Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—¿Crees que habrá alguna posibilidad de que vaya contigo? —preguntó Martin ansioso—. ¿O has empezado a tomarle cariño a Ernst?
Patrik hizo un mohín de disgusto.
—No, eso no pasará nunca. Y por mí, encantado. La cuestión es qué dirá Mellberg.
—Ya, pero por lo menos podemos preguntarle. Me da la impresión de que últimamente funciona con un perfil más bajo. Quién sabe, quizá esté ablandándose con la edad…
—Lo dudo —dijo Patrik riendo—, pero le preguntaré. Podríamos salir esta tarde, porque tengo algún papeleo que resolver antes.
—Me viene de perlas. Así a mí también me da tiempo de terminar esto —dijo Martin señalando el montón de denuncias—. Con suerte, para entonces tendré un informe completo. Aunque, ya te digo, no te hagas ilusiones, no parece que haya nada que nos cuadre.
Patrik asintió.
—Haz lo que puedas.
Gösta se dormía ante el ordenador. Tan sólo el golpe de la barbilla contra el pecho lo despertaba hasta el punto de impedirle caer de lleno en la nebulosa del sueño. Quién pudiera tumbarse un rato, se decía. Si pudiera echar un sueñecito, estaría listo para acometer el trabajo.
El estridente timbre del teléfono le hizo dar un respingo en la silla.
—¡Mierda! —exclamó sin que el número que apareció en la pantalla mejorase en absoluto su humor.
¿Qué querría ahora la vieja? De pronto pensó que tal vez debería abrigar sentimientos algo más humanos, teniendo en cuenta lo sucedido, y se calmó antes de contestar.
—Gösta Flygare, comisaría de policía de Tanumshede.
La voz que contestó al otro lado del hilo telefónico sonaba excitadísima y tuvo que pedirle a la mujer que se calmase un poco, pues no entendía lo que decía. Ella no pareció tomar nota, de modo que le repitió:
—Lilian, hábleme un poco más despacio, apenas oigo lo que dice. Respire hondo y cuéntemelo otra vez.
Lilian pareció recibir el mensaje y retomó el relato desde el principio. Gösta quedó atónito. Aquello sí que no se lo esperaba. Tras un par de intentos de calmarla, consiguió que Lilian colgase. Cogió la cazadora y se dirigió al despacho de Patrik.
—Oye, Hedström —le interpeló Gösta sin molestarse en llamar.
Patrik estaba trabajando con la puerta abierta, así que consideró que le estaba bien empleado que la gente entrase sin más.
—¿Sí? —preguntó Patrik.
—Acabo de atender una llamada de Lilian Florin.
—¿Sí? —repitió con renovado interés.
—Parece que ha ocurrido algo en su casa. Asegura que Kaj la ha agredido.
—¿Qué demonios estás diciendo? —se alarmó Patrik haciendo girar la silla para poder ver a Gösta de frente.
—Pues sí, dice que llegó a su casa hace un rato y que empezó a protestar y a gritarle, y que, cuando intentó echarlo de allí, la emprendió a puñetazos con ella.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Patrik incrédulo.
Gösta se encogió de hombros.
—Bueno, eso es lo que dijo. Le prometí que iríamos enseguida —añadió mostrándole la cazadora.
—Sí, por supuesto —respondió Patrik levantándose al tiempo que tomaba la suya de la percha.
Veinte minutos más tarde, ya estaban en casa de los Florin. Llamaron a la puerta, Lilian les abrió casi de inmediato y los invitó a pasar. Tan pronto como estuvieron dentro, la mujer empezó a gesticular airadamente con los brazos.
—¿Ven lo que me ha hecho? —gritaba señalando una leve rojez en la mejilla antes de subirse la manga para mostrarles el cardenal del brazo—. Si no va a la cárcel por esto…
Lilian iba alterándose cada vez más y la excitación parecía impedirle hablar con claridad.
Patrik le puso la mano en el brazo sano para calmarla, y le dijo:
—Vamos a investigarlo, se lo prometo. Por cierto, ¿ha ido a que la vea un médico?
Ella negó insegura:
—No, ¿debería hacerlo? Me atizó en la cara y me agarró del brazo y me zarandeó, pero creo que no tengo mayores lesiones —admitió a disgusto—. Aunque quizá necesiten pruebas fotográficas y demás, ¿no?
El rostro de Lilian se iluminó por un segundo hasta que Patrik se vio obligado a destruir sus esperanzas.
—No, creo que es suficiente con que lo hayamos visto nosotros. Vamos a hablar con Kaj, a ver cómo continuamos con este asunto. ¿Hay alguien a quien pueda llamar?
Lilian asintió.
—Sí, puedo pedirle a mi amiga Eva que venga a hacerme compañía un rato.
—Bien, pues llámela, prepare un café e intente tranquilizarse. Esto se arreglará, ya verá.
Patrik intentó darle ánimos, pero, para ser sincero, había algo en el dramatismo interpretativo de aquella mujer que le inspiraba cierta repulsión. Tenía la sensación de que había alguna cosa más.
—¿No tengo que presentar una denuncia formal? ¿Rellenar algún impreso y esas cosas? —preguntó Lilian esperanzada.
—Ya lo veremos después. Antes, Patrik y yo iremos a mantener una charla con Kaj —respondió Gösta en un tono de inusitada autoridad.
Lilian no se conformó con tan vagas promesas.
—Si tienen pensado hacer la vista gorda con este asunto sólo por pereza de intervenir cuando una pobre mujer indefensa resulta víctima de una agresión terrible, sepan que no pienso quedarme de brazos cruzados, de eso pueden estar seguros. Para empezar, llamaré a su jefe y luego iré a los periódicos si hace falta, y…
Gösta interrumpió su perorata con voz de acero:
—Nadie tiene intención de hacer la vista gorda con nada, Lilian, pero vamos a hacer lo que hemos dicho: iremos a hablar con Kaj y luego atenderemos los aspectos formales del incidente. Si tiene objeciones al procedimiento, cuenta con nuestro beneplácito para llamar a la comisaría y presentar todas sus quejas ante nuestro jefe, Bertil Mellberg. De lo contrario, volveremos en cuanto hayamos hablado con el inculpado.
Tras unos segundos de lucha interna, Lilian pareció comprender que había llegado el momento de capitular.
—Bueno, si es así, llamaré a Eva. Pero cuento con que vuelvan dentro de un rato —murmuró con acritud.
Sin embargo, no fue capaz de abstenerse de una última demostración dando un portazo que resonó en todo el barrio.
—¿Qué piensas tú de esto? —preguntó Patrik, al que aún le costaba digerir que Gösta, precisamente, se hubiese ganado el respeto de aquella mujer.
—Pues…, no sé, la verdad… Yo… —comenzó Gösta indeciso—. Hay algo que no acaba de… cuadrarme.
—Sí, a mí me pasa lo mismo. ¿Sabes si Kaj ha recurrido a la violencia física durante tantos años de desavenencias?
—No y, si lo hubiese hecho, habríamos tenido una conversación al respecto ipso facto, créeme. Por otro lado, tampoco lo habían acusado antes de un asesinato, aunque sea con poca base.
—No, claro, en eso tienes razón —respondió Patrik—. Pero no me parece que dé el tipo de hombre que recurre a la violencia, no sé si me explico. Más bien lo veo como a alguien que va poniendo zancadillas, si tiene ocasión.
—Yo también me inclino por pensar eso. En fin, veamos qué nos dice.
—Sí, vamos a ver —convino Patrik al tiempo que llamaba a la puerta.
Strömstad, 1924
En el preciso momento en que su padre entró por la puerta, a Agnes se le heló el corazón. Algo no iba bien. Algo no iba nada bien. August parecía haber envejecido veinte años desde que lo vio la última vez, hacía un rato, y comprendió enseguida que el doctor le habría dicho que estaba moribunda. Sólo una noticia de esa naturaleza podría haber alterado el semblante de su padre hasta aquel punto en un espacio tan breve de tiempo.
Se llevó la mano al corazón y se preparó para lo que creía que iba a oír. Sin embargo, había algo que no encajaba del todo. El dolor que esperaba ver en los ojos de su padre brillaba por su ausencia y, en cambio, sí parecían ensombrecidos por la ira. Era muy extraño, como poco, que se encolerizase cuando ella estaba moribunda.
Pese a su escasa estatura, August se alzó amenazador junto a la cama y Agnes reaccionó instintivamente haciendo lo posible por parecer tan desvalida como pudo. Era lo que más efecto había surtido las pocas ocasiones en que su padre se había enfadado con ella. Sin embargo, no pareció funcionar esta vez y la inquietud inundó su pecho al comprobarlo. Entonces una idea cruzó su mente, pero era tan inverosímil y tan horrenda que la desechó en el acto.
No obstante, aquella idea la acosaba implacable. Y al ver que los labios de su padre temblaban cuando intentaba hablar, pero que estaba demasiado furioso y que sus cuerdas vocales no eran capaces de emitir ningún sonido, comprendió con horror que no sólo no era imposible, sino incluso probable.
Poco a poco, fue hundiéndose más y más bajo la manta y, cuando la mano de su padre se estrelló de pronto contra su mejilla con tal fuerza que sintió enseguida el escozor de un dolor inesperado, su temor se convirtió en certeza.
—Tú, tú… —tartamudeó August buscando desesperado las palabras que querían salir de su boca—. Tú, so zorra… ¿Quién? ¿Qué…? —continuó balbuciendo.
Ella, desde su posición de rana, lo miraba tragando saliva una y otra vez para poder articular. Jamás antes había visto así al bonachón de su padre, en aquel estado, y en verdad que era una visión terrorífica.
Por otro lado, Agnes sintió que el desconcierto la embargaba mezclándose con el miedo. ¿Cómo pudo ser? Habían tomado todas las precauciones a su alcance, siempre habían parado a tiempo y jamás, ni en sueños, se había imaginado que podía caer en semejante desgracia. Claro que había oído hablar de otras muchachas que se quedaron embarazadas por accidente, pero siempre desdeñó esas historias pensando que no habían tenido cuidado y habían permitido que el hombre fuese más lejos de lo que debía.
Y allí estaba ella ahora. Sus pensamientos vagaban febrilmente en busca de una solución. Las cosas siempre le habían ido bien. Y también lograría resolver aquello. Tenía que conseguir que su padre la comprendiera, como siempre que se metía en un lío. Claro que nunca se habían complicado las cosas de un modo tan terminante, pero a lo largo de toda su vida, él siempre la había librado de las consecuencias facilitándole el camino. Y así sería también en esta ocasión. Una vez superada la primera impresión, sintió que recobraba la tranquilidad. Por supuesto que aquello se arreglaría. Su padre estaría enojado un tiempo y tendría que aguantarlo, pero le ayudaría a salir de aquélla. Había lugares a los que acudir para resolver esas cosas, era cuestión de dinero y, en ese sentido, ella era muy afortunada.
Satisfecha de haber pergeñado un plan, abrió la boca dispuesta a trabajarse a su padre, pero sus palabras no llegaron a ver la luz, pues la mano de August volvió a aterrizar en su mejilla con un estallido. Agnes lo miró incrédula. Jamás imaginó que sería capaz de ponerle la mano encima, y ya era la segunda vez en pocos minutos. Lo injusto de aquel trato encendió su ira, de modo que se incorporó rauda y volvió a abrir la boca para intentar explicarse. ¡Zas! La tercera bofetada fue a dar en su ya maltrecha mejilla, haciendo aflorar a sus ojos lágrimas de ira. ¿Qué pretendía tratándola así? Con resignación, Agnes volvió a acomodarse sobre los almohadones, mirando desconcertada y colérica a su padre, al que creía conocer tan bien. Sin embargo, el hombre que tenía ante sí resultaba un extraño para ella.
Poco a poco, empezó a barruntar que era posible que su vida empezase a cambiar en un sentido bastante desagradable.
Unos discretos golpecitos en la puerta le hicieron levantar la vista. No esperaba a ningún paciente y estaba concentrado en ordenar los papeles que se le habían amontonado en la mesa, así que frunció el ceño un tanto irritado.
—¿Sí? —preguntó secamente, por lo que la persona que llamaba pareció dudar.
Al cabo de un segundo, no obstante, accionó el picaporte y abrió despacio la puerta.
—¿Molesto?
Su voz era tan frágil como él la recordaba, y todo indicio de irritación desapareció de su semblante en el acto.
—¿Mamá?
Niclas se levantó de un salto y se quedó mirando intrigado la rendija de la puerta por la que asomaba indecisa aquella mujer menuda. Su madre siempre había despertado en él instintos de protección y, en aquel momento, lo único que deseaba era acercarse a ella y abrazarla. Sin embargo, sabía que, con los años, ella había perdido la práctica de la expresión de los sentimientos y que sólo conseguiría incomodarla, de modo que se contuvo a la espera de que ella tomase la iniciativa.
—¿Puedo pasar? Aunque estarás ocupado, claro —dijo mirando de reojo las pilas de papeles y haciendo amago de darse media vuelta.
—No, no, en absoluto, entra, entra.
Niclas se sentía como un colegial y bordeó la mesa precipitadamente para ofrecerle una silla. Ella se sentó despacio, en el borde, y miró nerviosa a su alrededor. Nunca lo había visto trabajando y Niclas comprendió que debía de resultarle extraño encontrarse con él en ese entorno. Por lo demás, apenas si lo había visto en ningún sitio desde hacía muchos, muchos años, así que seguro que se sentía rara. De los diecisiete años a la edad adulta en un instante. Aquella idea hizo nacer en él la indignación. ¡Cuánto habían tenido que sacrificar su madre y él a causa de aquel maldito cascarrabias! Por suerte, Niclas se había librado, pero, al escrutar a su madre, se dio cuenta de que los años no la habían tratado bien. La misma expresión cansada, reprimida, que cuando él se marchó, pero multiplicada en cada arruga que surcaba su rostro.