Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Pese a que ya tenía tanto. O, al menos, había tenido tanto. Ahora su vida estaba deshecha y nada de lo que dijese o hiciese podía cambiar ese hecho.
Niclas hojeaba abstraído las historias clínicas que tenía delante. Por lo general, detestaba el trabajo administrativo y hoy, precisamente, no podía concentrarse lo suficiente como para terminarlo. Además, con la primera paciente de después del almuerzo, mostró un talante desabrido y antipático, pese a que por lo general era encantador con independencia de quién fuera el paciente. Justo hoy no tuvo paciencia para ser mimoso con otra señora que iba en su busca por un mal imaginario. La paciente en cuestión era una especie de clienta habitual del centro médico, pero dudaba de que volviese. Su sincera opinión acerca de su salud no pareció de su agrado. En fin, aquellas naderías ya no le parecían tan importantes.
Lanzó un suspiro y empezó a reunir todas las historias clínicas, hasta que los sentimientos que tanto tiempo llevaba reprimiendo pudieron con él y lo arrojó todo al suelo de un manotazo. Los papeles se esparcieron por el suelo al azar y aterrizaron desordenados. De repente, le entró una prisa incontenible por quitarse la bata. La tiró al suelo, cogió el chaquetón y salió de la consulta como si lo persiguiese el diablo. En cierto modo, así era. Sólo se detuvo un instante para, con la serenidad debida, comunicarle a la enfermera que cancelara todas sus visitas de aquella tarde. Después salió a la lluvia. Le cayó en la boca una gota de agua salada que le trajo a la memoria la imagen de su hija flotando en las negras aguas del mar, mientras que las ocas flotaban blancas en la superficie danzando alrededor de su cabeza. Y eso le hizo correr aún más deprisa. Con los ojos llenos de lágrimas que se mezclaban con la lluvia, se concentró en huir. Ante todo, deseaba huir de sí mismo.
La cafetera resoplaba y jadeaba sin cesar, pero produjo la misma pez negra de siempre. Patrik optó por quedarse junto al poyete, mientras que los demás se sentaron cada uno con su taza. Comprobó mentalmente que todos estaban allí salvo Martin y, justo cuando iba a preguntar por él, el colega entró sin resuello.
—Perdonad el retraso. Annika me llamó para decirme que había reunión y yo había ido a…
Patrik lo hizo callar.
—Ya nos lo explicarás después. Tengo algunas novedades que debemos repasar juntos.
Martin asintió y se sentó a la mesa mirando a Patrik con curiosidad.
—Hemos recibido los resultados de los análisis del estómago y los pulmones de Sara. Encontraron algo extraño.
Se mascaba la tensión en el ambiente y el propio Mellberg miró atento a Patrik. Incluso por una vez, Ernst y Gösta parecieron interesados. Annika iba tomando notas con las que, después de la reunión, redactaría un informe para cada uno.
—Alguien la obligó a tragar ceniza.
Si se hubiese caído al suelo un botón, habría sonado como un trueno: tal era el silencio reinante. Entonces, Mellberg se aclaró la garganta.
—¿Ceniza? ¿Ha dicho ceniza?
Patrik asintió.
—Sí, estaba tanto en el estómago como en los pulmones. Según la teoría de Pedersen, alguien la obligó a tragar ceniza mientras estaba en la bañera. La ceniza cayó al agua y, cuando la ahogaron, le entró en los pulmones.
—¿Pero por qué? —preguntó Annika atónita, olvidando sus notas por un instante.
—Esa es la cuestión. Y otra cuestión es si ese dato puede hacernos avanzar de algún modo. Ya he llamado para solicitar un reconocimiento del baño de la familia Florin. Donde quiera que encontremos ceniza, tendremos el lugar del crimen.
—¿Tú crees de verdad que alguien de la familia…? —Gösta no concluyó su pregunta.
—Yo no creo nada —atajó Patrik—. Pero si aparece otro posible escenario del crimen, también lo reconoceremos exhaustivamente, siempre que la búsqueda de esta tarde no dé ningún resultado. La casa de los Florin sigue siendo el último lugar en que se la vio, así que podemos empezar allí. ¿Usted qué dice, Bertil?
Era una pregunta retórica, pues Mellberg no se había interesado en la investigación lo más mínimo hasta el momento, pero todos sabían que apreciaba tener la ilusión de ser el que mandaba.
Mellberg asintió.
—Parece una buena idea. ¿Pero no debería haberse efectuado ya una inspección técnica de su casa?
Patrik tuvo que contenerse para no fruncir el ceño. Ya había tenido bastante con que Ernst hiciera la misma observación un rato antes como para ahora verse obligado a oír lo mismo de Mellberg; se sentía aún peor. Pero, claro, era fácil decirlo a toro pasado. Para ser sincero, hasta el momento no habían tenido ninguna razón plausible para efectuar más que un reconocimiento superficial de la casa de los Florin, así que ni siquiera creía que hubiesen podido conseguir la autorización. No obstante, optó por no mencionar ese detalle. En cambio, respondió de la forma más neutra posible:
—Puede, pero yo creo que es mejor momento ahora que tenemos algo concreto que buscar. En cualquier caso, el equipo de Uddevalla se presentará en la casa hacia las cuatro. Yo pensaba ir y participar en la inspección y, Martin, quisiera que me acompañaras si tienes tiempo.
Patrik miró de reojo a Mellberg al decir aquello. Esperaba que no se empecinase en colgarle a Ernst. Tuvo suerte. Mellberg no dijo nada. Tal vez ya no le importaba.
—Sí, sí puedo ir contigo.
—Bien. La reunión ha terminado, pues.
Annika acababa de abrir la boca para contarles lo de la llamada, pero habían empezado ya a levantarse, de modo que decidió dejarlo. Después de todo, Patrik tenía la nota y seguramente se encargaría de ello lo antes posible.
Y, en efecto, en el bolsillo trasero del pantalón llevaba Patrik la nota manuscrita. Totalmente olvidada.
Stig oyó los pasos subiendo los peldaños y se armó de valor. Había oído las voces de Niclas y Lilian al pie de la escalera y comprendió que estaban hablando de él. Sentía como si mil cuchillos le perforasen el estómago, pero cuando Niclas entró en la habitación, Stig mostró una expresión impasible, inexpresiva. Llevaba grabada en la retina la imagen de su padre en el hospital, indefenso, diminuto, consumiéndose en la fría y aséptica cama, y volvió a prometerse a sí mismo que a él no le pasaría algo así. Aquello era sólo algo transitorio. Se le había pasado en ocasiones anteriores y también se le pasaría esta vez.
—Lilian dice que hoy estás peor —dijo Niclas sentándose en el borde de la cama con expresión de preocupación profesional.
Stig vio que tenía los ojos enrojecidos. Y no era raro que el muchacho llorase. Ningún ser humano debería verse en situación de sufrir lo que él estaba sufriendo: perder a un hijo. El propio Stig echaba tanto de menos a la pequeña que le dolía. Comprendió que Niclas esperaba una respuesta.
—Bah, ya sabes cómo son las mujeres. ¡Todo lo exageran! Debe de ser que he adoptado una mala postura esta noche, pero ahora me siento mejor —aseguró apretando los dientes por el dolor.
Le costaba no dejar ver cuánto sufría. Niclas lo observó suspicaz y sacó sus instrumentos de un maletín muy desgastado.
—No sé si creerte, pero para empezar, te tomaré la tensión y alguna que otra cosa. Y ya veremos.
Le colocó el tensiómetro alrededor del brazo enflaquecido y fue bombeando hasta que estuvo tenso. Observó las agujas mientras bajaban y, finalmente, retiró el aparato.
—La alta quince, la baja ocho, no está tan mal. Desabróchate la camisa para que te ausculte el pecho, anda.
Stig obedeció y empezó a desabotonar la prenda con sus dedos rígidos y reacios. El frío del estetoscopio contra el pecho lo hizo contener la respiración y Niclas le dijo secamente:
—Respira hondo.
Le dolía cada vez que respiraba, pero hizo lo que Niclas le pedía recurriendo a toda su fuerza de voluntad. Después de escuchar un rato, Niclas se quitó el estetoscopio y miró a Stig a los ojos.
—Bueno, la verdad es que no tengo nada concreto por lo que guiarme, pero, si estás peor, debes decirlo. ¿No crees que sería mejor que pasaras un examen a fondo? En el hospital de Uddevalla pueden hacerte algunas pruebas que nos digan si hay algo que no anda bien y que yo no veo así sin más.
Con resuelta vehemencia, Stig mostró su oposición a tal propuesta.
—Que no, ahora me encuentro bastante bien, de verdad. Es totalmente innecesario gastar tiempo y dinero en mí. Será una de esas bacterias dañinas, seguro que no tardo en recuperarme. Ya ha ocurrido antes, ¿no? —se le escapó un deje suplicante.
Niclas meneó la cabeza suspirando.
—Bueno, no digas que no te lo advertí. Cuando el cuerpo avisa de que algo no anda bien, todas las precauciones son pocas. Pero, claro, no puedo obligarte. Es tu salud, tú decides. Aunque no me hace ninguna ilusión enfrentarme a Lilian ahora, te lo aseguro. Estaba a punto de llamar a la ambulancia cuando llegué.
—Sí, mi Lilian es una auténtica cascarrabias —dijo Stig con una risotada que una punzada en el estómago acalló enseguida.
Niclas cerró el maletín y dedicó a Stig una última mirada recelosa.
—¿Me prometes que avisarás si hay algo?
Stig asintió.
—Desde luego.
En cuanto oyó los pasos de Niclas escaleras abajo, volvió a tumbarse retorcido de dolor. Pronto se le pasaría. Con tal de evitar el hospital. Debía evitarlo a cualquier precio.
El rostro de Lilian dejó ver un amplio registro de sentimientos al abrir la puerta. Patrik y Martin estaban allí, seguidos de un equipo de técnicos compuesto de tres personas; para ser exactos, dos hombres y una mujer.
—¡Vaya! ¿A qué viene este despliegue?
—Tenemos una orden de registro para examinar su cuarto de baño.
A Patrik le costaba mirarla a los ojos. Era curioso lo a menudo que ciertas tareas de su profesión lo hacían sentirse como un cerdo.
Mientras los observaba, la mirada de Lilian era dura como el granito. Sin embargo, tras unos segundos de silencio, se hizo a un lado para dejarlos pasar.
—Procuren no ensuciarlo todo, acabo de limpiar —les espetó.
Aquel comentario provocó en Patrik la reflexión, una vez más, de si no debería haber acometido aquel registro un poco antes. A juzgar por lo que había visto desde principio de la semana, Lilian debía de limpiar casi constantemente. De haber existido allí algún rastro, a aquellas alturas ya estaría más que eliminado.
—Tenemos un baño con ducha aquí abajo. Y otro arriba, con bañera —explicó Lilian señalando la escalera—. Quítense los zapatos —les advirtió de nuevo comprobando que todos obedecían—. Y no molesten a Stig, está descansando.
Airada y con gesto herido, se fue a la cocina, donde empezó a armar jaleo con las cacerolas.
Patrik y Martin intercambiaron una mirada y subieron los primeros, seguidos de los técnicos. Puesto que no deseaban importunarlos en su trabajo, los dejaron entrar solos en el baño mientras ellos esperaban en el rellano. La puerta de la habitación de Stig estaba cerrada y empezaron a hablar en voz baja.
—¿Tú crees que esto es correcto? —preguntó Martin—. Quiero decir…, no hay nada que apunte a que el culpable no sea una persona ajena a la familia y… bueno, la familia ya tiene bastante con lo que tiene.
—Cierto —convino Patrik aún en voz muy baja, casi en un susurro—. Pero no podemos descartarlo sólo porque nos resulte desagradable. Aunque a ellos les cueste entenderlo ahora, todo lo que hacemos es pensando en su beneficio. Si los eliminamos de la lista de sospechosos, podremos dedicar todas nuestras energías a investigar por otros derroteros, ¿no es así?
Martin asintió. Sí, claro, sabía que Patrik tenía razón. Pero era tan desagradable. Unos pasos en la escalera llamaron su atención. Era Charlotte, que subía y los miraba extrañada.
—¿Qué está pasando? Mi madre dice que han venido con todo un equipo para inspeccionar el cuarto de baño. ¿Por qué? —preguntó alzando ligeramente la voz al tiempo que hacía amago de pasar por delante de ellos hacia el baño.
Patrik la detuvo.
—¿No podríamos sentarnos a hablar un momento? —propuso.
Charlotte echó un último vistazo a los técnicos, a los que veía al fondo, y se dio la vuelta para bajar de nuevo.
—Sentémonos en la cocina —dijo sin mirarlos—. Quiero que mi madre esté presente.
Cuando entraron en la cocina, Lilian seguía trajinando indignada con las cacerolas. Albin estaba sentado en una manta, en el suelo, observando los movimientos de la abuela con grandes ojos atentos. Cada vez que alguien alzaba la voz, el pequeño se estremecía como una liebre asustada.
—Si tienen que desmontar algo, doy por sentado que volverán a montarlo —observó Lilian con la voz como la escarcha.
—No puedo prometer nada, puede que haya que llevarse alguna pieza. Pero siempre tienen todo el cuidado posible, eso se lo garantizo —aseguró Patrik antes de sentarse.
Charlotte tomó a Albin y se sentó con él en las rodillas. El pequeño se acurrucó en su regazo. La mujer había perdido bastante peso y tenía ojeras grandes y pronunciadas. Se diría que llevaba una semana sin dormir. Y, seguramente, así era. Patrik se dio cuenta de que intentaba contener el llanto al preguntar:
—¿Cómo es que de pronto aparece aquí un grupo de policías en lugar de estar por ahí buscando al asesino de Sara?
—Lo único que pretendemos es descartar todas las posibilidades, Charlotte. Verá…, tenemos cierta información nueva. Me pregunto si usted tiene alguna idea de por qué alguien habría obligado a Sara a tragar ceniza.
Charlotte lo miraba como si hubiese perdido el juicio. Apretó a Albin más fuerte y el pequeño protestó.
—¿A tragar ceniza? ¿Qué quiere decir?
Patrik le explicó lo que le había contado el forense mientras la veía palidecer paulatinamente.
—Quien haga algo así, debe de estar loco. Y en ese caso, aún entiendo menos que pierdan el tiempo aquí.
Sus últimas palabras sonaron como un grito y, al sentir lo alterada que estaba su madre, Albin empezó a llorar. Ella comenzó a calmarlo enseguida hasta que logró que callase, pero sin dejar de mirar a Patrik.
Él repitió lo que le había dicho a Martin hacía un momento.
—Para nosotros es importante poder descartarlos de la investigación. No hay nada en absoluto que los implique en la muerte de Sara, pero no estaríamos haciendo nuestro trabajo si no investigásemos esa posibilidad. Se han dado casos, usted lo sabe; por esa razón, no siempre nos es fácil tener la consideración que desearíamos.