Las horas oscuras (60 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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«Habla con Guibert», leyó ella en los labios de Brian antes de que los soldados lo rodearan y, junto al resto de la comunidad, le obligaran a emprender el camino.

Cuando la comitiva se diluyó entre la bruma de la llovizna, Dana aún permaneció un tiempo en silencio, apoyada contra el muro; había estado muy cerca del final, y no sabía si sentía alivio o frustración. Le dolía todo el cuerpo. Se dijo que no debía permanecer ni un instante más allí, mojada y llena de contusiones, debía levantarse y marcharse, pero lo que hizo fue acurrucarse y llorar desconsolada, pensando que debía haber saltado a las grises aguas del mar cuando tuvo ocasión.

Brigh se acercó y la tapó con su capa.

—Gracias por salvarme —dijo Dana con un hilo de voz—. ¿Cómo has sabido que…?

—He sentido tu dolor —respondió la muchacha—. Los druidas me han hablado de lo que me ocurre, del estigma que me acompañará siempre. Los antiguos dioses me permiten percibir el dolor de las almas. Puedo verlo también en la distancia, e incluso rastrearlo.

—Por eso encontrabas a ese monje oscuro. El causante de todo este mal…

—Está muy cerca —dijo en voz baja, como si temiera convocarlo—. Hay un lugar oculto bajo nuestros pies. Allí se concentra su pesar, pues allí fue donde todo comenzó, hace mucho tiempo.

—¿El
sid
?

Brigh se encogió de hombros.

—Sólo sé que está aquí. Lo buscaré.

Siguió un silencio. Luego Dana dijo:

—Mi hijo ha muerto.

—Lo llevas grabado en el alma. —La voz de Brigh era un lamento. Su habilidad la hacía estar cerca del dolor, pero no podía dar consuelo, y eso la atormentaba. La abrazó con fuerza; era cuanto podía ofrecerle.

Al momento la puerta se abrió y apareció Guibert acompañado por dos jóvenes del bosque.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó al ver el estado de la mujer.

La llevaron rápidamente al interior y las puertas de San Columbano se cerraron de nuevo.

Capítulo 74

El látigo restalló sobre la espalda desnuda del monje y una nueva línea púrpura surcó la carne entre los omoplatos. Brian contuvo las ganas de gritar y apretó los dientes. Notaba el flujo de sangre descendiendo por su piel. Estaba encadenado en el mismo lugar y del mismo modo que una vez lo estuvo Dana: con los brazos alzados, colgando de las dos argollas herrumbrosas. Tenía la mente lúcida y resistía con tesón el dolor; creía que era la merecida penitencia por sus faltas.

Cuando años antes, en Bobbio, en una fría noche de invierno, los hermanos planearon buscar un refugio para las obras más valiosas recopiladas por el Espíritu de Casiodoro, fue él quien propuso viajar a Irlanda y restaurar el viejo monasterio de Patrick O’Brien según los planos originales. Tanto el entonces obispo Gerberto de Aurillac como Michel de Reims expresaron sus dudas ante los monjes reunidos en aquel capítulo. Temían que Brian se desviara de la misión más importante, pero él usó su reputación intachable desde que fue ordenado en Liébana y su arrojo por la causa para convencer a los monjes convocados desde dispares lugares del orbe. Gerberto acabó accediendo, convencido; Michel, por su parte, siguió manifestando sus recelos, pero aceptó estoico la decisión del resto de los
frates
. Finalmente el capítulo resolvió seguir su propuesta. Como siempre, el tiempo había dado la razón al sagaz y anciano monje.

Brian pensó en los monjes que habían caído en la ermita abandonada de Aquisgrán para que él primero y luego sus
frates
pudieran eludir el cerco de los Scholomantes; en su
frate
Roger, en Galio…

—Dios mío, ¿qué he hecho…? —susurró con voz inaudible.

Su mente estalló con un nuevo latigazo y sus pensamientos se desvanecieron. Era el principio de un suplicio que se prolongaría más allá de la muerte, por toda la eternidad.

—¡Hablad de una vez, maldito monje! —le espetó uno de los verdugos—. ¿Dónde está Michel? ¿Se ha llevado al obispo Morann?

Brian negó con la cabeza. Abandonaría este mundo sin una respuesta a ese enigma. No entendía por qué Michel se había ausentado de su puesto de vigilancia junto al barranco, no era propio de él. Pero tampoco tenía sentido que después se incendiara la abadía de Morann y no se hallara ni rastro del obispo… Los rasgos del monje que atacaba el monasterio comenzaban a tomar forma en su mente y casi agradeció que el siguiente golpe le arrancara bruscamente de sus reflexiones.

—Sabéis que jamás saldréis vivo de aquí, ¿verdad?

El que había hablado, mordaz, era el verdugo al que hacía más de un año y medio le había disparado una flecha envenenada. Rugía de placer al verle a su merced; sólo las exigencias de su compañero habían evitado que yaciera muerto en un charco de sangre. Cormac no les perdonaría si los jueces Brehon encontraban muerto al inculpado.

—¡Incluso en el improbable caso de que los jueces te exculparan, te aseguro que me las ingeniaré para acabar contigo!

—Aceptaré la voluntad de Dios.

Las piadosas respuestas sonaban como meros desprecios a los oídos de los verdugos y sólo incrementaban su ira.

—Yo creo que no sabe nada —comentó el otro verdugo, que temía sobrepasar el límite de crueldad impuesto por el rey—. No he visto a ningún hombre resistir tanto…

El otro, frustrado, escupió a Brian. De pronto su cara se deformó con una sonrisa ladina.

—Si el rey lo quiere sano, tendremos que cerrar esas heridas…

Sin dar tiempo a su compañero para reaccionar, corrió hasta el brasero y tomó una barra de metal con el extremo al rojo vivo.

—¿Qué pretendes, insensato? —exclamó el otro.

—¡Que jamás olvide lo que me hizo! —gritó agitando la barra para mantener alejado a su compañero, que trataba de cerrarle el paso—. Sólo lamento que esa ramera no esté aquí para ver cómo ha terminado su aventura.

El hierro incandescente mordió la espalda de Brian y su mente se nubló. Esta vez no pudo contener el alarido, que resonó en la mazmorra subterránea y atravesó los gruesos muros del castillo de Cormac. Brian tuvo un pensamiento antes de desfallecer: vio el rostro de Dana, de una belleza radiante, como una criatura feérica de las que rondaban los viejos robledales. Quiso ser luz, viento, humo, para volar hasta ella y rozar su piel antes de morir.

Capítulo 75

Dana despertó en medio de una espantosa pesadilla en la que Brian aullaba de dolor bajo terribles torturas. Sacudió la cabeza para apartar de sí aquellos pensamientos y sintió la reconfortante sensación de tener el cuerpo limpio y seco: le habían lavado las heridas y vestido con un viejo hábito. Se encontraba en el herbolario y sentía el agradable calor del hogar. Por la estrecha ventana se filtraba la grisácea luz del día.

—¡Ya estás aquí! —exclamó el joven Guibert.

Brigh, a su lado, sonreía aliviada.

Dana parpadeó y miró aquellos rostros graves que se distendían a medida que daba muestras de recuperarse. La muchacha se arrojó a sus brazos con lágrimas de alegría.

—¡Gracias a Dios! —escuchó que decía Rodrigo a los pies del lecho—. Temíamos que empeorases… No tanto por estas heridas sino por… —Señaló el corazón.

—Creo que estoy bien. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Un día. Todo ocurrió ayer…

—¿Sabéis algo de los
frates
? —Su ansia la delató—. ¿De Brian?

El rostro de Guibert era una máscara de abatimiento.

—Esta mañana ha venido el molinero desde Mothair. Los monjes han sido alojados en las caballerizas. Les permiten moverse por la fortaleza pero no salir. En cambio Brian…, sólo sabemos que sigue confinado en las mazmorras. Todos esperan la llegada de los jueces Brehon, pero aún tardarán varios días y temen lo peor. Verdugos y soldados claman venganza.

Dana se pasó las manos por el rostro.

—Aún no entendemos qué hacía Brian en los aposentos de Cormac —prosiguió Rodrigo, apenado—. La angustia o la ira se apoderaron de él. No estaba en condiciones de emprender una acción tan arriesgada. Fue un error y podría ser su final.

—¿Y el hermano Michel? —preguntó Dana.

—Sigue sin dar señales de vida. —El hispano miró a Guibert, que bajó el rostro, incapaz aún de asumir lo que para el resto era una evidencia—. Creemos que él era el que atacaba el monasterio y que ahora que todo está prácticamente perdido… ha huido.

—¡No es cierto! —exclamó el novicio, con voz atiplada por la tensión—. ¡No puede ser cierto!

En el aire flotaba el amargo recuerdo del hermano Roger y del joven Galio. En San Columbano empezaba a haber demasiados fantasmas. Tal vez sólo quedaba abandonar el monasterio, pero el alma fiel del novicio se resistía. El rostro de Brian, la fuerza de su mirada a pesar de las cadenas, le impulsaba a insistir. Dana tomó de él las fuerzas que necesitaba.

Pero Rodrigo no había terminado.

—Sabemos que tiene un oscuro pasado que oculta celosamente, ¡incluso su aspecto lo delata! Brian y él se conocen desde hace mucho tiempo, comparten cosas que nos han velado al resto.

Guibert negó con la cabeza y se apartó del cincelador.

—¡Yo confío ciegamente en mi maestro! —gritó—. Ha luchado cada día por enmendar su alma y jamás me ha dado motivos para recelar de él.

—Todo cambió desde que abrimos el
sid
—musitó Dana, pensativa.

—El dolor contenido se derramó cuando apareció el cuerpo del monje Patrick… —dijo Brigh.

Todos se volvieron hacia la muchacha, que miraba el fuego abstraída.

—¿Por qué dices eso? —inquirió Dana.

—¡Espera! —exclamó Guibert con los ojos muy abiertos—. ¿Y si tiene razón?

—¿A qué te refieres? —repuso ella.

—Tal vez la causa de nuestros males no sea el túmulo —un tenue brillo apareció en los ojos desolados del novicio—, ¡sino el hallazgo del cuerpo del antiguo abad!


Prodictor
! —recordó Dana en voz alta. Miró a Guibert y pensó que apenas quedaba nada en él del joven timorato que llegó al monasterio. La crítica situación le había hecho tomar el control del cenobio. Era el único allí que formaba parte de la comunidad de
frates
.

—Descansa un poco más —indicó él. Luego, dirigiéndose a todos, añadió con inusitado aplomo—: Esta noche, después de completas, acudid al
scriptorium
. Es posible que hayamos encontrado el hilo de Ariadna…

Capítulo 76

Rodrigo hizo sonar la campana a la hora de completas, pero en el monasterio no había monjes y Guibert no apareció. Los druidas permanecían atentos, algunos en la torre y otros vigilando desde las murallas por expreso deseo de Finn. El anciano y Eithne probablemente se hallaban en Mothair intentando contener al rey.

Dana, aunque dolorida y afectada por lo ocurrido, estaba profundamente intrigada por la reacción de Guibert esa tarde. Brigh y ella acudieron puntuales al
scriptorium
, donde un buen fuego caldeaba la estancia. Estaba más iluminado que nunca, con decenas de velas y crisoles de aceite dispuestos en los bancos de trabajo y en las hornacinas de los muros, pero reinaba un silencio espeso y desolador. Echaba de menos a los monjes, que solían quebrar con demasiada asiduidad el voto de silencio. Aunque trataban de observar la regla de san Benito, sus vidas activas y las duras experiencias vividas en comunidad los hacían cómplices de bromas y anécdotas que no evitaban compartir con ella.

Sumida en tales pensamientos no se dio cuenta de que Guibert había entrado en la estancia desde el acceso a
Betel
. Su rostro brillaba por el sudor, llevaba horas recorriendo los pasillos y recovecos de la biblioteca. En sus brazos portaba el valioso Códice de San Columcille, ese libro que tanto apreciaban Michel y el resto de los
frates
. La expresión grave del novicio revelaba cierto pudor, como si el mero hecho de sostenerlo en sus manos contraviniera las órdenes de los monjes. Dana deseó contemplar de nuevo sus imágenes, segura de que en ellas hallaría el sosiego tan ansiado.

—¿Por qué está Dios tan ofendido? —preguntó entonces en tono retador.

El novicio se mordió el labio.

—Tal vez sean los dolores necesarios para que salga a la luz una verdad enterrada en el pasado. Nada se consigue sin sacrificio, Nuestro Salvador tuvo que cargar con su propia cruz para redimirnos…

Dana asintió. Guibert hablaba ya como los monjes, sin duda merecía ser uno de ellos sin tardanza. Ninguno de los druidas había acudido. No interferirían hasta el veredicto de los jueces Brehon. A su lado se situaron Rodrigo, Muhammad y Brigh.

El novicio depositó con cuidado el valioso códice sobre una mesa y se volvió hacia ellos.

—Hace tres años juré alentar el Espíritu de Casiodoro. Cuando dejé de cincelar piedras junto al maestro Rodrigo.

Éste asintió, pero no quiso interrumpirle.

—El hermano Michel me tomó como su aprendiz en el arte de iluminar códices. Valoró mi habilidad y quiso que emprendiéramos un largo viaje desde Bobbio hasta Hispania para conocer a una mujer…

Dana lo miró sorprendida.

—Llegamos a un pequeño monasterio en Girona, en los condados catalanes, y allí conocí a una leyenda viva entre los hermanos del Espíritu: la monja Ende de Castilla. —Hizo una pausa y sus ojos vagaron perdidos entre gratos recuerdos—. Jamás había visto tanta virtuosidad en unas manos. Rondaría los cincuenta años, pero su vista era excelente y su pulso, firme. Ella fue quien me habló de la técnica secreta. —Se volvió a Dana y le preguntó—: ¿Recuerdas la noche que viniste a la biblioteca y me interrumpiste?

—Parecías como en trance.

—Así es. Hace siglos, Dios permitió a unos monjes copistas desarrollar una compleja habilidad con la que, mediante profundas respiraciones y un estado de concentración absoluta, las manos llegan a fundirse con la cánula de la pluma, la vista alcanza la agudeza de un halcón y los trazos resultantes tienen una precisión digna de los ángeles. La vitela deja de ser piel y se convierte en una ventana por la que nuestra alma puede asomarse y contemplar la gracia del Creador en todo su esplendor. Esa técnica extraordinaria se desarrolló en Irlanda principalmente.

Abrió el códice y pasó algunas páginas. Rodrigo se acercó con devoción y Dana recordó que en sus imágenes había encontrado el consuelo necesario para abrir su alma a Brian. En verdad parecía iluminado por manos celestiales.

—El Códice de San Columcille es nuestro tesoro. Tiene doscientos años aproximadamente, pero sus láminas siguen deslumbrando a quien las contempla, aun siendo pagano. Es un enigma dónde fue escrito e iluminado. Se cree que lo iniciaron en uno de los monasterios de Iona y que lo continuaron en Kells o en algún monasterio de estas tierras. Pertenece a un grupo de códices con un estilo muy singular, todos ellos elaborados en Irlanda o en las islas del este. Su característica común es la extraordinaria precisión en los trazos y la excelente calidad de los tintes empleados. El de Kells contiene los cuatro Evangelios y un prólogo. Durante más de un siglo se guardó en ese monasterio, pero ya sabéis que estas últimas décadas ha permanecido en Bobbio. Los monjes irlandeses se lo entregaron a Patrick porque estaban convencidos de que le protegería y también para que clérigos de otras tierras se regocijaran en su contemplación y así su fe se acrecentara. Según la leyenda, el libro cumplió ambos cometidos. Patrick llevaba el evangeliario cuando se enfrentó a los Scholomantes, y tras la victoria que perpetuó nuestra misión decidió posponer su promesa de devolverlo y lo dejó en Bobbio. Ya conocéis la historia. Cuando Gerberto de Aurillac, el hermano Michel y el resto de los monjes de mayor grado pensaron que era momento de buscarle un refugio, Brian recordó la promesa de Patrick. Además, su regreso a Irlanda nos permitiría buscar si en la isla aún quedan vestigios de la prodigiosa técnica que se usó para iluminarlo y que le confiere ese poder que limpia hasta las almas más turbias.

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