Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Volvía de visitar a varios de los feligreses de más edad, que gustaban de distraerse un rato charlando con el sacerdote, y fue derecho a la iglesia sin detenerse en su casa. Muchos de sus colegas, más ambiciosos que él, pensarían que su parroquia era demasiado insignificante, pero Harald estaba muy satisfecho. La casa parroquial, de color amarillo, era un hermoso hogar para vivir y siempre le impresionaba la imagen imponente del templo cuando subía el pequeño sendero empinado. Al pasar ante la vieja escuela de la iglesia, situada enfrente de la casa parroquial, le vino a la cabeza el encendido debate que había surgido entre los habitantes del pueblo. Una promotora quería derribar el ruinoso edificio para construir apartamentos, pero el proyecto generó una avalancha de artículos de protesta y de cartas de la gente que, a toda costa, quería conservar la escuela tal y como estaba. En cierto modo, Harald entendía tanto a los unos como a los otros, pero le resultaba muy llamativo que la mayoría de los detractores del proyecto no fuesen residentes habituales, sino veraneantes con una segunda residencia en el pueblo. Naturalmente, querían que su retiro en Fjällbacka se conservase perfectamente pintoresco y entrañable; así podían pasear por el pueblo los fines de semana y considerarse afortunados por tener un lugar tan agradable en el que refugiarse, lejos del día a día de la gran ciudad. El problema era que un pueblo que no se desarrolla termina por sucumbir tarde o temprano, y no era posible congelar la imagen eternamente. Los apartamentos hacían mucha falta y no cabía catalogar como históricos todos los edificios de Fjällbacka sin que ello interfiriese en la vida de la comarca. El turismo estaba muy bien, claro, pero la vida seguía después del verano, se decía Harald mientras caminaba despacio hacia la iglesia.
Había adquirido la costumbre de detenerse siempre a mirar la torre, doblando el cuello tanto como podía, antes de cruzar el pesado portón. Cuando hacía viento, como era el caso, siempre le daba la impresión de que la torre se balanceaba y el imponente espectáculo de miles de toneladas de granito a punto de caer sobre su cabeza le inspiraba un hondo respeto por los hombres que construyeron el grandioso templo. A veces deseaba haber vivido en aquella época y quizá incluso haber sido uno de los picapedreros de Bohuslán; aquellos que, de forma anónima, construyeron con sus manos cuanto podía construirse en piedra, desde un simple camino hasta la estatua más formidable. Pero él era hombre lo bastante leído como para saber que aquello no era más que un sueño romántico. No creía que la vida de esos hombres hubiese sido nada fácil y, a decir verdad, apreciaba demasiado las comodidades de su tiempo como para creer que hubiese podido ser feliz sin ellas.
Tras concederse unos minutos de ensoñación, abrió la pesada puerta. Con cierto remordimiento, reparó en que, al entrar, cruzaba los dedos deseando que Arne no estuviese allí. En realidad, no era un mal hombre y hacía un trabajo bastante bueno, pero Harald no podía por menos de admitir que las viejas reliquias de la beatería, de las que Arne era un feroz representante, no resultaban de su agrado. Era como si se regodease con las desgracias y sólo buscara la parte negativa de todas las cosas. En ocasiones, cuando Arne estaba a su lado, Harald sentía que, literalmente, le quitaba las ganas de vivir. Tampoco le tenía demasiado aprecio por su eterna protesta sobre las mujeres sacerdotes. Si a Harald le hubiesen dado un céntimo cada vez que Arne se lamentaba de su antecesora, a estas alturas sería rico. Él, por su parte, no veía nada espantoso en el hecho de que fuese una mujer, y no un hombre, quien proclamase la palabra de Dios. Cuando Arne se ponía más locuaz de la cuenta, Harald tenía que reprimir su deseo de decirle que la palabra de Dios no se predicaba con el pene…, pero siempre lograba contenerse. ¡Pobre Arne!, se caería muerto en el acto si oyese a un pastor hablar de ese modo.
Una vez en la sacristía, perdió la esperanza de que Arne se hallase en su casa. Harald oyó su voz y pensó que, seguramente, estaría recriminando a los pobres turistas de turno, víctimas del sacristán más conservador del reino de Suecia. Por un instante, Harald estuvo tentado de salir de puntillas, pero, con un suspiro, se dijo que más valía hacer lo cristianamente correcto: entrar y salvar a los desafortunados visitantes.
Sin embargo, no se veía un solo turista y sí a Arne en el pulpito, diciendo misa con voz atronadora ante los bancos vacíos. Harald se quedó perplejo preguntándose con desasosiego qué locura había hecho presa en su sacristán.
Con proverbial entrega, Arne hacía molinetes como si estuviese dando el sermón del monte de los Olivos, y sólo se detuvo un segundo cuando vio entrar a Harald. No obstante, enseguida continuó como si nada, y entonces Harald vio que, además, había un montón de folios en el suelo, debajo del pulpito. Halló la explicación a tal despliegue al ver que Arne, con rotunda vehemencia, iba arrancando las hojas del libro de salmos y arrojándolas al aire.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Harald alteradísimo, adelantándose hacia el pulpito con paso decidido.
—Algo que debería haberse hecho hace mucho tiempo —respondió Arne provocador—. Estoy eliminando tanta horrenda modernidad. Va en contra de Dios —apostilló sin dejar de destrozar el libro—. No me explico por qué todo lo antiguo ha de cambiarse. Antes todo era mucho mejor. Ahora se relaja la moral, la gente baila los jueves como si fueran domingos, por no hablar de cómo copulan a diestro y siniestro fuera del sacramento del matrimonio.
Tenía el cabello revuelto y Harald se preguntó una vez más si el pobre Arne habría perdido el juicio por completo. No entendía qué podía haber desatado semejante arrebato. Verdad era que el sacristán llevaba años refunfuñando más o menos esas mismas opiniones con indignación, pero jamás se había atrevido a algo así.
—Arne, ¿por qué no te serenas un poco? Baja del púlpito para que podamos hablar, anda.
—Hablar y nada más que hablar, no hacemos otra cosa —replicó Arne desde las alturas del pulpito—. Es justo lo que digo yo: ¡ya es hora de actuar! Y qué mejor lugar que éste para empezar a actuar —añadió mientras las hojas seguían volando para caer al suelo como copos de nieve desproporcionados.
Harald perdió la paciencia y montó en cólera. ¿Cómo se atrevía a hacer el vándalo en su hermosa iglesia? ¡Había que poner coto a tanto despropósito!
—¡Baja de ahí ahora mismo, Arne! —vociferó con energía.
El sacristán se detuvo en seco. Jamás había oído al pastor levantar su voz, por lo general tan dulce, y no pudo por menos de sorprenderse.
—Te doy diez segundos para que bajes. De lo contrario, subiré yo mismo a buscarte, pese a lo fuerte que eres —prosiguió Harald.
Estaba rojo de una ira que subrayaba su mirada encendida, signo incuestionable de que la amenaza era seria.
La rebeldía se esfumó del espíritu de Arne con la misma rapidez con que se había presentado y el sacristán no tardó en obedecer dócilmente las órdenes del pastor.
—Eso es —dijo Harald, ya en tono más dulce, cuando se acercó a Arne y le puso la mano en el hombro—. Vamos a mi casa, nos tomamos un café con alguno de los excelentes bollos que Signe ha tenido la amabilidad de preparar y hablamos de todo esto, tú y yo solos.
Y así, empezaron a alejarse del altar. El hombre más bajito rodeando los hombros del grandullón con el brazo. Como una desigual pareja de novios.
Cuando salió del coche, se sentía un poco mareada. No había dormido mucho la noche anterior. Las cosas horribles de las que acusaban a Kaj la mantuvieron despierta hasta las primeras horas de la mañana.
Lo peor, no obstante, era la ausencia de la menor sombra de duda por su parte. Cuando oyó al policía leer las acusaciones, enseguida supo que eran verdad. Muchas piezas encajaron de pronto. Muchos enigmas de su vida común hallaron una explicación.
Sentía tanto asco que se le revolvió el estómago y se apoyó en el coche para escupir la bilis en el asfalto. Llevaba toda la mañana reprimiendo las ganas de vomitar. Cuando llegó al trabajo por la mañana, su jefe le dijo que, dadas las circunstancias, no tenía que quedarse si no quería. Pero ella susurró su resolución de permanecer en su puesto. La sola idea de estar en casa todo el día le resultaba insufrible. Prefería soportar las miradas de la gente que seguir allí, en la casa de aquel hombre, sentarse en su sofá, preparar la cena en su cocina. Saber que él la había tocado, aunque ya hiciese mucho, mucho tiempo, la impulsaba a desear arrancarse la piel a tiras.
Pero finalmente no le quedó otra salida. Después de intentar mantenerse en pie durante una hora, su jefe le dijo que se marchara a casa asegurándole que no aceptaría un no por respuesta. Con un nudo en el estómago, cogió el coche y se fue. Al bajar por Galärbacken iba a paso de tortuga. El conductor del vehículo que la seguía tocó el claxon irritado, pero a Monica no le importaba.
De no haber sido por Morgan, habría hecho la maleta y se habría marchado a casa de su hermana. Pero a él no podía abandonarlo. Él no sería feliz en un lugar distinto de su cabaña y el hecho de que se hubiesen llevado sus ordenadores ya suponía una revolución en su mundo. El día anterior se lo había encontrado andando de acá para allá entre sus diarios, nervioso, perdido al verse privado de aquello que constituía su anclaje a la realidad. Esperaba que se los devolviesen pronto.
Monica sacó la llave de la casa y se disponía a abrir la puerta, pero se detuvo. Aún no estaba preparada para entrar. De repente, sintió un inmenso deseo de ver a su hijo, se guardó la llave en el bolsillo, bajó la escalinata y se encaminó a la cabaña de Morgan. Seguramente se irritaría al verla irrumpir en su rutina presentándose así sin más, pero por una vez a Monica la trajo sin cuidado. Recordó cómo olía de pequeño y cómo ese olor la impulsaba a mover montañas, de ser preciso, sólo por él. Y ahora sentía la necesidad de volver a olerle la nuca, pese a lo mayor que era ya, abrazarlo y convertirlo en su seguridad, en lugar de la fuente de preocupaciones que había sido todos aquellos años.
Dio unos golpecitos discretos, pero se dio cuenta enseguida de que estaba cerrada con llave. Fue tanteando con los dedos por el listón del quicio de la puerta hasta dar con la llave.
¿Dónde estaría? Morgan no salía nunca solo. Era algo que jamás había ocurrido antes; nunca se había marchado sin ella o, al menos, sin explicar adonde iba exactamente. El temor la llenaba de angustia, pues casi esperaba verlo muerto en el suelo. Era algo que siempre la había aterrorizado: que Morgan dejase un día de hablar de la muerte para, en cambio, buscarla por su propia mano. Quién sabía si la pérdida de los ordenadores y la intromisión en su mundo lo habían llevado a ese lugar del que nadie regresa.
Pero la cabaña estaba vacía. Monica miró a su alrededor y enseguida vio una nota sobre uno de los montones de revistas que había junto a la puerta. Reconoció la caligrafía de Morgan antes de distinguir lo que decía. Se le paró el corazón. No obstante, se calmó en cuanto leyó el contenido y no tomó conciencia del grado de tensión que sufría hasta que se relajó.
«Los ordenadores están listos. Me voy con la policía para recuperarlos», decía la nota. Desde luego, aquélla no era la carta de un suicida, como había temido, pero había algo que no encajaba. ¿Por qué fue a buscarlo la policía para devolverle los ordenadores? ¿No habría sido más lógico que los trajesen y los dejasen en la cabaña?
Monica tomó la decisión sobre la marcha. Se apresuró a volver al coche y salió a toda velocidad. Recorrió el trayecto hasta Tanumshede pisando a fondo el acelerador y con las manos sudorosas, convulsamente aferradas al volante. Cuando dejó atrás el cruce del albergue Tanums Gestgifveri, oyó las sirenas de una ambulancia que la adelantó a gran velocidad. De forma inconsciente, pisó más aún el acelerador y pasó Hedemyr casi volando. A la altura del comercio del señor Li, se vio obligada a detenerse. El cinturón de seguridad le bloqueó el movimiento bruscamente. La ambulancia se detuvo justo delante de la comisaría de policía y se habían formado dos colas de coches, una en cada sentido, a causa de lo que parecía un accidente de tráfico. Se asomó y vio un fardo oscuro en el suelo. No tuvo que ver más para saber qué era.
Como a cámara lenta, se quitó el cinturón, abrió la puerta del coche y salió dejándolo abierto de par en par. Con la sensación de estar aproximándose a un desastre inminente, se acercó despacio, muy despacio, al lugar del accidente.
La sangre fue lo primero que vio: ese líquido rojo que había manado de su cabeza sobre el asfalto extendiéndose en un amplio círculo en torno a su cabello. Después, los ojos desorbitados, muertos.
Un hombre se le acercaba con los brazos extendidos, dispuesto a impedirle el paso. Movía la boca, decía algo, pero ella no lo oía. Ignoró sus intenciones y siguió caminando. Rota de dolor, se arrodilló junto a Morgan. Tomó la cabeza de su hijo, la puso sobre su rodilla y se abrazó a ella fuertemente, sin reparar en la sangre que seguía brotando y empapándole los pantalones. Después, oyó el alarido. Se preguntó quién emitiría un grito tan desgarrador, tan angustiado. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que era ella misma.
Recorrieron todo el trayecto a Uddevalla conduciendo a una velocidad algo superior a la permitida. Albin estaba con Veronika y Frida, les aseguró Lilian, de modo que salieron directamente desde la comisaría hacia el hospital. Charlotte esperaba que no fuese demasiado tarde. Por el tono de su madre, tuvo la impresión de que la vida de Stig pendía de un hilo y se sorprendió a sí misma cruzando las manos como si elevara una plegaria, pese a que no era creyente.
Stig era el hombre más amable y cálido que había conocido en su vida. Ahora comprendía el cariño que había aprendido a tenerle desde que se habían mudado a la casa donde vivían él y Lilian. Claro que ella ya lo conocía, pero sólo de visita, y no tuvo ocasión de conocerlo de verdad hasta que se instalaron con ellos. Gran parte de su afecto por Stig se debía, claro está, a su buena relación con Sara. Él supo despertarle facetas cuya existencia Charlotte intuía, pero que no había sido capaz de desvelar. Sara nunca era descarada con Stig. Con él, nunca sufría accesos de ira, no saltaba como una loca incapaz de controlar su energía. Cuando estaba con Stig, se sentaba tranquilamente en el borde de la cama, le cogía la mano y le contaba cómo le había ido en el colegio. A Charlotte siempre le impresionó el comportamiento que Sara tenía en compañía de Stig y ahora lamentaba no habérselo dicho. Cayó en la cuenta de que, desde la muerte de Sara, apenas había hablado con él. Se abandonó de tal modo a su propio dolor que no se le ocurrió pensar en el de Stig, que debió de sentirse desesperado en el piso de arriba, postrado y enfermo, con la sola compañía de sus propios pensamientos. Y ahora se decía que, al menos, debería haber subido a charlar.