Las huellas imborrables (19 page)

Read Las huellas imborrables Online

Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las huellas imborrables
4.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Sí, claro. La hija de Elsy. Ahora lo veo claro. Entra.

Erica obedeció y miró curiosa a su alrededor. Era una casa luminosa y agradable, con las paredes llenas de fotos de los hijos y los nietos, y quizá incluso de los biznietos.

–Es el clan al completo –explicó Britta sonriente al tiempo que señalaba la colección de fotografías.

–¿Cuántos hijos tiene? –preguntó Erica cortés mirando las fotografías.

–Tres hijas. Y, por el amor de Dios, no me trates de usted, que me hace sentir vieja. No porque no lo sea, pero una no tiene por qué sentirse así. Después de todo, la edad no es más que una cifra.

–Sí, eso es verdad –convino Erica riendo. Aquella señora le caía estupendamente.

–Ven y siéntate –le propuso Britta rozándole el codo. Después de haberse quitado zapatos y chaqueta, Erica la acompañó hasta la sala de estar.

–¡Qué casa más bonita!

–Llevamos cincuenta y cinco años viviendo aquí –contó Britta con una expresión dulce en el rostro iluminado por una sonrisa. Se sentó en un sofá grande con estampado de flores y dio unas palmaditas en el asiento de al lado–. Siéntate aquí para que podamos charlar un rato. Me ha encantado conocerte, que lo sepas. Elsy y yo… fuimos muy amigas en nuestra juventud.

Por un instante, Erica creyó percibir el mismo tono extraño que cuando estuvo hablando con Axel, pero, si así fue, desapareció enseguida y Britta volvió a sonreír dulcemente.

–Verás, limpiando el desván encontré varios objetos que pertenecieron a mi madre y… me entró curiosidad, sencillamente. No sé mucho sobre ella. Por ejemplo, ¿cómo os conocisteis?

–Elsy y yo éramos compañeras de banco. Nos tocó sentarnos juntas el primer día de escuela y, bueno, así seguimos siempre.

–Y también conocíais a Erik y a Axel Frankel, ¿verdad?

–Sí, bueno, más a Erik que a su hermano Axel, que era unos años mayor que nosotros y, seguramente, pensaba que éramos unos mocosos que no hacíamos más que incordiar. Eso sí, era guapísimo.

–Sí, eso tengo entendido –rio Erica–. Aún se le nota, por cierto.

–Sí, me inclino por darte la razón, pero no se lo digas a mi marido –susurró Britta fingiendo una confesión secreta.

–Prometido. –A Erica le gustaba cada vez más la vieja amiga de su madre–. ¿Y Frans? Por lo que he sabido, Frans Ringholm también formaba parte de vuestro grupo, ¿no?

Britta se puso rígida.

–Frans, sí, claro. Él también formaba parte de nuestro grupo.

–No parece que te entusiasme Frans…

–¿Que no me entusiasma? Oh, sí, yo estaba perdidamente enamorada de él. Pero debo confesar que nunca me correspondió. Él sólo miraba a una persona.

–Ajá, ¿a quién? –preguntó Erica, pese a que ya conocía la respuesta.

–Frans sólo tenía ojos para tu madre. Le iba detrás como un cachorrillo. Y no porque le diese ningún resultado, tu madre jamás se habría fijado en alguien como Frans. Eso sólo lo hacíamos las tontainas como yo, que no se interesaban más que por la superficie. Porque atractivo sí que era. Tenía ese atractivo un tanto peligroso que tanto apreciamos en la adolescencia, aunque a una edad más madura resulte aterrador.

–Pues… no sé –objetó Erica–. Yo creo que los hombres peligrosos siguen conservando su poder de atracción sobre mujeres de más edad.

–Seguramente tienes razón –admitió Britta mirando por la ventana–. Pero, por suerte, a mí se me pasó con la edad. Y se me pasó el interés por Frans. Él… no era un hombre con el que una deseara compartir la vida, no como mi Herman.

–¿No crees que te juzgas con un exceso de dureza? Me refiero a que, desde luego, no pareces ninguna tontaina.

–No, ahora ya no. Pero, más vale admitirlo, hasta que conocí a Herman y tuve a mi primera hija… No, yo no era precisamente una buena chica.

La franqueza de Britta sorprendió a Erica. Era un juicio muy duro el que emitía sobre sí misma.

–¿Y Erik? ¿Cómo era?

Britta miró una vez más por la ventana. Se diría que estaba reflexionando sobre la pregunta. Luego, su rostro volvió a dulcificarse.

–Erik era, ya entonces, un viejo prematuro. Aunque no lo digo en tono despectivo. Sencillamente, pensaba como un abuelo. Y era razonable como un adulto. Pensaba mucho. Y leía una barbaridad. Siempre, siempre andaba con la cabeza hundida en algún libro. Frans solía meterse con él por ello, pero Erik siempre salía airoso, con aquello de que su hermano era quien era.

–Por lo que parece, Axel tenía mucho éxito.

–Axel era un héroe. Y Erik, quien más lo admiraba de todos. Adoraba la tierra que pisaba su hermano. Para Erik, Axel no podía equivocarse. –Britta le dio a Erica una palmadita en la pierna y se levantó bruscamente–. ¿Sabes qué? Voy a poner una cafetera antes de que sigamos hablando. Así que la hija de Elsy. Me encanta, de verdad que me encanta.

Erica se quedó donde estaba mientras Britta iba a la cocina. Oyó el tintineo de la vajilla y el agua del grifo. Luego, de pronto, el silencio. Erica aguardó tranquilamente en el sofá, disfrutando de la vista que tenía delante. Pero, al cabo de unos minutos, al ver que no se oía el menor ruido, empezó a extrañarse.

–¿Britta? –la llamó en voz alta sin obtener respuesta. Se levantó y se dirigió a la cocina para buscar a su anfitriona.

Halló a Britta sentada a la mesa de la cocina, con la vista al frente y la mirada perdida. Uno de los fogones estaba incandescente y la cafetera vacía empezaba a humear. Erica corrió a retirarla del fuego.

–¡Joder! –gritó al quemarse con el asa. Para mitigar el dolor, puso un rato la mano bajo el chorro de agua fría. Se volvió hacia Britta. Era como si se le hubiese apagado la mirada.

–¿Britta? –preguntó en voz baja. Sintió una punzada de preocupación al pensar que tal vez la mujer hubiese sufrido algún tipo de ataque, pero Britta se volvió finalmente hacia ella.

–¡Elsy, por fin te has decidido y has venido a verme!

Erica la miraba estupefacta. E intentó hacerla entrar en razón:

–Britta, soy Erica, la hija de Elsy.

La mujer no parecía registrar lo que le decía. Antes al contrario, susurró en voz muy baja:

–Elsy, llevo tanto tiempo queriendo hablar contigo…Tengo tantas cosas que explicarte… Pero no he podido…

–¿Qué es lo que no has podido explicar? ¿De qué querías hablar con Elsy? –Erica se sentó frente a Britta, sin poder ocultar su curiosidad. Por primera vez desde que encontró las pertenencias de su madre, sentía que estaba a punto de descubrir el meollo de todo aquello. De descubrir la explicación de lo que había intuido durante su conversación con Erik y luego con Axel. Algo que estaba escondido, algo que nadie quería que ella supiera.

Pero Britta la miraba desconcertada, sin pronunciar ni una sola palabra. Una parte de Erica quería inclinarse y zarandearla, obligarla a contar lo que había estado a punto de revelarle. En cambio, insistió con sus preguntas:

–¿Qué es lo que no pudiste explicar? ¿Algo relacionado con mi madre? ¿Qué?

Britta hizo un gesto con la mano para mandarla callar, pero se inclinó luego hacia Erica. Con voz queda, susurrante, le dijo:

–Quería hablar contigo. Pero los huesos viejos. Tienen que… descansar en paz. De nada sirve… Erik dijo que… soldado desconocido… –su voz murió en un murmullo ininteligible y Britta fijó la vista en el infinito.

–¿Qué huesos? ¿De qué hablas? ¿Qué dijo Erik? –Sin darse cuenta, Erica había empezado a alzar la voz y, en el silencio de la cocina, resonó como un grito. Britta reaccionó tapándose los oídos con las manos y salmodiando una retahíla inextricable de palabras, como los niños cuando no quieren oír una regañina.

–¿Qué está pasando aquí? ¿Y tú quién eres? –Una voz airada de hombre la interpelaba a su espalda y Erica se dio la vuelta sin levantarse de la silla. Un hombre alto con una corona de cabello cano alrededor de la mollera calva y con dos bolsas del supermercado en la mano la miraba fríamente. Erica comprendió que debía de tratarse de Herman. Y se puso de pie.

–Lo siento, yo… Soy Erica Falck. Britta conoció a mi madre de joven y sólo quería hacerle unas preguntas. Al principio todo parecía normal… pero luego… y había encendido el fogón. –Erica se oía balbucir, pero toda aquella situación resultaba increíblemente desagradable. A su espalda, Britta continuaba entonando la misma cantinela incomprensible.

–Mi mujer tiene Alzheimer –dijo Herman dejando las bolsas en el suelo. La frase destilaba un pesar indecible y Erica notó una punzada de remordimientos. Alzheimer. Claro, debería haberlo comprendido. Aquellos rápidos cambios entre la más absoluta lucidez y una actitud de absorto desconcierto… Recordó haber leído que el cerebro de los pacientes de Alzheimer degenera hasta conducirlos a una especie de zona fronteriza donde, finalmente, sólo les queda una nebulosa.

Herman se acercó a su mujer y le apartó cariñosamente las manos de los oídos.

–Britta, querida. He tenido que salir a hacer la compra, pero ya he vuelto. Chist… Venga, no pasa nada… –Fue meciéndola con suavidad hasta que Britta empezó a abandonar su letanía. El hombre miró a Erica–. Será mejor que te vayas. Y me gustaría que no volvieras.

–Pero… Britta ha mencionado algo sobre… Es que necesitaría saber… –Erica tropezaba con las palabras en un intento de expresarse con acierto, pero Herman la miró a los ojos y repitió:

–No vuelvas por aquí.

Erica salió de la casa amilanada, sintiéndose como un ladrón, como una intrusa. A sus espaldas oía a Herman intentando calmar a su mujer. Pero en su cabeza resonaban las palabras de Britta, lo que le dijo sobre «viejos huesos». ¿A qué habría querido referirse?

Los geranios habían florecido con insólita belleza aquel verano. Viola iba cortando amorosamente las hojas mustias de las flores. Era necesario, si quería que mantuvieran su frescura. Su plantación de geranios era, a aquellas alturas, impresionante. Todos los años cortaba algunos esquejes de los que ya tenía, los plantaba cuidadosamente en tiestos pequeños para trasplantarlos a macetas más grandes una vez hubiesen echado raíces. Su favorito era el geranio enredadera. Ninguno lo superaba en belleza. Había algo en la combinación del rosa delicado de las flores y lo desmañado e informe de los tallos que conformaba toda una experiencia estética. Aunque el geranio aromático también era bonito.

Eran muchos. Los amantes de los geranios eran muchos. Desde que su hijo la inició en el fantástico mundo de Internet, participaba en tres foros y estaba suscrita a cuatro boletines de novedades. Sin embargo, lo más satisfactorio era el intercambio de correos electrónicos con Lasse Anrell. Si alguien amaba los geranios más que ella, ese era Lasse, sin duda. Empezaron a cartearse desde que Viola asistió a una de las charlas sobre su libro acerca de los geranios. Aquella tarde, Viola tenía muchas preguntas que hacer. Se cayeron bien enseguida y ahora deseaba ver aparecer sus mensajes, que se materializaban en la bandeja de entrada de vez en cuando. Erik solía bromear con eso. Decía que, en realidad, ella tenía con Lasse Anrell una aventura a sus espaldas y que toda aquella charla sobre los geranios era, en el fondo, un código secreto para actividades mucho más amorosas… Y en concreto, sobre el significado del nombre «geranio aromático» tenía Erik una teoría casera y, de hecho, así llamaba él a su… bueno, justamente, lo llamaba «geranio aromático». Viola se ruborizó un poco al recordarlo, pero el rubor desapareció enseguida para dar paso a las lágrimas cuando, por enésima vez en los últimos días, tomó conciencia de que Erik ya no estaba.

La tierra de los geranios absorbió con ansia el agua mientras ella los iba rociando con la regadera. Era muy importante no regarlos en exceso. En realidad, había que esperar a que la tierra estuviese lo bastante seca antes de volver a regar. Aquello constituía una metáfora muy adecuada para su relación con Erik, en más de un sentido. La tierra de ambos estaba bien seca cuando se conocieron, y los dos se esmeraban por no regar demasiado lo que había entre ellos. Continuaron viviendo cada uno en su casa, viviendo cada uno su vida y viéndose cuando tenían ganas y fuerzas para ello. Fue una promesa que se hicieron desde el principio. Que su relación sería fuente de alegrías y no estaría lastrada por las trivialidades del día a día. Sólo un intercambio mutuo de cariño, amor y buena conversación. Cuando estuviesen de ánimo.

Viola dejó la regadera en el suelo y se enjugó las lágrimas en las mangas de la camisa cuando oyó que llamaban a la puerta. Respiró hondo, echó una última ojeada a sus geranios para hacer acopio de valor y fue a abrir.

Fjällbacka, 1943

–Britta, tranquilízate… ¿Qué ha pasado? ¿Se ha emborrachado otra vez? –Estaban sentadas en la cama y Elsy trataba de calmar a su amiga acariciándole la espalda. Britta asintió. Intentó decir algo, pero sólo logró emitir un sollozo. Elsy la abrazó y siguió acariciándola.

–Vamos, vamos, pronto podrás irte de casa. Entrar a servir en algún sitio. Y librarte de ese calvario.

–No pienso… No pienso volver nunca más –gimoteó Britta con la cara hundida en el pecho de Elsy.

Elsy notó que las lágrimas le humedecían la camisa, pero no le importaba.

–¿Ha vuelto a pegarle a tu madre?

Britta asintió.

–Sí, le pegó en la cara. Y ya no he visto más, salí corriendo de allí. ¡Ay, si yo fuera chico! Entonces le habría dado una buena tunda.

–Anda ya, con lo guapa que eres, habría sido una lástima que hubieras sido chico –repuso Elsy meciéndola entre risas. Conocía a su amiga lo suficiente como para saber que los halagos solían ponerla de buen humor.

–Ummm… –replicó Britta, algo más calmada–. Pero me dan pena mis hermanos pequeños.

–No hay mucho que puedas hacer por ellos –observó Elsy, recreando en su mente la figura de los tres hermanos menores de Britta. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar llena de ira en la situación en que Tor, el padre de su amiga, había puesto a su familia. Era célebre en Fjällbacka por lo mal que le sentaba la bebida y nadie ignoraba que, varias veces por semana, se empleaba con Rut, su mujer, un ser medroso que intentaba ocultar los moratones con el pañuelo si tenía que salir por el pueblo antes de que se le hubiesen borrado de la cara. Los niños también recibían alguna que otra paliza de vez en cuando, pero por lo general eran los dos hermanos pequeños de Britta los que se llevaban todos los golpes. Britta y su hermana solían salir mejor paradas.

–Ojalá se muriera. Ojalá tropezara borracho y cayera y se ahogara –susurró Britta.

Other books

Assassin's Express by Jerry Ahern
Bound by Lies by Lynn Kelling
El viaje de Hawkwood by Paul Kearney
Stranger in Paradise by McIntyre, Amanda
Petra K and the Blackhearts by M. Henderson Ellis
Chasing Xaris by Samantha Bennett
Pretend You Love Me by Julie Anne Peters