Las horas oscuras (26 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—Sí…

—¿Cuál es tu propósito?

Bajo la voz creyó escuchar ecos que susurraban terribles maldiciones, torturas inimaginables y horrendos crímenes. La mente enturbiada por el vino le estaba jugando malas pasadas, pensó, aterrado. Le costó reunir el valor necesario para responder, y en el último instante supo que no debía darle toda la información.

—Tengo una cuenta pendiente con él y he venido de muy lejos, desde las brumosas costas irlandesas, para averiguar lo que pueda sobre ese monje.

Ultán dudaba que pudiera resistir si lo sometía a un interrogatorio, pero el encapuchado levantó la cabeza y soltó una potente risotada de triunfo. De nuevo le pareció escuchar, mezclado con la siniestra carcajada, el murmullo de otras voces, como fantasmas adheridos a aquel hombre, presagiando el fatídico destino de Brian de Liébana. Había encontrado el rastro.

—¡Los caminos convergen por fin! ¡Es el destino!

Ultán notaba un agudo dolor en el corazón, a punto de estallar. A pesar de la niebla iridiscente, la espectral presencia era física; estaba seguro de que podía tocarla y ser presa de su ataque.

—¿Quién sois?

—¿Quién dicen los monjes de Liébana que soy?

De nuevo rió con fuerza y el bosque se estremeció. Ultán elevó una plegaria mientras su conciencia se hundía en un abismo insondable, repleto de ecos y risas siniestras.

Con la oscuridad llegó la calma.

Cuando despertó, completamente entumecido por el frío, la azulada claridad de un amanecer encapotado se filtraba entre las ramas desnudas de los robles. Mientras trataba de levantarse con dificultad, supo que estaba enfermo. Notaba una angustia intangible aferrada a su pecho y la apremiante necesidad de huir de aquel valle. Entonces, ansioso, buscó bajo su camisa y comprobó que el pergamino seguía allí. Debía regresar a Clare e informar a Cormac, pero se sentía sin fuerzas para afrontar el duro camino de regreso. Las piernas le fallaron y cayó de nuevo al húmedo fango. Deseaba que la experiencia hubiera sido una mala jugada del detestable vino de la taberna y de la debilidad que atenazaba su cuerpo a consecuencia del frío que le había penetrado hasta el tuétano, pero en su alma conmocionada anidaba la sensación de que el firmamento había estado tejiendo su tortuoso destino durante años para, justo la pasada noche, arrastrarle sin remisión hasta aquel rincón del bosque. Lo más espantoso era que no tenía idea de la naturaleza del mal que había enviado a Irlanda.

Segunda parte

El ángel del Apocalipsis


Venid, joven, acercaos. Deteneos un instante para maravillaros del paisaje. Vengo aquí desde que era niño, los días que no llueve, que no son demasiados… Pero creo que eso ya os lo dije. Mis hijos dicen que repito las cosas una y otra vez, también las viejas historias… Cosas de la edad, ¿quién puede enfrentarse a eso
?

»Os conozco, joven, sois el audaz monje que pasó hace más de un año por este camino preguntando por el viejo monasterio de Patrick O’Brien, el hermano del rey Cormac. Fue un error que prefiriera la vida ascética al reinado que le legó su padre. El bueno de Patrick…, con él las cosas nos habrían ido mejor por aquí
.

»¡Dicen que desafiasteis al rey y vivís para contarlo! Sed cauteloso, el viejo Cormac no perdona una ofensa, sólo permanece aletargado contando el oro y las valiosas piedras que le disteis…

»Si mis piernas pudieran seguir vuestro paso, os acompañaría hasta el monasterio. ¡Hacía años que este camino no se veía tan transitado! Decenas de carruajes colmados de piedras, vigas de madera, arena y turba pasan por aquí cada día. Vuestros peniques de plata fluyen, se cambian en los mercados de toda la provincia y alivian el hambre de nuestro estómago. Ahora el monasterio de San Columbano es bendecido en cada plaza cuando las verduras y la carne se agotan en los puestos. Todos se preguntan de dónde brota tanta riqueza y dudan si seréis capaces de proteger lo que aún os queda. Hay muchos salteadores en la isla, por no hablar de los vikingos…

»Cuánto desearía ver las obras de la abadía… Dicen que no habéis levantado
cubiculum
en forma cónica para cada monje, como antaño, sino un recio monasterio, con amplios pórticos y bóvedas arqueadas, que haría palidecer a los arquitectos de Kells. ¡Y que incluso estáis rodeando el antiguo pozo con una construcción semejante a una plaza porticada con columnas! ¡Un claustro! ¡Jamás he visto ninguno! No cabe duda de que sois hombres sabios y avanzados. Eso es lo que necesita Irlanda, siempre que guardéis respeto por lo que nos queda del pasado. Conservad el túmulo como lo hizo el piadoso Patrick, aunque él finalmente no tuvo la protección de los seres que lo habitan ni del dios cristiano…

»¡Me encanta este lugar! Hoy el océano está picado… El invierno ya se acerca y con él las tempestades. Permaneced atento, mis huesos gimen bajo la humedad pero a veces me asaltan otras sensaciones. Al veros he tenido el presentimiento de que la oscuridad se acerca. Sed cauteloso.

Capítulo 29

Santa Brígida tañó por primera vez en el monasterio de San Columbano la tarde del 24 de diciembre del año del Señor de 997, un año y dos meses después de que la comunidad de
frates
arribara allí desde ultramar. Su sonido metálico, de matiz grave y evocador, se esparció por el paisaje y, al llegar a Mothair, los campesinos y pastores, desconcertados, levantaron la cabeza de sus quehaceres. Pocos recordaban el lento toque de una campana como aquélla en los valles. Los comerciantes aseguraban que podía compararse en dulzura y potencia con las que resonaban en Kells y en Kildare y, ajenos a las miradas de preocupación de los más ancianos, sonreían complacidos.

Dana, tapándose los oídos, permanecía ante el enorme
signus
aturdida e inquieta por la vibración de la torre y estremeciéndose con cada balanceo de la campana. Brian le había permitido subir con Adelmo y Guibert para comprobar la estabilidad de la estructura. Sentía que había pasado una eternidad desde la llegada de los monjes, con los que había comenzado a comprender el maravilloso secreto que custodiaban.

La colocación de Santa Brígida allá en lo alto había sido una proeza de la que se hablaría durante años. A pesar de su enorme peso, la campana era delicada, cualquier golpe podía agrietarla y estropear su musical tañido. Pero las dudas de los obreros contratados desaparecieron cuando el hermano Berenguer, ante la atenta mirada de Michel, sacó un viejo códice de la capilla.

—Es la copia de un texto de Vitrubio —le había explicado aquel día a Dana—, un arquitecto romano que vivió casi en tiempos de Nuestro Señor. Si algún día viajas a Roma, podrás admirar, semienterrados por doquier, imponentes vestigios del viejo imperio que aún desafían el tiempo y la rapiña. Aquellos titánicos edificios, con columnas y mármoles encastrados, se alzaron gracias al poder económico de sus dirigentes a lo largo de los siglos, pero también gracias a la habilidad de unos pocos arquitectos e ingenieros, herederos del saber griego, que vencieron con astucia el mayor de los problemas: el manejo con precisión de enormes pesos…

Con la sonrisa en los labios, el joven monje catalán le había mostrado una página amarillenta con un dibujo cuidadosamente trazado. Sus ojos brillaban con entusiasmo, casi con devoción, y Dana comprendió qué había movido a aquel apuesto noble a dejar la privilegiada posición de su linaje.

—Éste es uno de los modelos de
machinae tractoriae
diseñadas para levantar grandes bloques con el menor esfuerzo. ¡Con este artilugio, media docena de hombres bastarán para subir nuestra campana a lo más alto de la torre!

Cuando llegó el día, Dana no quiso perderse la maniobra de izado. La gigantesca grúa constaba de un mástil de troncos unidos con grandes argollas de hierro del que pendía un conjunto de sogas, poleas y polispastos que distribuían el peso. La fuerza motriz la proporcionaba una enorme noria montada sobre un andamio de madera estabilizado en el suelo con piedras y sacos de arena.

—Se llama rueda de pisar —le había explicado el monje señalando aquel elemento similar a un molino de agua—. En el centro se sitúan varios obreros. Con la fuerza de sus pasos hacen girar la rueda y el peso es alzado. Esas palancas del exterior sirven para guiar la carga.

Dana no daba crédito.

—¿Funcionará?


De segur
… —aseguró Berenguer en su lengua madre sin perder la entusiasta sonrisa.

El artilugio había sido construido por herreros y carpinteros bajo la inspección atenta del monje catalán. Tardaron casi dos semanas en levantar la portentosa
machina tractoriae
según el modelo de Vitrubio, pero bastó una mañana para que, ante la mirada atónita de los obreros y algunos curiosos, Santa Brígida iniciara su ascensión y, lentamente, siguiendo las órdenes precisas del joven monje, se elevara hasta el hueco orientado al este, hacia tierra firme, donde fue colgada a un travesaño para permitir el balanceo.

Finalmente, en la víspera del nacimiento de Nuestro Señor, a la hora tercia, Brian pronunció la bendición y, al balancearse la campana, el badajo golpeó el bronce. Con el primer tañido, los monjes y cientos de almas que poblaban el campamento de los obreros estallaron en vítores y alabanzas.

Dana había vivido ese preciso instante desde lo alto de la torre, profundamente emocionada, y dio gracias a Dios por ello.

Cuando la campana quedó inmóvil, se acercó a la ventana, no sin cierto temor de que inesperadamente basculara, y admiró ensimismada el sereno paisaje que rodeaba el cenobio y los cambios que se habían producido.

Sólo dos días más tarde de la llegada de los
frates
, Brian había mandado al sagaz veneciano y a Eber en busca de obreros por las aldeas y los pueblos del
tuan
de Clare y por los reinos vecinos. En apenas dos semanas, casi cien hombres y varias mujeres se presentaron ante las viejas ruinas; la inesperada generosidad de aquellos benedictinos extranjeros les había ayudado a superar viejos temores y supersticiones. El huraño Cormac puso trabas al uso de las canteras de sus territorios, pero por fortuna los druidas guiaron a Berenguer hasta antiguos lugares de extracción en la rocosa región de El Burren. Un generoso donativo aplacó el celo del rey, quien permitió que los carros transitaran por sus caminos hasta las ruinas.

Tras dos semanas reparando socavones y corrimientos de tierra, la carretera a la vieja abadía de Patrick estaba en condiciones para permitir el paso de pesados convoyes que transportaban troncos, hierro, enormes bloques de granito y calizas.

Un gran campamento de tiendas circulares de mimbre y bálago se levantó en la pradera, frente al promontorio coronado por el monasterio; los más viejos alababan su semejanza con las antiguas aldeas que poblaban la isla. Albañiles, herreros y carpinteros trabajaban de sol a sol entre las ruinas, con los materiales y las herramientas traídos desde las poblaciones vecinas. En el campamento se abrieron tabernas y puestos donde carniceros y pescadores ambulantes vociferaban la frescura del género. Tras la puesta de sol, decenas de hogueras brillaban en la oscuridad como un reflejo de los astros celestes en las escasas noches despejadas. Entonces sonaban las gaitas y los tambores, la voz clara de alguna muchacha y los aplausos de los artesanos.

Pero tras aquel ambiente jovial pervivía el temor que aún despertaba el lugar. La dramática destrucción del antiguo cenobio y la muerte sangrienta de los monjes que lo habían habitado, tres décadas antes, permanecía en el recuerdo. La visión del perfil de las ruinas recortándose sobre el abrupto acantilado hacía reverdecer rumores siniestros: sombras que recorrían las ruinas, cánticos u oraciones arrastrados por el viento desde el fondo del acantilado, débiles luces rojizas que flotaban en los límites del bosque… A la vera del fuego, hombres y mujeres narraban con voz cavernosa el testimonio de algún conocido, compañero de obra o pariente, cuyo aspecto, lívido y ojeroso, parecía probar la veracidad del relato. Sin embargo, los salarios, pagados puntualmente por el hermano Adelmo en peniques de plata, opacaron los recelos.

A pesar del bullicio, los monjes siguieron su regla de austeridad y aislamiento. Durante los primeros meses se instalaron en la capilla y en el viejo refectorio. Cada uno se dedicaba a sus quehaceres y oraciones, ajenos a la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Sólo Berenguer, dispensado temporalmente de la disciplina monástica, dirigía a los maestros de obra y capataces y controlaba el avance de las obras; daba la impresión de que podía estar en varios sitios a la vez, siempre en el lugar preciso para corregir o increpar cuando la obra no se ajustaba estrictamente a lo que él había dispuesto.

Los primeros meses se habían empleado en restaurar la muralla. Ahora, reconstruida con tapial de escombros, arena y cal, tenía más del doble de la altura original, un grosor que permitía deambular por encima sin dificultad, y un parapeto defensivo que llegaba a la cintura. El pórtico de medio punto tenía dos hojas construidas con tablas de roble. A los artesanos les extrañaba esa obsesión de los monjes por aislar el monasterio, pero Dana recordaba la sombría conversación de los monjes la noche del primer capítulo y comprendía que protegerse del mal que acechaba más allá de la isla era su prioridad.

La suave cuesta del promontorio, cubierta de hierba fresca en la que pastaban algunos corderos, mantenía su aspecto original. En la cúspide, frente a la cara norte del edificio principal, se habían erigido pequeñas construcciones menores, unas sobre ruinas y otras de nueva factura; se trataba del establo, las letrinas, los baños y los almacenes. El herbolario, más espacioso para tener también la función de hospital, se había reconstruido junto a la torre. Pero lo que más impresionaba a Dana era el trazado de lo que aún estaba por construir. Alrededor del viejo pozo, entre el edificio principal y la pequeña iglesia, grises losas pulimentadas dibujaban un cuadrado perfecto: un claustro aún sin techar y abierto por la cara este, en el que se estaban levantando las columnas. Por él se accedería al edificio principal y a las celdas de piedra en la parte oeste, ya usadas por los monjes desde finales de verano. La parte frontal del claustro se reservaba para el gran templo que pretendían levantar en el futuro y que aparecía marcado con estacas y piedras.

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