Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Mellberg suspiró resignado y se marchó al trabajo. Ser padre era una gran responsabilidad.
Patrik llegó al trabajo a las ocho de la mañana. Él también había dormido mal y, en suma, se pasó la noche esperando a que llegase el día para ponerse manos a la obra. Lo primero era averiguar si la llamada telefónica de la noche anterior había acarreado algún cambio. Con mano trémula, marcó de nuevo el número, que ya conocía de memoria.
—Hospital de Uddevalla.
Dio el nombre del médico con el que quería hablar y aguardó paciente mientras lo localizaban. Tras unos minutos que se le hicieron eternos, lo pasaron con él.
—Hola, soy Patrik Hedström. Hablamos anoche. Quería saber si la información que le facilité ha sido de alguna utilidad.
Escuchó expectante la respuesta del médico e hizo un gesto de triunfo con el puño. ¡Tenía razón!
Cuando colgó el auricular, se aplicó a abordar las tareas que requería el hecho de que sus suposiciones fuesen correctas. Tendrían mucho, mucho que hacer aquel día.
La segunda llamada, al fiscal. Ya se había puesto en contacto con él el año anterior para hacerle exactamente la misma petición y, puesto que lo que solicitaba era bastante insólito, esperaba que al fiscal no le diese un infarto.
—Sí, has oído bien, necesito licencia para una exhumación. Otra vez, sí. No, no es la misma tumba. Aquélla ya la abrimos una vez, ¿no? —Patrik le hablaba claro y despacio, intentando no impacientarse—. Sí, también en esta ocasión es urgente y te agradecería que te encargases de ello inmediatamente. Estoy enviando por fax toda la documentación necesaria, seguramente ya la habréis recibido. Por cierto, la solicitud es doble: una exhumación y otro registro domiciliario.
El fiscal parecía persistir en su actitud algo reacia y Patrik empezó a irritarse. Con voz ya más terminante, le dijo:
—Tenemos entre manos el asesinato de una niña y está en juego otra vida. No es una solicitud que te hago para distraerme, sino el resultado de una reflexión seria. Y la presento convencido de que la investigación lo requiere, de modo que doy por sentado que movilizarás todos los recursos para despachar el asunto lo más rápidamente posible. Quiero una respuesta para ambas solicitudes antes del almuerzo.
Dicho esto, colgó el auricular con la esperanza de que su pequeña explosión no tuviese el efecto contrario y actuase como freno. No le quedaba otro remedio que correr ese riesgo.
Una vez zanjada la cuestión más espinosa, hizo una tercera llamada telefónica. La voz de Pedersen denotaba cansancio:
—Hola, Hedström —lo saludó el forense.
—Buenos días. Parece que has tenido turno de noche.
—Sí, la cosa se complicó de lo lindo a última hora, pero ya empezamos a verle el final. En cuanto termine con el papeleo, podré irme a casa.
—Suena bien —dijo Patrik con cierto remordimiento, pues llamaba para apremiarlo después de un turno al parecer terrible.
—Supongo que quieres preguntar por los resultados de la ceniza hallada en el jersey y el buzo. Resulta que me llegaron ayer tarde, pero la cosa se complicó tanto que… —se lamentó agotado—. ¿Es cierto que el buzo es de tu hija?
—Sí, lo es —respondió Patrik—. Sufrimos un incidente horrible anteayer, pero por suerte a ella no le hicieron ningún daño.
—Vaya, me alegro —aseguró Pedersen—. Claro, comprendo que estés nervioso por conocer el resultado.
—Pues sí, no te lo voy a negar, aunque no esperaba que los tuvieses tan pronto. En fin, ¿qué dicen?
Pedersen carraspeó un poco para aclararse la garganta.
—Pues…, vamos a ver… Sí, no parece que quepa la menor duda. La composición de la ceniza es idéntica a la hallada en los pulmones de la niña.
Patrik respiró aliviado y, al hacerlo, comprendió lo tenso que estaba hacía un instante.
—Es seguro, vamos.
—Sí, es seguro —confirmó Pedersen.
—¿Habéis podido concretar algo más sobre la procedencia de la ceniza? ¿Si es animal o humana?
—Por desgracia, no podremos determinarlo. Son residuos demasiado dañados, todo está deshecho. Con una muestra mejor conservada, quizá lo habríamos conseguido, pero…
—Estoy esperando una orden de registro y el primer punto de la lista es buscar ceniza. Si encontramos más, te la mando enseguida para que la analicéis. Tal vez hallemos partículas de mayor tamaño —dijo Patrik esperanzado.
—Sí, pero no cuentes con ello —le advirtió Pedersen.
—Yo ya no cuento con nada, pero tengo esperanza.
Patrik golpeteaba impaciente con los pies en el suelo. Una vez terminadas las formalidades y antes de que obtuviesen la documentación, no tenía mucho que hacer. Sin embargo, sabía que no podría pasar dos horas sentado mano sobre mano.
Oyó que, uno tras otro, iban llegando los demás, y resolvió convocar una reunión. Todos debían ser informados de lo que pasaba y seguro que más de uno enarcaría las cejas al oír lo que había puesto en marcha durante la noche y aquella misma mañana.
Y tenía razón, hubo muchas preguntas. Patrik respondió lo mejor que pudo, aunque aún quedaban muchos aspectos por aclarar. Demasiados, a decir verdad.
Charlotte se frotaba los ojos para ahuyentar el sueño. Lilian y ella durmieron en sendas camas del hospital, en una pequeña habitación próxima a la unidad donde atendían a Stig, pero ninguna de las dos logró conciliar bien el sueño. Puesto que Charlotte no se había llevado nada de casa, se acostó con la ropa y, cuando se sentó en la cama y mientras se estiraba, sintió que necesitaba cambiarse.
—¿Tienes un peine? —le preguntó a su madre, que también se había incorporado en la cama.
—Sí, creo que tengo uno —respondió Lilian rebuscando en el bolso, que parecía bien cargado.
Al cabo de un rato, sacó un peine de las profundidades y se lo dio a su hija.
Charlotte se escrutó en el espejo del baño con mirada crítica. La luz era de una intensidad inexorable y revelaba con toda claridad las profundas ojeras y el cabello alborotado en una disposición extraña y psicodélica. Muy despacio, empezó a peinar los mechones más enredados hasta conseguir un resultado que se aproximaba a su peinado habitual. Al mismo tiempo, todo lo relacionado con su aspecto externo se le antojaba ahora absurdo. Sara flotaba constantemente en el límite de su campo de visión y su recuerdo le tenía el corazón encogido.
Su estómago protestaba de hambre, pero antes de bajar a la cafetería, quería localizar a algún médico que le dijese cómo seguía Stig. Durante la noche, se despertó cada vez que oyó pasos en el pasillo, preparada para recibir la visita de un doctor que, con expresión grave, les diese una mala noticia. Sin embargo, nadie fue a despertarlas, de modo que supuso que la ausencia de novedades era, en este caso, indicio de buenas noticias. De todas formas, quería informarse, así que salió al pasillo preguntándose desorientada dónde buscar al médico. Una enfermera que pasaba por allí le indicó cómo hallar la sala de personal.
Consideró un instante si no debería encender el móvil y llamar a Niclas para preguntar por Albin, pero decidió esperar hasta haber hablado con el médico. Probablemente, padre e hijo aún estarían durmiendo y no quiso arriesgarse a despertarlos, pues sabía que Albin se pasaría todo el día molesto si lo arrancaban del sueño antes de tiempo.
Asomó la cabeza por la puerta que le había indicado la enfermera y tosió discretamente para llamar la atención. Había un hombre alto que hojeaba el periódico mientras tomaba café. Por lo que Niclas le había contado, el que un médico tuviese tiempo de sentarse a leer el periódico era un fenómeno insólito, y se sintió un poco cortada al pensar que lo molestaría. Pero recordó lo que había ido a preguntar y volvió a carraspear un poco más alto. En esta ocasión, el hombre la oyó, alzó la vista y preguntó:
—¿Sí?
—Verá…, mi padrastro, Stig Florin, ingresó ayer y no sabemos nada desde anoche. Quería preguntar cómo está.
¿Fueron figuraciones suyas o detectó una expresión extraña en el semblante del doctor? En cualquier caso, el hombre se rehízo enseguida y su gesto desapareció tan rápido como había asomado a su rostro.
—Stig Florin. Sí, hemos estabilizado su estado durante la noche y ahora está despierto.
—¿De verdad? —dijo Charlotte muy contenta—. ¿Podemos pasar a verlo? Mi madre también está aquí.
Una vez más advirtió la misma expresión extraña. Charlotte empezaba a preocuparse pese a lo alentador de la noticia. ¿Le estaría ocultando algo el médico?
Al facultativo parecía costarle contestar:
—Pues…, yo creo que no es muy conveniente. Aún está bastante débil y necesita descansar.
—Ya, pero al menos mi madre podrá entrar a verlo un rato. No creo que resulte perjudicial, más bien al contrario, con lo que se quieren…
—Sí, claro, me lo imagino —respondió el médico—. Pero me temo que deben tener paciencia. En estos momentos, Stig no puede recibir visitas.
—¿Por qué?
—Tendrán que esperar —dijo el médico bruscamente.
Charlotte empezaba a irritarse. ¿Acaso nadie les enseñaba durante la carrera cómo tratar a los familiares de los enfermos? El comportamiento de aquel hombre rayaba en la impertinencia. Ya podía agradecerle a su buena estrella que fuese ella y no Lilian la que había ido a hablar con él. Si hubiese tratado así a su madre, se le habrían caído las orejas con el sermón. Charlotte, en cambio, era consciente de lo blandengue que podía llegar a ser en ocasiones como aquélla y, en efecto, volvió enseguida al pasillo susurrando una vaga respuesta antes de salir.
Se preguntaba qué le diría a su madre. La actitud del médico había sido bastante extraña. Algo no iba bien, pero no tenía la menor idea de qué estaba pasando. Tal vez Niclas pudiera explicárselo. Decidió correr el riesgo de despertarlos y marcó el número de casa en el móvil. Esperaba que Niclas supiese tranquilizarla. De hecho, ya empezaba a pensar que habían sido figuraciones suyas.
Después de la reunión, Patrik cogió el coche y se dirigió a Uddevalla. Le resultaba imposible sentarse a esperar sin más. Algo tenía que hacer. Se pasó todo el camino sopesando las distintas opciones. Todas le parecían igual de desagradables.
Le habían indicado el camino hasta la unidad en cuestión, pero aun así se perdió varias veces hasta encontrar el sitio. ¡Qué difícil era siempre dar con lo que uno buscaba en un hospital! Claro que seguramente se debería a su pésimo sentido de la orientación. Erica, en cambio, era la intérprete de mapas de la familia. A veces le daba la impresión de que tuviese un séptimo sentido para saber cuál era el camino que debían tomar.
Encontró a una enfermera en el pasillo y le preguntó:
—Estoy buscando a Rolf Wiesel. ¿Dónde puedo encontrarlo?
La mujer señaló al final del pasillo. Él vio a un hombre alto con una bata blanca que se alejaba en dirección contraria. Patrik dijo en voz alta:
—¿Doctor Wiesel?
El hombre se dio media vuelta.
—¿Sí?
Patrik se le acercó y le dio la mano.
—Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Hablamos anoche.
—Sí, claro —dijo el médico agitando con vehemencia la mano de Patrik—. Que sepa que llamó justo a tiempo. No teníamos ni idea de qué tratamiento aplicar y, sin dar con el adecuado, me temo que lo habríamos perdido.
—Me alegro —respondió Patrik.
Se sentía turbado y, al mismo tiempo, orgulloso ante el entusiasmo del médico: después de todo, uno no salvaba una vida todos los días.
—Entre, podemos hablar aquí —le dijo el doctor Wiesel señalando con la mano la puerta de la sala de personal.
El médico entró primero, seguido de Patrik.
—¿Quiere un café?
—Sí, gracias —respondió.
Había olvidado tomarse una taza en la comisaría. Tenía tantas cosas en la cabeza que incluso algo tan fundamental en sus rutinas matinales había caído en el olvido.
Se sentaron ante la mesa de la cocina, pegajosa y llena de restos, y saborearon el café, que resultó ser casi tan malo como el de la comisaría.
—Lo siento, me temo que está recalentado —dijo el doctor Wiesel.
Patrik le hizo un gesto para indicarle que no tenía importancia.
—Bueno, dígame, ¿cómo llegó a la conclusión de que nuestro paciente estaba siendo envenenado con arsénico? —preguntó el médico lleno de curiosidad.
Patrik le explicó que, mientras veía el programa de Discovery de la noche anterior, relacionó lo que en él se decía con cierta información que tenía.
—Ya, verá, lo de los envenenamientos no es de lo más habitual, por eso nos estaba costando identificarlo —explicó el doctor Wiesel meneando la cabeza.
—¿Cuál es ahora el pronóstico?
—Sobrevivirá. Claro que tendrá secuelas de por vida. Lo más probable es que lleve mucho tiempo ingiriendo arsénico sin saberlo, y parece que la última vez la dosis fue masiva. Pero todo eso lo veremos más adelante.
—¿Analizando el pelo y las uñas? —preguntó Patrik, que había pillado algún que otro dato durante el programa de televisión.
—Exacto. El arsénico se sedimenta en el cuerpo justo en las uñas y en el pelo, y si analizamos la cantidad y la comparamos con la rapidez a la que crecen el pelo y las uñas, podemos establecer con bastante exactitud cuándo ha ingerido el arsénico e incluso la magnitud de las dosis.
—¿Han evitado que lo vean?
—Sí, desde anoche, en cuanto constatamos que, en efecto, estaba siendo envenenado con arsénico. Nadie puede verlo salvo el personal médico pertinente. Por cierto, su hijastra vino hace un rato a preguntar por él, pero le dije que se encontraba estable y que no podían visitarlo aún.
—Bien —convino Patrik.
—¿Saben quién…? —preguntó el médico intentando ser discreto.
Patrik reflexionó un instante antes de responder.
—Sí, bueno, tenemos nuestras sospechas y espero verlas confirmadas a lo largo del día de hoy.
—Claro, es importante que una persona capaz de hacer algo así no ande suelta. El envenenamiento por arsénico presenta síntomas especialmente dolorosos previos a la muerte. Implica un sufrimiento indecible para la víctima.
—Eso he visto —respondió Patrik—. Creo que existe una enfermedad que puede confundirse con los efectos del arsénico.
El médico asintió:
—Sí, la de Guillain-Barré. El propio sistema inmune empieza a atacar los nervios del cuerpo y destruye la mielina. El resultado son unos síntomas muy parecidos a los del envenenamiento por arsénico. Si no hubiera llamado, es bastante probable que hubiéramos dado ese diagnóstico.