría gustado poder conservar más de sus antiguas pertenencias. Sólo habían quedado el equipo de música, el televisor y una estantería Billy que redimió la crítica mirada de Pia. El resto acabó en la basura sin piedad. Lo más triste fue tener que despedirse del viejo sofá de piel que tenía en la sala de estar. Cierto que no podía por menos de admitir que el sofá había conocido tiempos mejores, pero los recuerdos… ¡Qué recuerdos!
Claro que, bien mirado, tal vez justo por eso Pia insistió con tanta resolución en que aquel sofá debía desaparecer en la basura y ser sustituido por uno de IKEA, modelo Tomehlla. También pudo conservar una mesa de cocina de pino macizo, pero ella no tardó en hacerse de un tapete con el que cubrió cada centímetro.
En fin, no eran más que pequeños escollos en el engranaje. Hasta el momento, no hallaba nada negativo en la vida en pareja. Le encantaba llegar a casa y encontrársela cada noche, acurrucarse en el sofá y ver algún programa lamentable de la tele con la cabeza de Pia en sus rodillas, acostarse en la nueva cama de matrimonio y dormirse con ella. Todo era tan maravilloso como él lo había soñado. Sabía que el fin de sus alegres días festivos de soltería tal vez debiera provocarle más congoja, pero en realidad los añoraba tanto como una buena resaca. Y Pia…, bueno, era simplemente perfecta.
Martin se obligó a borrar de su rostro la ridícula sonrisa del enamorado y buscó el número de teléfono de la familia Florin. Lo marcó con la esperanza de que no le respondiese la vieja arpía que era la madre de Charlotte. Aquella mujer le recordaba a las caricaturas típicas de las suegras.
Tuvo suerte porque fue Charlotte quien contestó. Al oír el timbre apagado de su voz, sintió un punto de compasión.
—Hola, soy Martin Molin, de la comisaría de Tanumshede.
—¿Cuál es el motivo de la llamada? —preguntó ella con desconfianza.
Martin comprendía de sobra que las llamadas de la policía despertasen tantas dudas como esperanzas, así que continuó sin dilación:
—Verá, nos gustaría comprobar unos datos con usted. Nos han hecho saber que Sara sufrió las amenazas de un tipo el día antes de su… —el policía se atascó antes de concluir la frase— muerte.
—¿Amenazas? —preguntó Charlotte con tal sorpresa que Martin casi podía imaginar su expresión—. ¿Quién ha dicho tal cosa? Sara no nos contó nada al respecto.
—Su amiga Frida.
—¿Pero por qué Frida no ha dicho nada sobre el tema hasta ahora?
—Sara la hizo prometer que no lo haría. Frida decía que era un secreto.
—Pero… ¿quién?
Charlotte parecía despertar de su letargo y empezaba a formular las preguntas adecuadas.
—Frida no sabía quién era, aunque describió al sujeto como un hombre mayor con el cabello gris y vestido de negro. Y al parecer, llamaba a Sara «fruto del Diablo». ¿Conocen a alguien que coincida con esa descripción física?
—Desde luego que sí —aseguró Charlotte muy serena—. Desde luego que sí.
En los últimos días, el dolor se había intensificado. Era como un animal hambriento que le despedazaba el estómago con sus garras.
Stig se puso de lado muy despacio. Ninguna postura le resultaba realmente cómoda. Como quiera que se acostase, algo le dolía. Pero donde más dolor sentía era en el corazón. Pensaba en Sara continuamente, en las largas conversaciones que habían mantenido acerca de miles de temas: la escuela, los amigos, sus reflexiones demasiado maduras sobre las cosas que sucedían a su alrededor… Stig estaba convencido de que los demás no tuvieron tiempo de descubrir ese lado de la pequeña. Sólo se centraron en su hosquedad, en los gritos, en lo problemático. Y Sara reaccionó a la imagen que tenían de ella comportándose de un modo más problemático, discutiendo más aún, rompiendo cosas. Un círculo vicioso de frustración del que ninguno de ellos supo cómo salir.
Pero en los momentos que pasaba con él, la pequeña encontraba la calma. Y la echaba tanto de menos que su ausencia le partía el corazón. Había en ella tanto de Lilian, de su fortaleza y su resolución… La misma hosquedad bajo la que escondía todos aquellos gestos de cuidados amorosos.
Lilian entró en la habitación como si le hubiese leído el pensamiento. Stig estaba tan inmerso en sus recuerdos que no oyó sus pasos subiendo la escalera.
—Te traigo el desayuno, he salido a comprar pan fresco —le dijo ella en tono cantarín.
A Stig se le revolvieron las tripas sólo de ver lo que había en la bandeja.
—No tengo hambre —aseguró intentando convencerla, aun a sabiendas de lo infructuoso que sería.
—Si quieres reponerte, tienes que comer —respondió Lilian con su tono autoritario de enfermera—. Venga, yo te ayudo.
Se sentó en el borde de la cama con un tazón de yogur agrio en la mano. Muy despacio, le llevó la cuchara a la boca. Él la abrió a disgusto y se dejó alimentar. La sensación del yogur bajando por la garganta le produjo arcadas, pero la dejó hacer. Su intención era buena y, en principio, sabía que Lilian tenía razón. Si no comía, no sanaría jamás.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Lilian mientras tomaba uno de los bocadillos de queso y mantequilla y se lo llevaba a la boca para que él diese un mordisco.
Stig tragó antes de responder con una sonrisa forzada:
—La verdad, creo que un poco mejor. Esta noche he dormido muy bien.
—¡Estupendo! —exclamó Lilian dándole una palmadita en la mano—. No hay que jugar con la salud y has de prometerme que, si te sientes peor, me lo dirás. Lennart era como tú, terco como una mula, y se negó a que lo examinasen hasta que fue demasiado tarde. A veces me pregunto si, de haber sido mayor mi insistencia, no seguiría con vida…
Se quedó con la cuchara en el aire, a medio camino de la boca de Stig, y con la mirada perdida.
Él le acarició la mano y le dijo con dulzura:
—No tienes nada que reprocharte, Lilian. Sé que hiciste todo lo posible por Lennart mientras estuvo enfermo, porque tú eres así. No has de culparte lo más mínimo por su muerte. Y estoy mejor, te lo aseguro. Ya me he recuperado por mí mismo en otras ocasiones, y si puedo descansar, me recuperaré también esta vez. Seguro que sólo es el agotamiento ése del que tanto hablan a todas horas. No te preocupes, tienes otras cosas más importantes en las que ocupar tu pensamiento.
Lilian asintió con un suspiro.
—Sí, supongo que tienes razón. En estos momentos, tengo demasiadas cosas que soportar.
—Sí, pobrecilla. No sabes cómo me gustaría estar sano ahora mismo; podría servirte de más apoyo en tu dolor. Bueno, yo también lamento terriblemente la pérdida de la pequeña, así que no puedo ni imaginar cómo te sentirás tú. Por cierto, ¿cómo está Charlotte? Hace un par de días que no viene a verme.
—¿Charlotte? —preguntó Lilian y, por un instante, Stig creyó atisbar un destello de malhumor en sus ojos.
Pero desapareció tan pronto como se convenció de que debían de ser figuraciones suyas. Charlotte era todo para Lilian; ella siempre insistía en hasta qué punto vivía por su hija y su familia.
—Bueno, está mejor que los primeros días. Aunque yo creo que debería haber seguido tomando tranquilizantes. No comprendo por qué uno ha de superarlo todo solo cuando existen medicamentos tan eficaces. Y mira, Niclas sí que estaba dispuesto a recetarle tranquilizantes a ella, mientras que en mi caso, se negó. ¿Has oído nada más absurdo? Yo también estoy tan triste y conmovida como Charlotte. Sara era mi nieta, ¿no?
La voz de Lilian resonó dura y enojada, pero, justo cuando Stig notó que su frente se fruncía en un gesto de irritación, ella cambió el tono y volvió a ser la esposa amorosa y solícita que, desde su enfermedad, él tanto apreciaba. Claro, no cabía esperar que se comportase como siempre, después de todo lo que había ocurrido. El estrés y el dolor también afectaban a su carácter, por supuesto.
—En fin, ahora tienes que descansar después de haber desayunado tan bien —dispuso Lilian mientras se ponía de pie.
Stig la detuvo con un gesto de la mano.
—¿Se sabe algo más de por qué la policía se llevó a Kaj? ¿Sabes si guarda relación con Sara?
—No, no sabemos nada. Seguramente, seremos los últimos en enterarnos —respondió airada—. Pero espero que lo empapelen de verdad.
Se dio la vuelta enseguida y salió por la puerta, pero a Stig le dio tiempo de ver la sonrisa que se dibujaba en su rostro.