Las horas oscuras (54 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—¡Podemos quemar el
drakkar
como hace Constantinopla con los necios que subestiman el poder de la ciudad! —les gritó.

Brian asintió con una aviesa sonrisa y obligó al cautivo a levantarse.

—¿Eres el cabecilla?

Dana salió con cautela de su refugio y, tras ordenar con firmeza a Brigh que permaneciera allí, se aproximó. Los monjes formaban un círculo en torno a los capturados.

—Yo dirigía el ataque —musitó en gaélico el joven de rubias trenzas y aspecto frío—. Mi padre es el capitán de la nave. Es viejo y se ha quedado en cubierta…

—¿Cómo habéis accedido al monasterio?

El hombre se mostró reacio a contestar, pero Brian no tuvo miramientos y le golpeó el rostro. No quedaba en él ni rastro de su habitual templaza. El vikingo, con la boca ensangrentada, tomó conciencia de las consecuencias de su silencio y asintió.

—Por la escalera subterránea. Desde las rocas de la costa se puede acceder a la gruta…

Los monjes se miraron alarmados; los ojos de Brian parecían de hielo.

—¿Quién conocía esa entrada? —Sin esperar respuesta, lo empujó contra el suelo con furia.

—Mi padre…

—¡Tú! —dijo Brian dirigiéndose al otro cautivo—. Desciende a la costa e indícale al viejo que suba, de lo contrario le lanzaremos la cabeza de su hijo desde el acantilado.

El vikingo asintió en silencio; no tenía ninguna duda de que cumpliría la amenaza.

—Si el
drakkar
se separa un palmo de la costa o veo a alguien abandonarlo, lo quemaremos y vosotros seréis cazados como liebres.

Brian se volvió a Eber y éste asintió en silencio. Se dirigieron hasta el acantilado, donde había otro fuelle de fuego griego que a Dana le había pasado inadvertido. Atónita, comprendió que la nave había estado condenada desde el principio y comenzó a preguntarse si en algún momento aquellos monjes guerreros habían temido el fracaso.

Adelmo, mientras, había maniatado al joven vikingo.

—Vamos dentro —exigió Brian sin guardar la espada.

La iglesia era un caos. Las banquetas estaban destrozadas y el mantel que cubría el altar, rasgado. Los jirones lucían manchas que atestiguaban el sacrilegio cometido. Pero la atención de todos se centró en la base del ara: el cubo de piedra, adornado con volutas y filigranas celtas, estaba apartado y mostraba una oscura oquedad: un aire frío, húmedo y salado, ascendía de su interior.

—¡Es extraordinario! —exclamó Berenguer, que había recuperado la calma y sonreía entusiasmado—. Siempre pensé que tenía que haber una salida secreta, pero cuando descubrimos el acceso al túmulo desde la cabaña de Dana creí que… ¡Una salida al mar! ¡Eso es lo que echaba en falta!

Eber se sumó a su entusiasmo y ambos se inclinaron hacia la abertura.

—No hay restos de mortero, la piedra sólo va encajada. Siempre ha estado abierta.

Poco después, del hueco salió un hombretón, con una espesa barba grisácea que le llegaba hasta el pecho y ataviado con una vieja cota de escamas metálicas. Sus orgullosos ojos no se amilanaron ante las espadas. Había participado en muchas batallas en su larga vida y no parecía temer a los monjes.

—¡Habéis vencido, abad! —bramó con una voz profunda que resonó en la pequeña capilla—. ¡Habéis matado a la mitad de mis hombres! No era ése el trato con Cormac, no me advirtió del peligro…

Dana se estremeció al ver confirmadas las sospechas del abad. Pensó que ése era el motivo del interrogatorio, pero a Brian no parecía importarle la revelación.

—¿Cuál es tu nombre?

—Osgar de Argyll.

—¿Cómo sabías la existencia de este acceso? —Al ver sus recelos, Brian se acercó con gesto amenazante—. Si respondes la verdad, podréis marcharos libremente.

La generosa oferta sorprendió al gigantesco vikingo, que miraba con desprecio el rostro implorante de su propio hijo.

—Sois noble, hermano Brian. Me recordáis a otro abad que habitó este monasterio hace muchos años… —afirmó sin apartar la mirada de la de Brian—. El hacha que llevo en el cinto lo hirió de muerte, pero sé que logró ocultarse. No creo que sobreviviera…, el monasterio quedó arrasado.

El abad dio un paso al frente, la espada temblaba en su mano. Justo en ese instante entró Michel y se plantó ante él. Ambos monjes se miraron intensamente, con extraña complicidad, y Brian por fin bajó la espada.

—Así pues, fuiste tú quien arrasó el monasterio —afirmó Michel.

A Osgar le impresionó su mirada, gélida como un puñal, pero no tardó en volver a sonreír.

—Aquella vez tampoco fue un plácido paseo por el bosque. Los sorprendimos por este mismo acceso. Unos cuantos de mis hombres cayeron bajo la espada del abad, pero sólo él sabía combatir, los demás se postraron a nuestros pies y nos besaron las botas a cambio de la vida. No tuve compasión, así que no la espero para mí. Matadme de frente y, si se le puede conceder un último deseo a este anciano, que sea de cara al mar.

Brian sacudió la cabeza y tuvo que hacer auténticos esfuerzos para no cumplir la petición. En ese momento, Dana, creyendo que su presencia podía calmar al monje, se adelantó. El vikingo la miró de arriba abajo y entornó los ojos.

—Tú debes de ser Dana, la esposa de Ultán.

La mujer se quedó de piedra. Excepto Brian, los monjes se miraron desconcertados. Osgar, al ver la reacción, sonrió abiertamente.

—Hemos oído buenas historias sobre ti. No te miento si te digo que alguno de mis hombres reservaba parte de su botín para conocerte. El bueno de Ultán nos ofreció una jugosa oferta…

Dana se tambaleó. Su pasado regresó con virulencia y, conmocionada y llena de vergüenza, involuntariamente comenzó a retroceder. Brian, maldiciendo como jamás lo haría un clérigo, se adelantó y de un fuerte empellón estampó al anciano contra el muro y apoyó la punta de su espada en la nuez.

—¿De qué co… conocéis a Ultán? —musitó Dana casi desde la puerta.

Osgar, ante la presión del frío acero, borró su sonrisa insultante.

—Era el intermediario de Cormac. El monarca es generoso cuando necesita resolver alguno de sus turbios asuntos sin mancharse las manos o el honor. Ultán pidió nuestra ayuda para hacer desaparecer a tu hijo; fruto de tu desfloramiento por Cormac. El rey lo permitió. Vender esclavos es un buen negocio, y ninguno regresa para reclamar justicia. Además, nadie quiere cargar con la muerte de un niño, da mala suerte. Aunque en el fondo creo que Ultán se apiadó del pequeño y prefirió salvarle la vida. —Se encogió de hombros con indiferencia—. No nos negamos a su ruego, Osgar trata bien a sus aliados, aunque tardaron en pagar y hubo cierta tensión con su tesorero, un hombre enclenque y timorato llamado Donovan.

Dana tuvo que apoyarse en la puerta y Adelmo se acercó para sostenerla. La angustia le impedía hablar. Siempre había imaginado que enloquecería de cólera si alguna vez se enfrentaba cara a cara con el cómplice de Ultán en la desaparición de Calhan; sin embargo, había llegado el momento y un intenso dolor en el pecho consumía sus fuerzas.

—¿Dónde está? —logró balbucir.

El vikingo sonrió triunfal. Había encontrado una brecha por la que podía escurrirse. No temía a la muerte, pero no estaba ansioso por encontrarse con ella.

—¿A cambio de nuestra vida?

—Ya os lo he garantizado antes. ¡Habla! —exigió el abad apretando la espada contra su cuello y causándole una leve herida.

El hombre frunció el ceño e hizo esfuerzos por recordar. Había pasado mucho tiempo, y aquélla había sido una más de sus siniestras transacciones.

—A cambio de dos terneros y un cochino de un año, se lo entregué a un criador de cerdos llamado Oswio, cuya esposa es yerma, en la pequeña isla de Rathlin. Ese infeliz necesita brazos fuertes para cuidar las piaras, y al menos lo alimentará hasta que tenga edad de trabajar. —De nuevo afloró a sus labios una sonrisa sardónica—. Pero eso Ultán ya lo sabe… ¿No te lo ha contado?

Un lastimero lamento brotó por fin de las entrañas de Dana y, como enloquecida, se abalanzó contra el hombre. Brian logró detenerla y, tras hacer un gesto a Eber, el irlandés se la llevó a la fuerza.

Una vez en el exterior, intentó calmarla y le prometió que él mismo la ayudaría a encontrar a su hijo. Mientras se alejaban de la iglesia, Dana logró escuchar parte del diálogo.

—¿Me dejaréis libre ahora? —preguntó el vikingo.

—No hemos hecho más que empezar, Osgar —profirió Brian con voz taimada—. Es mucho lo que debes explicarnos.

Los monjes abandonaron la iglesia, excepto el abad y Michel, que pasaron buena parte de la noche allí encerrados con los vikingos.

Al amanecer, el
drakkar
partió silencioso impulsado por unos pocos remos y nadie volvió a verlo fondear jamás ante San Columbano.

Desde un lóbrego rincón del bosque, una sombría silueta había presenciado complacida los acontecimientos durante aquella agitada noche.

—No esperaba menos de ti, Brian —musitó Vlad con aire desafiante—, no esperaba menos…

Capítulo 64

Sólo cuando el
drakkar
se difuminó en la neblina matinal, apuntalaron la escalera de mano y los refugiados, aún temerosos y aturdidos, comentando entre susurros el sorprendente desenlace del ataque, comenzaron a abandonar la torre circular.

Dana sentía un fuerte dolor en las sienes. Era incapaz de digerir la terrible noticia que había oído de los labios del viejo Osgar. Dedicó la jornada a atender, junto con los monjes, a los vikingos malheridos. Los moribundos, víctimas de letales quemaduras, imploraron el bautismo y exhalaron su último suspiro mientras el abad derramaba el agua purificadora sobre su semblante cubierto de ampollas. No vio en las miradas de los monjes signo alguno de satisfacción, sólo profundo abatimiento no exento de culpa. Ni la contundente victoria ni las vidas salvadas de los obreros parecían consolarlos en modo alguno. Cada acción iba acompañada de
Kyryes
y
Miserere nobis
, rogando quedamente al Creador que perdonara su cruenta acción.

Las vísperas fueron seguidas de ayuno, y los monjes permanecieron en la iglesia hasta completas; allí recogidos, entonando cánticos sagrados, buscaban recuperar la paz perdida.

Dana fue al herbolario y, tras comprobar que Brigh dormía, se acercó a la torre de vigilancia con una lámpara y subió. Desde el ventanuco de la primera planta oteó el campamento: desierto desde la noche anterior. Ninguno de los artesanos había tenido el valor de regresar, y la comunidad les había permitido que se instalaran en las recién estrenadas caballerizas. Hasta allí llegaba la solfa del canto gregoriano. En el monasterio, cerrado a cal y canto, reinaba una quietud total. Desde otra aspillera atisbó la luz que se filtraba por la puerta del
scriptorium
. Pensó que Muhammad se habría refugiado allí para reflexionar sobre lo ocurrido y rezar a su dios. Rodrigo se encontraba en la iglesia, con los monjes.

Dana se acercó entonces hasta un montón de sacos de harina y los fue apartando hasta dejar al descubierto un pequeño nicho. Miró alrededor para cerciorarse de que estaba sola y acto seguido sacó de allí un pergamino y se lo guardó rápidamente bajo la túnica. Sin demorarse, ascendió hasta el campanario. Se sentó en un rincón y dejó la lámpara en el suelo. Extrajo el pergamino y pasó las manos por la rugosa superficie. Una parte de ella no podía evitar el sentimiento de culpa por traicionar una vez más a Brian. Le habían confiado los escasos tesoros de valor del monasterio y en concreto la talla de esa Virgen de rostro oscuro. Todo había sido devuelto a su lugar, la imagen de la madre de Dios reposaba de nuevo en su hornacina, pero antes ella se había apoderado del segundo legajo de lo que podría haber sido un libro incompleto y aún no cosido. Tenía la esperanza de que aquellas páginas amarillentas continuaran el relato del extraño viaje a la ciudad de Petra siguiendo la pista de la sorprendente monja Egeria. Pensaba que tal vez su lectura le revelaría el misterio que envolvía a Brian.

Aguzó el oído para cerciorarse de que nada turbaba la calma de la noche y lentamente comenzó a descifrar la conocida grafía latina.

Petra. Ése era el nombre garrapateado por la valerosa Egeria, y aunque su pío viaje no la desvió hasta aquel remoto paraje, sin duda no habría dudado ni un instante en emprender el penoso sendero de haber intuido las maravillas de aquel lugar.

Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas mientras mis hermanos daban gloria a Dios ante la visión que nos acogió. Tras abandonar la angosta garganta, nuestras monturas se detuvieron a las puertas de una ciudad labrada en la agreste montaña. Durante décadas habría resonado allí el eco de picos y punzones hiriendo la roca rojiza y reseca y extrayendo de su interior increíbles templos y terrazas. Michel comentó que aquellos portentos arquitectónicos tal vez estaban allí desde el inicio de los tiempos y que los hombres se habían limitado a retirar las rocas que los atrapaban, pues formaban parte de la propia ladera montañosa.

Lo que nuestros ojos observaban anonadados no eran más que restos exangües de lo que había sido la mayor joya de aquel ignoto desierto. Avanzamos hacia una ciclópea fachada, excavada en la roca viva, que recibía al viajero tras su tránsito por el desfiladero.

Los beduinos se referían a ella como la «tumba del faraón», en clara alusión a los antiguos reyes del no lejano país del Nilo, sin embargo sus formas recordaban a los templos griegos. Contemplamos admirados la delicada factura de los capiteles, las guirnaldas que decoraban los frisos…, todo del mismo tono rojizo que la montaña. Michel señaló la estatua central y explicó que era una diosa extraña llamada Isityché, con elementos de Isis y probablemente de alguna deidad local. Pero aquel templo sólo era una de las infinitas maravillas ocultas en el valle. Hasta donde alcanzaba la vista, las laderas mostraban santuarios, tumbas, altares sacrificiales, un ninfeo y un teatro romano cuyas ruinas aún desafiaban al tiempo.

Sin duda había sido una ciudad viva y bella; encarnaba en sí misma una plegaria a los dioses y un elogio a la pericia de los arquitectos que la excavaron, pero no había podido escapar de las miserias que azotan este valle de lágrimas. Templos y terrazas eran batidos por un viento ululante que arrastraba partículas de polvo, más letales con el paso de los siglos que el hacha y el martillo.

Uno de nuestros guías nos hizo señas y enfilamos una vía empedrada que transcurría a los pies de un risco. Cientos de puertas y ventanas se abrían como cuencas vacías en los edificios excavados, unas a ras de suelo y otras a varias plantas de altura. Michel advirtió que podríamos ser un blanco fácil desde cualquiera de ellas y tomamos los escudos. La Providencia nos fue propicia, pues poco después algunas flechas volaron sobre nuestras tonsuras. El caballo del hermano Jorge fue herido en el flanco y nos refugiamos tras una montaña de escombros. El sol nos quemaba, pero no nos atrevíamos a salir. Vi los ojos encendidos de Michel y le rogué que serenara sus ánimos; la ira era aún su peor enemigo. Los demás permanecían atentos a mis órdenes. Los guías aseguraban que sólo eran un puñado de desharrapados que vivían allí con sus cabras y que tenían más miedo que nosotros. Recé en silencio hasta el crepúsculo y el Altísimo respondió con generosidad: en mi mente se iluminó el único modo de solucionar la situación. No habíamos llegado a la ciudad perdida para morir o matar.

Me arrastré hasta la alforja y tomé una bolsa llena de piezas de plata y cobre. Respiré hondo, me encomendé a la protección del arcángel san Miguel, y me levanté. Intentando no amilanarme ante el zumbido de las flechas, me acerqué a una explanada y dejé la dádiva sobre una losa. La había desanudado para que su contenido se deslizara.

Pasó largo tiempo hasta que varios beduinos descendieron por las atalayas con escaleras y cuerdas. El cabecilla del clan, un hombre calvo y de piel apergaminada, recogió la bolsa y hurgó en su interior. Entonces di un paso al frente, con las manos levantadas, y sonreí. Nos miraban con recelo, pero cuando aquel hombre extrajo de la bolsa un buen puñado de monedas, mostró sus dientes amarillos y aulló triunfal.

Aceptaban nuestro presente. El jefe efectuó una exagerada reverencia. A una orden suya, una mujer, tan cubierta de velos que no pude determinar su edad, se acercó portando un odre y varias escudillas. Agradecidos por el gesto, bebimos una leche agria de un sabor repugnante.

A partir de esa noche fuimos huéspedes en Petra.

Nos condujeron hasta un relieve en forma de león, de cuyas fauces brotaba una fuente, y nos invitaron a sentarnos al calor de una hoguera para compartir con ellos una cena a base de pan ácimo, miel y habas. Nosotros les ofrecimos aceitunas maceradas y almendras, y las acogieron con gusto. Aquel clan estaba formado por treinta hombres y una docena de jóvenes imberbes. Las mujeres aparecían para servir y se retiraban discretamente al laberíntico refugio entre las ruinas. Su lengua era un dialecto que mezclaba palabras persas con un griego de acento casi irreconocible. Algunos, tras haber dedicado años a memorizar los suras del Corán, hablaban árabe y aseguraban que seguían las enseñanzas de Alá.

La tensión regresó cuando les explicamos que, mucho tiempo atrás, había existido allí un pequeño monasterio cristiano. El jefe del clan lo negó categóricamente, pero al ver las miradas de soslayo de los otros supimos que mentía. Tras prometer que no teníamos intención de robar nada, aceptó, reticente, a que exploráramos algunas partes de la ciudad; puso como condición que les mostráramos cualquier cosa que quisiéramos llevarnos y les compensáramos con el equivalente a su valor. A pesar de su cordialidad, al retirarnos a nuestro improvisado campamento comprobamos que estaban tomando posiciones ante una puerta excavada en la ladera, tan alta que podría albergar a un titán en su interior.

A la mañana siguiente rezamos laudes mientras los primeros rayos del sol iluminaban las cumbres y admiramos de nuevo aquel paisaje labrado por el hombre: ya no existían en el orbe arquitectos capaces de erigir templos de tal belleza y envergadura.

Estudiamos el plano de Egeria con atención y, acompañados por los beduinos, exploramos la ciudad. Durante días recorrimos las construcciones exteriores, las galerías y estancias excavadas en la roca, algunas de las cuales penetraban hasta el corazón de la montaña. Los temblores de tierra y el abandono habían hecho mella en la ciudad, más ruinosa de lo que las espléndidas fachadas exteriores daban a entender.

Sin embargo, nuestra alegría se vio empañada por el empeoramiento del hermano Juan: languidecía. Ni siquiera los bebedizos de los guías y las cataplasmas de las mujeres del clan lograron que la fiebre remitiera. Las heridas supuraban y, como un lúgubre presagio, larvas blancuzcas reptaban por las purulencias. El mismo atardecer que el joven hermano Pietro anunciaba a gritos el hallazgo de una cruz griega esculpida en la roca, Juan comulgó y con la sagrada hostia entre los labios regresó al Padre.

Pero no quiso nuestro buen amado hermano marcharse sin ser mensajero de la bondad divina. El jefe del clan, conmovido ante lo ocurrido, mencionó que conocía un lugar donde podríamos dar digna sepultura a Juan, a salvo de las alimañas. Le seguimos hasta el templo de la cruz griega y, con antorchas, nos internamos por uno de los corredores que ya habíamos explorado. Pero al llegar al lugar derrumbado, el grupo de beduinos, en vez de regresar como habíamos hecho nosotros, comenzó a apartar las piedras hasta despejar el pasadizo lo suficiente para permitirnos el paso. El corredor se prolongaba hacia el corazón de la montaña; en la pared de roca había pequeñas cruces grabadas, junto con imágenes del Cordero, el pez de los primeros cristianos y toscas representaciones del Redentor sobre la barca de Pedro.

Henchidos de emoción, llegamos hasta una estancia pequeña con nichos excavados desde el suelo hasta el techo. El osario aún contenía los restos de varios difuntos. La sequedad del lugar había conservado la piel reseca sobre los huesos y parte de los raídos hábitos. Dimos gracias a Dios y oramos por el alma de aquellos santos varones que sin duda hacía siglos que descansaban a la vera del Altísimo. Juan reposaría en aquel lugar seco y resguardado. Creíamos que ése iba a ser nuestro único gozo cuando Michel señaló unas ánforas apiladas en un rincón. Cuando uno de los beduinos tradujo las palabras del jefe del clan, me estremecí: afirmaba que su contenido era lo mejor para encender el fuego. Conmovidos ante lo que ya imaginábamos, nos acercamos a las vasijas, tapadas con piel untada de alquitrán. Al romper el sello de la primera, un hedor intenso a pergamino se extendió por la cámara. Dentro había rollos repletos de escritura desvaída, en tinta negra y rojiza.

Los habitantes de Petra reían a mandíbula batiente mientras observaban atónitos nuestras expresiones exultantes. Aquellos viejos pellejos nada valían para ellos. Analfabetos y conscientes de que los escritos eran ajenos a las enseñanzas del Profeta, los utilizaban para acolchar los pesebres y prender hogueras. La cantidad de rollos que su ignorancia habría destruido durante generaciones…

Habíamos hallado la biblioteca mencionada en el texto de Egeria, pero la perenne sensación empañaba nuestra dicha. Tan sólo éramos vagabundos que erraban por el orbe en busca de las resecas migajas del festín que una vez se celebró, compitiendo con los cuervos de la inopia y el fanatismo, alentados en tantas ocasiones por nuestros hermanos cristianos. Pido perdón a Dios por mi ira.

Todos los manuscritos allí ocultos eran fruto de la Creación. Tan valiosos como la tierra fértil, los árboles y las plantas, los mares y los ríos repletos de abundante pesca; pues todo nació de su Voluntad.

Divagando en tales cuestiones advertí las inscripciones en griego que había en la base de cada uno de los nichos. Dedicamos horas a retirar la tierra y las telarañas incrustadas hasta que pudimos leer los nombres: Gregorio, Primaso, Apringio, Jerónimo, Isidoro, Ticonio, Agustín, Victorino, Hipólito… Nos miramos sin cruzar palabra; sabíamos que aquellos nombres no eran el postrer recuerdo de los humildes monjes allí enterrados, sino de algunos santos Padres de la Iglesia, teólogos que urdieron con paciencia los cimientos de la Casa de Dios. Pidiendo perdón, revolvimos entre los huesos hasta que hallamos la respuesta al enigma: el osario había sido originalmente una biblioteca donde se hacinaban obras de los venerables Padres, ordenadas según su autor. El jefe del clan se encogió de hombros y comprendimos cuál había sido el fatal destino del resto de la biblioteca.

Pero entonces Michel descubrió que uno de los nichos aún seguía sellado. El nombre que el hermano Albino tradujo de la losa nos causó un escalofrío: Tiburtina. Finis Mundi.

Lentamente, con nuestras dagas, herimos la argamasa hasta desencajar la lápida. No había ningún hueso en su interior, sino pergaminos enrollados y en parte carcomidos. Fue en ese momento cuando tuvimos la sensación de haber encontrado el verdadero tesoro que aún albergaba aquella ciudad. Las vitelas se resecaban rápidamente al contacto con el aire y temimos que en pocas horas quedaran reducidas a polvo.

Instalamos allí mismo un improvisado
scriptorium
y, en compañía de nuestro hermano Juan amortajado, durante tres días transcribimos todo lo que nos fue posible antes de que la tinta oxidada acabara desprendiéndose y la piel se descompusiera.

Los monjes de Petra, obsesionados con la llegada del fin del mundo, habían recopilado una valiosa colección de oráculos sibilinos, cantados por las profetisas paganas, que hablaban sin ambages de los pérfidos días que el mundo sufriría antes de la Parusía. Pertenecían a la sibila Tiburtina, y el hermano Albino fechó los pergaminos en el siglo III tras el advenimiento de Nuestro Señor. Eran las copias más antiguas halladas, y habíamos logrado retener valiosos fragmentos sin las interpolaciones posteriores. Referían una relación de dinastías de reyes que gobernarían antes del tiempo final y que concluían muy cerca de los aciagos tiempos que vivimos: «En ese tiempo vendrá el príncipe de la maldad, de la tribu de Dan y será llamado Anticristo».

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