Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
El temor a ir a parar al hospital era incluso peor que el dolor que sentía. Una y otra vez evocaba la imagen de su padre ingresado y tumbado en la cama, débil y demacrado, tan distinto del hombre vivaz y alegre que solía levantarlo por los aires cuando él era pequeño y que peleaba con él en broma y amorosamente cuando se hizo un poco mayor. Ahora, Stig sabía que iba a morir. Si lo dejaban en el hospital, sería sólo cuestión de tiempo.
Quería levantar el brazo y acariciar la mejilla de Lilian. Pasaban juntos tan poco tiempo. Claro que habían tenido sus discusiones e incluso alguna verdadera mala racha. Entonces llegó a pensar que debían ir cada uno por su lado. Pero siempre lograron encontrarse de nuevo. Ahora, Lilian tendría que hallar a otro hombre con el que envejecer.
También echaría de menos a Charlotte y a los niños. Al niño, se corrigió sintiendo enseguida un intenso dolor en el corazón, un dolor distinto del físico. Por cierto, aquello era lo único positivo que veía en la situación. Él creía firmemente en la vida más allá de la muerte, un lugar mejor, y tal vez se encontrase allí con la pequeña y pudiese saber por ella qué le había ocurrido aquella mañana.
Sintió la mano de Lilian en su mejilla. La pérdida de conciencia empezaba a disolver la realidad y, lleno de gratitud, cerró los ojos. Al menos, sería un alivio no seguir sintiendo aquel dolor.
El viento le azotaba el rostro mientras se dirigía a la cabaña de Morgan. El entusiasmo de Ernst se había atenuado ligeramente por el camino, pero ahora sentía que volvía a despertar. Vio en el umbral de la puerta entreabierta el rostro delgado de Morgan que, en su habitual tono inexpresivo, le preguntó.
—¿Qué quiere?
Aquella pregunta tan directa desconcertó a Ernst. Necesitó un instante para reagrupar sus ideas antes de contestar.
—Va a venir conmigo a la comisaría.
—¿Por qué? —quiso saber Morgan.
Ernst empezaba a irritarse ¡Qué tipo más extraño!
—Porque tenemos que hablar de ciertos asuntos.
—Ustedes se han llevado mis ordenadores. Ya no tengo mis ordenadores. Se los han llevado —repetía Morgan una y otra vez.
El policía atisbo ahí una posibilidad.
—Exacto, por eso tiene que venir. Para recuperar los ordenadores. Ya hemos terminado con ellos, ¿comprende?
Ernst estaba increíblemente satisfecho de su idea.
—¿Y por qué no los traen igual que se los llevaron de aquí?
—¿Quiere recuperar los ordenadores o no? —estalló Ernst, cuya paciencia empezaba ya a agotarse de verdad.
Tras un minuto de vacilación y de negociación interior, la expectativa de recuperar los ordenadores prevaleció sobre su recelo a adentrarse en territorio desconocido.
—Iré con usted. Así podré recuperar mis ordenadores.
—Bien, buen chico —respondió Ernst sonriendo para sus adentros mientras Morgan iba a buscar su cazadora.
Guardaron silencio todo el camino hasta la comisaría. Morgan no dejó de mirar por la ventanilla. Ernst tampoco vio necesidad de conversar con él y prefirió ahorrar fuerzas para el interrogatorio. Entonces se encargaría de conseguir que aquel chalado hablase por los codos.
Una vez en su destino, quedaba un pequeño e insignificante dilema: ¿cómo hacer entrar al futuro interrogado sin que nadie descubriese sus pretensiones? Tal circunstancia echaría por tierra su brillante plan, algo que debía evitar a toda costa. Finalmente, se le ocurrió una solución infalible. Llamó a la recepción desde su móvil y, cambiando la voz, le dijo a Annika que tenía un paquete listo para enviar y que debía recogerlo en el mostrador de la entrada trasera. Después, aguardó unos segundos sin soltar a Morgan y entró cauteloso y conteniendo la respiración, con la esperanza de que Annika hubiese acudido enseguida al otro extremo del edificio. Funcionó. La recepcionista no estaba en su puesto. Rápidamente, dejó atrás la recepción tirando de Morgan y lo metió a empellones en la sala de interrogatorios más próxima. Cerró la puerta, echó la llave y se permitió una leve sonrisa triunfal antes de decirle a Morgan que se sentase. Alguien había dejado una ventana entreabierta para ventilar la habitación y la hoja golpeteaba sacudida por el viento Ernst pasó por alto el ruido. Quería empezar sin más preámbulo, antes de que alguien llegase y los viese por casualidad.
—Bueno, amiguito, ya estamos aquí.
Ernst puso en marcha la grabadora con gran ceremonia.
Morgan empezaba a mirar inquieto a su alrededor. Algo le decía que la cosa no iba bien.
—Usted no es mi amigo —observó el joven como una constatación objetiva—. Usted y yo no nos conocemos, así que ¿cómo vamos a ser amigos? Los amigos se conocen mutuamente. —Tras unos segundos de silencio, prosiguió—: Yo venía a recoger mis ordenadores. Vine para eso. Me dijo que ya habían terminado con ellos.
—Sí, claro que fue eso lo que le dije —repuso Ernst con una sonrisa burlona—. Pero verá, resulta que le mentí. Y tiene razón, no soy su amigo. En estos momentos, soy su peor enemigo.
Quizá un tanto dramático, pero Ernst se sintió cruelmente complacido con aquella respuesta. Creía haberla oído una vez en una película.
—No quiero seguir aquí por más tiempo —aseguró Morgan mirando hacia la puerta—. Quiero recuperar mis ordenadores e irme a casa.
—Olvídelo. Tardará mucho tiempo en volver a ver su casa.
¡Joder, qué bueno era!, se decía. En realidad, debería dedicarse a escribir guiones de películas de acción americanas. Más que ufano, continuó:
—Verá, nosotros ya sabemos que fue usted quien se cargó a la niña. Encontramos la cazadora en su cabaña y conocemos un montón de detalles técnicos que revelan que la mató.
Aquella última afirmación era totalmente falsa, pero Morgan no lo sabía. Y en aquel juego no había reglas.
—Yo no la maté, aunque a veces habría querido hacerlo —añadió Morgan en su tono monocorde.
Ernst sintió cómo le saltaba el corazón en el pecho. ¡Aquello iba mejor de lo que él se figuraba!
—De nada le servirá andarse con ésas. Tenemos otras pruebas de tipo técnico, ya le digo, y la cazadora, y no necesitamos más. Pero, claro, sería mejor para usted si nos contase cómo lo hizo. Entonces puede que no tenga que pasarse toda la vida en la cárcel. Y allí no podrá utilizar sus dichosos ordenadores.
Ahora sí que logró conmover a aquel idiota. Parecía que el pánico empezaba a arraigar en él. Pronto estaría listo para confesar, pero para mejorar aún más su posición, decidió utilizar un truco que había visto en Policías de Nueva York y en las demás series policíacas norteamericanas que nunca se perdía. Lo dejaría sudando tinta a solas un rato. Si le daba la oportunidad de meditar unos minutos sobre su situación, confesaría antes de lo previsto.
—Voy a mear. Luego seguimos.
Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
Morgan empezó entonces a hablar en tono suplicante:
—Yo no lo hice. No puedo pasarme el resto de mi vida en la cárcel. Yo no la maté. No sé cómo fue a parar su cazadora a mi casa. Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta. Por favor, no me deje aquí. Vaya a buscar a mi madre, quiero hablar con mi madre. Mi madre puede explicarlo todo, por favor…
Ernst cerró la puerta a toda prisa para que no se oyese el parloteo de aquel chiflado en el pasillo. No había dado ni dos pasos cuando Annika lo vio y lo miró con suspicacia
—¿Qué hacías ahí dentro?
—Nada, comprobar una cosa. Creí que me había dejado la cartera en una de las salas de interrogatorios.
La joven no pareció muy convencida, pero no insistió. Un segundo después, gritó mirando por la ventana
—¡Pero qué demonios…!
—¿Qué pasa? —preguntó Ernst, que empezaba a sentirse nervioso.
—¡Un tío que acaba de saltar por la ventana y ahora corre como un rayo hacia la carretera!
—¡Mierda! —exclamó Ernst.
Estuvo a punto de fracturarse el hombro al lanzarse contra la primera de las puertas. Con las prisas, olvidó que siempre estaba cerrada.
—¡Ábrela, joder! —le gritó a Annika.
Ella obedeció aterrorizada. El policía abrió la siguiente puerta de golpe y echó a correr detrás de Morgan. Este miró hacia atrás y corrió con más ahínco. Entonces, Ernst vio con horror un minibús negro que se acercaba a una velocidad muy superior a la permitida.
—¡Nooooo! —gritó presa del pánico.
Después, se oyó el choque y todo quedó en silencio.
Martin se preguntaba cuál sería el asunto tan perentorio que Niclas y Charlotte tenían que contarle a Patrik. Esperaba que fuese algo que les diese argumentos para retirar a Niclas de la lista de sospechosos. La idea de que el padre de la niña fuese el autor del crimen le resultaba espantosa.
No entendía la actitud de Niclas. Los partes de Albin eran tan incriminatorios… Y el padre no había logrado convencerlo de que no fue él quien le causó las lesiones al pequeño. Aun así, algo no encajaba. Desde luego, era un sujeto bastante complejo. Al hablar con él cara a cara, daba la impresión de ser un hombre estable y seguro, pero su vida privada era un verdadero desaguisado. Aunque Martin nunca fue un ángel durante su alegre vida de soltero, ahora que tenía pareja no podía comprender que nadie engañase a su esposa de aquel modo. ¿Qué le decía cuando llegaba a casa después de haber estado con Jeanette? ¿Cómo conseguía que el tono de voz fuese natural, cómo era capaz de mirarla a los ojos después de haber estado revolcándose en la cama con su amante hacía tan sólo unas horas? A Martin no le entraba en la cabeza.
Niclas había dado muestras de un temperamento difícil de prever en alguien como él. El propio Martin lo había visto en el brillo de sus ojos aquel mismo día, cuando se presentó en casa de su padre. Parecía dispuesto a matarlo y, de no haber aparecido el policía, Dios sabe qué habría ocurrido.
Y aun así, a pesar de lo paradójico de su carácter, Martin no lo creía capaz de ahogar a su hija conscientemente. Además, ¿cuál habría sido su móvil?
Los pasos presurosos de Charlotte y de Niclas por el pasillo vinieron a interrumpir su razonamiento. Lleno de curiosidad, se preguntó adónde irían con tanta prisa.
Patrik apareció en el umbral de su puerta y Martin enarcó una ceja presa de la expectación.
—Era Sara quien maltrataba a Albin —reveló Patrik al tiempo que se sentaba en la silla.
Aquélla era la última explicación que Martin habría imaginado
—¿Y cómo sabemos que es verdad? —le preguntó—. ¿No puede tratarse de una tentativa de eliminar las sospechas que pesan sobre Niclas?
—Sí, claro que podría ser —admitió Patrik en tono cansado—. Pero creo que dicen la verdad. Claro que debemos comprobarlo, me han proporcionado los nombres y los números de teléfono de las personas con las que podemos ponernos en contacto. Además, la coartada de Niclas va a resultar auténtica después de todo. Según él, Jeanette mintió al negar que estuviese con ella aquella mañana sólo para vengarse, porque él había puesto fin a la relación. Y sobre ese punto, también me inclino a creer su palabra, aunque, claro está, debemos mantener una seria charla con Jeanette.
—¡Menuda…! —comenzó Martin.
No tuvo que terminar la frase, pues Patrik asintió corroborando su opinión.
—Sí, el ser humano no está mostrando su mejor cara a lo largo de esta investigación —dijo meneando la cabeza con abatimiento—. Y a propósito, ¿empezamos con el famoso interrogatorio?
Martin asintió, tomó su bloc y se levantó para acompañar a Patrik, que ya salía por la puerta. Sin que éste se volviese, le preguntó:
—Por cierto, ¿hay noticias de Pedersen? Por lo de la ceniza que había en el jersey del bebé, quiero decir.
—No —respondió Patrik sin mirarlo—. Pero deberían darle un buen empujón al asunto y analizar el jersey y el buzo de Maja cuanto antes. Apuesto lo que quieras a que comprobarán que la ceniza tiene la misma procedencia.
—Que no sabemos cuál es —observó Martin.
—Exacto, que no sabemos cuál es.
Entraron en la sala de interrogatorios y se sentaron frente a Kaj. Al principio nadie dijo una palabra y Patrik hojeaba tranquilamente sus notas. Vio con satisfacción que Kaj se retorcía las manos y que le sudaba la cara. Bien, eso era señal de que estaba nervioso y les facilitaría la tarea. Patrik estaba bastante tranquilo, teniendo en cuenta todo lo que habían sacado en limpio después del registro domiciliario. Si encontrasen pruebas así en todos los casos, la vida sería mucho más fácil.
Enseguida le cambió el humor. Entre los folios que hojeaba apareció una copia de la carta del chico que le recordó súbitamente por qué estaban allí y quién era el hombre que tenían enfrente. Patrik cruzó las manos con gesto resuelto. Observó a Kaj, que miraba nervioso a su alrededor.
—En realidad, no necesitamos hablar con usted. Después del registro, tenemos suficientes pruebas como para encerrarle por mucho, mucho tiempo. Pero queremos brindarle una oportunidad para que dé su versión de los hechos. Porque nosotros somos así, tíos legales.
—No sé de qué hablan —dijo Kaj con voz trémula—. Esto es una injusticia. Yo soy inocente.
Patrik asintió como haciéndose eco de sus palabras.
—¿Sabe? Me gustaría creerle. Y tal vez lo haría si no fuera por esto.
Patrik sacó unas fotografías de su gruesa carpeta y se las mostró a Kaj. Con satisfacción, comprobó que el interrogado palidecía antes de ruborizarse por completo. Luego, miró a Patrik desconcertado.
—Ya le dije que nuestros informáticos son muy buenos, ¿no? Y también que las cosas no desaparecen sólo porque le dé al botón de borrar. Ha sido muy concienzudo limpiando el ordenador de forma periódica, pero no lo bastante habilidoso. Hemos recuperado todo lo que ha ido descargándose para compartir con sus amigos pederastas: fotografías, correos electrónicos, archivos de vídeo… Todo, de lo primero a lo último.
Kaj abría y cerraba la boca visiblemente confuso. Daba la sensación de que quería articular algo, pero las palabras se empeñaban en morir en su garganta.
—Parece que no tiene mucho que decir, ¿verdad? Por cierto, mañana vienen dos colegas de Gotemburgo que también quieren hablar con usted. Nuestros hallazgos les resultan muy interesantes.
Kaj guardaba silencio, de modo que Patrik continuó, resuelto a alterarlo como fuese. Odiaba a aquel hombre, odiaba todo lo que representaba y cuanto había hecho. Pero no lo dejó traslucir. Tranquilo y en tono sereno, siguió hablando con él como si estuviesen charlando sobre el tiempo y no sobre abuso de menores. Por un instante, consideró la posibilidad de mencionar ya el hallazgo de la cazadora de Sara, pero finalmente decidió esperar un poco más. De modo que se inclinó ligeramente sobre la mesa, miró a Kaj a los ojos y le dijo: