Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Colocó los últimos libros del carrito y echó un vistazo a las estanterías para ver si aún faltaba alguno. Pero le temblaban las manos de ira al recordar todos los malévolos ataques de Lilian contra Morgan a lo largo de los años. No sólo el hecho de que hubiese ido a denunciarlo a la policía, sino que, además, había difundido falsos rumores, un daño prácticamente imposible de reparar. Cuando el río suena, agua lleva, decían. Y aunque la condición de chismosa de Lilian Florin era del dominio público, lo que ella decía se convertía poco a poco en una verdad a fuerza de repetirlo y machacarlo.
A raíz de su desgracia, además, contaba con la compasión de la comarca, que ahora le perdonaba gran parte de sus maldades. Después de todo, había perdido a su nieta. Pero ni siquiera podía tenerle pena por eso. No, esa compasión se la reservaba para su hija. Para Monica era un misterio que Charlotte hubiese nacido de Lilian. Resultaba difícil encontrar una muchacha más encantadora. Monica sentía verdadera lástima por ella y sólo de pensarlo se le rompía el corazón.
Pero Lilian… No, por ella no tenía intención de malgastar una sola lágrima.
Arna pareció sorprendida al verlo aparecer en el centro médico a la hora habitual, las ocho de la mañana.
—Hola, Niclas —lo saludó insegura—. Creí que te quedarías en casa más tiempo…
Él negó sin pronunciar una palabra y entró en su consulta. No tenía fuerzas para dar explicaciones, para decir que no soportaba estar en casa un minuto más, pese a lo que lo abrumaba el sentimiento de culpa por quitarse de en medio. Era otro tipo de culpa, mucho peor, la que lo impulsaba a dejar a Charlotte sola con su desesperación en casa de Lilian y Stig. Una culpa que lo estrangulaba y le dificultaba la respiración. Si hubiera permanecido en casa por más tiempo, se habría asfixiado. Estaba seguro de ello. Ni siquiera podía mirar a Charlotte a la cara. No soportaba su mirada. El dolor, mezclado con el peso de su propia conciencia, era más de lo que podía resistir. De ahí que se viese obligado a refugiarse en el trabajo. Era una actitud cobarde y lo sabía. Pero ya hacía tiempo que había perdido toda ilusión sobre sí mismo. Él no era ni fuerte ni valiente.
Desde luego, no era su intención que Sara fuese la víctima. No era su intención que nadie saliese perjudicado. Se llevó la mano al pecho, sentado y paralizado ante la gran mesa de despacho atestada de historias clínicas y otros documentos. Era un dolor tan agudo que lo sentía discurrir por sus venas y concentrarse en el corazón. De repente comprendió qué debía de sentir alguien que sufriese un infarto, aunque ese dolor no podía ser peor que el suyo.
Se pasó las manos por el cabello. Lo que había ocurrido, aquello a lo que tenía que poner fin, se le antojaba un jeroglífico irresoluble. Aun así, debía darle solución Tenía que hacer algo. De un modo u otro, tenía que salir del atolladero en que se había metido. Siempre le había funcionado bien antes. Su encanto, su agilidad y su sonrisa abierta y sincera lo salvaron de la mayoría de las consecuencias de su manera de actuar a lo largo de los años, pero ahora parecía haber llegado al final del camino.
El teléfono sonó. Había empezado el horario de atención telefónica. Aunque se sentía destrozado, tenía la obligación de curar a los enfermos.
Con Maja en la mochila colgada del pecho, Erica emprendió un intento desesperado por limpiar un poco. Tenía demasiado fresca en la memoria la anterior visita de su suegra, por lo que fue pasando la aspiradora como una posesa por la sala de estar. Con un poco de suerte, Kristina no tendría ningún motivo para subir al piso de arriba, así que, si conseguía dejar presentable la planta baja antes de que llegase, todo iría bien.
La última vez que Kristina fue a visitarlos, Maja tenía tres semanas y Erica aún se encontraba en una especie de soporífera conmoción. Las pelusas revoloteaban por las esquinas tan grandes como ratas y el fregadero estaba abarrotado de platos sucios. Patrik había hecho algún intento por limpiar un poco, pero puesto que Erica le ponía a Maja en brazos tan pronto como volvía a casa, no llegó más que a sacar la aspiradora del armario.
En cuanto entró por la puerta, Kristina adoptó una expresión displicente que sólo se borró al ver a su nieta. Durante los tres días siguientes, y a través de su atontamiento, Erica oyó a Kristina refunfuñando sin cesar: era una suerte que ella hubiese ido a verlos, de lo contrario, Maja habría contraído asma entre tanto polvo; o en sus tiempos las madres no se pasaban los días frente al televisor, sino que se las arreglaban para cuidar al bebé y a los hermanos que tuviera, para limpiar y, además, para tener un plato de comida caliente en la mesa cuando llegaba el marido. Por fortuna, Erica estaba demasiado agotada para dejarse afectar seriamente por los comentarios de su suegra. En realidad, le agradeció mucho los momentos de soledad que tuvo ocasión de disfrutar cada vez que Kristina salía a pasear con Maja en el cochecito o cuando le ayudaba a bañarla y a cambiarla. Pero en esta segunda visita, Erica se encontraba físicamente recuperada y esta circunstancia, en combinación con la melancolía que la embargaba, hizo que su instinto le dijese que más valía evitar cualquier motivo de crítica por parte de su suegra en la medida de lo posible.
Miró el reloj. Faltaba una hora para que Kristina llegase arrasando y aún no había empezado con los platos. Además, debería limpiar el polvo. Le echó una ojeada a su hija Maja; se había dormido plácidamente en la mochila, al sonido de la aspiradora, y Erica se preguntó si funcionaría también a la hora de conseguir que durmiera en su cuna. Hasta el momento, todas las tentativas en ese sentido habían ido acompañadas de airadas protestas, pero decían que los niños se dormían mejor al son de ruidos monótonos como los de la aspiradora y la secadora. Al menos valía la pena intentarlo. Por el momento, la única manera de conseguir que la pequeña se durmiese era tenerla en el regazo o junto al pecho, y ya empezaba a parecerle insostenible. Tal vez debería probar alguno de los métodos sobre los que había leído en Barnaboken, la obra maestra de Anna Wahlgren, madre de nueve hijos, con todo tipo de consejos prácticos sobre el cuidado de los niños. Lo había leído antes de que naciera Maja, junto con otros muchos libros, pero cuando llegó el bebé real, se esfumaron todos los conocimientos teóricos adquiridos. A cambio, empezaron a practicar la filosofía de cómo sobrevivir cada minuto y Erica empezaba a pensar que tal vez hubiese llegado el momento de recuperar el control. No era lógico que un bebé de dos meses gobernase toda la casa hasta tal extremo. Si Erica hubiese podido soportar aquella situación, habría sido distinto, pero empezaba a sentir que su vida se ensombrecía cada vez más.
Unos ágiles toquecitos en la puerta vinieron a interrumpir su cavilar. O bien aquella hora había pasado en un tiempo récord, o bien su suegra se presentaba antes de lo previsto. Lo segundo era lo más verosímil y Erica miró desesperada a su alrededor. En fin, ya no tenía mucho remedio. No le quedaba más que ponerse la sonrisa e ir a abrirle a su suegra. Eso hizo, abrió la puerta y…
—¡Pero, mujer, no te quedes ahí con Maja en plena corriente! Agarrará un catarro, ya verás.
Erica cerró los ojos y contó hasta diez.
Patrik esperaba que todo fuese bien durante la visita de su madre. Sabía que podía ser un tanto… acaparadora, y aunque Erica no solía tener problemas para bandearla, no era la misma desde que nació Maja. Al mismo tiempo, necesitaba un poco de ayuda y, puesto que él no podía proporcionársela, no les quedaba otra salida que recurrir a los medios disponibles. Una vez más, se preguntó si debía buscar a alguien con quien Erica pudiese hablar, es decir, un profesional. Pero ¿adónde acudir? No, más valía dejar que siguiese su curso. Seguramente pasaría solo en cuanto empezasen a establecer ciertas rutinas, se decía. Sin embargo, no podía evitar una persistente sospecha de que tal vez optase por tomárselo tan a la ligera porque exigía menos esfuerzo por su parte.
Se obligó a abandonar los pensamientos relativos al hogar y volvió a las notas que tenía delante. Había convocado una reunión en su despacho a las nueve y sólo faltaban cinco minutos. Tal y como se figuraba, Mellberg no opuso la menor objeción a que implicase en el caso al resto del personal, sino que incluso le dio la impresión de que lo daba por supuesto. Lo contrario habría sido absurdo, claro está, incluso para Mellberg. ¿Cómo iban a sacar adelante una investigación de asesinato él y Ernst solos?
Martin fue el primero en llegar y sentarse en la única silla para las visitas que había en el despacho. Los demás tendrían que traerse sus propias sillas.
—¿Qué tal el apartamento? —se interesó Patrik—. ¿Valía la pena?
—¡Es perfecto! —exclamó Martin con un destello de entusiasmo en los ojos—. Nos lo quedamos sobre la marcha, así que dentro de dos semanas puedes venir a ayudarnos con la mudanza.
—¿No me digas? ¿Puedo ir? —ironizó Patrik—. Muy amable. En fin, ya te diré algo cuando haya negociado con el gobierno que tengo en casa. Erica no es muy generosa con mi tiempo últimamente, así que no te prometo nada.
—Claro —repuso Martin—. Tengo varios a los que pedirles ayuda para la mudanza, así que seguro que nos arreglamos sin ti.
—¿He oído algo de una mudanza? —preguntó Annika, que entraba en ese momento con la taza de café en una mano y el bloc en la otra—. ¿Puedo dar crédito a mis oídos? ¿De verdad vas a adscribirte al grupo de las parejas formales, Martin?
El joven se ruborizó como hacía siempre que Annika lo provocaba, pero no pudo reprimir la sonrisa.
—Sí, has oído bien. Pía y yo hemos encontrado un apartamento en Grebbestad. Nos mudamos dentro de dos semanas.
—Vaya, qué bien —dijo Annika—. Ya era hora, vamos. Empezaba a preocuparme que fueras a quedarte para vestir santos. Y…, dime, ¿cuándo podremos ver corretear a vuestros pequeños?
—Venga, para ya —protestó Martin—. No te creas que he olvidado el modo en que acosabas a Patrik cuando conoció a Erica, y mira cómo le ha ido. El pobre se sentía presionado a fecundar a su mujer y ahora, ya lo ves, parece diez años mayor —aseguró haciéndole un guiño a Patrik para que no cupiera la menor duda de que estaba bromeando.
—Bueno, si quieres algún truco sobre cómo se hace, dímelo —respondió Patrik generoso.
Martin estaba a punto de responderle con un sarcasmo, cuando aparecieron Ernst y Gösta intentando cruzar la puerta al mismo tiempo, cada uno con su silla. Gösta dejó pasar refunfuñando a Ernst que, con toda tranquilidad, se sentó en medio del despacho.
—Esto se pone estrecho —protestó Gösta con mala cara, obligando a Martin y a Annika a correr un poco sus sillas.
—Donde caben tres… —contestó Annika mordaz, sin terminar el dicho.
El último en presentarse fue Mellberg, que se contentó con quedarse en el umbral.
Patrik extendió los documentos que tenía delante y respiró hondo. Era consciente de la magnitud de la responsabilidad que suponía encargarse de una investigación de asesinato y se sentía abrumado por ella. No era la primera vez, pero aun así estaba nervioso. Le incomodaba ser el centro de atención y la seriedad de la misión lo abatía. La alternativa, no obstante, era que Mellberg se hiciese cargo de dirigir la investigación, algo que deseaba evitar a toda costa. Así que no le quedaba más remedio que poner manos a la obra.
—Como ya sabéis a estas alturas, nos han confirmado que la muerte de Sara Klinga no fue un accidente, sino un asesinato. Cierto que se ahogó, pero el agua que tenía en los pulmones era dulce y no salada, lo que demuestra que la ahogaron en otro lugar antes de arrojarla al mar. Bien, eso no es ninguna novedad y todos los detalles pueden leerse en el informe de Pedersen, del que Annika ha hecho varias copias —explicó pasando un montón de documentos grapados para que cada uno cogiese un ejemplar.
—¿Puede sacarse alguna conclusión del agua de los pulmones? Por ejemplo, se dice que había restos de jabón en el agua ¿Es posible averiguar de qué clase de jabón se trata? —preguntó Martin señalando uno de los puntos del informe de la autopsia.
—Sí, esperemos que sí —respondió Patrik—. Ya hemos enviado una muestra del agua al Instituto Forense para su análisis y dentro de un par de días sabremos más de lo que puedan sacar en claro.
—¿Y la ropa? —prosiguió Martin—. ¿Podrán determinar si estaba vestida o no cuando la metieron en la bañera? Porque casi podemos suponer que la ahogaron en una bañera, ¿no?
—Lo siento, pero ahí tenemos la misma respuesta. También hemos enviado su ropa y hasta que no tengamos los resultados, no sé más que vosotros.
Ernst hizo un gesto de aburrimiento y Patrik le lanzó una mirada de reconvención. Sabía exactamente lo que pasaba por su cabeza en aquellos momentos: sentía envidia de que fuese Martin y no él quien tenía alguna pregunta inteligente que hacer Patrik se preguntaba si algún día llegaría a comprender que trabajaban juntos en un equipo para resolver un caso y que aquello no consistía en ningún tipo de competición individual.
—¿Estamos ante un delito sexual? —quiso saber Gösta, a lo que Ernst pareció aún más irritado, pues incluso su compañero de vagancia conseguía dejarse caer con una pregunta relevante.
—Es imposible decirlo —respondió Patrik—. Pero quisiera que Martin empezase a mirar si hay alguien en nuestros archivos que haya sido condenado por agresión sexual a menores.
Martin asintió mientras tomaba nota.
—Además, debemos seguir estudiando un poco más de cerca a la familia —aseguró Patrik—. Ernst y yo mantuvimos una primera conversación con ellos, la misma en la que los informamos de que Sara había sido asesinada, y también hablamos con la persona a la que la abuela de la víctima señaló como posible sospechoso.
—Deja que lo adivine —intervino Annika mordaz—. ¿No será un tal Kaj Wiberg?
—Exacto —dijo Gösta—. Acabo de entregarle a Patrik todos los documentos que tenía sobre sus contactos con nosotros a lo largo de los años.
—Eso es malgastar tiempo y recursos —terció Ernst—. Es absurdo creer que Kaj tiene relación alguna con la muerte de la pequeña.
—Sí, eso, vosotros os conocéis —observó Gösta mirando a Patrik inquisitivo, como para comprobar si era o no consciente de esa circunstancia.
Este se lo confirmó con un gesto.
—En cualquier caso —interrumpió Patrik al ver que Ernst pretendía intervenir otra vez—, seguiremos investigando a Kaj para determinar lo antes posible si está o no implicado, y trabajaremos con toda la amplitud de miras que nos permite el estadio en que nos encontramos. En general, tenemos que averiguar más información sobre la niña y su familia. He pensado que Ernst y yo podríamos ir a hablar con los maestros de la pequeña para averiguar si ellos conocen algún problema relacionado con la familia. Dado lo poco que sabemos, deberíamos contar también con la ayuda de la prensa local. ¿Podría encargarse usted de eso, Bertil?