Las horas oscuras (72 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—Ascendamos al cielo.

Sin molestarse en buscar el mecanismo, hundió la capa de latón bruñido con la bota y una ráfaga de aire frío penetró del hueco. Una pequeña escalera se perdía en las alturas.

Capítulo 90

Guibert observaba desde lo alto de la muralla la oscuridad del bosque. Las puertas del monasterio permanecían abiertas, pero el silencio en la planicie resultaba desolador. Jamás se había sentido tan solo. El tiempo pasaba y el desaliento minaba la voluntad del novicio. Nadie acudiría en su auxilio. Luchó por contener el impulso de tomar a Brigh de la mano y arrastrarla hasta el bosque. Los druidas podrían darles refugio y él marcharía al continente para informar de los luctuosos hechos. A diferencia de lo acontecido décadas antes allí mismo, esa vez los hermanos del Espíritu podrían conocer el dramático final de San Columbano y determinar cómo afrontar la pugna contra sus adversarios. Era lo más sensato, pero sentía que no debía abandonar la biblioteca.

Brigh, de pie junto a la puerta, tenía una expresión ausente. Oían a los asaltantes recorrer el monasterio saqueando o destrozando sin reparos. En contra de la orden de Vlad, ninguno se acercó al ver las puertas abiertas. Si la causa era Brigh, su influjo, como bien había anunciado Eithne, era mayor de lo que Guibert podía imaginar. Debía alejarla de Vlad, pero su pose estática, oteando la oscuridad de la llanura más allá de la muralla, le hizo albergar una tímida esperanza. Si ella confiaba en un milagro, él también debía hacerlo.

—Ese oscuro hombre se acerca al final de la biblioteca —susurró de pronto la muchacha, saliendo de su estado—. Puedo sentir la tensión y el terror de Dana. Está en peligro.

Sin más explicaciones, la muchacha enfiló el camino hacia el monasterio. Guibert, presa de un súbito pánico, la llamó sin éxito, pero ella ni siquiera se volvió. Presentía que esa noche Brigh libraba una batalla personal con su habilidad. Hasta las piedras emanaban extrañas sensaciones… Sólo Dios sabía cuáles serían las consecuencias para la humanidad si todo el conocimiento acumulado en el cenobio era destruido. No sabía qué hacer. No sabía cuántos druidas e iniciados habían muerto en la reyerta, pero el número de cadáveres resultaba aterrador.

Vio que un convicto de Limerick había advertido que la orden de su señor había sido vulnerada y se encaminaba hacia la muralla. Guibert aguardó, notó la ira ardiendo en su pecho y, cuando el desharrapado llegó junto al pórtico, saltó sobre él. Logró derribarlo, pero el otro era un hombre fornido: se levantó y, al ver el hábito del joven, sonrió malévolo y se abalanzó contra él con una herrumbrosa azada. Guibert, ágil, esquivó el golpe, pero tropezó con un grueso garrote abandonado y rodó por la hierba. Su adversario se colocó sobre él con las piernas abiertas y levantó la azada.

—¡Necesito tu cabeza para entrar en el Paraíso! —gritó—. ¡Todos debéis morir!

Incapaz de esquivar el golpe, Guibert se llevó las manos a la cabeza y se encomendó al Altísimo. El miedo le impidió oír el trote de un caballo que acababa de cruzar el pórtico. Un instante después, la azada se escurría de las manos del fugitivo, que escupió sangre y se desplomó sin vida sobre el aterrado novicio. Cuando Guibert abrió los ojos, vio a Michel desmontando de un caballo y empuñando una espada ensangrentada.

—¡Loado sea Dios, maestro! ¡No habéis podido ser más oportuno! —exclamó agradecido.

Un rictus horrible contraía las facciones del monje, y por un instante el novicio temió que lo dominara la misma ira malsana que guiaba a los atacantes.

—¿Dónde está? —exigió saber Michel.

—En la biblioteca —respondió, vacilante, el novicio. Jamás había visto al monje en aquel estado—. Lleva consigo a Dana y a su hijo.

—¡Maldición!

—¿Y el abad Brian? —preguntó Guibert con un hilo de voz—. ¿Y los hermanos?

—Has hecho bien protegiendo la puerta, Guibert —dijo entonces el monje como si acabara de reconocerlo—. Brian venía conmigo, pero dos hombres nos han atacado en el borde del bosque y yo me he adelantado. El resto de los
frates
llegarán más tarde, ¡como Vlad ha dispuesto! —Su semblante se oscureció—. Ese demonio ha reunido un auténtico ejército. Sus habilidades han mejorado mucho…

Ese comentario intrigó al novicio, pero sabía que Michel no perdería ni un instante en explicaciones.

El monje se acercó al pequeño barracón donde guardaban las armas y al momento salió con una espada por la que sentía especial predilección y que nunca empuñaba en los entrenamientos. Debido a su edad, ni su fuerza ni su agilidad le eran propicias contra el valaco, pero bajo la pálida claridad lunar sus pupilas irradiaban una firmeza que llenó de emoción al joven.

—Ha llegado el momento…

Capítulo 91

Vlad y sus rehenes penetraron en el último nivel de la biblioteca. El aroma a incienso se imponía al olor de las vitelas. Junto a la entrada colgaba una argolla para sostener la antorcha. El
strigoi
paseó la mirada por la oscuridad reinante y asintió satisfecho. Cuando colocó la antorcha en el anillo metálico y su claridad se esparció por el curvo corredor, Dana lanzó una exclamación de sorpresa: los espejos situados en los muros y el techo producían un efecto mágico. Su precisa orientación lograba distribuir la trémula claridad por toda la planta, incluso los cubículos se iluminaron tenuemente con un resplandor anaranjado.

—No existe oscuridad en el reino de Dios —comentó el valaco en tono irónico.

La disposición era similar a la de los pisos inferiores. En los dinteles de las cuatro cámaras exteriores había leyendas grabadas, pero en esta ocasión refulgían dorados por una fina capa de oro.


Angeli
,
Archanngeli
,
Virtudes
,
Potestades…
masculló como si tuviera hiel en la boca—. La distribución del ingenuo Dionisio Aeropagita. El Códice de San Columcille está cerca.

Algo había cambiado en Vlad; avanzaba tenso y revisaba las estancias sin prestar atención a los códices. Allí se encontraban en perfecto orden los más bellos trabajos de la biblioteca. Grandes libros cosidos con esmero, con recias tapas de madera forradas en piel e iluminados por las más habilidosas manos, como las de la legendaria Ende de Castilla. Bajo la protección de ejércitos angelicales, mil años de pías reflexiones y plegarias llenaban las salas. La interrupción de las obras había dejado inconclusa esa planta: los muros mostraban oquedades donde debían encajar piedras cinceladas con escenas bíblicas y versículos relacionados con los libros allí almacenados. Era el espacio más rico en ornamentos; una alabanza al Altísimo.


Principatus
,
Dominationes
,
Troni
,
Cherubin
musitó Vlad al recorrer el anillo intermedio.

A través de
Cherubin
alcanzaron la novena sala circular del centro, más pequeña que las inferiores y gobernada por las criaturas que tenían la dicha de permanecer más cerca de Dios: los
Seraphin
. El fondo formaba un pequeño ábside con un fresco desde el techo hasta el suelo que a Dana le recordó la gruta natural que el obispo Morann había convertido en templo para expiar sus pecados. La pintura representaba el cosmos alrededor del Creador. La fuerza de las imágenes sobrecogía y en especial la severa mirada del Pantocrátor, sentado en su trono con el orbe en una mano y la otra alzada, con dos dedos extendidos, en una muda advertencia. A sus pies se extendían las regiones celestiales y el mundo, con hombres, plantas y animales. Una oscura escalera,
Betel
, descendía desde las alturas hasta el inframundo cavernoso, donde las llamas lamían los desnudos cuerpos de hombres y mujeres que imploraban angustiados. La faz del siniestro ser oscuro que reinaba en el
Infernus
le resultó vagamente familiar. Sus atractivas facciones, de un pálido mortal… Vlad se situó junto a la pintura y Dana dio un paso atrás sobrecogida.

—¡Ese joven novicio tiene unas manos prodigiosas! —exclamó el
strigoi
.

—¿Esto es lo que queríais ver? —inquirió Dana. En aquella sala apenas había un puñado de libros, pero todos eran verdaderas joyas, de cubiertas plateadas y piedras preciosas encastradas—. Apenas recuerdo cómo era el libro que buscáis —mintió—, podría ser cualquiera de éstos…

—¡No enciendas mi cólera, mujer! ¡Lo reconoceré cuando vea el brillo de tus ojos! —Paseó la vista alrededor, pensativo—. Los monjes ocultan obras demasiado peligrosas o valiosas. El cincelador hispano sabía que no podría contener la lengua y se inmoló a tiempo… —razonó lleno de odio—. ¡Maldito sea por siempre! Está bien, encontraré el modo de acceder…

—¿Adónde?

—Al Trono de Dios…

Observó el fresco a la luz de la antorcha y distinguió unas extrañas palabras escritas en brillante tinta roja, a los pies del Creador, disimuladas entre arquivoltas doradas.

MUVEA TSE REPMES OLLI TE ONIMOD A SINMO

Dana observó con atención. Deseó preguntar qué podían significar, pero la tensión del
strigoi
era elocuente.

—Si tuviera entre mis manos el cuello de Berenguer… —La frase murió en sus oscuros labios; alzó las cejas, sus pálidas pupilas refulgían—. ¡Está al revés! —Pasó el dedo índice por las palabras y las fue traduciendo—. Eternamente… es… siempre… él… y… Dios Todo.

De pronto se oyó un estruendo procedente de las plantas inferiores.

Vlad se volvió con el rostro contraído por la furia.

—Puede que los monjes ya estén aquí… —le advirtió Dana en un susurro. El cuerpo tembloroso de su hijo hizo que desistiera de provocarle—. Tal vez aún puedas escapar.

Pero el
strigoi
no la escuchaba, tenía la mirada fija en un anaquel situado junto a la entrada, justo enfrente del fresco.

—¡No puede ser! —exclamó mientras se acercaba.

Cuando apoyó la mano en el anaquel, todos los libros temblaron de forma extraña formando ángulos imposibles.

Dana cerró los ojos. La biblioteca podía protegerse de cualquier peligro excepto de aquel sagaz demonio.

—¡Otro espejo! Con un eje para poder inclinarlo y con palabras grabadas…

Sobre la bruñida superficie, raspadas profundamente con un punzón, Dana leyó una frase que le resultó incomprensible.

ANTE ET FUIT CUM EST DEO SAPIENTIA

El
strigoi
fue moviendo la superficie lentamente. Hablaba en una lengua extraña, siseando como un ofidio. Se oyó un leve chasquido.

—¡Ya está!

El espejo había quedado fijo en una posición oblicua de tal modo que las palabras grabadas en su superficie se intercalaban con las del fresco, reflejadas en él. Sobre el latón bruñido, las palabras invertidas se reflejaban con algunas letras al revés, pero pudieron leer con facilidad la frase.

ONMIS SAPIENTIA A DEO DOMINO EST

ET CUM ILLO FUIT SEMPER ER EST ANTE AEVUM

—«Toda sabiduría viene del Señor y con Él está eternamente.» —Vlad sonrió triunfal—. El primer versículo del Eclesiástico. Ahora sabemos en qué texto está la clave…

Mientras Vlad revisaba cada palmo del fresco, siguiendo las siluetas de los personajes, Dana vio la última oportunidad. Retrocedió lentamente con Calhan en sus brazos, pero cuando alcanzó el dintel Vlad se volvió hacia ella y, con ojos gélidos, hizo ademán de lanzarle la daga que llevaba al cinto.

—¡No lo hagáis!

La oscura silueta de Brigh se recortó en la entrada. Sus ojos eran dos tizones negros que absorbían la luz. Por primera vez el valaco vaciló y el desconcierto asomó a su pálido rostro.

—Te conozco, tal vez desde hace mucho tiempo… —dijo Vlad. Bajó el arma sin apartar los ojos de la joven, como si sus almas hubieran conectado. Finalmente se recompuso—. ¡Si os movéis, ambas moriréis!

Se volvió hacia el fresco y Dana abrió los brazos para acoger a Brigh. El
strigoi
había atendido su ruego. ¿Cómo había vencido la joven su férrea voluntad
?
Ella misma podía percibir la extraña energía que emanaba de su cuerpo…

—Los muros están llenos de pequeños orificios —murmuró el
strigoi
—. Si no atinamos, sufriremos quién sabe qué perversidad urdida por el monje arquitecto. La clave se encuentra en el texto bíblico de la inscripción.

Tomó una de las lujosas biblias y comenzó a hojearla tratando de recuperar la concentración, pero miraba de soslayo a Brigh con una mezcla de desconcierto y admiración. Su interés por descubrir el último secreto languidecía.

—En el Eclesiástico —musitó para sí—. ¿Verdad, hermano Berenguer? ¡Ahí está la clave! —Fue susurrando los versículos hasta detenerse en uno de ellos—. «La corona de la Sabiduría es el temor de Dios…»

El Pantocrátor estaba coronado por un anillo dorado del que brotaban tres llamas. Vlad se irguió en toda su estatura y presionó las piedras de la corona, pero no tardó en desistir con el ceño fruncido. Había fallado. Regresó al texto bíblico.


«Initium sapientiæ timor Domini
… El principio de la sabiduría es el temor de Dios.» —Pensó rápido, en voz alta—. No es el hombre digno de contemplar su imagen… ¡El espejo! ¡Para vencer a Medusa, Perseo usó el espejo!

Tras el latón, exactamente en el punto del espejo donde se reflejaba la corona de Dios, había una diminuta repisa para depositar una vela. El valaco respiró hondo y la presionó con fuerza.

Capítulo 92

Guibert oteó la oscuridad tratando de dilucidar qué ocurría en la planicie. La tenue claridad lunar le había permitido ver a Brian batiéndose con dos sombras. Sin poder contenerse, cargó las pequeñas ballestas y salió a la carrera.

El abad acusaba la debilidad de las penurias sufridas en el cautiverio, pero su depurada técnica le permitía mantener a raya a los atacantes. El novicio apretó los dientes. Toda la frustración contenida durante esa fatídica noche brotó como un torrente. Cuando se hallaba a treinta pasos, se detuvo, apuntó y abatió al que estaba más alejado de Brian. El desconcierto fue aprovechado por el monje, que abatió al segundo de un profundo tajo en el estómago.

Brian permaneció de pie, recuperando el aliento. Estaba fatigado pero sabía que aún le aguardaba una dura prueba. Rogó a Dios para que le permitiera conservar las fuerzas necesarias hasta el final.

En ese momento se oyó un sordo rumor procedente del bosque. Un grupo de jinetes apareció en el camino. Brian se sintió aliviado al distinguir los hábitos benedictinos de sus hermanos. Eber portaba a Eithne en la grupa. La anciana mostraba un aspecto de viva preocupación.

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