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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (23 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–Yo no estaría tan segura –objetó Erica meditabunda. Pensaba en si no debería revelarle algo más a su hermana. En realidad, no tenía nada concreto. Pero la intuición le decía… Sabía que lo que había averiguado desvelaba un perfil de mucha más envergadura, algo que había proyectado su sombra sobre sus vidas. Y, ante todo, la medalla y la camisa debieron de desempeñar un papel relevante en la vida de su madre y, pese a todo, ninguna de las dos había oído una palabra al respecto.

Erica se armó de valor y le habló con detalle de las conversaciones que había mantenido con Erik, con Axel y con Britta.

–¿Quieres decir que fuiste a casa de Axel Frankel para pedirle que te devolviera la medalla de mamá? ¿Un par de días después de que encontraran muerto a su hermano? Joder, debió de pensar que eras un buitre –aseveró Anna con la sinceridad descarnada que sólo era capaz de emplear una hermana menor.

–Oye, oye, ¿quieres saber lo que dijeron o no? –replicó Erica dolida, aunque, hasta cierto punto, estaba de acuerdo con Anna. No podía decirse que hubiese tenido mucho tacto.

Cuando Erica terminó de referirle las tres visitas, Anna se quedó mirándola con el ceño fruncido:

–Pues se diría que ellos conocieron a una persona totalmente distinta. ¿Y qué dijo Britta de la medalla? ¿Sabía ella por qué tenía mamá una medalla nazi?

Erica negó con un gesto.

–No llegué a preguntárselo. Tiene Alzheimer y, al cabo de un rato, empezó a delirar. Luego llegó su marido, que se enojó muchísimo, y… bueno… –Erica carraspeó un poco– …me pidió que me marchara de allí.

–¡Pero Erica! –exclamó Anna–. ¿Fuiste a casa de una pobre mujer enferma? ¡Y diste pie a que su marido te echara de su casa! Desde luego, comprendo que lo hiciera… Creo que todo esto te ha perturbado –aseguró Anna meneando la cabeza con expresión incrédula.

–Ya, bueno, pero ¿no sientes curiosidad? ¿Por qué tendría mamá guardadas todas estas cosas? ¿Y por qué la gente que la conoció nos describe a un ser totalmente distinto? La Elsy de la que ellos hablan no es la que nosotras conocimos. En algún punto del camino sucedió algo… Britta iba a entrar en materia cuando empezó a divagar, algo de viejos huesos y… bah, no me acuerdo bien, pero tuve la sensación de que lo usaba como una especie de metáfora de algo oculto y… No, puede que todo sean figuraciones mías, pero aquí hay algo extraño y pienso llegar al fondo del misterio, y…

En ese momento sonó el teléfono y Erica dejó a medias su incoherente explicación para ir a atenderlo.

–Aquí Erica. Ah, hola, Karin. –Erica se volvió hacia Anna con los ojos como platos–. Sí, gracias, todo bien. Sí, yo también me alegro de hablar contigo por fin. –Le hizo una mueca a Anna, que no parecía entender de qué iba el asunto–. ¿Patrik? No, en estos momentos no está en casa. Se fue con Maja a la comisaría para saludar a los colegas y luego no sé adónde iban. Ajá, vaya… Sí… Claro, seguro que les apetecerá ir a pasear mañana contigo y con Ludde. A las diez. En la farmacia. De acuerdo, se lo diré. Ya te llamará él si tiene otros planes, pero no lo creo. Bueno, pues gracias. Claro, seguro que estaremos en contacto. Gracias, gracias.

–¿Qué pasa? –preguntó Anna desconcertada–. ¿Quién es Karin? ¿Y qué va a hacer Patrik con ella mañana en la farmacia?

Erica se sentó a la mesa. Tras una larga pausa, explicó:

–Karin es la ex mujer de Patrik. Ella y Leffe, el de la banda de música, se han mudado a Fjällbacka. Y da la casualidad de que la baja paternal de Patrik ha coincidido con su baja, de modo que mañana saldrán juntos a pasear.

Anna estaba a punto de morirse de risa.

–¿Me estás diciendo que acabas de concertarle a Patrik una cita para que salga de paseo con su ex mujer? ¡Por Dios santo, esto es increíbleeee! ¿Y no tiene por ahí ninguna ex novia que quiera sumarse? Para que el pobre no se aburra mientras está de baja paternal.

Erica clavó en su hermana una mirada iracunda.

–Por si no te has dado cuenta, ha sido ella la que ha llamado. Y tampoco creo que haya nada de extraño. Los dos están separados. Desde hace varios años. Y de baja al mismo tiempo. No, no tiene nada de extraño. Vamos, que a mí no me supone ningún problema.

–Ya, claro –se reía Anna con las manos en el estómago–. Ya oigo, ya, que no te supone ningún problema…Te está creciendo la nariz por segundos.

Erica sopesó la posibilidad de tirarle a su hermana uno de los bollos, pero al final resolvió contenerse. Anna era muy dueña de creer lo que quisiera, ella
no
era celosa.

–¿Vamos a hablar con la mujer de la limpieza ahora mismo? –propuso Martin. Patrik vaciló un instante y sacó el móvil.

–Antes voy a comprobar que todo va bien con Maja.

Recibido el informe de Annika, se guardó el móvil en el bolsillo y asintió.

–Vale, tranquilo. Annika acaba de dormirla en el cochecito. ¿Tienes la dirección? –le preguntó a Paula.

–Sí, aquí la tengo –respondió Paula hojeando el bloc de notas, antes de leerla en voz alta.

–Se llama Laila Valthers. Aseguró que estaría en casa todo el día –añadió–. ¿Sabes dónde queda?

–Sí, es una de las casas que hay junto a la rotonda de la entrada sur de Fjällbacka.

–¿Las casas amarillas? –quiso asegurarse Martin.

–Exacto, sabrás llegar, ¿verdad? Sólo tienes que girar a la derecha ahí delante, cerca de la escuela.

No les llevó más de un par de minutos llegar al edificio en cuestión. Laila estaba en casa, como había prometido. Se la veía un tanto asustada cuando les abrió la puerta. Y no parecía muy dispuesta a dejarlos entrar, por lo que se quedaron todos en el vestíbulo. En realidad, no tenían tantas preguntas que hacerle, de modo que no vieron motivo para pedirle que les permitiese entrar en su casa.

–Es usted la asistenta de los hermanos Frankel, ¿es correcto? –preguntó Patrik con voz serena y tranquilizadora, como poniendo todo su empeño en hacer que su presencia allí resultase lo menos amenazadora posible.

–Sí, pero espero no tener problemas por eso… –contestó Laila con voz queda y susurrante. Era una mujer menuda y de baja estatura, y parecía haberse vestido como para estar en casa todo el día, con ropa cómoda de color marrón de un material similar a la lana. Tenía el pelo de ese color indefinido que suele llamarse gris ratón, y llevaba un corte seguramente muy práctico, pero cuyo efecto estético dejaba mucho que desear. La mujer se balanceaba nerviosa de un lado a otro, con los brazos cruzados, y parecía muy interesada por oír la respuesta a su pregunta. Patrik creyó comprender dónde le apretaba el zapato.

–Trabajaba con ellos sin contrato y cobraba en negro, ¿verdad? ¿Se refiere a eso? Le aseguro que nosotros no nos metemos en esas cosas y que no vamos a denunciarlo ni nada por el estilo. Estamos investigando un asesinato, así que nuestro interés se centra en asuntos muy distintos. –Patrik trató de tranquilizarla con una sonrisa y consiguió que Laila cesara en su nervioso balanceo.

–Pues sí, sencillamente, cada dos semanas me dejaban un sobre con dinero en la consola de la entrada. Habíamos acordado que iría todos los miércoles de las semanas pares.

–¿Tenía llave?

Laila negó con la cabeza.

–No, ellos la dejaban bajo el felpudo, y allí la dejaba yo también una vez terminado el trabajo.

–¿Y cómo es que no ha ido a limpiar en todo el verano? –Fue Paula quien hizo la pregunta cuya respuesta tanto deseaban conocer. La incógnita que debían despejar.

–Yo creía que tendría que ir. No habíamos acordado nada en otro sentido. Pero cuando me presenté allí como siempre, la llave no estaba debajo del felpudo. Llamé a la puerta, pero no me abrieron. Y entonces intenté telefonear, por si se trataba de algún malentendido, pero nadie cogió el teléfono. Bueno, yo sabía que Axel, el mayor, estaría fuera todo el verano, como llevaba haciendo todos los años que llevo limpiando en su casa. Al ver que no había nadie, supuse que el otro hermano también se habría marchado a pasar el verano fuera. Aunque me pareció una desfachatez que no se molestaran en avisarme. Pero claro, ahora comprendo el porqué… –dijo bajando la mirada.

–¿Y no vio nada fuera de lo normal? –intervino Martin.

Laila negó con vehemencia.

–No, no podría afirmar que fuera así. No, nada que me llamase la atención.

–¿Recuerda qué fecha era? –quiso saber Patrik.

–Sí, claro que lo sé. Porque fue el día de mi cumpleaños. Y pensé que vaya mala suerte, no tener trabajo justo el día de mi cumpleaños. Había pensado comprarme algo con el dinero que me pagaran ese día. –Laila guardó silencio y Patrik insistió discretamente:

–¿Y bien? ¿Qué día era?

–¡Ah, sí, qué tonta! –repuso algo incómoda–. Era el 17 de junio. Completamente seguro. El 17 de junio. Y, además, fui a mirar en otras dos ocasiones. Pero seguía sin haber nadie y la llave seguía sin estar donde debía. Así que supuse que se habían olvidado de avisarme de que no estarían en casa este verano. –Se encogió de hombros con un gesto que indicaba que estaba acostumbrada a que la gente no le avisara de nada.

–Gracias, es una información sumamente valiosa. –Patrik le tendió la mano para despedirse y se estremeció al notar el flácido apretón. Era como si alguien le hubiese puesto en la mano un pescado muerto.

–Bueno, ¿qué opináis vosotros? –preguntó Patrik una vez en el coche, ya rumbo a la comisaría.

–Creo que podemos sacar la conclusión bastante fundada de que Erik Frankel fue asesinado entre el 15 y el 17 de junio –declaró Paula.

–Sí, coincido contigo –convino Patrik asintiendo mientras tomaba la curva cerrada que había justo antes de Anrås a una velocidad excesiva, con lo que estuvo a punto de estrellarse contra el camión de la basura. Leif, el de la basura, lo amenazó con el puño y Martin se agarró aterrado al asidero que había sobre la puerta.

–¿Es que te regalaron el permiso de conducir por Navidad? –preguntó Paula desde el asiento trasero, en apariencia impertérrita ante la experiencia mortal que acababan de vivir.

–¿Qué insinúas? Soy un conductor de primera –replicó Patrik ofendido, buscando apoyo en la mirada de Martin.

–¡Desde luego! –terció este con sorna volviéndose hacia Paula–. ¿Sabes? Intenté apuntarlo en el programa «Los peores conductores de Suecia», pero supongo que consideraron que le sobraba cualificación y que, si él participaba, no habría competición propiamente dicha.

Paula soltó una risita y Patrik resopló airado.

–No comprendo a qué te refieres. Con la de horas que hemos pasado juntos en el coche, ¿he chocado alguna vez o he tenido acaso el menor incidente? No, ¿verdad? Llevo años y años conduciendo de forma impecable, así que eso que dices es absolutamente insultante –volvió a resoplar y miró a Martin con encono, lo que hizo que casi se estrellara con el Saab que iba delante y tuviera que meter el freno de mano.


I rest my case
–declaró Martin tapándose la cara con las manos mientras Paula se desternillaba de risa en el asiento trasero.

Patrik estuvo enfurruñado todo el camino de regreso a la comisaría, pero, al menos, se atuvo a los límites de velocidad.

Después de ver a su padre, aún le duraba la ira. Frans siempre había provocado en él el mismo efecto. O quizá no, no siempre. Cuando era pequeño, la sensación dominante era de decepción. Decepción mezclada con un amor que, con el transcurso de los años, se convirtió en un núcleo duro de odio y de rabia. Era consciente de que había permitido que esos sentimientos gobernasen sus opciones en la vida, lo que en la práctica era tanto como haber permitido que su padre gobernase su vida. Pero era algo ante lo que se sentía totalmente impotente. Bastaba con recordar la sensación que experimentaba de niño, en las incontables ocasiones en que su madre lo llevaba a ver a Frans a la cárcel. La sala de visitas, fría y gris. Totalmente impersonal, exenta de todo sentimiento. Los torpes intentos de su padre de hablar con él, de fingir que participaba en su vida y que no sólo la miraba desde lejos. Desde detrás de los barrotes.

Hacía ya muchos años que su padre terminó el último asalto en el
ring
de la cárcel. Claro que eso no implicaba que se hubiese vuelto mejor persona. Sólo que se había vuelto más listo. Había elegido otro camino. Y, como consecuencia de ello, Kjell había tomado el diametralmente opuesto. Y empezó a escribir sobre las organizaciones xenófobas con tal pasión y frenesí que cobró fama y reputación más allá de las fronteras del
Bohusläningen
. Con no poca frecuencia, cogía un avión de Trollhättan a Estocolmo para participar en algún programa de televisión en el que exponía cuáles eran las fuerzas destructivas del nazismo y cómo podía combatirlas la sociedad. A diferencia de muchos otros, que, en consonancia con el espíritu blandengue del momento, habrían querido invitar al plató a las organizaciones neonazis para ofrecer una discusión abierta, él preconizaba una línea más dura. No había que tolerarlas en absoluto. Había que combatirlas en todos los órdenes, presentarles oposición allí donde decidieran expresarse y, sencillamente, tratarlos como a la inmundicia indeseable que de hecho eran.

Aparcó el coche ante la casa de su ex mujer. En esta ocasión, no se molestó en avisar. Cuando lo hacía, ella aprovechaba a veces para salir de casa antes de que él llegara. Pero en esta ocasión, quiso asegurarse de que estaría en casa. Estuvo sentado en el coche un buen rato, a cierta distancia, hasta que la vio. Al cabo de una hora, apareció con el coche, que aparcó ante la entrada de la casa. Al parecer, venía de hacer la compra, porque sacó del vehículo un par de bolsas del Konsum. Kjell aguardó hasta verla entrar antes de recorrer los cien metros que lo separaban de la vivienda. Salió del coche y aporreó la puerta con decisión. Carina adoptó una expresión de cansancio en cuanto vio quién llamaba.

–¿Así que eres tú? ¿Qué quieres? –le dijo parcamente. Kjell sintió crecer la irritación. Que aquella mujer no pudiese comprender la gravedad de la situación… Comprender que era hora de actuar con mano de hierro. Sentía en el pecho la quemazón de los remordimientos, que encendía aún más su rabia. ¿Por qué tiene que parecer siempre tan… destrozada? Aún. Después de diez años.

–Tenemos que hablar; de Per. –Kjell se coló bruscamente en el vestíbulo y empezó a quitarse los zapatos y la cazadora, haciéndole ver que pensaba entrar. Por un instante pareció que Carina iba a protestar, pero luego se encogió de hombros y se encaminó a la cocina, donde se colocó de brazos cruzados y de espaldas a la encimera, como preparada para el combate. Era un juego al que habían jugado infinidad de veces.

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