Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—¿Pero…? —Erica no daba crédito, aquello le parecía un despropósito.
—Sí, ya lo sé —dijo Patrik con voz cansada y frotándose los ojos con la mano—. Nosotros tampoco lo entendemos. Hemos enviado la ceniza que encontramos en la ropa del otro bebé para que la analicen y comprueben si tiene la misma composición química que la encontrada en el cadáver de Sara, pero aún no tenemos los resultados. Y ahora quisiera enviar también la ropa de Maja.
Erica asintió en silencio. El miedo había cedido a un estado de conmoción, de una especie de sopor. Patrik la abrazó fuerte.
—Llamaré para avisar de que me quedo en casa el resto del día. Pero quiero enviar la ropa de Maja para que puedan empezar con el análisis lo antes posible. Cogeremos al que lo hizo —afirmó tajante, como si fuese una promesa que se hacía tanto a sí mismo como a Erica.
Cierto que su hija estaba ilesa, pero la crueldad psíquica que aquel acto revelaba le infundía la inquietante sensación de que la persona a la que buscaban estaba muy pero que muy perturbada.
—¿Puedes quedarte hasta que vuelva? —le preguntó a Dan.
—Por supuesto. Me quedaré cuanto haga falta.
Patrik le dio un beso a Erica en la mejilla y acarició a Maja. Luego, recogió el buzo de la pequeña, se puso la cazadora y se marchó. Quería volver a casa cuanto antes.
Gotemburgo, 1954
Aquella niña no tenía remedio. Agnes suspiraba para sus adentros. Tantas esperanzas como había puesto en ella, tantos sueños. Cuando era pequeña era tan linda. Y al tener el cabello oscuro, bien podían tomarla por su hija. Agnes decidió llamarla Mary. Por un lado, les recordaría a todos su viaje a los Estados Unidos y el estatus que confería el haber estado en el extranjero. Por otro, era un nombre precioso para una niña adorable.
Pero transcurridos un par de años, algo cambió. Empezó a engordar por todas partes y la grasa se extendía como una manta sobre sus bellos rasgos. Agnes lo encontraba repugnante. Ya a la edad de cuatro años, le temblaban los muslos y le colgaban las mejillas como a un San Bernardo, pero por ningún medio conseguía que dejase de comer. Y vaya si Agnes lo había intentado, nada funcionaba. Escondía la comida y le puso cerraduras a la despensa, pero Mary husmeaba como una rata en busca de algo que llevarse a la boca y ahora, con diez años cumplidos, era una montaña sebosa. Las horas que le hacía pasar en el sótano no parecían disuadirla en absoluto. Al contrario, siempre salía más hambrienta que nunca.
Para Agnes era sencillamente incomprensible Ella siempre le había concedido muchísima importancia a su aspecto, sobre todo porque le permitía conseguir las cosas que quería. El que alguien se estropease conscientemente de ese modo, de forma voluntaria, era algo que escapaba a su entendimiento.
A veces lamentaba su idea de llevarse a la niña del muelle de Nueva York. Pero sólo parcialmente. De hecho, había funcionado tal y como ella lo planeó. Nadie pudo resistirse a la imagen de la rica viuda y su adorable pequeña, y no tardó más de tres meses en encontrar al hombre destinado a procurarle el estilo de vida que ella merecía. Áke había ido a Fjällbacka para pasar una semana de vacaciones en el mes de julio, pero Agnes lo atrapó con tal eficacia que, dos meses después de conocerla, le propuso matrimonio. Ella aceptó con elegante arrobo y timidez, y tras una sencilla ceremonia, se trasladó con su hija a Gotemburgo, donde Áke poseía un gran apartamento en Vasagatan. Agnes volvió a poner en alquiler la casa de Fjällbacka y suspiró aliviada al verse libre del aislamiento que le habían impuesto los meses transcurridos en el pueblo. Tampoco le agradaba mucho el empeño de la gente en recordar. Pese a haber pasado tantos años, Anders y los niños seguían vivos en la memoria de los lugareños y Agnes no se explicaba qué los movía a andar siempre hablando de lo sucedido. Una señora incluso tuvo la desfachatez de preguntarle cómo era capaz de vivir en el mismo lugar en que había fallecido toda su familia. A aquellas alturas ya había pescado a Áke, así que se permitió el lujo de ignorar el comentario y darse media vuelta. Seguro que la gente hablaría de ello, pero ya no le importaba lo más mínimo. Había alcanzado su objetivo.
Áke tenía un alto puesto en una compañía de seguros y le ofrecería una vida cómoda. Cierto que no parecía muy proclive a relacionarse en sociedad, pero ya se encargaría ella de cambiarlo. Después de tantos años, Agnes añoraba convertirse en el centro de atención de la fiesta. Habría baile, champán, hermosos vestidos y joyas, y nadie volvería a arrebatarle nunca esos placeres. De forma metódica y eficaz, fue borrando los recuerdos de su pasado hasta el punto de que por lo general sólo los notaba como un sueño lejano e incómodo.
Pero una vez más la vida le jugó una mala pasada. Las fiestas fueron pocas y no podía decir que nadase en joyas. Áke resulto ser bastante tacaño y Agnes tenía que luchar por cada céntimo. Además, mostró una decepción más que antiestética cuando, seis meses después de la boda, recibieron un telegrama con la noticia de que la fortuna que había heredado de su adinerado y difunto marido se había esfumado en una mala inversión del administrador elegido por ella. Ni que decir tiene que aquel telegrama se lo envió Agnes a sí misma, pero se sentía muy orgullosa de la representación teatral que puso en marcha cuando llegó la noticia y que incluyó un dramático desmayo final. No había contado con que Áke reaccionase como lo hizo, lo que la llevó a pensar que su supuesta riqueza pesó más de lo que ella creía a la hora de pedir su mano. Pero lo hecho, hecho estaba por lo que se refería a ambos, y ahora intentaban soportarse el uno al otro de la mejor manera.
Al principio sintió una leve irritación ante su ruindad y su falta absoluta de iniciativa. Lo que más le gustaba era quedarse en casa noche tras noche, cenar lo que le ponían en la mesa, leer el periódico y quizá un par de capítulos de algún libro, y después ponerse su pijama de vejete y meterse en la cama poco antes de las nueve. Durante los primeros años de casados, él la buscaba a tientas en la cama noche sí noche también, pero ahora eso solo sucedía un par de veces al mes, para alivio suyo, siempre con la luz apagada y sin quitarse siquiera la camisa del pijama. En cualquier caso, Agnes había notado que, al día siguiente, podía sacarle cierta cantidad de dinero para su uso personal con más facilidad y ella jamás dejaba pasar esas ocasiones.
Sin embargo, a medida que se sucedían los años, su enojo creció hasta convertirse en odio y empezó a buscar una herramienta adecuada que usar contra él. Cuando se dio cuenta de que Áke se sentía cada vez más unido a la niña, dio por terminada la búsqueda. Sabía que el detestaba los castigos que le imponía, pero también que era demasiado débil y tenía demasiada aversión a los conflictos como para atreverse a defender a Mary. A partir de entonces no halló satisfacción mayor en la vida que, de forma lenta pero segura, volver a la niña en su contra.
Agnes era perfectamente consciente de lo mucho que Mary añoraba gozar de un poco de atención y ternura. Si al mismo tiempo que se las ofrecía le iba inoculando su veneno envuelto en mentiras sobre Áke, no tenía más que esperar a que se difundiese y arraigase en su corazón. Después, podría dejarlo actuar tranquilamente.
El pobre Áke ignoraba qué había hecho mal. Un buen día empezó a notar que la niña se apartaba de él paulatinamente y a ver claramente el desprecio reflejado en su mirada. Claro que sospechaba que Agnes era la responsable, pero no era capaz de señalar exactamente qué hacía para que Mary fuese abrigando tal odio hacia su persona. Hablaba con ella siempre que podía e incluso intentaba comprar su afecto dándole algún dulce de vez en cuando, puesto que sabía cuánto le gustaban.
Pero nada funcionaba. Mary se apartaba sin remisión, cada vez más fría con él; y el resentimiento contra su esposa crecía en proporción a la distancia que la niña le imponía. Habían pasado ocho años desde que se casó y Áke sabía que había cometido un gran error, pero no tenía fuerzas para repararlo. Y aunque la niña no quería saber nada de él, sabía que ella era su última oportunidad de una vida segura. Si Mary desaparecía, no quería ni imaginar qué podría ocurrírsele a su esposa. Ya había dejado de hacerse ilusiones.
Agnes era consciente de todo aquello. A veces, su intuición daba miedo, pues era capaz de leer el pensamiento de la gente como si fuese un libro abierto.
Sentada ante el tocador, se disponía a arreglarse. Sin que Áke lo supiese, ya llevaba medio año teniendo una apasionada aventura con uno de sus mejores amigos. Se recogió el cabello negro, aún sin una sola cana, y se dio unas gotas de perfume detrás de la oreja, en las muñecas y en el escote. Se había puesto un conjunto de ropa interior de encaje negro que demostraba que su figura aún podía despertar la envidia de muchas jovencitas.
Ansiaba aquel encuentro que, como de costumbre, tendría lugar en el hotel Eggers. Per-Erik era un hombre de verdad, no como Áke, y para satisfacción de Agnes, ya había empezado a hablar de separarse de su esposa. No es que ella fuese tan ingenua como para creer sin reservas en ese tipo de afirmaciones de hombres casados, pero sabía que él apreciaba sus habilidades en la cama mucho más de lo recomendable, y su esposa, bajita y regordeta, no podía compararse con ella.
Quedaba, pues, el problema de Áke. El cerebro de Agnes trabajaba a toda máquina. Al mirarse en el espejo, vio el rostro rollizo de su hija que la observaba ansiosa con sus grandes ojos.
Pese a haberse duchado y cambiado de ropa, Martin aún creía percibir el olor a vómito en la nariz. El suicidio, seguido de la llamada de Patrik y la noticia de que alguien había atacado a Maja, lo conmocionaron y lo llenaron de impotencia. Eran tantos los cabos, tantas las cosas que sucedían simultáneamente, que por más que lo intentaba no lograba imaginar cómo pondría orden en aquella maraña.
Dudó un instante ante la puerta de Patrik. Teniendo en cuenta lo sucedido el día anterior, no estaba seguro de que hubiese acudido al trabajo. Sin embargo, un ruido procedente del interior le indicó que, pese a todo, su colega se encontraba en su puesto.
Llamó discretamente.
—Entra —dijo Patrik en voz alta.
—No estaba seguro de verte hoy aquí —dijo Martin ya dentro—. Creí que preferirías quedarte en casa con Erica y Maja.
—Pues sí que lo habría preferido —admitió Patrik—. Pero más ganas tengo aún de pillar al psicópata que se dedica a hacer esto.
—¿Y a Erica no le importa quedarse sola en casa? —inquirió Martin con cierto temor de que su pregunta no fuese muy adecuada.
—Sí, ya lo sé, yo también habría preferido que alguien se quedase con ellas, pero Erica insistió en que estaría bien. De todos modos, he llamado a su amigo Dan, el que estaba en casa ayer cuando ocurrió el incidente, y me ha prometido pasarse y ver cómo estaban.
—¿Pudieron extraer huellas? —preguntó Martin.
—No, por desgracia —negó Patrik—. Estaba lloviendo, así que se borró todo. Pero he enviado el buzo de Maja lleno de ceniza; ya veremos qué resultado da. Desde mi punto de vista, es una formalidad: sería una casualidad increíble que no guardase relación con el resto.
—¿Pero por qué Maja?
—¿Quién sabe? —respondió Patrik—. Probablemente, una advertencia para mí. Por algo que he hecho o he dejado de hacer durante el desarrollo del caso. ¡Bah, no sé! —exclamó en un arrebato de frustración—. Pero lo más importante ahora es seguir trabajando a tope para resolverlo cuanto antes. Mientras tanto, ninguno de nosotros dormirá tranquilo.
—¿Qué hacemos primero? ¿Interrogamos a Kaj?
—Sí —dijo Patrik abatido—. Interroguémoslo.
—No habrás olvidado que Kaj estaba en el calabozo ayer cuando…
—No, hombre, claro que no lo he olvidado —respondió Patrik irritado—. Pero eso no significa que no esté implicado de todos modos. O que no tenga otros delitos de los que responder.
—Vale, era sólo por si acaso —dijo Martin levantando las manos en actitud defensiva—. Bueno, voy a dejar la cazadora y nos vemos allí.
Patrik estaba recogiendo sus cosas para ir a la sala de interrogatorios cuando sonó el teléfono. Vio en la pantalla que era Annika y descolgó el auricular con la esperanza de que no fuese nada importante. Se moría de ganas de emprenderla con el cerdo que tenían arrestado, y ahora más que nunca.
—¿Sí? —se oyó decir en tono seco.
Pero se dijo que Annika era dura de pelar y que no se dejaría amilanar por eso. Patrik la fue escuchando con creciente interés y dijo al fin:
—De acuerdo, mándamelos.
Corrió hacia el despacho de Martin, que acababa de quitarse la cazadora, y le explicó:
—Charlotte y Niclas han venido a la comisaría para hablar conmigo. Tendremos que dejar el interrogatorio hasta que sepa qué quieren.
Sin esperar respuesta, volvió a su despacho a toda prisa. Segundos más tarde, oyó un ruido de pasos y un murmullo de voces que se acercaban por el pasillo. Los padres de Sara entraron temerosos en su despacho. Patrik se sorprendió ante el aspecto extenuado de Charlotte. Desde la última vez que la había visto, era como si hubiese envejecido varios años y la ropa le quedaba enorme. También Niclas parecía agotado, pero no tan maltrecho como su mujer. Se sentaron y quedaron en silencio unos segundos. Patrik se preguntó qué sería tan importante como para presentarse así, sin pedir cita.
Fue Niclas quien tomó la palabra.
—Queríamos decirles que… les hemos mentido. O, más bien, que hemos callado cosas que deberían saber, lo cual es tanto como mentir.