Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Pero pasaron los años y fue dejando a un lado esa angustia, que no debía concentrarse en alimentar, pues la vida era mucho más. Tampoco había tenido tiempo de recordar a su padre y pensar en él. Pero las cosas habían cambiado. La vida le había dado una lección, la había atropellado y la había dejado destrozada en la cuneta. Y ya tenía todo el tiempo del mundo para pensar en la persona que ahora debería estar a su lado. La persona que sabría qué decir, que le acariciaría el cabello y la consolaría asegurándole que todo se arreglaría. Lilian estaba, como de costumbre, demasiado ocupada en sus cosas como para dedicar algo de su tiempo a escucharla; y Niclas…, bueno, Niclas era Niclas. Ya se había extinguido en su corazón la escasa y breve esperanza que abrigó de que el dolor los uniese de nuevo. Era como si se hubiese encerrado en su pequeña concha. Cierto que él jamás le había permitido el acceso a lo más hondo de su ser, pero ahora se comportaba como una sombra que entraba y salía de su vida a hurtadillas. Recostaba su cabeza junto a la de ella cada noche, pero los dos yacían uno al lado del otro, procurando no rozarse, temerosos de que un contacto súbito e inesperado avivase heridas que debían quedar intactas. Habían pasado juntos por tantas cosas… Contra todo pronóstico, lograron mantener una unidad al menos aparente, pero Charlotte se preguntaba ahora si no habrían llegado al final del camino.
El ruido de pasos en la escalera la distrajo de sus sombríos pensamientos. Alzó la vista y allí estaba Niclas. Con una ojeada al reloj, comprobó que, en realidad, aún faltaban dos horas para que volviese del trabajo.
—Hola, ¿tan pronto en casa? —preguntó asombrada al tiempo que empezaba a ponerse de pie.
—No, quédate sentada. Tenemos que hablar —anunció Niclas.
A Charlotte se le encogió el corazón. Fuese lo que fuese lo que tenía que decirle, no sería nada bueno.
Fjällbacka, 1928
La vida en la casa supuso, efectivamente, la mejora que ella esperaba. Aun le pesaba ser la que era ahora en comparación con la que había sido y, a medida que pasaban los años, crecía su amargura y la vida pasada con su padre se le antojaba un sueño lejano ¿Hubo en verdad un tiempo en que lució hermosos vestidos, sentada al piano de cola en grandes fiestas? ¿Hubo en verdad un tiempo en que fue cortejada por caballeros que competían por bailar con ella? Y ante todo, ¿hubo en verdad un tiempo en que podía comer todas las exquisiteces que le apeteciesen?
Anduvo indagando sobre su padre y supo con satisfacción que estaba destrozado. Vivía solo en su gran mansión y no salía de casa mas que para acudir al trabajo. Agnes se alegraba de ello y abrigó por un tiempo una mínima, mínima esperanza de que la perdonase y la acogiese algún día si la vida de su padre llegaba a ser lo bastante miserable. Pero pasaron los años y nada sucedía, y, a medida que transcurría el tiempo, esa esperanza le parecía más vana.
Los niños ya habían cumplido cuatro años y no podía con ellos. Corrían salvajemente por el barrio pese a su corta edad, y Agnes no tenía ni ganas ni fuerzas para educarlos. Anders, por su parte, ahora debía invertir más tiempo en el trabajo, pues la cantera quedaba más lejos del pueblo, de modo que se marchaba antes de que despertasen los pequeños y volvía a casa cuando ellos ya se habían dormido. Tan solo los domingos podía pasar algún tiempo con ellos. Los niños se alegraban tanto de tenerlo en casa que se comportaban como angelitos. No tuvieron más hijos, de eso se había encargado Agnes. Anders había hecho algún tímido intento de sacar a relucir el tema y su deseo de poder dormir con ella, pero Agnes no tuvo la menor dificultad en negarse. Ya no se explicaba que un día lo hubiese deseado de aquel modo. Ahora le daba asco y la sola idea del roce de sus dedos sucios y llagados le producía escalofríos. El hecho de que ni siquiera protestase por el prolongado y forzoso celibato la movía a despreciarlo más aún. Lo que para algunos sería amabilidad, para ella era falta de hombría, y el hecho de que él siguiese ocupándose de la mayoría de las tareas domésticas reforzaba esa imagen. Ningún hombre de verdad lavaba la ropa de sus hijos ni se preparaba la comida, aunque Agnes olvidaba sin esfuerzo que ella misma se negaba a hacerlo.
—¡Mamá, Johan me ha pegado!
Karl se acercó corriendo a la escalinata del portal, donde Agnes se había sentado a fumarse un cigarrillo, un vicio que había adquirido los últimos años y para el que solía pedirle dinero a Anders con el mayor descaro y con la esperanza de que él protestase.
Observó fríamente al niño que lloraba delante de ella antes de soltarle una nube de humo en la cara. El pequeño empezó a toser y a frotarse los ojos. Se abrazó a ella, intentando hallar consuelo, pero como en tantas otras ocasiones, Agnes se negó a corresponder a sus muestras de cariño. Eso era cosa de Anders. Él ya los malcriaba bastante, así que no necesitaban que ella los mimase también. Lo apartó con brusquedad y le dio un azote en el trasero.
—¡Deja de lloriquear! Lo que debes hacer es devolvérselo —le dijo serena mientras exhalaba el humo en el aire claro y primaveral.
Karl le dedicó una mirada elocuente del dolor que sentía al verse rechazado una vez más, pero se marchó cabizbajo hacia donde estaba su hermano.
Hacía un par de años, la vecina tuvo la desfachatez de ir a decirle que debía tener más vigilados a sus hijos. Los había visto jugando solos junto al muelle de carga. Agnes miró impasible a la fea y menuda mujer antes de, con total tranquilidad, explicarle que se metiese en sus asuntos y que, teniendo en cuenta que la mayor de sus hijas se había fugado a la ciudad y que, según los rumores, se ganaba la vida mostrándose como ella la trajo al mundo, más le valía abstenerse de aleccionar a Agnes sobre el cuidado de sus hijos. La mujer se marchó herida, murmurando algo así como «pobres pequeños», pero después nunca se atrevió a volver a llamar a su puerta, que era exactamente lo que Agnes pretendía.
Ofreció la cara al sol, disfrutando de su calor, pero se dijo que no debía abusar demasiado tiempo de sus rayos. No quería ponerse morena, sino conservar la blancura que caracterizaba a las mujeres de clase alta. Lo único que le quedaba de su vida anterior era su físico, algo a lo que sacaba el máximo partido para dorar un poco su, por lo demás, miserable existencia. Resultaba sorprendente todo lo que se podía conseguir del tendero sólo por dejarse abrazar, o quizá un poco más, con tal de que le diese a cambio lo que ella quería. Así conseguía dulces y más comida que, desde luego, no compartía con la familia. Incluso le sacó un retal de tela que, por ahora, mantenía escondido para que Anders no lo viese; se contentaba con ir a tocarlo de vez en cuando y pasárselo por la mejilla para sentir la suavidad de la seda. También el carnicero le había hecho alguna que otra insinuación, pero todo tenía un límite y ella no estaba dispuesta a cualquier cosa por conseguir una carne mejor. Mientras que el tendero era un hombre relativamente joven de agradable aspecto con el que no estaba nada mal intercambiar algunos besos en el almacén, el carnicero era un tipo panzudo y grasiento que rondaba los sesenta y Agnes exigiría bastante más que un trozo de babilla por permitir que sus dedos gruesos y sus uñas llenas de sangre incrustada rebuscasen bajo sus faldas.
Ya sabía ella que la gente murmuraba a sus espaldas, pero, desde que comprendió que jamás lograría recuperar su antiguo estatus, ya no le importaba. ¿Hablaban? Pues que hablasen. Si podía permitirse alguna de las cosas buenas que ofrecía la vida, no pensaba consentir que se lo impidiese la opinión de una panda de burdos trabajadores. Y, además, para ella era una ventaja que a Anders lo atormentase oír lo que la gente decía de su esposa. A su entender, él era el responsable de su actual situación, de modo que se alegraba de poder procurarle cualquier tipo de tormento.
No obstante, durante las últimas semanas andaba preocupada. Experimentaba la sensación de que Anders tramaba algo y ya lo había sorprendido en varias ocasiones reflexionando con la mirada perdida, como si estuviese sopesando una importante decisión. Una vez incluso llegó a preguntarle en qué pensaba, pero él le respondió que en nada, aunque sin convencerla. Agnes estaba segura de que algo había, algo que le afectaba a ella, pero que, por alguna razón, aún no debía saber. Tal situación la sacaba de sus casillas, pero a aquellas alturas conocía a su marido lo suficiente como para saber que no valía la pena insistir para que le revelase nada antes de tiempo. Cuando se lo proponía, podía ser terco como una mula.
Sumida en sus reflexiones, cogió el paquete de tabaco y se levantó para entrar en casa. Sin mucho interés, se preguntó dónde andarían los niños, pero se encogió de hombros pensando que se las arreglarían solos. Entre tanto, ella pensaba echarse una siesta.
La tarde transcurría despacio. Patrik había pasado demasiado tiempo hojeando una y otra vez los partes médicos de Albin. Se preguntaba si había adoptado la decisión correcta, si era acertado esperar y no involucrar aún a las autoridades de Asuntos Sociales. Pero algo le decía que debía saber más antes de tomar tal determinación. Cuando los molinos de la burocracia empezaban a moler, resultaba difícil detener el proceso, y sabía que tanto la policía como los médicos se mostraban reacios a denunciar puras sospechas de maltrato infantil. Siempre cabía la posibilidad de que existiese una explicación lógica, pero nadie estaría dispuesto a escucharla una vez que la rueda hubiese empezado a moverse. Además, no se había producido ningún incidente desde que la familia Klinga se había mudado a Fjällbacka. Probablemente la situación se había estabilizado ya. Sin embargo, no había forma de estar seguro, y si Albin volvía a resultar herido, sabía que la responsabilidad recaería sobre él.
El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos.
—Patrik Hedström —respondió.
—Sí, hola, soy Lars Karlfors, de la policía de Gotemburgo.
—Dígame —respondió Patrik sorprendido.
A juzgar por su tono de voz, el hombre esperaba que Patrik supiese quién era, pero no recordaba haber oído su nombre con anterioridad. Y aún menos se imaginaba de qué querría hablar con él.
—Bueno, les enviamos información sobre una investigación en curso y, si no me equivoco, era usted quien debía recibirla.
—¿Ah, sí? —respondió Patrik, más extrañado aún—. Pues así, ahora mismo, no recuerdo que me haya llegado ninguna información de Gotemburgo. ¿Cuándo la enviaron y de qué se trata?
—Me puse en contacto con su comisaría hace más de tres semanas. Trabajo en el grupo de abuso de menores y estamos identificando a una liga de personas que se dedican a la pornografía infantil. En el curso de la investigación nos topamos con un individuo de su distrito, por esa razón nos pusimos en contacto con ustedes.
Patrik se sentía como un cretino, pero no tenía la menor idea de a qué se refería el colega.
—¿Con quién hablaron?
—Ah…, creo recordar que entonces usted estaba de baja paternal y me pusieron con… Espere que mire. —Se oyó cómo hojeaba unos papeles hasta que volvió al aparato—. Aquí lo tenemos, hablé con Ernst Lundgren.
Patrik sintió que la ira limitaba su campo de visión y lo cegaba. Recreó mentalmente una escena en la que estrangulaba a Ernst muy despacio, con sus propias manos. Con forzada calma, le explicó al colega:
—Ha debido de ser un fallo de transmisión de la información en la comisaría. Quizá podría darme los datos ahora. Ya averiguaré después qué ocurrió.
—Sí, claro, faltaba más.
Lars Karlfors le refirió a grandes rasgos en qué consistía su cometido y cómo habían llegado a trabajar en la persecución de la liga de pornografía infantil que ahora figuraba en primer lugar en su agenda. Cuando llegó el momento de contar el modo en que podría contribuir la comisaría de Tanumshede, Patrik contuvo la respiración. Se obligó a escuchar hasta el final, le prometió que le concederían al asunto la máxima prioridad y concluyó la conversación con las habituales frases de cortesía. Pero en cuanto colgó el auricular, se puso de pie como un rayo. Cruzó el despacho de dos zancadas y vociferó en el pasillo:
—¡ERNST!
Erica intentaba ordenar sus pensamientos cuando, una vez más, la sobresaltaron unos golpecitos en la puerta. Sospechaba quién era y fue a abrir. En efecto, Charlotte. No llevaba abrigo y parecía haber venido corriendo desde su casa. Tenía la frente llena de sudor y temblaba descontroladamente.
—¡Pero, madre mía, qué aspecto tienes! —gritó Erica dejándose llevar por el impulso.
Lamentó enseguida sus palabras y empujó a Charlotte a entrar.
—¿Molesto? —preguntó ella en tono lastimero. Erica negó vehemente con la cabeza.
—Por supuesto que no. Ya sabes que puedes venir cuando quieras.
Charlotte asintió aún tiritando, con los brazos bien pegados al cuerpo. Llevaba el cabello mustio por el sudor y la humedad, y un mechón le colgaba justo delante de los ojos. Parecía un cachorro empapado, maltratado y abandonado.
—¿Quieres un té? —le preguntó Erica.
En los ojos de Charlotte había un destello salvaje mezclado con la negra pena que había grabado en ellos la muerte de Sara, pero asintió agradecida al ofrecimiento de su amiga.
—Siéntate, no tardo —le dijo Erica antes de ir a la cocina.
Le echó una ojeada a su hija, a la que había dejado en la sala de estar, pero la pequeña parecía satisfecha con su existencia y observó a Charlotte con interés cuando la vio pasar.