Las horas oscuras (71 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—Su propia alma —afirmó el monje irlandés—. Pero los
strigoi
la entregan de buen grado.

Justo entonces Eithne surgió de la oscuridad, la seguían otros druidas y gentes de Mothair.

—¡Debemos apresurarnos, pues mucha gente sufre esta noche! —dijo la anciana con el rostro desencajado.

Capítulo 89

Ni rastro de Guibert, Rodrigo, Muhammad y Brigh. Dana rezó para que aprovecharan la confusión reinante y lograran huir. El hedor de aquel ejército siniestro se mezcló con el de la sangre. Cada lamento de los druidas y jóvenes que caían abatidos se clavaba en su corazón como un
scramax
. Aunque el ataque se habría producido de todos modos, ella no encontraba consuelo. Vio los cuerpos de hombres a los que conocía, algunos aún sangrando, y las cabezas amontonadas ante la iglesia formando un túmulo sanguinolento. De no ser por el tembloroso pequeño que portaba en brazos se hubiera arrojado al acantilado sin vacilar.

Acompañando a Vlad, que se mostraba complacido ante la terrible matanza, habían llegado a las celdas dispuestas a lo largo del claustro.

Rodearon el edificio, al fondo se oían los gritos y golpes del ejército de desharrapados que saqueaban el refectorio. Al llegar al
scriptorium
, Vlad se puso inmediatamente en tensión. Las velas estaban apagadas, pero la oscuridad no era un obstáculo para el
strigoi
. Se escuchó un crujido de madera y Vlad saltó hacia las sombras. Lo siguiente que se oyó fue un quedo lamento y el golpe de un cuerpo inerte contra el enlosado.

—¡Enciende una vela! —ordenó a Dana.

Ella prendió la mecha en las ascuas del fuego. Al regresar vio a Muhammad en el suelo, su cabeza sangraba. Había intentado atacarlo por sorpresa armado con un leño, pero no era rival para el valaco.

Vlad desenvainó lentamente su sable de hoja curva que refulgió bajo la llama del velón y recorrió el
scriptorium
inspeccionando cada rincón. Finalmente aulló de triunfo y el pecho de Dana se congeló. A empellones sacó a Rodrigo de entre los bancos de los copistas. Tenía el terror grabado en su semblante.

—Es hora de entrar en la biblioteca.

—¡No lo lograrás,
strigoi
! —le espetó el cincelador hispano tratando sin éxito de no dejar traslucir el pánico que lo embargaba—. Está sellada. Necesitarías días y muchos hombres para derrumbar el edificio.

Vlad se inclinó sobre él y le mostró sus dientes afilados.

—¡Oh! No tardaré tanto. Además, ahora cuento con nuevos amigos.

—¿Crees que esos celosos monjes me han confiado el secreto?

Vlad lo empujó con fuerza contra la pared. Rodrigo, al golpearse, se quedó sin resuello y cayó de rodillas. El
strigoi
lo levantó sin dificultad agarrándolo del cuello y clavó en él su gélida mirada.

—Rodrigo de Compostela, el más hábil cincelador de occidente. El Espíritu de Casiodoro te ha contratado en numerosas ocasiones para iluminar sus claustros e iglesias. Este edificio es piedra y nadie conoce mejor las piedras que tú.

Rodrigo, incapaz de soportar la visión de aquel rostro diabólico, apartó la mirada y la posó en Dana. Al ver el desprecio en sus pupilas, la joven apretó contra sí al pequeño Calhan.

—Es mi hijo —susurró.

Rodrigo trataba de comprender los motivos de la mujer. Él también era padre, pero llevaba muchos años cerca del Espíritu de Casiodoro y podía valorar la magnitud de la tragedia que la mujer había causado. Era un dilema demasiado terrible y optó por callar. Trataría de impedir que Vlad lograra culminar su búsqueda dejando a Dana al margen. Tal vez así ella podría salvarse y llorar su pecado con su hijo en brazos.

—¡No hay tiempo que perder! —exigió Vlad, impaciente, con la vista puesta en la pequeña estancia de la escalera.

—Os he traído hasta donde queríais —dijo Dana entonces—. ¡Dejadme marchar como me habíais prometido!

Vlad levantó la cimitarra y apuntó al pecho de Calhan.

—Antes he percibido que conoces el libro que busco…

—Así es —respondió ella, angustiada—. Pero ignoro dónde está. Michel lo custodiaba y Guibert lo sacó de la biblioteca antes de que yo marchara al monasterio de Kells. Probablemente lo devolvió al lugar donde debe permanecer oculto. Los monjes me han velado ese secreto.

—Puede ser —adujo el
strigoi
, complacido ante la inquietud de la mujer—. Pero permanecerás conmigo hasta que lo encuentre. Así podrás relatarles a los que sobrevivan cómo Vlad acabó con la leyenda.

Con la punta de su espada apuntándoles, Rodrigo, Dana y su hijo ascendieron en silencio por la escalera circular hasta el extremo de la primera planta de la biblioteca. El pequeño Calhan daba muestras de extenuación, su cabeza bamboleaba y entornaba los párpados, pero el valaco se negó a dejarlo en el
scriptorium
. Su madre lo tomó en brazos. Estaba dispuesta a morir para impedir que Vlad volviera a separarla de su hijo, pensó, insuflándose un valor que no tenía.

Llegaron hasta la sala sin puertas, pero el
strigoi
no pareció afectado. Su mano señaló una frase esculpida en el muro frontal.

—«Os anunciaré qué es la sabiduría y cuál es su origen, y no os ocultaré sus secretos…» —leyó Rodrigo en voz alta, desafiante—. Yo mismo esculpí el versículo.

—El Libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento —aseguró Vlad con una sonrisa—. Uno de los textos más apreciados por el Espíritu.

Sin vacilar, levantó la vela y la pasó ante cada una de las letras. Su sonrisa triunfal se ensanchó cuando la llama osciló al llegar a la última palabra.

—Veo que el hermano Berenguer no deja de mejorar, pero aún es joven e ingenuo.

Recorrió con los dedos las hendiduras de cada letra hasta extraer de una de ellas un cabo de soga oculto y tiró con fuerza. Tras una especie de siseo y el chirrido de una polea, la sección de la pared frontal se desplazó limpiamente. Rodrigo miró a Dana con expresión funesta. Cruzaron a una pequeña estancia y accedieron al corredor circular exterior de la primera planta. Habían entrado en la biblioteca. Ante ellos, uno de los sillares mostraba un árbol.

—El árbol de la ciencia…

Dana recordaba que, aunque el edificio era cuadrado, las plantas tenían corredores concéntricos entre los cuales se ubicaban los cubículos. El primer pasillo poseía cuatro accesos estrechos, y sobre cada uno se había esculpido un nombre que el
strigoi
fue nombrando sin detenerse.


Pura Terra
,
Regio Mineralis
,
Regio Vegetalis
,
Aquae dulcis…

Los muros de cada pequeña cámara estaban cubiertos de anaqueles y armarios de madera cerrados. Como en
Infernus
, cada códice o legajo poseía una etiqueta con el nombre del autor, el título y alguna reseña acerca del origen o del copista.

—Debo descubrirme ante esta obra maestra erigida en tiempos de Patrick y que Berenguer ha restaurado fielmente —dijo con sincera admiración pero sin perder el brillo gélido de sus pupilas—. Los anillos concéntricos representan un símbolo universal que también estudiamos en la Scholomancia. Son los peldaños en el arduo ascenso hacia el conocimiento.

Completaron el círculo y en
Aquae dulcis
descubrieron el estrecho acceso al pasillo circular intermedio. Tenía una curva más pronunciada y comunicaba con cuatro estancias de menor tamaño. Como un camino ascendente, los elementos representados abandonaban lo tangible hacia el mundo etéreo.

—¿Por dónde se accede a la planta superior? —se preguntó a sí mismo sonriendo taimado.

Rodrigo se preparó para resistir su influjo, pero el valaco prefirió medir su ingenio con el de Berenguer y, tras reflexionar, regresaron hacia una de las salas exteriores, la llamada
Suprema Aeris Regio
. La palidez del cincelador reveló que el
strigoi
estaba comprendiendo la configuración de la biblioteca.

La cita grabada en el muro del fondo resultaba especialmente sugerente.

—«Mas la sabiduría ¿de dónde viene? ¿Cuál es el lugar de la inteligencia? Oculta está a los ojos de todos los vivientes, escondida a los pájaros del cielo. El infierno y la muerte confiesan: Con nuestros oídos oímos hablar de ella…» —Los ojos del valaco se posaron en Rodrigo—. Es un fragmento del Elogio, del Libro de la Sabiduría. Sé que la escalera está tras este muro, pero no hay tiempo para más especulaciones: permíteme el acceso o muere.

El hispano, sombrío, se acercó. La luz del pequeño candil no lograba iluminar el friso esculpido sobre la frase. En silencio, tomó una antorcha apoyada en un rincón, le prendió fuego y la colocó en una pequeña argolla. Su luz reflejó bellas imágenes en relieve esculpidas unas semanas antes. Escenas de hombres cavando la tierra bajo un Dios que observaba las labores con gesto indiferente. A sus pies varios hombres lo adoraban postrados.

Rodrigo aspiró con fuerza. Había llegado el momento. Sin prisa, se situó bajo la divina figura y, solemne, recitó uno de los versículos del Elogio:

—«Sólo Dios conoce su camino, sólo él sabe dónde se halla.» —Alargó el brazo hacia Dios cerrando los ojos y susurró—. Que Él se apiade de mi alma.

Presionó la barbuda cabeza con fuerza y la hundió en el muro. Entonces se oyó un seco chasquido y el cincelador se volvió hacia Vlad con el rostro cargado de desprecio.

—¡Regresa al infierno, demonio!

Antes de que terminara la frase, un chorro de líquido negro brotó a presión desde un diminuto orificio situado tras la antorcha. Al entrar en contacto con la llama, el líquido se convirtió en una cortina de fuego que se derramó sobre el cincelador. Dana gritó horrorizada, e incluso Vlad retrocedió. La garganta de Rodrigo emitió un alarido de dolor y furia mientras, envuelto en llamas, se precipitaba sobre el
strigoi
. Pero éste desenvainó el sable y con un certero tajo le cercenó la cabeza. Rodrigo se desplomó ardiendo y quedó inmóvil.

El hedor de la carne quemada se esparció por la estancia. Dana, paralizada por el horror, intentaba contener el pánico del pequeño Calhan, que se retorcía entre sus brazos. El hispano había intentado en vano acabar con Vlad y su cuerpo muerto humeaba ante él.

Dana, a punto de vomitar, asfixiada por el olor acre del fuego griego, intentó abandonar la cámara, pero el filo ensangrentado del sable apuntó al pequeño.

—La trampa habría sido letal para cualquier otro —adujo el valaco sin tono de reproche—. Rodrigo de Compostela ha sido astuto y ha muerto con valentía. Pero está escrito en las estrellas que yo alcance el centro de este recinto y vuestra necedad sólo dejará un rastro de cadáveres. ¿Sabes dónde está la clave?

Dana negó con la cabeza y él la miró con desprecio.

Mientras ella contemplaba apenada el cuerpo de Rodrigo, Vlad centró su atención en el relieve y permaneció en silencio, concentrado. Disimulada en un extremo del relieve, encontró otra frase de las Escrituras y en su rostro afloró una sonrisa fría.

—«Y dijo al hombre: temer al Señor es la sabiduría; huir del mal, he ahí la inteligencia.» —Recitó el resto del pasaje de memoria y sin dudar fue presionando a los hombres postrados ante el Altísimo.

Uno de ellos se hundió y Dana dio un paso atrás. Vlad en cambio permaneció impasible y asintió con la cabeza al oír el mecanismo en movimiento. El muro del fondo se desgajó y dejó una estrecha brecha entre los sillares.

Ante ellos apareció un cubículo estrecho en el que había una escalera de madera que ascendía en espiral hasta el piso superior. Vlad pasó por encima del cuerpo de Rodrigo, todavía en llamas, y dijo:

—Ascendamos al reino de los cielos.
Luna, Mercurios, Venus, Sol.

Recorrieron la segunda planta, que representaba los planetas y la bóveda de los cielos suspendida sobre el orbe.

Penetraron en el corredor intermedio cuyos dinteles señalaban las regiones más elevadas del espacio.


Mars, Iupiter, Saturnus, Coelum Stellarum
.

Allí hallaron colecciones de tragedias de Sófocles, Eurípides, Esquilo y otros muchos títulos que Dana no pudo leer pues el
strigoi
, como si presintiera que el tiempo se agotaba, se movía rápido y no tardó en encontrar la disimulada abertura que conducía al corredor interior.


Primum mobile
… —leyó ante la puerta de la cámara central.

Dana caminaba sobrecogida y su pie quebró una astilla que sobresalía entre las losas.

—¡Cuidado, necia! —le espetó Vlad con el rostro inquieto.

Acto seguido se escuchó un silbido que desencadenó el terror.

—¡Dios, ten piedad!

Decenas de gargantas comenzaron a gemir como víctimas de las horribles penas del infierno. El
strigoi
tensó su cuerpo y desenvainó la cimitarra de nuevo. Dana, desesperada, apretó con fuerza a Calhan, que volvió a llorar en su hombro. Los lamentos infernales recorrían las tinieblas de la biblioteca como si los pasillos estuvieran infestados de ánimas incorpóreas. La joven sintió un irrefrenable deseo de huir, pero Vlad la detuvo. Su sonrisa torcida apareció despacio. Con el dedo señaló unos pequeños orificios en los sillares superiores.

—¡Apuesto a que en algún polvoriento rincón de estas cámaras se conservan nada menos que las obras científicas de Ctesibio de Alejandría! —gritó por encima de los pavorosos gemidos—. Se daban por perdidas, pero parece que el astuto Berenguer ha sido capaz de emular algunos de sus mecanismos de vapor a presión. Al atravesar finas cañas con boquillas de madera o metal, el aire que circula por largos tubos de bronce gime como las parcas. —Lentamente el sonido se extinguió—. Efectivo para vikingos supersticiosos o ladrones ignorantes, pero sin duda no para la Scholomancia.

Buscando el acceso al tercer nivel de la biblioteca regresaron a la estancia del
Sol
, en el extremo opuesto a la escalera por la que habían ascendido, y Vlad advirtió un disimulado grabado que la primera vez le había pasado desapercibido.


Porta coelum…

Junto al escrito, lo que habían tomado por unos estantes repletos de códices eran, en realidad, un espejo de excelente factura desde el suelo hasta el techo. Debido a su posición ligeramente oblicua, reflejaba uno de los anaqueles.

—¡Admirable!

Vlad se inclinó como si hiciera una reverencia al ausente arquitecto de la biblioteca.

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