Las horas oscuras (30 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—Está ante vuestros ojos.

Capítulo 32

El hermano Berenguer caminó hasta el fondo, presionó una parte del muro con las dos manos y, tras un seco crujido, cedió ante la exclamación de los monjes. Una nube de polvo descendió de las junturas revelando la entrada. Fue necesaria la intervención de Adelmo y de Roger para desplazar los sillares hacia el interior de la oscura oquedad.

—Su grosor es menor que el del resto; unos espolones en el techo y en el suelo hacen de bisagras y permiten el giro.

El hedor a humedad y a pergamino descompuesto se extendió por la estancia.

—Demasiados años de abandono —se lamentó Michel con el ceño fruncido.

Los silenciosos monjes no dudaron en cruzar hacia lo desconocido, y Dana los acompañó con el corazón en un puño. Brian, antorcha en mano, se situó en el centro de la sala. Era más grande de lo que cabía prever y tenía una extraña forma octogonal. El abad fue iluminando los símbolos grabados sobre los muros mientras los demás asentían en silencio. Dana intuyó que los monjes comprendían el significado de aquellas formas; su mente, por el contrario, seguía dándole vueltas a la hoja de muérdago esculpida.

El suelo se había hundido en parte, pisaron charcos de agua gélida y hedionda y advirtieron las profundas grietas en las paredes y el techo. Durante el día, un ventanuco en el muro del fondo permitiría moverse en penumbra por la cámara. Todas las paredes tenían hornacinas desnudas; la madera de los anaqueles hacía años que había desaparecido, al igual que los libros que antaño soportaron.

—Esta estancia probablemente fue un almacén donde se recogían las obras antes de restituirlas a sus lugares —apuntó Roger estudiando cada detalle con atención.

Los monjes recogían con delicadeza fragmentos de pergaminos y papiros desparramados por el suelo húmedo. La mayoría se había convertido en una masa pútrida mezclada con fango; no podían ver lo que allí se había guardado porque simplemente había dejado de existir.

—Un buen lugar para ocultar las obras de mayor valor durante el ataque… —apuntó Adelmo, sobrecogido.

—Pero el tiempo es inexorable… —sentenció Michel con expresión desolada al ver que nada podía salvarse.

La sensación de fracaso flotaba en la cámara.

—Esto demuestra que Patrick no logró escapar —afirmó el anciano con la mirada puesta en el pálido rostro de Brian—, de lo contrario jamás habría permitido que los textos acabaran así…

Dana conocía la historia tal y como se narraba en las noches de invierno: cuando las llamas del incendio se habían extinguido, los druidas habían salido del bosque y se habían acercado con cautela al monasterio. Encontraron los restos carbonizados de varios monjes de la comunidad, cualquiera de ellos podía ser el de Patrick O’Brien, pero faltaba un cuerpo —tal vez había sido totalmente consumido por las llamas—, y eso alentó la siniestra leyenda en torno a las ruinas. Se propagaron todo tipo de especulaciones y se decía que una extraña sombra recorría las ruinas como alma en pena, encadenada al dolor de las piedras.

La voz del hermano Michel la arrancó de sus reflexiones.

—«… es necesario que vencido reconozcas que hay cuerpos que ya no están provistos de parte alguna y que constan de la mínima materia. Dado que éstos existen, debes tú también admitir que ellos son sólidos y eternos…». —El monje levantó la mirada del fragmento de pergamino que había logrado leer con esfuerzo. Sus ojos parecían ligeramente empañados—. Este texto pertenece al libro primero del poema
De rerum natura
del romano Lucrecio. En este canto, el autor habla de los átomos, las partículas más pequeñas que existen, invisibles a nuestros ojos.

—Seguramente, era una copia del
Codex Leidensis Vossianus
siguió Guibert, que observaba el texto por encima del hombro de su maestro.

—Valiosos tratados con mil años de antigüedad, ¡pasto de las llamas o del abandono! —se lamentó Brian. El verde de sus ojos brillaba con fuerza bajo la luz de la llama. Se volvió hacia Dana y la miró con fijeza—. Esto mismo lleva ocurriendo durante siglos en diferentes partes del orbe. El saber se pierde mientras la ignorancia y el fanatismo crecen. Nuestra vida está consagrada a rescatar todo lo que aquí se ha perdido, a preservarlo. Ése es el Espíritu de Casiodoro que una vez juramos ante Dios. Él permitió que estas obras fueran compuestas; malograrlas constituye una grave ofensa al Creador de todas las cosas.

—El Espíritu de Casiodoro… —Dana musitó aquellas palabras y se dejó llevar por la pasión del abad.

—¿Y el infierno? —intervino Michel—. Según la distribución en los capiteles, ocupa un nivel inferior a éste.

—Está bajo nuestros pies —respondió el abad al tiempo que recorría la estancia con la mirada—, pero puede que la entrada estuviera en otro lugar.

Los monjes se miraron resignados.

—Hermanos, escuchadme. —Brian alzó la voz para reclamar su atención. Ansiaba más que ningún otro encontrar el acceso y luchaba contra el desánimo—. Los planos fueron hechos antes de la tragedia, y desde entonces han pasado décadas de abandono. La valiosa biblioteca de Patrick se perdió, pero vinimos hasta este lejano rincón por las obras y por el edificio… —Posó su mano en el muro—. Fue erigido para guardar libros, pero sus arquitectos no imaginaron que en Irlanda podría reproducirse la brutalidad del continente. Nosotros lo reconstruiremos, mejoraremos su aislamiento y… —los miró de uno en uno— lo dotaremos de mecanismos capaces de proteger los tesoros que hemos traído.

Se acercó al montón de pergaminos donde habían dejado los fragmentos aún legibles.

—Estrabón, Herodoto, Empédocles… Copias de algunas de estas obras se encuentran en nuestros arcones y pronto ocuparán su lugar en la nueva biblioteca.

—¡El agua! —exclamó entonces Eber, que señalaba el enlosado a los pies del abad.

La sandalia de Brian había pisado uno de los charcos y éste se vaciaba formando un pequeño remolino en el centro.


Infernus
musitó Michel con expresión grave.

—¡Dios mío! —gritó Brian saltando hacia un lado—. ¡Estaba aquí! ¡Berenguer!

El monje catalán se acercó raudo con la antorcha. El abad se agachó y comenzó a apartar con las manos el maloliente fango del enlosado. Al momento se levantó con una sonrisa triunfal.

—Si a nuestra izquierda
Betel
conduce a las regiones celestiales, en el lado contrario se halla la puerta hacia la oscuridad del mundo inferior. Así lo muestran los grabados de los sillares. ¡Mirad! ¡El fango cubría otra hoja de muérdago! Así es como simbolizó Patrick la entrada al
sid
sobre el que se levanta el convento.

Dana se estremeció de pies a cabeza mientras observaba cómo el abad apartaba una sucia losa. Debajo, el agua se había acumulado sobre otra piedra de aspecto mucho más recio. Estaba sellada, pero tenía una argolla oxidada en el centro.

—«Busqué refugio en el averno…».

Por algún motivo la joven pensó que la frase musitada por Brian era una cita escrita en los viejos planos. Cuando los había tenido en sus manos aún no sabía leer, pero algo en el tono le dijo que se trataba de un recuerdo, una frase citada de un texto.

Todos tenían el alma en vilo mientras el abad tiraba con fuerza de la argolla. La herrumbre la había soldado a la piedra y se quebró. Brian maldijo en un dialecto del latín incomprensible para la muchacha y mostró, con evidente frustración, el aro con tres eslabones colgando.

—Esta cadena fue cortada hace mucho tiempo —razonó Adelmo mientras estudiaba el metal con el ceño fruncido.

—Probablemente la noche del asalto —intervino Eber.

—Entonces no será fácil acceder a la parte subterránea de la biblioteca —explicó Berenguer tras comprobar la losa inferior—. El suelo es inestable; si tratáramos de moverla, podría hundirse bajo nuestros pies en cualquier momento.

Brian soltó la cadena con gesto abatido.

Mientras los
frates
discutían sobre aquel contratiempo, Dana regresó al
scriptorium
, tomó una vela y se acercó al dintel donde había una hoja de muérdago grabada; pasó la llama de un lado a otro para ver el cambio que se producía en su forma por efecto de la luz y descubrió junto a la hoja una sutil forma casi imperceptible por la erosión. Se puso de puntillas y estiró el cuello; la llama casi lamía la piedra. Era una triple espiral. Su gastado relieve la remontaba a tiempos pretéritos; aquella piedra había sido reaprovechada para la construcción de la biblioteca. Notó un escalofrío mientras permanecía hipnotizada en la sinuosa forma de curvas entrelazadas. Todos en Irlanda habían visto aquellas formas sagradas, esculpidas por los dioses en una época dorada que sólo permanecía en las leyendas… La sospecha que la había acompañado desde la primera vez que había visto el relieve tomó forma.

Deseó regresar junto a los monjes y revelarles lo que había recordado, pero una oscura fuerza la retenía. Ella no era más que una sirvienta, una mujer ignorante entre una comunidad de monjes cultivados y ansiosos por conservar el saber. Si les confiaba sus sospechas, podía conducirlos a un nuevo fracaso. Implicarse más podía quebrar la paz que había hallado en San Columbano.

Los
frates
penetraron en el
scriptorium
y, al verla inmóvil ante el muro, se acercaron. Dana cerró los ojos y respiró hondo mientras la rodeaban. Se hizo el silencio y entonces vio las cosas desde otra perspectiva. Entre cientos de hombres acampados a un tiro de piedra, ella había sido la escogida para compartir el misterio de la biblioteca. Sus recelos se fueron desvaneciendo, era demasiado tarde para mantenerse ajena. Aún veía el rostro desolado de Brian sosteniendo la cadena rota; no iba a defraudarlo.

—Sé por dónde se puede acceder al
sid
.

Ya estaba dicho, no había vuelta atrás.

La revelación dejó mudos a los monjes durante un tiempo. Brian la miró fijamente.

—Finn, el druida… ¿Es él quien te lo ha dicho?

—No —repuso ella encarando su mirada. Señaló el imperceptible relieve de la hoja de muérdago—. Este signo está junto a una triple espiral, habitual en las grandes piedras de los túmulos. Muy cerca de aquí hay un grabado idéntico.

—Los
sid
tienen una salida horizontal en la base del montículo por la que accedían para efectuar los rituales funerarios —explicó Eber.

Dana asintió.

—Los monjes de Patrick debieron de abrir el acceso a esa cámara para acceder desde arriba al
Infernus
, el corazón del túmulo. Pero la entrada original sigue existiendo y creo saber dónde está.

Los
frates
se miraron y en el rostro de Adelmo apareció una sonrisa.

—¡Os dije que nos vendría bien tener un ángel entre nosotros!

Dana ignoró el cumplido. Su mirada clara seguía fija en el abad. Turbada, vio admiración en su gesto.

—Venid conmigo, hay que salir del monasterio —dijo la muchacha.

Los hombres asintieron y se apresuraron a encender más antorchas.

Capítulo 33

De las hogueras del campamento tan sólo quedaban rescoldos que irradiaban un tenue resplandor rojizo entre los numerosos
rath
. El silencio era absoluto. Tras cerciorarse de que se hallaban a salvo de miradas curiosas, cruzaron el pórtico de la muralla y, siguiendo a Dana, bordearon el muro hasta su pequeño cobertizo. Apagaron todas las antorchas excepto una para evitar que la techumbre de bálago pudiera prenderse, y entraron. A duras penas cabían todos allí dentro.

La joven señaló la parte de la muralla en la que se apoyaba la cabaña y se inclinó ante una piedra gigantesca. La luz mostró la triple espiral grabada en la superficie y una hoja de muérdago labrada mucho tiempo después, réplica de la grabada en el
scriptorium
. Era un monolito de grandes dimensiones, sólo visible por una de sus caras.

—Es semejante a los del círculo de piedras —comentó Brian con el ceño fruncido—, pero no parece reaprovechado. Da la impresión de que se halla en su posición original.

—¡Claro! —exclamó de pronto Eber, exultante—. Esta cabaña se sitúa en la base del túmulo, orientada al este, ¡como todas las entradas a los
sid
!

Brian los miraba arrebatado por una curiosa ansia.

—¿Cómo no se nos ocurrió antes? ¡Es el dintel! —exclamó—. ¡La entrada al túmulo está enterrada aquí mismo, bajo la muralla!

Brian rememoró la conversación con Finn, el druida. Le resultaba extraño que aquellos sabios del bosque no hubieran deducido antes el emplazamiento de la entrada original. Por algún motivo habían renunciado a la búsqueda: esperaban la llegada de alguien de muy lejos. El abad sentía que el corazón le palpitaba con fuerza ante la perspectiva de penetrar en el núcleo del promontorio.

A su lado, el hermano Michel rozó los sinuosos relieves con manos temblorosas y alzó la mirada hacia el oscuro ventanuco.

—Aún falta para que amanezca.

Sus palabras fueron entendidas como una sugerencia y Adelmo abandonó la pequeña cabaña con la gruesa llave de las puertas del monasterio en la mano.

—Ésta es tu primera excavación —dijo Brian a Guibert con un guiño.

El muchacho, visiblemente emocionado, salió raudo tras el veneciano. Los demás retiraron los escasos enseres de la cabaña, dejaron despejadas las losetas del suelo y aguardaron en silencio el regreso de Adelmo.

La excavación se prolongó durante horas. Los monjes se turnaban en la tarea, ninguno mostraba aversión al esfuerzo físico. Sólo Michel se vio dispensado, pero seguía los avances con atención y alentaba a sus hermanos. Apilaban la tierra húmeda en una esquina de la cabaña. Brian prometió que al día siguiente lo dejarían todo tal y como estaba antes de empezar, pero a Dana poco le importaba. A medida que ensanchaban el foso, percibía con más fuerza enigmáticos efluvios que emanaban del suelo, los sentía como una fuerte presión en la frente. Eber se situó a su lado y le habló con discreción.

—Sientes algo, ¿verdad?

—Tristeza… —fue capaz de susurrar.

Los rostros, graves y ceñudos, denotaban que todos tenían la misma sensación indescriptible. Dana hubiera deseado que Finn y Eithne estuvieran presentes. Eran druidas, conocían el poder de los túmulos, que ya eran antiguos cuando arribaron los celtas, y sabían cómo afrontar aquel estado. Luchó por vencer el temor supersticioso; los túmulos eran el lóbrego pasaje hacia la tierra subterránea de los dioses, donde ningún humano estaba invitado.

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