Las horas oscuras (70 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—Vamos a la biblioteca —dijo—. Allí está el libro que busco.

—Está sellada.

—Seguro que sabes cómo acceder. Si quieres que tu hijo viva…

La tomó del brazo y la obligó a cruzar el pórtico. La hierba estaba teñida por un manto viscoso de sangre: cuatro hombres se retorcían malheridos en el suelo, ante la iglesia. Uno de los secuaces se acercó a Vlad.

—Se esconden como ratas —rugió el hombre. La pestilencia de sus dientes podridos provocó una arcada a la muchacha.

—¿Cuántos son? —preguntó Vlad a Dana.

Ella se encogió de hombros, angustiada, y el
strigoi
se volvió al fugado de Limerick.

—¿Y vosotros sois los peores criminales de Irlanda? —inquirió con ironía—. ¡Cerrad las puertas para aislar el monasterio y acabad con ellos! Después, quemadlo todo excepto el edificio grande, la biblioteca; yo me encargo de ella.

Dana abrió la boca, horrorizada, mientras veía las crueles sonrisas de los secuaces de Vlad.

—¿Regresaré pronto al Paraíso? —preguntó el hombre.

—Cumple mi voluntad, amigo, y emprenderás el vuelo más alto que jamás pudiste imaginar.

El
strigoi
empujó a Dana para obligarla a avanzar y a sus espaldas la puerta de la muralla quedó de nuevo sellada con un golpe seco.

Capítulo 87

El infierno se desató en San Columbano. Los fugitivos de Limerick, enardecidos por el aliento destructor de Vlad, se esparcieron por el monasterio. La mayoría de los druidas fueron sorprendidos desarmados. Santa Brígida presenció un cántico de sangre y muerte.

Varios jóvenes iniciados se parapetaron junto al muro de la pequeña iglesia. Enarbolaban garrotes con pulso tembloroso mientras sus adversarios reían y agitaban sus terribles armas. Murieron entre gritos de dolor y ruegos de protección a los espíritus del robledal.

Los que habían buscado refugio en el refectorio se parapetaron detrás de los bancos, tumbados, y con ballestas lograron contener a la horda por un tiempo, pero los secuaces de Vlad actuaban con una agresividad suicida. Si uno de los suyos caía herido, los demás le pasaban por encima y seguían adelante, desatando la rabia y el odio contenidos durante demasiado tiempo. Cuando el último druida exhaló su postrer aliento en el refectorio, los espectros se lanzaron a cortar cabezas, tal y como les había ordenado su señor.

Guibert se hallaba en lo alto de la torre, oteando el horizonte, esperando impaciente noticias del abad y de sus hermanos. Vio a aquellos monstruos iniciar su matanza. Iba a hacer sonar la campana, pero pensó que eso sólo serviría para atraer la atención de Vlad y sus secuaces.

El novicio se pasó las manos por el rostro, desesperado. Las puertas habían sido selladas de nuevo y nadie acudiría en auxilio del monasterio. Al silencio de la campana siguió un fuerte alarido. Al asomarse vio horrorizado que algunos de los atacantes se divertían arrojando a los más jóvenes por el acantilado. Vio también sombras corriendo hasta la puerta de la iglesia, así como varias cabezas amontonadas ante el pórtico del templo como una ofrenda sacrílega. No distinguía los rasgos de las desdichadas víctimas, pero conocía el nombre de todos los que habían guardado San Columbano por deseo de Finn y Eithne.

—¡Dios todopoderoso, ten piedad de sus almas! Viven como paganos pero han muerto por proteger tu obra.

El miedo atenazaba su alma pero tenía que sobreponerse. De entre todos, sólo él sabía en realidad por qué iban a morir esa noche…, no podía abandonarlos a merced del malvado Vlad.

De una vieja arca guardada en la primera planta sacó dos ballestas pequeñas y un carcaj repleto de saetas con afiladas puntas metálicas. Cuando dejó caer la escalera de mano que lo mantenía a salvo del ataque, supo que no había marcha atrás. Pensó en Rodrigo y Muhammad. Los había dejado en la biblioteca cuando se dirigió a la torre para su turno de vigilancia. Tal vez allí lograran ocultarse de la horda, aunque al momento comprendió que ése era un pensamiento ingenuo y absurdo: Vlad registraría todos los recodos del monasterio. Entonces pensó en Brigh y su corazón se congeló. Descendió por la escalera de mano dispuesto a morir.

Corrió de un edificio a otro amparándose en las sombras. Ante él vio a uno de los convictos aplastando las costillas de un druida con un garrote repleto de clavos retorcidos. La víctima se había convertido en un amasijo de carne sangrienta, irreconocible; aun así, la furia se instaló en el pecho del novicio. Sin vacilar, levantó la ballesta y la saeta atravesó el cuello del asesino. No tenía tiempo para mostrar piedad, podía oler la crueldad en el ambiente. Aquellas almas se habían perdido hacía mucho tiempo en el légamo de la maldad y la demencia.

Logró abatir a traición a dos más antes de alcanzar el herbolario. El pequeño habitáculo seguía intacto, pero el camastro de Brigh estaba vacío. Su raída manta de lana se hallaba en el suelo hecha un ovillo, como si hubiera sido presa de febriles pesadillas.

—Brigh —susurró en la oscuridad, y el eco del murmullo sonó como un lamento.

El pánico afloró de nuevo. La joven había desaparecido… Salió del herbolario y corrió hasta el borde del camino. Vio las puertas del monasterio atrancadas y el cuerpo del incauto Ennis, encargado esa noche del pórtico, tendido sobre la hierba. Entonces algo le llamó la atención: dos siluetas silenciosas se desplazaban por el claustro inacabado. Reconoció a Vlad, que al instante siguiente se internó en una de las celdas, pero lo que lo dejó atónito fue ver a Dana con un niño en brazos, de pie ante la puerta, aguardando sumisa. Entonces comprendió la traición y sintió tal oleada de odio que incluso olvidó al
strigoi
. Sin pensarlo, levantó la ballesta y apuntó al pecho de la mujer. No fallaría, ni siquiera Vlad Radú podría impedir que la saeta le atravesara el corazón. Se mantuvo así un tiempo, corrigiendo la trayectoria mientras ella caminaba en círculos tratando de calmar al pequeño, ajena al peligro. Sesgos de claridad lunar le permitían apreciar el semblante demudado de la mujer: era la viva expresión de la tristeza. Aferraba al niño como si fuera su asidero a la vida. ¿Podía ser Calhan? Su pulso tembló. Las lágrimas le surcaban el rostro. Bajó la ballesta. No podía hacerlo.

Entonces apareció Vlad y sus ojos escudriñaron las sombras hasta posarse donde el novicio permanecía apostado. Las manos de Guibert temblaron, era incapaz de controlarlas; tuvo la seguridad de que no podía acertar y decidió escabullirse.

No sabía nada de los monjes, pero él tenía un objetivo: encontrar a Brigh y escapar de aquel infierno. Adiestrado por los hermanos del Espíritu, se movía con sigilo y disparaba con precisión en la oscuridad. A su paso dejaba un reguero de atacantes malheridos que gemían y blasfemaban como jamás se había escuchado en aquel recinto sagrado. Fue topándose con druidas y jóvenes iniciados, todos muertos, la mayoría decapitados y con el cuerpo destrozado. Sus sandalias brillaban por la sangre que teñía la hierba. El fragor del asalto había amainado, sólo se escuchaban los destrozos en el interior del refectorio, la iglesia y las otras dependencias. Incapaz de admitir que todos hubieran muerto, rezó para que estuvieran escondidos mientras se producía el saqueo.

De pronto, una densa humareda comenzó a emerger de la pequeña iglesia.


Miserere nobis
—musitó, acongojado.

Entonces vio por fin a Brigh, que descendía por el sendero hacia las puertas de la muralla, pero uno de los presos de Limerick corría hacia ella blandiendo su hacha. Guibert corrió tras él, gritó a Brigh para prevenirla, pero la muchacha se limitó a volverse e, inmóvil, buscó la mirada del atacante, a tan sólo una docena de pasos de ella. En cuanto sus ojos se cruzaron, el agresor bajó el arma y, como si obedeciera una muda orden, giró para alejarse. Entonces una saeta de Guibert penetró profundamente en su pecho y el convicto cayó desplomado. El novicio, turbado por lo que había visto, se acercó a Brigh. Ella lo miró y él pudo sentir la fuerza que irradiaban sus ojos. Por un instante Guibert pensó en Vlad, en su malsana capacidad de helar los corazones, y tuvo deseos de retroceder, pero en cuanto ella lo reconoció, en su aniñado rostro afloró una sonrisa triste y ansiosa. Él comprendió entonces las advertencias de los druidas sobre su capacidad.

—¡Guibert! —exclamó, aliviada—. Creía que también habías…

—¡Todo está perdido! —se lamentó él—. ¡Debemos escapar! —dijo acto seguido tomándole la mano.

—¡No! —replicó ella con vehemencia—. Éste es nuestro lugar ahora. No podemos dejar el monasterio.

Brigh se alejó cuesta abajo, hacia el pórtico de la muralla. Guibert comprendió cuál era su intención y se conmovió. Su corazón había sido cobarde, en cambio aquella joven, casi una niña, no dudaba en poner en peligro su vida por San Columbano. Pensó en Galio, en el hermano Roger y en tantos otros… Demasiadas muertes para escapar de ellas. Jamás podría olvidar esa noche.

Juntos abrieron las trancas que bloqueaban la entrada y aquella acción sirvió para que Guibert recuperara en parte el ánimo. Abrir las puertas para que otros druidas, o quien Dios dispusiera, pudieran acceder al monasterio era la última oportunidad para San Columbano.

Capítulo 88

El galope de varios caballos rompió el silencio de la noche. Las sombrías monturas avanzaban como si las persiguieran las huestes del infierno.

La plaza de Mothair contempló en un silencio sobrecogedor, cómo los monjes se alejaban por la calle principal a lomos de los caballos del difunto rey. Al obispo Morann lo habían conducido a las mazmorras mientras los jueces Brehon debatían los últimos hechos y determinaban el momento propicio para constituir de nuevo el tribunal. La gente discutía en corros quién debía suceder a Cormac. Brian O’Brien era el heredero de Patrick, pero al mismo tiempo era un extranjero. Los druidas y los jueces ordenaron que se enviaran mensajes a todos los clanes regentados por parientes de la poderosa familia; una asamblea de jefes elegiría al caudillo que los gobernaría.

Varios habitantes habían atestiguado la presencia del siniestro Vlad en la población; con él estaban la joven Dana y un pálido niño de unos tres o cuatro años. No necesitaron saber nada más para comprender la treta del valaco. El monasterio permanecía férreamente protegido, pero sus puertas estaban abiertas de par en par para la joven mujer. El resto era una ominosa cadena de deducciones que cada uno siguió sin problemas.

Berenguer, Adelmo, Eber y Michel acompañaban a Brian, como en los viejos tiempos. El abad cabalgaba ajeno a las heridas de su cuerpo y a la extenuación. La energía fluía entre ellos ahora que la misión encomendada pendía de un hilo.

Todos sabían que Vlad había puesto a Dana en un difícil dilema, pero Brian no escuchó ningún reproche de boca de sus compañeros, ni siquiera de Michel. ¿Quién podía juzgarla?

En el corazón del bosque el silencio era intenso; sin embargo, los cascos y el resoplar de las bestias les impidieron advertir la emboscada. Berenguer gritó y cayó del caballo. En un instante la comitiva se separó. Las monturas relinchaban aterrorizadas ante una lluvia letal de piedras que provenía del interior de la espesura. Los monjes desmontaron y se cubrieron con el flanco de los caballos. Siete hombres sucios y desaliñados salieron de entre las sombras. Al ver que su presa eran unos monjes indefensos, se acercaron sonriendo.

—¡Los prisioneros de Limerick! —exclamó Brian.

—Vlad tratará de impedir que lleguemos al monasterio —repuso Michel.

De inmediato, Adelmo desenvainó la espada y se colocó delante del abad.

—Seguid con Michel. Nosotros nos encargaremos de ellos.

Brian iba a replicar cuando el anciano, a su lado, le rozó el hombro.

—No hay alternativa.

El abad asintió.

—Sed cautos, tal vez haya más ocultos en el bosque…

Eber y Adelmo se cerraron en torno al hermano Berenguer, que había buscado refugio a los pies de un grueso roble tratando de contener la sangre que manaba de una herida, mientras el abad y Michel espoleaban sus caballos y escapaban hacia el interior del bosque.

Vlad sólo pretendía retrasar en lo posible cualquier ayuda que se acercara al monasterio. A pesar del temible aspecto de los convictos, tras largos minutos colmados de gritos de dolor y esputos de sangre, todo terminó. Los hermanos Adelmo, Berenguer y Eber jadeaban agotados observando los cuerpos esparcidos en el camino. Algunos gimoteaban heridos y cuatro habían perdido la vida enfrentándose en desigual combate con los monjes. Había sido una carnicería sin sentido. Hombres de distintas edades, la mayoría famélicos y enfermos, surgían de las tinieblas del bosque como espectros andrajosos y se abalanzaban sobre sus afilados aceros. Parecían obedecer una siniestra orden grabada en sus mentes: detener a los monjes.

—Señor, acógelos en tu seno. No sabían lo que hacían…

Berenguer, ajeno a su herida en el hombro izquierdo, oteaba pensativo la oscuridad más allá de la linde del camino, pero ningún otro desdichado salió corriendo al encuentro de la muerte. Esperaba que las defensas de la biblioteca fueran suficientes, pero Vlad no era un adversario común. Esa escaramuza había terminado como el
strigoi
sin duda vaticinaba, pero habían perdido un tiempo precioso.

—Maldita sea tu estirpe, Vlad Radú —musitó Adelmo.

—Que Dios nos perdone estos crímenes.

—Se habían ganado una eternidad en el infierno por sus viles delitos, pero esto ha sido…

—Como en aquel bosque de Brindisi hace cuatro años… —El veneciano calló al oír crujir de la hojarasca.

Los tres se prepararon para una nueva carga, pero de entre los árboles emergió una figura envuelta en una capa negra larga hasta el suelo.

El druida Finn miraba con tristeza los cadáveres.

—El poder de ese oscuro demonio es mayor de lo que imaginábamos. Esta horda ha permanecido oculta en el bosque durante bastantes días…, mataron a algunos de los nuestros. —Se pasó las manos temblorosas por la tonsura de su frente—. ¿Cómo pudo doblegar la voluntad de todos ellos?

Eber se acercó. Su gesto era grave.

—Es posible que las enseñanzas de la Scholomancia sean tan antiguas como las vuestras, druida, pero sus senderos se internan en la oscuridad. El control de las pasiones humanas, el terror y la furia son como arcilla que modela a voluntad.

—Cuanto mayor es el poder ansiado, más alto es el precio —advirtió Finn con aire retador.

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