Las llanuras del tránsito (109 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Se volvieron y saludaron con la mano, pero Jondalar se sintió aliviado de partir. Nunca podría recordar aquel campamento sin experimentar sentimientos contradictorios.

La nieve comenzó a caer de nuevo cuando se pusieron en marcha. Los habitantes del campamento agitaban las manos en señal de despedida y les deseaban buena suerte.

–Buen viaje, S’Elandon.

–Buen viaje, S’Ayla.

Mientras se alejaban bajo la lluvia de copos blancos que enturbiaban la visión, entre quienes contemplaban su partida no había uno solo que no creyera –o no quisiera creer– que Ayla y Jondalar habían aparecido allí para salvarlos del yugo de Attaroa y libertar a los hombres. Apenas la pareja montada a caballo desapareció de la vista, se transformarían en la Gran Madre Tierra y Su Rubio y Celestial Compañero, y se montarían en los vientos para atravesar los cielos, seguidos por su fiel protector, la Estrella del Lobo.

Capítulo 34

Regresaron al Río de la Gran Madre y Ayla encabezó la marcha por el mismo sendero que había seguido para descubrir el campamento s’armunai; pero cuando llegaron al cruce del río, decidieron vadear el afluente más pequeño y después enfilar hacia el sudoeste. En busca del río cabalgaron por la campiña atravesando llanuras batidas por el viento de la antigua cuenca de tierras bajas que separaba los grandes sistemas montañosos.

A pesar de que nevaba poco, con frecuencia tenían que protegerse de la ventisca más o menos inclemente. En el frío intenso, los copos de nieve seca se elevaban y desplazaban de un lugar a otro impulsados por los vientos implacables, hasta convertirse en un polvo helado que a veces se mezclaba con las partículas de polvo de roca –loess– provenientes de las márgenes de los glaciares en movimiento. Cuando el viento era muy fuerte, les quemaba la piel desnuda. Las hierbas achaparradas de los lugares más expuestos hacía mucho que habían sido aplastadas, pero los vientos que impedían que la nieve se acumulase, excepto en los parajes resguardados, destapaban el forraje amarillento en la medida suficiente para permitir que los caballos pastaran.

Para Ayla, el trayecto de regreso fue mucho más rápido –ahora no se esforzaba por seguir una pista en un terreno difícil–, pero Jondalar se sorprendió ante la distancia que era preciso recorrer para llegar al río. Nunca hubiera imaginado haber estado tan al norte. Sospechó que el campamento s’armunai no estaba lejos del Gran Hielo.

Acertaba en sus cálculos. Si hubieran avanzado hacia el norte, podrían haber llegado a la maciza pared frontal del hielo continental en dos o tres días. A principios del verano, poco antes de iniciar el viaje, cazaron mamuts en la cara helada de la misma gigantesca barrera septentrional, pero mucho más hacia el este. Después descendieron a lo largo de la cara oriental de un pronunciado arco de montañas, rodeando la base meridional, y ascendieron por el flanco occidental de la cadena casi hasta alcanzar de nuevo las estribaciones del glaciar de enormes proporciones.

Dejando atrás los últimos ramales de las montañas que habían prevalecido en el curso de sus viajes, viraron hacia el oeste cuando llegaron al Río de la Gran Madre y comenzaron a aproximarse al promontorio septentrional de la cadena aún más ancha y elevada que aparecía al oeste. Estaban desandando camino en busca del lugar en el que habían dejado el equipo y las provisiones, por lo que seguían la misma ruta que habían comenzado en una etapa anterior a la estación, cuando Jondalar creyó que disponían de tiempo sobrado... hasta la noche en que el rebaño salvaje les arrebató a Whinney.

–Las señales parecen conocidas; debe ser por aquí –dijo Jondalar.

–Recuerdo ese peñasco, pero todo lo demás parece distinto. –Ayla examinaba el paisaje que se le antojaba diferente.

Se había acumulado más nieve, asentada firmemente en aquel paraje. La orilla del río estaba helada, y con la nieve amontonada en pequeños montículos que tapaban todas las grietas, era difícil saber dónde terminaba la orilla y comenzaba el río. Los fuertes vientos y el hielo que se había formado sobre las ramas durante los sucesivos períodos de congelación y deshielo de la temporada habían derribado varios árboles. Los matorrales y los arbustos se doblaban bajo el peso del agua helada adherida a las ramas; cubiertos de nieve, a menudo semejaban, a los ojos de los viajeros, elevaciones o montículos de rocas, hasta que se quebraban cuando ellos intentaban remontarlos.

La mujer y el hombre se detuvieron cerca de un bosquecillo y exploraron cuidadosamente el sector, tratando de descubrir algo que les proporcionase algún indicio del lugar donde habían dejado la tienda y los alimentos.

–Seguramente estamos cerca. Sé que éste es el lugar indicado, aunque lo encuentro muy distinto –dijo Ayla, quien, tras una corta pausa, miró al hombre–. Muchas cosas son diferentes de lo que parecen, ¿no es así, Jondalar?

–Bien, sí. –Él la miró desconcertado–. En invierno las cosas parecen distintas que en verano. Es lógico.

–No me refiero sólo a la tierra –dijo Ayla–. Es difícil de explicar. Es como cuando partimos y S’Armuna te encargó que le dijeras a tu madre que le enviaba su afecto, pero agregó que lo enviaba Bodoa. Ése era el nombre que tu madre usaba para ella, ¿verdad?

–Sí, estoy seguro de que fue eso lo que quiso decir. Cuando era joven probablemente la llamaban Bodoa.

–Pero tuvo que renunciar a su propio nombre cuando se convirtió en S’Armuna. Exactamente como la Zelandoni de quien hablamos, la que fue conocida con el nombre de Zolena –agregó Ayla.

–Se renuncia de buena gana al nombre. Es parte de la transformación de La Que Sirve a la Madre –indicó Jondalar.

–Entiendo. Sucedió lo mismo cuando Creb se convirtió en el Mog-Ur. No tuvo que renunciar a su nombre inicial, pero cuando dirigía una ceremonia como el Mog-Ur era alguien distinto. Cuando era Creb, se asemejaba a su tótem natal, el Corzo, y era tímido y discreto, parecía que estaba observándolo todo desde su escondrijo. Pero cuando era Mog-Ur, adoptaba la actitud de un ser poderoso y dominante, como correspondía a su tótem del Oso de las Cavernas –dijo Ayla–. Nunca era exactamente lo que parecía.

–Ayla, contigo también pasa un poco lo mismo. Casi siempre escuchas mucho y no dices gran cosa. Pero cuando alguien está herido o se ve en dificultades, tú casi te conviertes en una persona distinta. Asumes el control. Dices a la gente lo que tiene que hacer, y la gente obedece.

–Nunca lo pensé de ese modo. –Ayla frunció el ceño–. Se trata sólo de que deseo ayudar.

–Lo sé. Pero es más que el deseo de ayudar. Por lo general sabes lo que es necesario hacer, y la mayoría de la gente lo advierte. Creo que por eso haces lo que dices. En mi opinión, podrías ser La Que Sirve a la Madre, si tú lo quisieras –dijo Jondalar.

–No creo que quisiera eso. –Ayla frunció aún más el entrecejo–. No desearía renunciar a mi nombre. Es lo único que me queda de mi verdadera madre, del tiempo anterior a mi vida en el clan. –De pronto, su cuerpo se puso rígido en tanto señalaba un montículo cubierto de nieve, extrañamente simétrico–. ¡Jondalar!, mira allí...

El hombre fijó la vista en el lugar que ella indicaba, al principio sin ver lo que Ayla veía; de súbito, la forma cobró significado en su conciencia.

–¿Será eso...? –dijo, y espoleó a Corredor.

El montículo estaba en el centro de una maraña de espinos, y ese detalle acentuó la excitación de los dos viajeros. Desmontaron. Jondalar encontró una rama gruesa y comenzó a abrirse paso a través del matorral de espinos. Cuando llegó al centro y tocó el montículo simétrico, la nieve se desprendió y apareció el bote redondo invertido.

–¡Es aquí! –exclamó Ayla.

Golpearon y sacudieron las largas ramas de espino, hasta que pudieron llegar al bote y a los bultos cuidadosamente envueltos que estaban ocultos debajo.

Sin embargo, la protección no había sido totalmente eficaz, y fue Lobo quien les aportó el primer indicio. Era evidente que estaba agitado por un olor que todavía flotaba en el lugar, y cuando encontraron excrementos de lobo, comprendieron la razón. Los lobos habían saqueado el escondrijo. Sus intentos de abrir a dentelladas los bultos habían tenido éxito en algunos casos. Incluso la tienda estaba desgarrada, pero les sorprendió que el daño no fuera aún más grave. Por regla general, los lobos no podían mantenerse alejados del cuero, y una vez caía en sus fauces, les encantaba masticarlo.

–Podemos agradecérselo al repelente. Seguramente evitó que provocaran más daño –dijo Jondalar, complacido porque la mezcla de Ayla había evitado no sólo que Lobo, su compañero de viaje, se mantuviera apartado de las cosas, sino que había servido para ahuyentar a otros ejemplares de su especie–. Siempre creí que Lobo hacía más difícil nuestro viaje. En cambio, de no haber sido por él, probablemente ni siquiera tendríamos una tienda. Ven aquí, muchacho –dijo Jondalar, dándose unas palmadas en el pecho e invitando al animal a saltar y apoyar allí sus patas–. ¡Otra vez lo has conseguido! Nos has salvado la vida o por lo menos la tienda.

Ayla le vio apuñar el espeso pelaje del cuello del lobo, y sonrió. Le complacía ver el cambio de actitud de Jondalar con respecto al animal. No es que Jondalar se hubiera mostrado antes duro con él, o que no le tuviese simpatía. Era sencillamente que nunca se había mostrado tan francamente cordial y afectuoso. Era evidente que a Lobo también le encantaba verse tratado con tanto cariño.

Aunque habría sufrido daños mucho peores de no haber sido por el repelente contra lobos; de todos modos la sustancia no había impedido que éstos saquearan los depósitos de alimentos utilizados como reserva. La destrucción había sido devastadora. La mayor parte de la carne seca y las tortas de alimento para los viajes había desaparecido y muchos de los paquetes de frutas secas, verduras y granos habían sido desgarrados o faltaban, quizá devorados por otros animales después de la incursión de los lobos.

–Tal vez deberíamos haber aceptado más alimentos de los que nos ofrecieron los s’armunai cuando partimos –agregó Ayla–, pero ellos ya tenían poco para su propio consumo. Claro que siempre podríamos regresar.

–Prefiero no hacerlo. Veamos lo que tenemos. Si cazamos, tal vez tengamos suficiente para llegar donde habitan los losadunai. Thonolan y yo conocimos a algunos y pasamos la noche con ellos. Nos invitaron a volver y a quedarnos algún tiempo en su poblado.

–¿Nos darán alimentos para continuar nuestro viaje? –preguntó Ayla.

–Creo que sí –respondió Jondalar; añadió sonriendo–: En realidad, estoy seguro de que lo harán. ¡Existe una promesa de futuro que les obliga!

–¿Una promesa de futuro? –dijo Ayla, mirándole extrañada–. ¿Son parientes tuyos, como los sharamudoi?

–No, no son parientes, pero sí amigos y han traficado con los zelandonii. Algunos conocen la lengua.

–Ya me hablaste de eso, aunque nunca entendí bien lo que significaba una «promesa de futuro».

–Una promesa de futuro es el compromiso de dar lo que el otro pida, en cualquier momento del futuro, a cambio de algo dado, o lo que es más usual, ganado anteriormente. En general, se utiliza para pagar una deuda cuando alguien juega y pierde más de lo que puede pagar; pero también se emplea en otras circunstancias –explicó el hombre.

–¿Cuáles son esas otras circunstancias? –preguntó Ayla. Tenía la sensación de que la idea comprendía otras cosas, y de que podía ser importante que ella comprendiese.

–Bien, a veces sirve para recompensar a alguien por lo que hizo, casi siempre algo especial, pero de difícil evaluación –dijo Jondalar–. Como no te impone límites, una promesa de futuro puede ser una obligación muy pesada, pero la mayoría de las personas no piden más de lo que corresponde. A menudo el hecho mismo de aceptar la obligación de una promesa de futuro revela confianza y buena fe. Es una manera de proponer amistad.

Ayla asintió. Sí, como ella había previsto, el asunto tenía sus sutilezas.

–Laduni me debe una promesa de futuro –continuó diciendo el hombre–. No es una reclamación importante, pero está obligado a darme lo que yo le pida, y puedo pedir lo que quiera. Creo que se alegrará de cumplir su obligación entregándome algunos alimentos, cosa que de todos modos haría.

–¿Los losadunai están lejos de aquí? –preguntó Ayla.

–A bastante distancia. Viven sobre el extremo occidental de estas montañas, y nos encontramos en el extremo oriental; pero no es un viaje muy difícil si seguimos el curso del río. Desde luego tendremos que cruzarlo. Viven en la orilla opuesta, pero podemos realizar el cruce después de remontar el río –dijo Jondalar.

Decidieron acampar allí esa noche y examinaron con cuidado todas sus pertenencias. Lo que había desaparecido era principalmente el alimento. Cuando reunieron todo lo que pudieron rescatar, formaron una pila no demasiado grande; comprendieron que la situación podría haber sido peor. Tendrían que cazar y recolectar mucho en el camino, pero la mayor parte de los objetos estaba intacta y sería perfectamente utilizable con algunos trabajos de remiendo y reparación, con excepción del recipiente destinado a guardar la carne, el cual había sido completamente despedazado. El bote redondo protegió durante algún tiempo las cosas, aunque no había servido para salvarlas de los dientes de los lobos. Por la mañana tendrían que decidir si se llevaban el bote redondo cubierto de cuero.

–Estamos entrando en un terreno más montañoso. Creo que lo mejor sería dejarlo aquí –dijo Jondalar.

Ayla estaba ocupada en examinar las pértigas. De las tres pértigas que ella había usado para mantener el alimento a salvo de los animales, una estaba rota, pero ellos sólo necesitaban dos para las angarillas.

–¿Por qué no nos lo llevamos ahora? Si se convierte en un verdadero problema, siempre estamos a tiempo de abandonarlo. ¿No te parece? –propuso Ayla.

Viajando hacia el oeste, pronto dejaron atrás la cuenca de tierras bajas que formaban una llanura azotada por los vientos. El curso este-oeste del Río de la Gran Madre que ellos seguían era la línea divisoria de una gran batalla entre las fuerzas más poderosas de la tierra, una batalla librada con el movimiento infinitamente lento de los tiempos geológicos. Hacia el sur se encontraba la elevación de las altas montañas occidentales, cuyas estribaciones más encumbradas nunca eran calentadas por el sol y el calor del verano. Las elevadas prominencias acumulaban nieve y hielo año tras año y, más lejos, los picos más altos de la cadena relucían en el aire diáfano y frío.

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